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9: Temporal fuerte » Capítulo 3

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Al reconocer a Severin Heger, me acordé del día en que me dispararon.

Tal vez no era de extrañar. La última vez que había hablado con Severin, en las Navidades de 2002, él era jefe de sección de la policía de Bergen. Lo conocía de años atrás. Era compañero de colegio de Billy T. y en su día había trabajado en lo que entonces se llamaba Servicio de Vigilancia de la Policía, situado en el último piso de la comisaría de la calle Grøndsleiret 44. Aunque no éramos amigos, nos habíamos visto de vez en cuando durante casi veinte años. Yo necesitaba ayuda y él me la prestó para desenmascarar al jefe de la policía judicial de Oslo, un asesino corrupto. Durante la detención recibí un disparo. Ese único proyectil me destruyó de por vida. En el juicio posterior el fiscal habló en tono dramático del ataque a sangre fría a una inspectora de policía. En cambio yo pensaba que el hecho de que el corrupto jefe de policía hubiera matado a cuatro personas inocentes con el fin de salvaguardar su posición y su honor era infinitamente peor.

Fue condenado por todo aquello.

Y tiene la culpa de que yo no pueda andar.

Aunque en mi opinión la única culpable soy yo.

Actué descuidadamente. Billy T. intentó avisarme. Corría detrás de mí cuando irrumpí en una cabaña del bosque de Nordmarka, donde sabíamos que se encontraba el sospechoso. Yo era imparable. Estaba agotada. Deshecha en cierto modo. Aquella manera de entrar fue de aficionados. Habíamos oído el helicóptero, los refuerzos estaban llegando.

La psicóloga a la que me obligaron a acudir cuando por fin mejoré lo bastante como para hablar con alguien opinaba que yo me había visto impelida por un deseo subconsciente de morir. Creo que lo llamó «nostalgia de la muerte». Lo cual es una verdadera tontería. No sueño en absoluto con morir. La vida no ha resultado ser lo que me esperaba, pero la muerte es, al fin y al cabo, una alternativa poco tentadora.

Había trabajado en exceso, era negligente, y debería haber dejado actuar a la policía antes de que todo saliera mal. De hecho, recuerdo que eso fue lo último que pensé antes de irrumpir en la cabaña: Tengo que dejar esta profesión. Ya no es para mí.

Recibí un buen escarmiento.

Luego vino Ida. Estoy siempre con ella. Siempre tengo tiempo para mi hija. Casi todo acaba cobrando algún sentido.

Lo que resultaba mucho más difícil de entender era que Severin Heger apareciera de repente en una tormenta apocalíptica en Finse. Cuando por fin logré entender lo que había sucedido, se me aclararon las ideas. Mis sospechas de lo que se ocultaba en el vagón secreto y luego en el apartamento del último piso podían ser correctas. Tenían que ser correctas. Miré de reojo hacia la puerta y al pensar en el tipo de persona que podía estar al otro lado se me puso la carne de gallina. Luego desvié la vista y miré a ese hombre alto con ropa de invierno.

—Hola, Severin.

Simplemente no se me ocurrió otra cosa que decir.

Ni siquiera hizo amago de abrazarme. Su sonrisa se desvaneció con la misma rapidez con que había aparecido.

—¿Quién es el responsable aquí? —preguntó, todavía sin aliento.

—Soy yo —contestó Berit.

Le dio la mano y se presentó.

—¿Por qué…?

—Necesito una parte del hotel aislada —lo interrumpió Heger—. Sin tránsito.

Berit lo miró con una mezcla de asombro y disgusto.

—En este momento el hotel no está en condiciones de prestar un servicio máximo —dijo—. De manera que estamos lejos de poder satisfacer esa clase de deseos y necesidades especiales.

En el transcurso de dos días con sus noches había podido observar a Berit Tverre en casi todos los estados de ánimo. Hasta este momento nunca se había mostrado irónica. No encajaba con su estilo eficiente.

Severin abrió la boca para decir algo, pero yo me adelanté:

—¿Por qué venís aquí? ¿Qué ha sucedido en el edificio de apartamentos? Supongo que erais tú y tus amigos los que…

Eché una mirada a la puerta, donde a través de los cristales se vislumbraban sombras moviéndose. No entendía por qué los otros se habían quedado fuera. Aunque se encontraran al abrigo del viento en el profundo foso delante del hotel, debía de hacer un frío horrible.

—… viajabais en el vagón especial —proseguí— y los que estabais en el apartamento de la última planta. ¿Qué ha pasado?

Severin miró a su alrededor. Yo sabía exactamente lo que pensaba. Antes de responder tardó unos segundos en sopesar cuánto tendría que contarnos para conseguir lo que deseaba.

—Una pequeña… revolución —dijo en voz baja y vacilante, como si quisiera comprar un poco más de tiempo.

Nadie dijo nada, nadie preguntó. Todo el mundo miraba fijamente a Severin Heger.

—Murió un niño —dijo—. Un bebé.

—¿Habéis disparado a un niño?

Geir dio un paso hacia Severin. Parecía querer vengar la muerte del bebé en ese mismo instante.

—¡No! ¡No, no! La niña ha muerto esta noche. Pacíficamente. Dormía al lado de su madre, y cuando ella se despertó, la niña estaba muerta. No había indicios de violencia, nada que indicara otra cosa que… muerte súbita de lactante.

Se encogió de hombros, más abatido que indiferente.

—¿Era una niña rosa? —pregunté.

—¿Rosa?

—¿Iba vestida de color rosa de arriba abajo?

—Sí. Sí. Cuando esa pandilla subió a vernos… Bajé para evitar que… Bajé para hablar con ellos. —Tragó pesadamente antes de añadir—: Sí. Era un bebé. Una niña. La madre perdió por completo los estribos. Psicosis aguda, creo. Fue como encender una chispa en un depósito de gasolina. Iba a cundir el pánico en todo el edificio. Bien es verdad que dos tipos que creo pertenecen a la Cruz Roja estaban a punto de controlar la situación, pero nosotros estimamos que lo mejor sería escapar. —Volvió a tragar, antes de repetir—: Era una niña.

Yo no sabía que Sara y su madre estuvieran en el edificio de apartamentos. A decir verdad, apenas había pensado en ellas, al menos desde que el hotel perdiera el contacto con los apartamentos.

Recordé el suave olor a leche agria que despedía la ropa del bebé. Podía ver la carita que lloraba sin cesar en mi jersey justo después del accidente, mientras la temperatura bajaba y yo me temía que estuviéramos muriéndonos.

—Recibió un fuerte golpe en… la cabeza, cuando descarrilamos y se produjo el choque.

Nadie pareció entender lo que yo estaba diciendo. Tal vez solo lo hubiera pensado.

—Pero disponéis de armas —dijo Geir—. ¿No habéis podido mantenerlos a raya?

—Tenemos armas —convino Severin—. Pero también las tenían ellos. Hachas, martillos, cuchillos de cocina. Hierros. Se habían equipado de Dios sabe qué.

—Pero vosotros tenéis armas de fuego —insistió Geir.

—Sí, pero en realidad no nos gusta pegar tiros a nadie. Es el equilibrio del terror, ¿sabéis? El elemento disuasorio. Nuestras armas están sobre todo para mantener la paz. Pero ellos estaban completamente desesperados. Creían que teníamos médico, más y mejor comida, que teníamos… —Se pasó los dedos por la frente, con un movimiento casi imperceptible de la cabeza—. Me parece que iban a abrir la puerta a hachazos. E insistían en que teníamos a un miembro de la familia real entre nosotros…

Desde fuera se oyeron fuertes golpes contra la puerta.

Severin se enderezó. Berit parecía cada vez más escéptica. Geir miraba de reojo al policía con algo parecido a la animosidad. Al parecer, Johan era el único impresionado con que Severin hubiese conseguido llegar indemne de los apartamentos al hotel.

—La situación era tal que he tenido que… —Se remangó la chaqueta y miró el reloj. Volvió a empezar—: Necesito una parte del hotel en que podamos estar solos.

Me hablaba a mí.

Como si de repente solo hubiera dos personas presentes, me miraba a mí. Cuando entendí el porqué, sentí, por primera vez desde que me quedé inválida, cierta añoranza por el trabajo que había desempeñado durante tanto tiempo. Me acordé de la complicidad entre colegas que yo misma había sentido y de la que había formado parte, aunque durante años había hecho todo lo posible para romper con todo aquello.

Severin Heger se fiaba de mí. Yo no sabía si seguía en la policía de Bergen, o si trabajaba por libre en el floreciente mercado de la seguridad privada. Como creía saber el tipo de persona que Severin estaba custodiando, supuse que había dejado Bergen y el trabajo policial normal a favor de las partes más secretas del servicio. Pero en ese instante los dos seguíamos siendo policías, y él confiaba en que yo lo ayudaría, como él me había ayudado el día en que estuve a punto de morir.

—Necesita una parte aislada del hotel —dije—. Y creo que debemos facilitársela.

—Pero ¿quién es? —Berit me miró a mí y luego a Severin—. ¿Quién eres? ¿Por qué iba yo…?

—Berit. Dale lo que pide. —Intenté hablar en voz baja—. Fíate de mí. Por favor.

Las sombras de fuera se habían cansado de esperar. Algunos golpeaban la puerta, y Severin tuvo que retroceder un paso para impedirles entrar. La mirada que me dirigió resultó fácil de interpretar.

—La última planta del ala que da al lago Finse —sugerí rápidamente—. A partir de la habitación 207. ¿Sería posible?

—No —se apresuró a contestar Berit—. Son demasiadas. Demasiadas habitaciones. —Se dirigió a Severin, tirándose de la coleta. Ese gesto era una señal evidente de que estaba pensando—. Podéis disponer de la habitación del perro.

—¿La habitación del perro? —repitió Severin.

—Sí. ¿Cuántos sois?

—Cuatro hombres.

—De acuerdo. Tenemos una habitación que hasta hoy se usaba como cuarto para perros. La han limpiado a fondo esta mañana, aunque es posible que siga oliendo algo a mierda y tal vez un poco a sangre, pero está limpia. Suele ser el comedor para el personal. Podéis disponer de esa habitación.

—¿Cuántas entradas tiene? —preguntó Severin.

—Una. Una sola puerta. La ventana está cubierta de nieve.

—Eso no basta. Necesitamos…

—Tómala o déjala. Tanto tú como los que vienen contigo sois bienvenidos en las mismas condiciones que todos los demás aquí instalados. Yo jamás habría permitido ningún trato especial, si no fuera porque me lo ha pedido Hanne. No puedo ofrecerte otra cosa que la habitación de los perros.

Miré a Severin con un gesto casi imperceptible de la cabeza.

—Puedes cerrar la puerta —prosiguió Berit—. Puede cerrarse desde dentro. Hay más llaves, pero esas las guardaré yo. Lo que significa que podré haceros una visita en cualquier momento. Os procuraré comida y agua. Es todo lo que puedo ofrecer.

—Será lo mejor —opiné yo.

—Supongo que no queréis que os vea nadie —continuó Berit—. Ni ahora ni antes. Entonces debéis aprovechar la ocasión. Hemos reunido a todos los huéspedes en otra parte del hotel. Podéis bajar al sótano sin ser vistos.

Severin entendió que no conseguiría nada más. Asintió con la cabeza y abrió la puerta. Entraron tres hombres. Llevaban capas y capas de ropa, y tenían la cara totalmente tapada con gafas, bufandas y gorros. Ninguno hizo ademán de quitarse nada. Todos llevaban mochila, aparentemente tan pesada como la de Severin. Incluso habían pensado en ese detalle. Si uno hubiera aparecido sin equipaje, habría revelado la diferencia entre él y los otros tres. Si esa mochila hubiera sido visiblemente más ligera que las otras, habría hecho pensar que al menos no contenía armas. Tal como los cuatro hombres iban vestidos y equipados en ese momento, resultaba imposible saber quiénes eran los vigilantes y quiénes los vigilados.

Severin dirigió una mirada interrogante a Berit, que ya se abría paso apresuradamente hacia la escalera y hacía una seña a los recién llegados para que la siguieran.

El hombre se detuvo de repente y se volvió.

—Hanne —rogó.

Me aproximé a él con la silla y dejé que se inclinara sobre mí. Cuando empezó a hablar, tenía su boca tan cerca que las palabras me hicieron cosquillas en el lóbulo de la oreja.

—¿Hay por aquí dos personas con aspecto árabe? —susurró—. ¿Un hombre y una mujer? Es imposible que estuvieran en el edificio de apartamentos. Ella lleva un hiyab negro, él una chaqueta marrón y …

Asentí con la cabeza. Él se enderezó. Su vacilación podía deberse a que intentaba contarme algo. Por la expresión de su cara no era posible saber si la confirmación de la presencia de los árabes era una noticia buena o mala.

Decidió no decir nada.

Pero me hizo una seña. Clavó su mirada en la mía, una mirada que duró varios segundos y que no pude esquivar. Luego guiñó tres veces el ojo y bajó corriendo al sótano tras los otros tres.

Creí entender lo que había querido decirme.

Solo unas horas más tarde tendría que fiarme de que lo había interpretado correctamente. Incluso debería correr un riesgo enorme basándome solo en esa mirada, pero en ese momento, mientras oía los pasos de cinco personas bajando por las escaleras, no sabía nada de todo aquello.

Pensé en la pequeña Sara, ese diminuto bebé rosa que ya no existía.

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