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10: Temporal duro » Capítulo 6

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Eran las cinco y cinco de la tarde, y aún quedaban casi dos horas para la cena. Me sentía hambrienta y hasta arriba de cafeína. Estaba harta de café y de mí misma y de mis pensamientos incoherentes. Cuando Adrian se levantó y se fue, tuve la sensación de estar acercándome a algo, pero ya no estaba tan segura. En todo caso, me haría bien una pausa. Había ido con la silla hasta el tresillo del Milibar. Mis únicos acompañantes eran los kurdos.

Para empezar me resultaba difícil entender por qué no se retiraban a su habitación. Nunca hablaban con nadie. La gente no se dirigía a ellos. Entre ellos intercambiaban de tarde en tarde una o dos palabras, y siempre en una lengua que yo era incapaz de identificar. Únicamente durante la cena de la noche anterior les había observado en algo que podría denominarse una verdadera conversación. Ahora se habían sentado, cada uno con su vaso de agua, en el sofá amarillo que en realidad pertenecía al Salón Azul. Aunque yo había dejado muy claro que no pensaba dormir, Berit había colocado allí el sofá. Por si acaso, dijo con una sonrisa antes de proseguir su camino.

Uno de los ayudantes del cocinero salió por la puerta giratoria de la cocina con una gran fuente de bollos recién hechos. Se me hizo la boca agua, literalmente; tragué saliva. El cocinero me sonrió y me ofreció un bollo antes de dejar la fuente sobre la mesa de la máquina de chocolate caliente y volver velozmente a la cocina. Cogí dos.

—Delicioso —murmuré sonriendo al hombre de piel oscura.

Los bollos estaban tan calientes que humeaban.

El hombre asintió con la cabeza, pero no se levantó a coger uno. La mujer tenía casi siempre la mirada baja, solo de tarde en tarde miraba de reojo a su alrededor.

—El vendaval está a punto de remitir —dije clavando los dientes en el segundo bollo—. El viento amaina y la temperatura sube.

El hombre hizo un gesto apenas visible. La mujer seguía inalterable.

Pasaron los alemanes camino del edificio anexo. Estaban hartos. Un día y una noche en medio de un huracán había sido espectacular, una experiencia única que les daría mucho de qué hablar. Pero el tercer día de aislamiento ya nada era nuevo o emocionante. Su desasosiego no sería menor ahora que Berit había reducido la venta de cerveza. Los grifos no se abrirían hasta las siete de la tarde. Era la tercera vez en menos de veinte minutos que veía a los tres jóvenes cambiar de sitio sin motivo aparente.

Teniendo en cuenta todo lo ocurrido esos dos días, el ambiente que se respiraba en el hotel seguía sorprendiéndome. Cada vez que sucedía un acontecimiento estremecedor la gente tardaba menos en tranquilizarse. De hecho la mayoría parecía aburrirse, pero se había añadido una especie de paciencia al aburrimiento. Una resignación ante el estado de cosas, una silenciosa convicción de que todo volvería a su cauce si aguantábamos otras veinticuatro horas en la montaña. El breve vislumbre de tiempo atmosférico normal que habíamos percibido sobre el lago Finse había contribuido, claro, aun así me fascinaba cómo los huéspedes se distanciaban aparentemente de sus terribles experiencias y del hecho de que dos personas hubiesen sido asesinadas. Tenía la sensación de ser la única que temía la noche que nos esperaba; la única que se inquietaba ante el hecho de que siguiera suelto el asesino, sin que pudiéramos saber si tenía planes de actuar una vez más. Y que los miembros supervivientes de la comisión de la Iglesia estatal hubiesen retomado el torneo de bridge lo encontraba poco menos que de mal gusto.

Por otro lado, a todos nos venía bien un poco de paz y orden.

No veía a Kari Thue por ninguna parte, menos mal. Mikkel y su pandilla habían vuelto a tomar posesión de la Taberna de San Paal, donde escuchaban música medio adormilados. Mikkel estaba sentado con las piernas encima de la mesa y un portátil sobre las rodillas. A juzgar por el ruido mecánico que hacía y los movimientos bruscos sobre el teclado, estaría ocupado en algún juego de motor.

—¡Escuchadme todos, por favor!

La voz de Berit se había fortalecido desde que dos noches atrás nos había comunicado que no teníamos nada que temer. Ahora se la oía en todas partes, incluso los chicos en San Paal despertaron sobresaltados de su letargo y se inclinaron hacia delante para escuchar.

—El viento ha amainado un poco y la temperatura ha ascendido a diecinueve grados bajo cero. No hay ninguna posibilidad de que vengan a rescatarnos esta noche, pero creo que deberíamos prepararnos para ser evacuados mañana. Ya que también nieva menos que los últimos días, pido voluntarios para abrir caminos en la nieve. En la entrada principal ya hemos…

Deseé ser la única que había percibido la vacilación. Solo los que estábamos en el ajo sabíamos que la parte de la entrada había sido excavada esa misma mañana.

—… Johan ha limpiado la entrada principal esta mañana, cuando el viento ha empezado a aflojar —prosiguió tras una pausa para respirar.

Berit me gustaba cada vez más.

—Pero hay que ampliar el acceso. Además, debemos dejar libres todas las salidas de emergencia. Hasta ahora hemos permitido que la nieve las cubriera, lo que está totalmente prohibido. Los que estén dispuestos a echar una mano que vayan con Johan, que está en el cobertizo de los esquís. Podemos prestaros ropa y botas.

Tres hombres se pusieron en pie de un salto. Una de las chicas del equipo de balonmano levantó educadamente la mano.

—¡Yo también puedo!

—Solo adultos. —Berit sonrió—. Sigue haciendo mal tiempo. Muchas gracias de todos modos.

Mikkel cerró su portátil y lo colocó encima de la mesa. Luego se levantó y les puso el dedo índice en el pecho a dos de sus fornidos subordinados. Estos se levantaron sin rechistar y lo siguieron en dirección al almacén de esquís. Ninguno de los tres se dignó mirarme al pasar por mi lado.

—Supongo que debo ahorrarles mi colaboración en este trabajo —dijo Magnus con una leve sonrisa. Se colocó a mi lado, pero no tomó asiento—. En cambio me gustaría mantener una charla contigo.

Miró de reojo al matrimonio musulmán, que seguía aferrado a sus vasos de agua y no había tocado los tentadores bollos.

—A solas —añadió con un murmullo.

Los kurdos no hicieron ademán de marcharse.

El que se quedaran allí sentados en ese ambiente tan poco amable que los había rodeado desde el accidente del tren solo podía significar una cosa: Había interpretado correctamente a Severin Heger cuando me miró a los ojos demasiado tiempo antes de bajar corriendo detrás de Berit a encerrarse en el sótano.

Al menos eso era lo que yo esperaba.

—Vayamos al despacho —dije alejándome lentamente del Milibar.

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