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2: Brisa muy débil » Capítulo 3

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Me había quedado dormida.

Por suerte enseguida me apercibí cuando Geir Rugholmen me dio un golpe en el hombro. Volví rápidamente la cara y me limpié la boca con la manga. Babeo una barbaridad cuando duermo.

—¿Es verdad lo que dijo el médico?

Hablaba en voz baja, en un susurro forzado.

—¿Cómo?

Me enderecé en la silla y levanté los brazos. El hombre se había acercado demasiado.

—¿Eres policía?

—Lo fui. Hace mucho. ¿Me dejas un poco más de espacio?

Eché irritada la cabeza hacia atrás para mostrarle lo que sentía. Miré el reloj; eran las seis menos veinticinco. De la mañana.

—¿Qué clase de policía? —insistió el hombre sin moverse.

—La noruega. Era una policía noruega normal y corriente.

—No me seas difícil. ¿En qué clase de casos trabajabas?

—Estuve en la policía de Oslo durante veinte años. Trabajé en muchos casos.

—¿Qué grado tenías?

—¿Por qué haces estas preguntas?

Geir Rugholmen se sentó con pesadez en uno de los sillones.

—Basta —dijo en tono abatido—. No entiendo por qué tienes que ser tan gilipollas. Hay un cadáver en el andén. Congeladísimo.

Se tapó la cara con las manos y apoyó los codos en las rodillas.

Me sorprendí pensando que me gustaba su olor. Olía a montaña y a hombre, y a vida al aire libre. No me gustan mucho las montañas, ni los hombres, ni la vida al aire libre. O mejor dicho, no es que sienta aversión hacia nada de eso, pero son cosas que no desempeñan ningún papel en mi vida. Y sin embargo, el olor de su ropa me recordaba a algo que no conseguía identificar, a algo seguro y cálido que me había esforzado por olvidar.

—Es una estupidez salir con este frío —dije—. Con este tiempo. Es un verdadero suicidio. Te mueres congelado, quiero decir.

—No ha muerto por congelación.

Intenté fingir que aquello no me interesaba nada. Geir Rugholmen se levantó entumecido. Negó con la cabeza, esbozó una sonrisa torcida y señaló las ventanas por las que se suponía que en días claros se veía el lago de Finse y, detrás, el imponente pico de Hardanger. Los alféizares eran anchos y se usaban para sentarse, a modo de bancos empotrados.

—A ese niñato tuyo no le importa mucho la comodidad.

De manera que después de todo no había estado sola. Adrian se hallaba tumbado en el alféizar y dormía en medio de una heladora corriente de aire con una chaqueta bajo la cabeza y tapado con una manta de la que asomaban sus gastadas zapatillas; todavía llevaba el gorro tapándole los ojos. Respiraba tranquilamente.

—¿Qué ha pasado? —pregunté a Geir Rugholmen, que se disponía a marcharse.

—Ya no puedo más.

—Has dicho que el cadáver está congeladísimo. Y que sin embargo no murió de frío. ¿Qué pasó?

Se detuvo, sin volverse.

—¿Vas a hacerme caso por fin? ¿De verdad estás dispuesta a ayudar?

Yo no quería ayudar en absoluto. Lo único que deseaba era que me rescataran de la montaña y perder de vista a toda esa gente, la ventisca y la maldita nieve, que cada vez hacía más difícil ver el exterior. Cuando intentaba fijar la mirada en ese caos en el que no había nada en que fijarla, me mareaba y me encontraba mal.

No contesté, pero él no se movió.

—Le han disparado a corta distancia —prosiguió—, según he podido constatar.

—¿Disparado?

Repetí la palabra para asegurarme de haber oído bien.

—Sí. En la cabeza.

Se volvió lentamente. Dio un par de pasos hacia atrás, se detuvo de nuevo y se limpió el rapé de la boca con el pulgar y el índice, antes de respirar hondo para decir algo.

—Me llamo Hanne Wilhelmsen —dije anticipándome—. Mucha gente me consideraría un poco difícil.

Geir Rugholmen estrechó la mano que le tendí, pero no sonrió.

—Y tendrían razón. Yo soy Geir. Supongo que lo habrás olvidado.

—No, no lo había olvidado. ¿Quién es el que está allí fuera?

No me soltó la mano.

—Cato —dijo tras vacilar un instante—. El pastor futbolístico. Cato Hammer.

Por alguna razón no me sorprendió, y eso sí que me sorprendió.

A fin de no revelar mis pensamientos, eché un vistazo a Adrian. Intenté encontrar una explicación al hecho de haber pensado en Cato Hammer incluso antes de que Geir Rugholmen me contestara. Podría deberse, claro está, a la antipatía que sentía hacia ese hombre, pero me di cuenta de que hubiera preferido mucho más ver muerta a Kari Thue. Aparte de que yo no deseaba la muerte de nadie. Y menos por asesinato.

Lo único que deseaba era irme a casa.

Adrian roncó un poco, y se removió en el alféizar. Luego se encogió y se hizo un ovillo al tiempo que su respiración se volvía tranquila y regular.

Me recordaba a un perro callejero al que hubieran maltratado.

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