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7: Viento fuerte » Capítulo 2

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Nadie apareció.

Berit sí se dejó ver, pero por lo demás, estaba más sola que la una en la recepción. El cocinero y sus dos ayudantes estaban ya en la cocina. De vez en cuando oía ruidos de metal y otros sonidos que se mezclaban con el monótono bramido de fondo del vendaval. Me provocaba hambre.

Pero más que nada estaba cansada y muerta de sueño.

Estoy acostumbrada a levantarme a las seis de la mañana, pero en ese momento me sentía como si fuera la una. Bostezaba sin parar y me lloraban los ojos. Por eso no reparé enseguida en el perro que irrumpió en recepción, y solo percibí un movimiento difuso, una sombra amarillenta en el suelo. Antes de que tuviera tiempo de secarme los ojos con el dorso de la mano, el perro estaba ya entre las escaleras y el Milibar, donde yo estaba sentada en mi silla de ruedas, sin entender en absoluto lo que estaba a punto de ocurrir.

De repente desaparecieron todos los sonidos.

Se oyó el ruido de un interruptor de la luz. Era como si mi cuerpo no tuviera energía para alimentar todos los sentidos. Era más importante ver, y yo veía. Todo el episodio duraría como máximo tres o cuatro segundos, pero de nuevo tuve esa sensación de captarlo todo. Absolutamente todo. El animal que venía hacia mí no era el perro portugués de aguas, ni el asustadizo gordon setter. Tampoco era el caniche, al que, por cierto, no había vuelto a ver desde la primera tarde.

Como siempre estoy sentada, tengo una perspectiva de la existencia distinta a la del resto de los adultos. También en un sentido literal. A veces puede resultar muy valioso. Veo cosas que otros se pierden. Aunque yo también me pierdo cosas que otros ven. En muchos sentidos veo el mundo tal y como lo ve un niño.

Los pitbull terriers no son muy grandes. Un macho adulto puede llegar a pesar unos treinta kilos, pero como no existe ningún estándar de raza, las variaciones son enormes. De todos modos, es una raza prohibida en Noruega. Aun así, como el parecido con otros perros de presa es tan notable que pueden pasar por otra raza, en el país hay muchos.

El ejemplar que corría a toda velocidad hacia mí parecía más un monstruo que un perro. Tenía el tórax más grande que las patas, y de su enorme boca colgaba la lengua más larga que he visto en ninguna criatura viviente. No sé por qué, pero supe inmediatamente y por instinto que las manchas negras en su corto pelo marrón eran de sangre. Cuando el animal se encontraba a escasos cinco metros de mí, vi que de los dientes le chorreaba una baba color rosa que se sacudía cada vez que sus patas delanteras golpeaban el suelo.

Sus ojos eran incoloros, claros como el hielo, con una pizca casi imperceptible de azul muy claro. El animal daba la sensación de poder ver y ser ciego a la vez. Tenía la mirada fija en mí, pero solo como si yo estuviera sentada al final de un túnel oscuro y no hubiese nada más en la habitación.

Por suerte había otras cosas.

De repente pude oír de nuevo: un estallido ligero y sordo de algo blando y compacto que cayó al suelo. Aunque todo lo que más tarde he leído sobre perros de presa y su comportamiento indica que el perro no debería haberse distraído ni un momento, este sí lo hizo. No apartó la mirada de mí, pero al girar levemente la cabeza perdió el ritmo y resbaló sin caerse del todo.

Lo único que yo deseaba en ese momento era poder usar las piernas. Comprendí que solo podría defenderme levantando los pies y pataleando en el momento en que el perro diera el último salto. Si el animal se me acercaba a la cara, estaba perdida. Por lo tanto, puse toda mi concentración y fuerza en esa tarea imposible: levantar las rodillas y estirar las piernas delante de mí en el momento preciso.

No ocurrió ningún milagro.

Yo seguía siendo paralítica, tal y cómo seré hasta el día que me muera.

Y no podía entender de dónde había salido Mikkel.

Estaba tumbado a un metro de mí, y tenía la bestia debajo. Con el brazo derecho le agarraba el cuello, y tenía el codo arqueado sobre la laringe. La izquierda, cerrada en un puño para evitar las fauces del animal, apretaba el hocico hacia arriba con gran fuerza; entonces Mikkel hizo un movimiento repentino y violento. Las cervicales del perro se rompieron con un crujido como de carne. Las patas arañaron con espasmos el suelo un par de veces y por fin Mikkel se levantó, tocó el cadáver con el pie y murmuró:

—Perro de mierda.

Yo incliné el cuerpo hacia la izquierda y vomité.

El chico no hizo ademán de ayudarme. No me ofreció agua, ni me preguntó si podía hacer algo por mí. Al parecer, pensaba dejar el perro donde estaba, pero se volvió a medias y dijo:

—Creo que el pájaro se ha roto. Tuve que saltar por encima del mostrador y lo tiré.

Se subió un poco la cintura del pantalón y se fue.

En el suelo de la recepción yacía un pájaro invernal destrozado; un triste montón de desaliñadas plumas blancas. Era el amigo del cuervo disecado que seguía con las alas abiertas y los ojos muertos contemplando la habitación. El sonido que distrajo al perro debía de haberse producido cuando el pájaro cayó al suelo. Me pareció extraño que yo solo hubiese oído ese golpe suave en vez del vendaval o a Mikkel. Me pregunté qué estaría ese joven haciendo al otro lado del mostrador, donde solo tenía acceso el personal, escondido a primera hora de la mañana y sin delatar su presencia.

Pero en ese momento no tenía fuerzas para pensar.

Mikkel, el chico del pañuelo en la cabeza, me había salvado la vida.

Berit llegó corriendo. Al ver el cadáver del perro, se detuvo en seco y se llevó las manos a la cabeza. En ese momento me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente no de compasión por esa bestia amarilla con el hocico manchado de sangre y espumarajos en los gruesos y relucientes morros.

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