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7: Viento fuerte » Capítulo 1

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El reloj insistía en que era por la mañana. Las seis y veinte, marcaban las agujas fosforescentes del teléfono móvil. Mi cuerpo protestó enérgicamente. Cuando el monótono y mecánico sonido intentó sacarme del sueño estaba igual de atontada que cuando Geir me había despertado unas horas antes.

Me dolía la espalda. De la región lumbar descendía un fuego que era absorbido por un dolor que en teoría no podía sentir. Por un instante me pregunté si había recuperado la movilidad. En ese caso, sería un milagro de proporciones bíblicas. Un proyectil de grueso calibre me había partido en dos la médula espinal, entre las vértebras once y doce, y no había la más remota posibilidad de recuperación.

Intenté incorporarme. Aunque al principio el sofá había parecido una buena solución, no había aguantado la noche. En casa tenemos una cama de ciento veinte mil coronas, encargada en Auping especialmente según el peso y la altura de Nefis y míos. Incluso esa maravilla puede causarme problemas. En ese momento dudaba de si alguna vez volvería a incorporarme y sentarme.

Lo conseguí a duras penas.

—Empecemos por las habitaciones que sabemos que están vacías —dijo Berit en voz baja. Al descubrir que Adrian había desaparecido frunció el ceño.

—Ha salido hace un momento —murmuré—. No sé adónde.

—Geir ya ha empezado la búsqueda —dijo Berit—. Y el tal Sebastian insiste en ayudar. Vamos a ver si tenemos suerte. Ojalá apareciera en alguna cama.

—¿Cuántas habitaciones hay aquí?

Su sonrisa era de resignación.

—Más de las que ahora quisiera. Primero miraremos en los trasteros, los cuartos del sótano, talleres y habitaciones técnicas. Y en el desván. Si tenemos suerte, la gente dormirá hoy hasta tarde. Después de todo lo que ocurrió ayer, quiero decir. ¡Si están tan cansados como yo, dormirán hasta las doce! Ojalá encontráramos a Roar Hanson antes de despertar a los huéspedes.

Yo estaba pensando lo contrario. Si encontráramos al pastor en una habitación que no fuera dormitorio, el estado en el que se hallaría me daba mala espina. Como dudaba mucho de que ese hombre tan desequilibrado se hubiera entregado a una aventura amorosa, dadas las circunstancias, seguía aferrada a la esperanza de que hubiera encontrado un dormitorio donde dormir solo. En ese caso, sería difícil buscarlo sin despertar a la gente.

Berit se alisó la coleta que se había hecho con una gruesa goma azul. Ese movimiento tenía un aire de desamparo, algo infantil que contrastaba extrañamente con el rostro fuerte y los ojos intensamente azules y directos.

Hablaba de nosotros como huéspedes.

En el transcurso de estas dramáticas treinta y seis horas, solo unos cuantos habíamos encontrado una razón para agradecer a Berit y a los demás empleados su ayuda. Ciertamente muchos habían comentado lo buena que estaba la comida, pero la mayoría de las personas estaban tan obsesionadas con ellas mismas y su propio destino de víctimas de un accidente, que daban los cuidados por descontado. Algunos se quejaban de las camas, otros de que se permitiera a los perros bajar al Salón Azul, al que en realidad no tenían acceso. Un matrimonio de unos cincuenta años había conseguido el aplauso de muchos cuando se quejaron de que la oferta de ocio era pobre; faltaban piezas en la mayor parte de los juegos y había muy pocas barajas. Cuando la risueña joven de la tienda sugirió que esas cosas podían comprarse, la mujer cerró la boca muy ofendida; ella no había pedido sufrir un accidente en alta montaña y no tenía ninguna intención de gastar un céntimo por ello.

Berit lucía unas ojeras profundas. Durante la noche había adquirido un aire cansado, casi triste.

Por lo que pude comprobar, solo habían obligado a pagar en la tienda y en el Milibar. Hasta entonces no se había hecho cargo alguno en ninguna tarjeta de crédito para cubrir estancia o manutención, ni se había exigido garantía alguna. Los empleados habían trabajado de sol a sol, dieciocho horas en total. Hasta entonces, habían actuado como pastores de almas, enfermeros, canguros, camareros, muro de lamentaciones y asistentas.

Magnus Streng era el único que, desde que entrara en el edificio contoneándose y se pusiera a curar heridas y entablillar huesos rotos, no había dejado de comentar que Finse 1222 debía de ser el hotel más generoso y encantador del país.

Realmente éramos una panda de desagradecidos.

Realmente éramos noruegos, al menos la mayoría.

Y sin embargo, Berit Tverre seguía llamándonos huéspedes. Me dedicó otra sonrisa antes de atravesar la estancia en dirección a la escalera. Por lo que pude ver, se dirigía al piso de abajo.

Escuché el vendaval. Estaba segura de que el viento había amainado durante la noche. Ya no arremetía con la misma furia. Era como si por fin hubiese entendido que las casas de Finse podían soportar golpes, quedar enterradas bajo la nieve y sufrir serios daños, pero nunca serían vencidas. Los edificios que rodeaban la pequeña estación de ferrocarril entre las montañas de Gallingskarvet y Hardangerjøkulen habían sido construidos en una época en que las cosas no corrían tanta prisa y por gente que conocía la montaña y los caprichos de los dioses del tiempo más que a sus propios hijos.

Para mi sorpresa reparé en que la parte inferior de los ventanales que daban al lago Finse estaba cubierta de nieve compacta. No podía saberlo a ciencia cierta, pero suponía que en el verano habría un salto de tres o cuatro metros hasta el suelo. Tal vez más. Al otro lado de la parte superior de los ventanales, la nieve se arremolinaba con una fuerza centrífuga descontrolada, harapos blanquecinos iluminados desde dentro y recortados contra la aún oscurísima mañana.

El tiempo no mejoraba; estábamos a punto de ser enterrados por la nieve.

Ya no quedaban superficies de pared donde el viento pudiera golpear. Hasta ahora, la nieve se había acumulado en enormes ventisqueros que se erguían a un par de metros de las paredes que daban al lago. Pensé que tendrían que ver con el viento y con el calor que despedía el edificio; había fosos de aire entre nosotros y los aterradores montones de nieve. Ahora esos fosos estaban a punto de llenarse. Alrededor del edificio se había posado un manto de nieve, que nos protegía contra los peores ataques. Solo en el edificio anexo, que al estar construido en la ladera era la parte del hotel más alta, seguían sonando los ya conocidos crujidos de las paredes.

No sabía si debía estar aliviada o aterrada.

No tenía ni idea de cuánta nieve podía caer del cielo cuando así lo había decidido.

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