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2: Brisa muy débil » Capítulo 4

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—Hemos sacado fotos desde todos los ángulos como hemos podido en medio de la tormenta —dijo Geir Rugholmen gimiendo bajo el peso de lo que hasta hacía muy poco había sido Cato Hammer, párroco de la iglesia de Ris, de Oslo, nacido en Trondheim, criado en Kristiansand, y con una inexplicable vinculación al club de fútbol Brann.

La mujer de voz baja que había hablado en la reunión informativa miraba perpleja a su alrededor. Alguien la había presentado como directora gerente. Ella prefirió un título menos pretencioso.

—Berit Tverre —dijo con rostro serio—. Soy la directora de Finse 1222.

Tenía la mano helada y la piel rugosa. Llevaba bombachos azules, medias de lana caqui, y un enorme jersey beige. Tenía el pelo rubio y lo llevaba recogido en una coleta, y sus ojos eran azules como los de un cartel publicitario de la Alemania nazi. Una directora de hotel desenvuelta y guapa, de apenas treinta y cinco años.

—Fui yo quien lo encontró —dijo tapándose la boca con ambas manos para soplárselas—. Ostras, qué fría estaba la cámara. Espero que salga alguna foto.

Me alcanzó una cámara digital como si de pronto me hubiesen elegido para dirigir la investigación sin mi consentimiento. No la cogí. Berit Tverre vaciló y la dejó sobre un enorme horno de hacer pan. Tuve la esperanza de que llevara bastante rato sin usarse.

—No estoy segura de que la cocina sea el mejor sitio para un cadáver —dije—. Pero supongo que sanidad no nos hará una inspección con semejante vendaval.

Geir depositó el cuerpo sobre una isla que había en medio de la cocina. La isla estaba constituida por una cocina de gas, un amplio fregadero y un anticuado horno con placas de hierro. Ninguno de los elementos tenía la misma altura. Berit había colocado una contraventana sobre el enorme fregadero. Suspendida encima de todo había una campana extractora, un rectángulo de varios metros de vidrio opaco con accesorios de aluminio. Por un instante me pareció que era un ataúd que iba a descender sobre el cadáver.

Cato Hammer parecía muy incómodo. Tenía los ojos y la boca abiertos de par en par, y la lengua levantada hacia el paladar. La bala había entrado por la mejilla izquierda, justo por debajo del ojo, y no hacía falta tener mucha experiencia policial para deducir que había sido un tiro a bocajarro. Diría incluso que el cañón le había rozado la piel. Alrededor del orificio había un círculo azulado. En cuanto Geir entró arrastrando el cadáver me había fijado en que el orificio de salida de la bala era enorme. No sentí ninguna necesidad de observarlo más de cerca.

—¿No deberíamos… —empezó a decir Geir casi sin aliento—… no deberíamos tomarle la temperatura a fin de saber cuánto tiempo lleva muerto?

—Si te apetece meterle un termómetro de horno en el hígado, adelante. —Rocé la cara del muerto con la mano y proseguí—: Podrías probar con el cerebro. O con algún órgano interno. Pero yo de ti no me molestaría. No se puede sacar gran cosa de mediciones si no se cuenta con los instrumentos adecuados.

—Pero… pero dijiste que…

—En un pasado remoto fui investigadora táctica —expliqué—. Como abogado deberías saber que eso es algo muy distinto a lo que hacen en las series policíacas.

—Yo me dedico a temas inmobiliarios —dijo Geir—. Como policía tendrías que saber que eso es algo muy diferente al derecho penal. Y no pierdo el tiempo viendo series televisivas. ¿Qué hacemos ahora?

Lentamente rodeé con la silla la isla donde yacía el cadáver. Había poco espacio, y me quedé encajonada unos instantes junto a la ventana. Parecía que Cato Hammer se había fracturado el brazo. Me incliné hacia él sin tocarlo. Había algo extraño en el ángulo de su antebrazo. La palma de la mano tenía algo antinatural, como si el pulgar se encontrara en el lugar equivocado.

—Me temo que es por mi culpa —dijo Geir—. No vi que tuviera nada roto cuando lo recogí. Fuera se me… se me cayó al suelo. Lo siento. Como te he dicho tenemos fotos de cómo apareció. ¿Qué hacemos ahora?

Tanto el orificio de entrada como el de salida mostraban que Cato Hammer había sido asesinado con un arma de gran calibre. Un revólver, a mi juicio.

—Provoca un fuerte estallido —dije.

—¿Cómo?

—¿Dónde lo encontraron exactamente?

—A dos o tres metros de la puerta —contestó Berit Tverre—. Y por pura potra.

—¿Cómo?

—Por poco desaparece en la nieve. Vi la mano, y parte de la pierna izquierda. Había salido un momento a colocar un nuevo termómetro.

—Toma nota de eso.

—¿De qué?

—Anota cuánta parte del cuerpo era visible —dije sin apartar la vista del muerto.

—Aunque el cadáver tenía una mueca de espanto, al mirarlo más de cerca se veía cierta expresión de confianza. Podía parecer como si primero se hubiese asombrado mucho, para acto seguido constatar que se trataba de una sorpresa positiva. Quizá había avistado a su Dios a tiempo y había entendido que la cosa tampoco era tan grave.

—¿A qué demonios salió? —preguntó Geir—. Fuera con este tiempo. ¿O crees que primero le pegaron un tiro y luego lo arrastraron fuera…?

—Esa —le interrumpí…— es una cuestión clave. Cuando sepamos qué indujo a Cato Hammer a salir con semejante ventisca en plena noche, tendremos al asesino. Por desgracia, no resulta muy fácil obtener una respuesta del pobre Cato.

—Era un hombre bastante acostumbrado a la montaña —dijo Berit mirando el cadáver con una expresión más cercana a la melancolía que al dolor—. Debía de saber lo peligroso que era salir con este tiempo. No lo entiendo. Conocía… conocía la montaña.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.

—Había estado aquí. En el hotel, quiero decir. Varias veces. La mayor parte de los que afirman conocer la montaña mienten. Pero él…

Me pareció que se ruborizaba levemente. Por otra parte, era una persona con las mejillas bastante sonrosadas.

—Además, era bastante prudente —prosiguió Geir mirando con escepticismo al muerto.

—¿Lo conocías bien?

—Conocer… lo que se dice conocer… Formo parte de la directiva del club de fútbol Brann. Por tanto era imposible que no me topara con ese hombre.

—¿Qué quieres decir con que era prudente?

Geir se encogió de hombros.

—Se cuidaba mucho de provocar a nadie. Intentaba ser amable con todo el mundo. Un poco así… sin definirse. Así…

Frunció la nariz y se colocó bien el rapé.

—Mi impresión es la contraria —dije—. No me cabe duda de que podía caracterizársele de controvertido, ¿no cree?

Geir no contestó.

—¿Tenéis una de esas muñecas que se usan para practicar primeros auxilios? —pregunté.

—¿Una qué?

—Una de esas… una Anne, ¿no se llaman así? Las muñecas con las que se aprende a hacer el boca a boca.

—No —contestó Berit Tverre escéptica.

—¡Es un poco tarde para hacer el boca a boca a Hammer!

Geir se rio. Dadas las circunstancias, esa risa aguda, como de chica, le hacía parecer cada vez más inseguro.

—Cualquier clase de muñeca —proseguí—. De tamaño natural. ¿Tenéis algo parecido? Si no, tal vez pueda fabricarse una. Con mantas y una col, por ejemplo.

—¿Y para qué la queremos?

Resulta realmente chocante lo lenta que es a veces la gente. Incluso gente con formación y que conoce la montaña. Miré expectante a Berit Tverre.

—Ah —dijo por fin—. Colocamos la muñeca en el mismo lugar y comprobamos cuánto tiempo tarda en quedar cubierta de la misma manera.

—Eso nos daría cierta información sobre la hora del asesinato —dije asintiendo con la cabeza—… siempre y cuando, claro, las condiciones meteorológicas sean igual de extremas. También les sería útil a los que luego investiguen el caso. Lo que, por cierto, será una tarea sumamente sencilla.

Ya había visto más que de sobra. Y Cato Hammer seguramente también. Pasé la mano por sus ojos muertos y abiertos de par en par. Ya había empezado a descongelarse, y los párpados se cerraron sin problema.

Había cruzado ya media sala con la silla cuando Geir por fin consiguió reponerse.

—¿Qué hacemos con el cadáver?

—Metedlo en el congelador —sugerí—. O sacadlo fuera otra vez. Buscad un sitio protegido del viento, y tapadlo con una lona o algo por el estilo. Usad la imaginación. Debe de haber un sinfín de lugares helados por aquí. ¿Dónde está el maquinista? —Sin esperar respuesta, continué avanzando y añadí—: Dejad que los muertos se ocupen de los muertos.

—Pero ¡espera un poco!

Me detuve, e incluso logré no suspirar.

—¿Qué hacemos? —insistió Geir—. Por ahí fuera anda suelto un asesino y, que yo sepa, eres la única persona con alguna experiencia policial, y…

—Escucha —dije girando la silla.

Cuando quiero, no soy del todo incapaz de parecer amable.

—El llamado vagón real —dije dibujando unas comillas en el aire—. Según tengo entendido, los pasajeros de ese vagón se alojan en el apartamento de la última planta. No tengo la más mínima idea de quién iba a bordo. Supongo que no era la familia real. Nuestra casa real no se comporta de esa manera, así de simple. Pero dado que en el andén de Oslo cerraron el paso, y como todo esto está rodeado de muchísimo misterio, no puedo sino concluir que hay policías entre ellos. Guardaespaldas, tal vez, aunque no del palacio. Y puesto que estamos ante un caso para la policía, sería una buena idea ir a verlos y explicarles la situación.

Con ese repentino torrente de palabras tenía por supuesto una segunda intención. Mantuve la mirada fija en los ojos de Geir mientras hablaba. De nuevo vi esa vacilación que no supe interpretar del todo. Se lamió la comisura de los labios, como si quisiera desviar la atención de su constante parpadeo.

—Creo que los dos sabéis quién está ahí arriba —dije con una gran sonrisa.

Ninguno contestó, pero tampoco se cruzaron la mirada. Berit Tverre miró al suelo de reojo, pero no pude ver qué observaba. En el silencio que se hizo entre nosotros descubrí que tenía miedo del huracán por primera vez desde que me despertara en el suelo de la recepción tras haber sido rescatada del tren accidentado. Las ráfagas de viento eran tan fuertes que los vasos tintineaban y las latas crujían. A intervalos breves y desiguales se oían tremendos golpes contra las paredes exteriores, como si los dioses empezaran a creer que por fin, después de tantos tormentosos inviernos de alta montaña, sería posible hacer añicos el edificio.

—Creo que lo sabéis —repetí, avanzando con la silla hacia la puerta que daba a la recepción—. Pero claro, no es de mi incumbencia. Nada de todo esto lo es, por suerte. Y sin embargo…

Un violento golpe de viento contra la pared me hizo detenerme en seco.

—Y sin embargo voy a daros un consejo —proseguí cuando la repentina e inesperada sensación de miedo hubo desaparecido—. Id a buscar a un médico. Aquí hay muchos. Nadie puede ayudar ya a Hammer, pero estaría bien que alguien le hiciera un examen provisional. En cuanto al propio asesinato, habrá que esperar. Sería inútil iniciar aquí y ahora una investigación. Esperad a que cambie el tiempo. Esperad a la policía. Cuando llegue, solucionará esto en un santiamén.

Ya me encontraba junto a la puerta, la empujé y salí de la habitación.

Nadie intentó detenerme.

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