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9: Temporal fuerte » Capítulo 4

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Aunque nunca he oído una avalancha de nieve en la vida real, tengo una clara idea de cómo suena. Si te pasas las noches viendo Discovery Channel por la tele, a lo que me he habituado desde que tengo la espalda destrozada y me levanto de la cama a las horas más intempestivas, aprendes mucho sobre catástrofes. Y también sobre avalanchas.

Cuando la voz de Kari Thue irrumpió en la habitación, me acordé del primer aviso de llegada de una avalancha. A menudo no se ve más que una grieta estrecha y aparentemente inocente en la nieve, pero el sonido ya está ahí; sale de lo más profundo, de debajo de la nieve, donde las masas ya están en movimiento.

—¿Dónde está Roar Hanson? ¿Alguien ha visto a Steinar Aass? ¿Qué le ha pasado a Roar Hanson?

Tal vez había sido un error reunir a todos los huéspedes en la planta baja del edificio anexo. Hasta entonces, nadie se había dado cuenta de la desaparición del tímido pastor. Durante toda la mañana, la gente se había ocupado de sus cosas. La ausencia de Hanson resultaba mucho menos llamativa que la de Cato Hammer. Que yo supiera, Steinar Aass no había intimado con nadie en ese tiempo, y habría podido asegurar que nadie le dedicaría un solo pensamiento.

Si se reunía a todo el mundo en una sola estancia, estarían más protegidos contra lo que pudiera aparecer por la entrada bloqueada por la nieve. Por otra parte, les había sido más fácil darse cuenta de las ausencias de Roar Hanson y de Steinar Aass.

Kari Thue fue la que lo descubrió todo. No solo estaba alerta como una ardilla; esa mujer flacucha e irritante era muy lista y todo el tiempo intentaba menoscabar el indiscutible liderazgo de Berit, Geir y Johan.

—¡Exijo una respuesta! ¡Todos tenemos derecho a saberlo! ¿Dónde están Roar Hanson y Steinar Aass?

Kari Thue era esa grieta casi invisible en la nieve, justo debajo de la cima de la montaña. Yo seguía sentada junto a la entrada, y no me quitaba de la cabeza el recuerdo del bebé que había volado por los aires y aterrizado sobre mis rodillas tras el choque del tren. Su muerte me había impresionado más que todo lo sucedido desde el miércoles por la tarde. Sara no había cumplido ni un año y ya había muerto. Me reproché por no haber advertido a los médicos que la pequeña podía sufrir alguna lesión, a pesar de que aparentemente había salido indemne del fuerte golpe que se diera contra la pared del tren. Quizá había supuesto que la madre se encargaría de que examinaran exhaustivamente a la niña, pero sabía muy bien que nunca había que dar nada por supuesto. De pronto vi a la madre gritándome en el tren. Su desesperación por haber dejado caer a su bebé era tan grande que apenas sabía lo que decía. Yo debería haber…

En realidad no sabía lo que debería haber hecho, y eso me deprimió aún más.

El estallido de Kari Thue había desencadenado la avalancha. El volumen de ruido subió. En el Salón Azul cada vez había más gente hablando y haciendo preguntas, si bien no había a quien dirigirlas. Berit aún no había subido del sótano, y no sabía adónde se habían ido Geir y Johan. Dirigí mi silla lentamente hacia el barullo en aumento. Pero habría preferido refugiarme en el despacho contiguo a la recepción y cerrar la puerta.

Pero pensé en Magnus, al que le habían encargado poner orden y tranquilidad allí abajo. Parecía tener graves problemas.

Cuando el hombre me vio junto a la escalera que bajaba a la Taberna de San Paal, se levantó con mucha dificultad de un sillón rojizo y atravesó la estancia apresuradamente. A pesar de mi desaliento por la muerte de Sara y la certeza de que Kari Thue aún iba a ponérnoslo todo mucho peor, reprimí una sonrisa al ver a Magnus presa de la agitación acercarse a la escalera. Magnus Streng no estaba hecho para correr. Y tampoco para subir y bajar escaleras. Sus rodillas parecían no funcionar del todo, como si estuvieran demasiado sueltas para moverse normalmente. Por eso giraba las piernas en rápidos semicírculos desde las caderas, como parodiando a un marchador.

—¡Y vuelta a empezar!

Su pecho emitió un silbido. Se tocó la garganta, tosió y agitó la otra mano a modo de disculpa.

—Asma —jadeó—. Por desgracia no he traído las medicinas. No suele molestarme en esta época del año, de modo que…

—Siéntate —dije señalando una silla junto a la mesa.

—Sí —dijo sin aliento—. Es realmente… bastante molesto.

Intentó humedecerse los labios antes de coger un vaso de agua que alguien había dejado sobre la mesa. Se la bebió de un solo trago.

—Ella lo ve todo —gimió—. Recuerda todo. Estoy convencido de que habría ganado el campeonato mundial del juego de memoria.

El ruido procedente del piso inferior era tan enorme que no respondí.

Mientras que Mikkel y su grupo no habían sido sino irritantes y descuidados, el círculo que rodeaba a Kari Thue era mucho más amenazador. Contaba ya con unas cuarenta personas. La propia Kari Thue acababa de subirse a una mesa de centro para apelar a sus partidarios, como una carismática líder de secta.

—¡Nos están ocultando cosas! —gritó metiendo los dedos pulgares en las correas de esa mochila con la que debía de dormir—. Y me pregunto: ¿quién decide realmente en esta situación, y con qué autorización y derecho? Nos dijeron que todos, absolutamente todos, teníamos que reunirnos aquí abajo. Para que acabaran de tapar bien el agujero de la pared, se nos dijo, y también que revisarían la estructura de la escalera. Pero ¿dónde están Roar Hanson y Steinar Aass? ¿Tienen privilegios que los demás no tenemos? ¿Somos diferentes a ellos?

—¿Qué hacemos? —susurré a Magnus.

—No… sé… muy… bien.

Jadeaba entre palabra y palabra. Me preocupaba mucho; la piel se le había puesto grisácea y húmeda, y agarraba con tanta fuerza el canto de la mesa que los nudillos de la mano se le habían quedado blancos.

Berit vino corriendo.

Bajo presión prolongada algunas personas se derrumban, otras se aferran a los demás volviéndose como niños, necesitados de consuelo y mentiras tranquilizadoras. También hay personas que se paralizan. La vida me ha enseñado que es casi imposible prever cómo va a reaccionar la gente expuesta a duras pruebas.

Elegir soldados es un arte, y Berit Tverre era una mujer para llevarse a la guerra. Se detuvo en seco en el último escalón antes de la Taberna de San Paal. Captó la situación en pocos segundos. Primero se arrodilló al lado de Magnus. Sin preguntarle nada, sacó un inhalador del bolsillo y se lo puso en la mano.

—Bricanyl —murmuró—. Yo también padezco de asma. Respira tranquila y profundamente.

Nunca olvidaré la cara de Magnus Streng cuando inhaló ávidamente las curativas micropartículas. Entrelazó las manos alrededor del inhalador con forma de cohete. Clavó los ojos en Berit, agradecido, mientras grandes y pesadas lágrimas abandonaban lentamente las pestañas para correr hacia las comisuras de sus labios.

Cuando Berit vio que Magnus controlaba la situación, levantó las manos y gritó hacia el agitado gentío de abajo:

—Roar Hanson ha muerto. También Steinar Aass. Sentaos. ¡Sentaos!

Se hizo un silencio absoluto. Fue incluso como si los dioses del tiempo se asustaran, pues el monótono ruido del exterior pareció más lejano y apagado. Berit bajó rápidamente la pequeña escalera y atravesó la Taberna de San Paal. Se detuvo junto a la entrada del Salón Azul, donde habían abierto del todo la puerta convirtiendo las dos salas en una sola gran estancia. Kari Thue seguía de pie encima de la mesa. La mayoría de los presentes buscaban avergonzados un lugar en que sentarse. Los dueños de los perros se habían colocado en un rincón, donde al parecer hacían buenas migas con los tres animales supervivientes. No veía al dueño de Muffe, pero algunas personas quedaban ocultas detrás de las medias paredes entre los dos salones. También había gente sentada en el Salón Glaciar. Las puertas dobles entre los dos salones estaban abiertas para que todo el mundo pudiera oír lo que se decía. Adrian y Veronica debían de estar allí, pues no los veía.

—Bájate de ahí —resopló Berit a Kari Thue—. No tolero que trates mis muebles de esa manera. ¡Abajo! ¡Abajo!

Hablaba como si se estuviera dirigiendo a un perro obstinado.

—¿Qué les ha pasado a Roar y a Steinar? —preguntó Kari Thue sin hacer ademán de obedecer.

—Como ya he dicho, ambos están muertos. A Steinar Aass se le ocurrió la estúpida idea de querer bajar de la montaña por sus propios medios. Murió congelado. Y también ha muerto Roar Hanson… poco se puede hacer ya por él.

—¿Cómo murió?

Tenía que esforzarme para oír lo que decían. Por primera vez desde el accidente, me arrepentí de no haber pedido una rampa para acceder desde la recepción al edificio anexo.

—¡Bájate ya de esa mesa!

Berit intentó agarrar del brazo a Kari Thue. Mikkel, sentado en el otro extremo del salón, se levantó vacilante. Parecía no saber qué hacer. Se abrió paso lentamente entre mesas y sillas, y de pronto echó a correr. Al llegar junto a Kari Thue, se detuvo y se puso las manos en las caderas.

—Haz lo que te dice la señora. Bájate de la mesa.

—Antes quiero saber lo que ha sucedido —dijo Kari Thue.

—Has oído todo lo que necesitas saber —señaló Berit.

—No. Nos habéis mentido antes. Quiero saber la verdad sobre Roar Hanson, y quiero saberla ya.

—Pareces tonta —dijo Mikkel—. Deja ya de dar la lata. Bájate de ahí. Esta señora es la que decide, ¿vale?

Kari Thue lo miró como si estuviera examinando algo que acababa de extraer del sumidero del baño.

—Me parece recordar que estabas de acuerdo conmigo.

Mikkel se encontraba de espaldas a mí, pero por la postura de su cuerpo me era fácil adivinar su expresión. Echó la cabeza hacia atrás y levantó los hombros, que parecieron más anchos.

—Puta —siseó de repente, agitando la mano en el aire como para ahuyentar a un bicho molesto.

Dio media vuelta y se alejó lentamente, murmurando algo que no logré captar. Cuando un par de sus colegas hicieron ademán de levantarse y seguirlo, les obligó a tomar asiento de nuevo, muy severo. Para mi asombro, se sentó en la escalera justo delante de mí, en el primer escalón.

—Puta —murmuró sin mirarnos.

A todas luces Kari Thue creía estar ganando la batalla. Y de alguna manera así era. Con renovada autoestima, miró a los congregados antes de dirigirse una vez más a Berit.

—Difícilmente puede deberse a una casualidad el que dos miembros de la comisión sobre la Iglesia estatal mueran en el transcurso de unas horas. Ya habéis confirmado que Cato Hammer fue asesinado, aunque intentasteis engañarnos también respecto a él. Lo cual es, por cierto, una violación de mis derechos y de los de todos los demás. Estamos encerrados en un hotel de montaña a causa de la nieve. Nos encontramos en una situación extrema. Cada uno de nosotros tenemos derecho a tomar decisiones, con el fin de salvar nuestra propia vida.

Hablaba inspirando y expirando, y el breve intermedio se hacía mucho más dramático.

—Siempre dentro de los límites de la ley, claro está. Me parece oportuno recordaros que no nos encontramos en un barco. Tú no eres el capitán. Aquí no rige ninguna de las reglas jerárquicas del mar. —Puso un dedo en el hombro de Berit, que dio un paso atrás—. No conozco ninguna disposición legal que te confiera el derecho a tomar decisiones por nosotros —prosiguió Kari Thue—. Al contrario. En ausencia de la policía u otra autoridad legal, nos corresponde a nosotros buscar las mejores soluciones para sobrevivir, razón por la que puedo…

—Mikkel —susurré.

Se dio media vuelta y se tocó con aire indiferente el pañuelo que llevaba en la cabeza.

—¿Qué? —murmuró.

—Ayúdame a bajar. Ayúdame a bajar la escalera.

—Sostengo… —repitió Kari Thue, esta vez en voz más alta— que con el índice de mortalidad de este lugar, la información sobre la causa de estas muertes puede considerarse vital.

En lugar de empujar la silla con cuidado por los tres escalones, como habían hecho Geir y Johan, Mikkel la levantó conmigo encima, y me bajó por la escalera para depositarme en el suelo con suavidad y presteza. El chico era en verdad tan fuerte como parecía.

—Gracias —susurré.

Él no contestó.

—¿De qué murió Roar Hanson? —gritó Kari Thue con voz amenazadora a Berit.

—¡Tienes razón! —le respondí a voces mientras me acercaba a la gente.

Kari Thue se sobresaltó. De nuevo parecía una ardilla; un ser nervioso, rápido y listo que sin embargo no tiene inteligencia suficiente como para alimentarse bien. Berit me miró, levemente aturdida. Me habría gustado poderle contar lo que estaba pensando.

—Tienes toda la razón del mundo —dije en lugar de eso—. Tenéis todo el derecho a saber de qué muere la gente por estos pagos.

Detuve la silla a unos tres o cuatro metros de la entrada del Salón Azul. Eché el freno y puse las manos en mi regazo.

—Steinar Aass murió congelado —dije en voz alta—. Tal y como Berit os acaba de informar. En cuanto a Roar Hanson, todo parece indicar que fue asesinado.

La mujer que hacía punto (al fin me había percatado de que era uno de los miembros legos de la comisión de la Iglesia estatal) se echó a llorar, tapándose la cara con la prenda de punto sin acabar. Un hombre se inclinó hacia ella para consolarla. El murmullo iba en aumento, y al cabo de unos segundos todos hablaban a la vez. Kari Thue parecía no saber muy bien qué hacer. Era como si el hecho de que yo le hubiera dado la razón le hubiese sorprendido tanto que hubiera perdido el equilibrio, al menos metafóricamente.

—Yo tenía razón —dijo al aire, sin que nadie la escuchara.

—¿Y qué vas a hacer con eso? —pregunté.

—¿De qué murió…? ¿De qué manera fue asesinado?

Ninguna de las dos hablábamos ya muy en alto. Se trataba de una conversación entre ella y yo, tal como yo pretendía. Sin embargo, la gente empezó a pedir silencio los unos a los otros. Querían escuchar.

—No lo sabemos muy bien —contesté—. Pero lo cierto es que fue apuñalado con algún objeto puntiagudo.

—¿Con un cuchillo?

Me di cuenta de que ella parpadeaba más a menudo que antes. Ignoraba si eso era señal de inseguridad o algo completamente diferente y mucho más deseable.

—No —contesté—. Con un cuchillo no. ¿Qué piensas hacer, ahora que has recibido la información a la que, según tú, tienes derecho?

Miró a su alrededor. A lo mejor ya no le gustaba tanto estar de pie en una mesa mientras mantenía una tranquila conversación conmigo que cuando estaba a punto de destronar a Berit. Por otra parte, el bajarse de su improvisado podio, tal y como Berit y Mikkel le habían exigido, constituiría una derrota. Al principio optó por una postura intermedia y se sentó. Obviamente, resultaba muy incómodo estar sentada así, como una niña, con las piernas cruzadas. De manera que fue acercándose lentamente al borde. Al final se bajó al suelo. Pero no dijo nada.

—Estoy esperando —dije con una sonrisa.

—¡Sí! ¿Qué hacemos, Kari? ¿Qué hacemos ahora?

La que preguntaba era una de sus cortesanas, una mujer en la cincuentena, con la piel bronceada en un solárium. Era una de las primeras que se habían adherido a la congregación de Kari Thue ya la primera noche, después del episodio con los kurdos.

Kari Thue seguía sin contestar, se limitaba a tragar saliva, y en la habitación había tanto silencio que podía oír el sonido de la saliva bajándole por la laringe.

—¡Mirad, amigos! ¡Mirad!

Uno de los chicos de Mikkel se había levantado. Estaba muy cerca de la ventana que daba a la terraza. Agitó la mano, y repitió:

—¡El temporal! ¡Mirad!

Hacía mucho rato que la terraza se había cubierto de nieve completamente. La puerta de acceso estaba bloqueada. Solo se podía ver a través de la mitad superior de las ventanas.

La capa de nubes se había roto. Seguía nevando con mucha intensidad, pero la luz que atravesaba los copos en remolinos era blanca e intensa. Era como si el propio sol quisiera recordarnos que seguía vivo allí arriba. Que no se había olvidado de nosotros y que pronto vencería a ese monstruo de temporal que llevaba demasiado tiempo atormentándonos.

Kari Thue había pasado al olvido. Todo lo que no fuera el tiempo que hacía estaba olvidado. Muchos se levantaron y se acercaron a las ventanas, como si no fuera posible creer lo que estaban viendo. Otros aplaudieron y se rieron, unos tímidamente, otros alegremente. La mujer de la labor de punto se secó las lágrimas vertidas por Roar Hanson y se puso a gritar de alegría, histérica.

Todo esto no duró más de un minuto.

El cielo se cerró. La gris oscuridad se pegó a las ventanas. La nieve recuperó su color sucio y volvió a ser un triste muro impenetrable.

Un gran suspiro colectivo se elevó hasta el techo.

—La temperatura está subiendo —dijo Geir alegremente; yo estaba tan concentrada que no lo había oído llegar—. En este momento estamos a veintiuno bajo cero, y hemos descendido a un viento de veinticuatro segundos. ¡Es solo un pequeño vendaval, amigos! ¡No es nada en comparación con lo que hemos tenido!

Como muchos otros, miré a Geir y luego las ventanas, y de nuevo a Geir. Era como si la fugaz visión de mejores tiempos solo hubiera sido una quimera. Nada en la monótona y limitada vista indicaba que el tiempo mejoraría a corto plazo.

—Qué bien —dije intentando esbozar una sonrisa—. ¿Eso quiere decir que vendrán a buscarnos pronto?

—Bueno… —Sonrió ampliamente—. Tenemos que estar preparados para pasar una noche más en Finse. Pero si continúa mejorando, es probable que los primeros podamos salir ya mañana hacia la capital.

—Tal vez —añadió Berit, escéptica—. No tenemos ninguna experiencia con estas cantidades de nieve. Ni siquiera sabemos cómo está la situación ahí fuera. La vía férrea ha de reabrirse, y además…

—Seamos optimistas —dijo Geir—. Me imagino que nos enviarán un helicóptero después de todo lo que hemos pasado. Una noche más, y todos a casa.

Evidentemente ni se le pasaba por la cabeza que la policía quisiera intervenir en la decisión de dejarnos marchar de Finse en cuanto fuera físicamente posible. Pero dada la situación, no encontré razón alguna para recordárselo.

Aunque el ambiente de euforia se apagó de golpe en cuanto la gente advirtió que el claro sobre el lago Finse había sido muy pasajero, me pareció que el optimismo de Geir se había contagiado. Nadie hablaba ya ni de la muerte de Roar Hanson, ni de la seguridad de los huéspedes. La gente conversaba sobre todo y nada, y algunos estaban haciendo apuestas sobre cuándo llegaría a Finse el primer helicóptero. La gente se dispersó por los distintos espacios de sofás y sillones, y muchos subieron al Milibar a por una taza de café, a la espera de que se pusieran las mesas para un almuerzo retrasado. Algunos de los catorceañeros se pusieron a cantar.

Resultaba increíble que ese grupo de gente acabara de enterarse de que otra persona había sido asesinada. Por otro lado, un tiempo relativamente largo en la policía me ha enseñado que el ser humano tiene una capacidad increíble de dejarse distraer por las buenas noticias. Nadie había conocido personalmente ni a Roar Hanson ni a Steinar Aass, excepto tal vez la señora que hacía punto. Yo ni siquiera estaba del todo segura de su sinceridad cuando se derrumbó al enterarse de la muerte de su colega. Pues ahora estaba sentada sorbiendo café con grandes cantidades de nata líquida, mientras miraba sin cesar hacia las ventanas, con la esperanza de que Dios volviera a mostrar su gracia.

Kari Thue se había sentado. Estaba hojeando con mucho interés un libro; ni por un instante me creí que estuviera leyendo.

Los kurdos debían de haber estado allí todo el tiempo, pero yo no los había visto hasta ahora. Salieron a toda prisa del Salón Azul, camino de la recepción. Los seguí con la mirada, pero ellos no se volvieron, ni dieron otra señal de querer hablar conmigo o con otros. La mujer andaba con la cabeza gacha, y su marido de ficción la cogía por el antebrazo con autoridad.

Magnus Streng se sentía obviamente mejor. Estaba arriba, en la recepción, donde hablaba en voz baja con Berit, que de repente se inclinó hacia él y le dio un cálido abrazo.

Todo volvía a lo que podría parecer una situación normal. Y nadie había hecho una sola pregunta referente a la gran mentira: que había que tapar mejor el agujero causado por la caída del vagón y que la escalera necesitaba una revisión. Ni un solo huésped de Finse 1222 sabía que había cuatro hombres desconocidos, del vagón secreto del tren, sentados detrás de una puerta cerrada con llave en el sótano. Nadie había preguntado por qué había sido necesario meterlos a todos en el Salón Azul.

Parecía una sesión de magia. Se agita dramáticamente una mano para que nadie se dé cuenta de lo que se hace con la otra. En este caso la maga había sido Kari Thue. Ella no sabía que el tumulto que había organizado nos había permitido recibir a los hombres del apartamento y esconderlos sin que nadie se diera cuenta de nada.

En verdad el mundo quiere ser engañado.

—Pareces desanimada —dijo Geir dándome un golpecito en el hombro—. ¡Ven, te ayudaré a subir de nuevo a la recepción!

Yo no sabía muy bien si me apetecía volver allí. En realidad, no sabía qué quería.

—¡Hanne! ¡El tiempo está a punto de mejorar! Una noche más, y a casa.

Era justo eso lo que me desanimaba.

—No sé si soportaremos otra noche —dije en voz baja, para que nadie más me oyera—. Precisamente son las noches de este lugar lo que me aterra. Hasta ahora no hemos tenido ninguna noche sin asesinato.

Geir parpadeó y tragó saliva. Daba la impresión de querer decir algo. Tal vez unas palabras de consuelo. No se le ocurrió nada. Hizo bien, pues yo tenía razón. Me siguió mientras avanzaba lentamente por la habitación hasta la escalera que ascendía a la recepción y a mi puesto al lado del Milibar.

—Necesito café —dije—. Grandes cantidades de café. No pienso dormir hasta que nos rescaten. La próxima vez que me acueste será en mi propia cama.

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