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10: Temporal duro » Capítulo 7

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—Esta mañana me has preguntado por el Fondo de la Agencia de Información —dijo Magnus Streng entre bocado y bocado—. He estado pensando en ello.

Había cogido tres bollos de la cesta al salir del Milibar y me dio uno. Lo devoré en cuatro bocados. Ni siquiera la repostería de Mary podía competir con aquello. Los bollos eran increíblemente ligeros, y tenían algo que debía de ser mermelada de frambuesa y crema de vainilla oculto en la masa como una deliciosa sorpresa.

Observé a Magnus con gran interés.

—Me he acordado de algo —dijo tragando un bocado de bollo—. Algo que ocurrió en el Fondo de la Agencia de Información. No recuerdo exactamente cuándo, pero como mínimo hará ocho años. En la época en que Cato Hammer trabajaba allí.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque… —Por la fuerte y angulosa barbilla le chorreaban mermelada y crema—. Fue allí donde la gente empezó a fijarse en ese hombre —dijo mirando alrededor en busca de algo con que limpiarse.

—Yo no —señalé alcanzándole una toallita húmeda que tenía en el bolsillo lateral de la silla.

Se encogió de hombros al tiempo que desdoblaba la toallita.

—Bueno. Tú quizá no. Pero que yo recuerde, ese caso fue… su debut en los medios, por así decirlo.

—¿Qué caso? —le pregunté un pelín impaciente.

—Aquella malversación de fondos —dijo limpiándose despacio por debajo de la barbilla.

—¿Cato Hammer responsable de malversación de fondos? ¿Malversación de fondos?

—¡Eh, no! ¡Para el carro! —Hizo una bola con la toallita y la dejó ante él sobre el escritorio—. Fue una funcionaria. Una mujer con problemas psíquicos; entre líneas podía leerse que se trataba de una tragedia. Un caso de cleptomanía combinada con obsesiones religiosas y debilidad mental. Al menos eso es lo que se dijo. Entre líneas, como ya he dicho.

—Una mala combinación —comenté levantando las cejas—. Pero ¿qué demonios tiene que ver eso con Cato Hammer?

—Hizo de portavoz del asunto ante los medios. Te puedes imaginar que aquello era una bomba en potencia para la Iglesia. La Iglesia del pueblo, el dinero del pueblo. Y no se trataba precisamente de calderilla. Si no recuerdo mal, eran unos tres millones de coronas. Algo así. Mucho dinero. Desde entonces en Noruega hemos asistido a un montón de casos de corrupción y robos de los bienes comunitarios a diario. Pero esto ocurrió en una época en que casos de esa índole eran aún raros.

—O en una época en que el descubrimiento de esos casos era aún poco frecuente —le corregí.

—Seguramente —asintió—. Ahora bien: Cato Hammer se ocupó de todo. Debía de tener un puesto directivo, tal como te dije cuando hablamos de esto, solo que no me acuerdo cuál. Al menos lo admitió todo, no en su nombre, sino en el de la institución. Se disculpó profunda y sinceramente por lo ocurrido y prometió una exhaustiva investigación de la organización para asegurarse de que nunca volviera a suceder nada parecido. Mientras tanto mostró una gran preocupación y respeto por la pobre mujer. Protegieron su identidad, su nombre jamás se hizo público y al final el caso cayó en el olvido.

—¿Cayó en el olvido? ¿No hubo ningún juicio?

—Supongo que sí. Pero la mujer estaba gravemente enferma, y es probable que la prensa no quisiera hurgar…

Nos echamos a reír al mismo tiempo, él muy ruidosamente y durante un buen rato.

—No —dijo secándose las lágrimas—. Algo debió de salir en la prensa. Pero ya te he dicho que fue hace casi diez años y no recuerdo los detalles. Pero a Cato Hammer lo recuerdo perfectamente. Un par de periódicos de la capital publicaron enseguida artículos sobre él, y fue invitado a varios programas de televisión. En menos de una semana ostentaba la imagen del jefe atento y considerado. Un magnífico representante del mensaje de amor de la Iglesia, el tal Cato Hammer. Fue más o menos en la época en la que los oscurantistas de la Iglesia del Estado salieron a la luz para vetar a los pastores homosexuales. Cato Hammer era exactamente lo que la Iglesia del pueblo necesitaba en una época en que la gente empezaba a abjurar en señal de protesta. Dócil, amable y adecuadamente campechano. Fue nombrado párroco solo unos meses más tarde.

—Qué memoria tienes.

—¡La he entrenado desde mi más tierna infancia! El cerebro es un músculo, ¿sabes? No literalmente, claro. Pero ¡merece la pena mantenerlo en muy buena forma!

Chasqueó la lengua satisfecho y movió la bola de papel sobre la mesa.

—Traición y avaricia —murmuré.

—¿Cómo?

Levantó la vista, con la mano sobre la bola. Acababa de tirar una taza de café vacía e intentó encestar en ella la minúscula bola. No lo consiguió, pero no se dio por vencido.

—Son palabras de Roar Hanson —dije—. Las relacionó con un episodio ocurrido en el Fondo de la Agencia de Información. Pero no parece que… Por lo que cuentas no parece que Cato Hammer…

—Hubiera sido culpable ni de traición ni de avaricia —concluyó él aprovechando una brevísima pausa—. Más bien al contrario, diría yo.

—A menos que…

Me callé.

—¿A menos que qué?

—Nada. ¿Recuerdas…? ¿Recuerdas cómo se llamaba esa mujer?

—¿La culpable? No.

Se rio brevemente y encestó por fin la bola de papel dentro de la taza.

—Todo tiene un límite —dijo—. ¡Incluso mi memoria! ¡No puedo recordar un nombre que nunca se hizo público!

Volvió a concentrarse en ese pequeño juego que se había inventado.

Me vino a la cabeza una idea, pero no fui capaz de captarla del todo. Además, algo era diferente, y eso me distraía. Algo había cambiado radicalmente.

—Escucha —dije en voz muy baja, ladeando la cabeza.

—¿Sí? —contestó Magnus amablemente, mirándome asombrado—. ¿Qué debo escuchar?

—Algo que ya no está —contesté.

Reinaba un silencio casi absoluto.

El sonido del viento todavía conseguía atravesar las sólidas paredes del hotel, pero ya había desistido del intento de hacer añicos Finse 1222. El silbido sonaba lejos y atenuado, como si no nos concerniera. Estábamos sanos y salvos dentro, tras unas paredes que llevaban cien años dando cobijo a los seres humanos. El extraño y torcido edificio había sido testigo de muchas idas y venidas durante casi una eternidad, y aparentemente no había sufrido grandes daños. Esta vez había estado cerca de la destrucción. Los daños tardarían en repararse. Pero ese hotel situado en la estación más alta de la línea de ferrocarril entre Oslo y Bergen había resistido el huracán, fin para el que se había construido y por el que nosotros nos habíamos salvado.

Magnus y yo nos quedamos callados durante varios minutos, mientras percibíamos cómo amainaba el viento. Las ventanas del pequeño despacho estaban completamente cubiertas de nieve. No podíamos ver el cambio, solo oírlo y captarlo con todos los sentidos que no fueran la vista.

—Maravilloso —murmuró Magnus en un tono eufórico, casi religioso—. Ya ha pasado. Mañana podremos volver a casa.

Sus palabras me arrancaron de una borrachera casi física. Un sólido chute de endorfinas me había proporcionado una desconocida sensación de felicidad, simplemente porque el tiempo estaba a punto de mejorar.

La sensación desapareció en cuanto Magnus Streng empezó a hablar.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz preocupada y amable, casi cariñosa.

—Esto no será fácil —contesté.

—Perdona, pero no te entiendo —dijo él con voz apagada.

Una profunda arruga se le marcó en la nariz.

—No tienes por qué pedir perdón —me apresuré a decir—. Es solo que no veo cómo podremos salir de aquí ya mañana.

—Pero el vendaval… —dijo, agitando su brazo izquierdo—. Está retrocediendo, no cabe duda…

—La policía no consentirá que nos marchemos —dije.

—¿Que no consentirán…? ¿Qué quieres decir?

—Entre nosotros hay un culpable de dos asesinatos. Sería una mala labor policial permitir que la gente se marche de aquí sin haber comprobado todas las pistas, interrogado a todos, y…

Tomé aliento.

—La gente pondrá el grito en el cielo —dijo Magnus sin levantar la voz—. Revolución. Motín. Nadie en este hotel, excepto tal vez tú, yo y la gente de Finse, aceptará que los retengan aquí…

—Exacto —dije.

—¿Y qué podemos hacer para remediarlo?

Me moría por volver a casa.

Me dolía la espalda y no podía respirar hondo. Sentía como si una pinza me oprimiera el pecho; eso me recordó el porqué de mi viaje en el tren que acabó descarrilado: iba a consultar a un especialista norteamericano sobre esos problemas que sufría.

—No lo sé —contesté sin aliento—. Pero al menos nos servirán pronto la cena.

Magnus Streng se levantó y dio la vuelta a la mesa. Luego tomó mi cabeza entre sus manos grandes y chatas y me dio un beso leve y fugaz en la frente. Sin soltarme la cara, me miró a los ojos.

—Hanne Wilhelmsen —dijo con aire risueño—. A una persona con tu apetito no le puede ir nunca mal de verdad. Ven, vamos a convencer a Berit de que nos sirva un pequeño aperitivo. No conseguí una copa antes, cuando tanta falta me hacía. Ahora me sabrá mucho mejor.

Cuando abrió la puerta y salió delante de mí en dirección a la recepción, no me pareció que caminara contoneándose.

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