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11: Temporal muy duro » Capítulo 1

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—A tu primera pregunta contestó que no. A la segunda, aquí tienes la respuesta por escrito.

Geir me alcanzó una hoja, dejó una jarra de cerveza sobre el escritorio, se sentó en una silla que había arrastrado de otro sitio y se alisó la barba, que ya le cubría las mejillas, espesa y oscura, con franjas canas junto a las comisuras de los labios. Acto seguido, se metió en la boca una respetable cantidad de rapé. No sabía muy bien qué estaba esperando Geir. A mí él ya no me hacía falta. Quizá hubiera leído el mensaje de Severin Heger, pero no necesariamente. En todo caso no habría entendido nada, de modo que no tenía por qué preocuparme.

Solo un nombre. Un nombre y unos cuantos datos en una hoja blanca de papel.

Margrete Koht. Nacida el 14.10.1957. Fallecida el 07.01.2007. Condenada en 1998 por malversación de un total de 3 125 000 coronas noruegas. Incapacitada para cumplir la condena en la cárcel, es ingresada en el hospital psiquiátrico de Gaustad desde la fecha de la sentencia hasta la fecha de su muerte.

Margrete era su nombre.

Durante la última conversación que mantuve con Roar Hanson, él habló de una mujer. Yo intentaba recordar su nombre, de la misma manera que intentaba recordar todo lo que había dicho y hecho Roar Hanson. Roar Hanson tenía la clave del asesinato de Cato Hammer, estaba convencida de ello. Yo había hablado con él y lo había visto sumirse en una verdadera agonía las últimas veinticuatro horas de su vida, y tenía la esperanza —a pesar de las interrupciones de Adrian y las vacilaciones del propio clérigo— de encontrar pistas y respuestas en lo que quedaba de él en mi memoria.

Pero no había conseguido acordarme del nombre de la mujer. Se había mencionado de paso para luego desaparecer en los disparates inconexos del hombre respecto a la Agencia de Información, que yo tenía por una oficina que se ocupaba de carnes y verduras.

«Fue cuando los dos trabajábamos en la Agencia de Información».

Recordé que la voz le temblaba ligeramente: «Pues Cato era… No entiendo cómo no informé sobre lo ocurrido ya entonces, por qué no hice nada. Y Margrete que… No se puede vivir con algo así. Yo no podía saberlo, claro, pero parecía tan… impensable que él hiciera…».

En cuanto vi el nombre escrito en el papel me acordé de lo que Roar Hanson había dicho. Palabra por palabra. Cerré los ojos y vi claramente su figura. Nerviosa y encogida. Miradas vigilantes en todas las direcciones. Mientras hablaba, se daba golpes en el hombro dolido y magullado, un ejercicio de penitencia medieval por un pecado que ni siquiera era suyo.

Tal vez él no lo viera así. Había hablado de la traición y la avaricia de Cato Hammer, pero estaba igual de afligido por su propia culpa, por haber omitido dar la voz de alarma sobre algo que yo ya creía saber.

—¿No tienes nada que hacer? —murmuré sin levantar la vista de la hoja—. Quitar nieve, desenterrar casas. Algo.

Eran ya las nueve y media de la noche del viernes.

En la recepción se oían risas y música a bajo volumen. Uno de los chicos de Mikkel tenía altavoces en su iPod, y por primera vez desde el accidente, las claras diferencias entre los grupos del tren estaban a punto de borrarse. Mujeres de mediana edad bailaban risueñas para celebrar el fin del mal tiempo. Las chicas de catorce años se sentaron con la pandilla de los de los pañuelos. Al final, había tenido que advertir a Berit de que los chicos estaban a punto de emborrachar a dos jugadoras de balonmano. La comisión de la Iglesia estatal se había disuelto provisionalmente, y sus miembros se habían dispersado por todos los salones, muy relajados con sus copas. La viuda de Elias Grav fue la última en la que me fijé antes de refugiarme en el despacho, harta de tanta alegría. Ella seguía bajo el shock causado por la muerte de su marido, pero al menos había salido de su habitación para pedir educadamente algo de comer. La siempre sonriente chica de la tienda le rodeó el hombro con un brazo y la acompañó hasta el comedor.

Johan aún no había conseguido poner en funcionamiento el teléfono satélite, de manera que no me quedaba otra alternativa. Tendría que pedir ayuda a Severin.

Cuando horas antes ese mismo día lo había visto correr detrás de los otros caminos del sótano, había decidido olvidarme de toda esa historia del misterioso vagón del tren. Simplemente no nos concernía. La de los asesinatos de Cato Hammer y Roar Hanson era una historia diferente a la de esos hombres que a toda costa querían mantenerse alejados de los demás y que seguramente no saldrían de su escondite hasta que Finse estuviera prácticamente vacío. Cuando nos hubiéramos marchado todos —en helicópteros Sea King, trenes, vehículos oruga o lo que fuera— los cuatro hombres del sótano se marcharían a hurtadillas para finalmente ser transportados a su destino, seguramente al amparo de la oscuridad.

Yo había decidido archivar todo ese asunto en la sección de cosas que no me concernían.

Pero luego resultó que los necesitaba.

—¿Estás cabreada, o qué? Y yo que creía que habías mejorado.

Cogió la jarra con las dos manos. Con el dedo índice dibujaba figuras en el empañado cristal del vaso, mientras lo giraba lentamente.

—No estoy cabreada —señalé, sin levantar la vista del nombre de la mujer a la que, si mis suposiciones eran correctas, Cato Hammer había traicionado tan vilmente—. Lo siento… —Esbocé una sonrisa para quitar hierro al asunto y añadí—: ¿Te resultó fácil?

—No sé qué decirte. —Dio otro trago de cerveza—. Primero no querían abrir. Tuve que mantener una larga conversación con ese compañero tuyo a través de la puerta. En cuanto a armas, dijo rotundamente que no. Yo tampoco entiendo lo que tú…

Levanté la vista de repente y le lancé una mirada amonestadora.

Dejó la jarra en la mesa y me enseñó las palmas de las manos.

—No te lo voy a preguntar. Te lo prometo. Pero no tardó mucho en encontrar la respuesta a tu pregunta. Al menos en ese punto estaba dispuesto a ayudarte. Al final sacó esa hoja por una rendija así de pequeña —señaló un centímetro con el pulgar y el índice— antes de cerrar la puerta. ¿Qué les preguntaste en realidad…?

Una vez más levantó las manos y se calló.

—Tienen aparatos hipermodernos —murmuré—. Y seguro que el mejor equipo de comunicación que existe. Y al otro extremo de ese equipo hay gente con acceso a toda clase de información. Datos. Registros. Todo. Yo sabía que si Severin accedía a ayudarme, todo iría muy deprisa.

No estaba muy segura de si le estaba hablando a él o si solo estaba resumiendo la situación para mí misma. Había encontrado la lista de nombres que Berit me había proporcionado, y fijé la vista en uno de mis compañeros de viaje. Uno de los huéspedes de Finse tenía un nombre que no me ayudaba a llegar a la meta.

Pero ya había recorrido un buen trecho del camino.

Lo suficiente, esperaba. Doblé todos los papeles y los metí en el bolsillo lateral, donde guardaba la lista de Adrian. En la mesa había un diario meteorológico. Berit me había mirado algo extrañada cuando se lo pedí, pero me dio una copia sin rechistar. Uno de los empleados había registrado los datos del huracán desde el miércoles por la mañana hasta ese momento. Encontré lo que necesitaba. Luego doblé también esa hoja para guardarla con todo lo demás. Por desgracia, Berit no había conseguido enterarse del motivo del viaje de Kari Thue a Bergen. Sospechaba que se había olvidado de preguntárselo.

—Hanne —dijo Geir.

—¿Sí?

—¿Te fías de mí?

—Sí.

—Quiero decir, ¿te fías realmente de mí?

Miré sus ojos grises. O marrones. O entre grises y azules. En realidad, era difícil de decir.

Asentí con la cabeza. Era verdad. Me fiaba de Geir Rugholmen.

—Entonces podrías decirme algo sobre esos tipos del sótano —dijo—. Después de todo lo que hemos tenido que aguantar aquí arriba, creo que me lo merezco.

—Tú no te mereces nada —objeté—. Solo una medalla por tu valentía. Un premio por tu lucha victoriosa contra el huracán. Una condecoración por haber soportado dos días y dos noches con la abajo firmante. Dos días que seguramente serán tres.

Se rio tanto que el rapé se le salía por entre los dientes incisivos.

—No quiero nada de eso. Solo quiero saber qué pasaba en ese vagón de más. Qué…

—No lo sé —contesté, y era la verdad.

—Tonterías —dijo él.

—No. No lo sé. Pero tengo una clara idea al respecto.

—¿Qué idea es esa?

—¿Fumamos? —le pregunté—. ¿Tienes cigarrillos?

Echó un vistazo por la sala, algo aturdido.

—Berit se va a cabrear…

—Es verdad. Olvídalo. Creo que están custodiando a un terrorista. Estoy convencida de que iban a transportar a un terrorista a Bergen.

—¿Un terrorista? Pero ¿qué iba él… qué coño tiene que hacer un terrorista en Bergen?

Sus fuertes erres lanzaron al aire una nube de saliva.

—Ni idea —contesté—. También en Bergen hay cárceles e instalaciones militares, ¿sabes? Al menos iban a transportarlo.

—¿Transportarlo adónde? ¿Y por qué? ¿Qué te hace pensar que hay un terrorista en territorio noruego? ¡Y encima en… el tren de Bergen!

—Deberías bajar la voz —le susurré—. Compartir mis teorías contigo no significa que tenga que enterarse todo el hotel.

—¿Enterarse? ¿Todo el hotel? Pero ¡si todo el mundo en este lugar sabe lo del jodido vagón secreto! Y todo el mundo podrá contar lo que quiera cuando se marche de aquí…

Se calló un momento para tomar aliento.

—Si tú supieras… —dije en voz baja— lo que se pueden inventar las autoridades en cuestión de historias falsas… Terminas casi por creértelas, incluso cuando sabes toda la verdad. Yo misma he podido comprobarlo, Geir.

No dije nada más.

En la primavera de hace dos años oculté en mi casa durante varios días a la presidenta de Estados Unidos. Esa absurda situación acabó con que ella mató de un tiro a un agente del FBI. Esa misma noche la historia fue tergiversada, simplificada y transmitida al público de un modo que me horrorizó. Pero ante todo, y muy a pesar mío, me sentí impresionada. Seguíamos siendo solo un puñado de personas las que conocíamos la verdad sobre la visita de la presidenta norteamericana a Oslo, y así sería para siempre.

—Créeme —me limité a decir—. En este instante varios especialistas bien pagados y aún mejor equipados, los llamados spin doctors, están inventando una historia que toda esta gente… —señalé con el pulgar por encima del hombro hacia la recepción— se va a tragar sin masticar siquiera.

—Pero ¿y yo? Yo podré decir lo que quiera ahora que…

—Como ya he dicho —lo interrumpí—, me fío de ti. Además, casi nadie creería tu historia.

—Mi historia —repitió—. Por ahora no tengo ninguna historia. ¿Por qué crees…? ¿Qué te hace creer que se trata de un terrorista? ¿Aquí?

Seguía muy agitado. En el cuello le latía una vena azul, y su cara había adquirido un color rojo muy distinto al que tenía cuando llevaba varias horas fuera, en medio del vendaval.

—La envergadura del asunto —dije—. La planificación que hizo falta para llevarlo todo a cabo. La locura que implicaba.

Y que el propio ministro de Asuntos Exteriores esté involucrado, pensé, pero no lo dije. La única razón que se me ocurría para el hecho de que tuvieran el número de teléfono del ministro a fin de inspirar confianza en caso de crisis era que dependían en un cien por cien de ser creídos sin más preguntas. Necesitaban una autoridad con una voz que la gente reconociera.

—La locura…

Geir volvía a incurrir en sus malos hábitos. Empezaba sus frases repitiendo lo que yo acababa de decir.

—¿No recuerdas que estuvimos hablando de ello? —le pregunté—. Delante de la cámara de congelación. Llegamos a la conclusión de que debía de tratarse de un preso de alto riesgo. Que además tenía poder para imponer condiciones. ¿No lo recuerdas?

Se sacó de la boca la bolita de rapé y la tiró a la papelera. Luego se limpió la mano en el pantalón y se bebió el resto de la cerveza a grandes sorbos.

—Y tú dijiste que era una estupidez transportar a un preso en tren —señaló Geir, reprimiendo un eructo—. Que eso sería una pesadilla para la policía. Y que tendrían que haber planificado el viaje previendo toda clase de eventualidades, como vendavales y apagones. Posibles rutas de evasión. A lo largo de todo el trayecto entre Oslo y Bergen.

Asentí con la cabeza.

—Pero un terrorista… —El hombre seguía incapaz de pronunciar la palabra sin parecer que acababa de tragarse una avispa—. ¿En Noruega?

—Souhaila Andrawes —observé secamente—. Una de las terroristas más buscadas en la década de los setenta. Residió varios años en un bonito piso de Oslo con su marido e hijos, antes de que la encontraran. Y muchos opinarán que el iraquí Mulla Krekar no es un huésped de honor en este país. Pero nadie ha conseguido echarlo aún. Bueno, yo no voy a tomar partido… —Me encogí de hombros a modo de conclusión.

—Eso es distinto —murmuró Geir mirando alrededor en busca de algo más que beber—. Voy a por otra cerveza. ¿Quieres algo?

Sí, la verdad era que sí. Me habría encantado tomar un copazo de buen tinto.

—Agua mineral con gas —contesté—. Farris azul con cubitos de hielo, por favor.

—Vuelvo enseguida. No te vayas. ¡No te vayas!

Yo no pensaba irme a ningún lado.

Geir tenía razón. El caso de Mulla Krekar era distinto. No suponía más peligro que el que siguiera residiendo legalmente en el reino muchos años después de que los intentos de echarlo fracasaran. Mulla Krekar había dado muchos quebraderos de cabeza a sucesivos ministros responsables de la política de extranjería, pero no constituía un gran peligro para nadie. Al menos no en nuestro país.

Entendía el escepticismo de Geir. Yo también estaba escéptica. Pero la teoría del terrorista era la única que tenía sentido. Todo el asunto era tan enorme, tan espectacular y tan innecesariamente peligroso que no me podía imaginar que las autoridades noruegas se lanzaran a algo así a menos que…

—De modo que sigues aquí —constató Geir, dejando los vasos en la mesa antes de cerrar la puerta—. He estado pensando.

Y tú acabas de cortarme el hilo de mis pensamientos, estuve a punto de decir.

Bebí y noté la frescura del vaso húmedo. Los cubitos de hielo tintineaban y se rompían. El vendaval estaba ya tan lejos que incluso podía oír el suave chisporroteo del gas en el vaso.

—¿Sabes? —dijo Geir acomodándose—. Lo que dices no es ninguna tontería. Los terroristas tienen más posibilidades de negociar que otros presos. Muchas más. Poseen información sobre futuros ataques a civiles, sobre células terroristas, sobre… Además… —Su mirada adquirió una expresión pensativa, como si estuviera investigando algo dentro de la espuma de la cerveza—. Los norteamericanos están locos —dijo en voz baja.

—Yo no diría que…

—Imagínate el dilema que se crearía… —dijo Geir al aire, dejando el vaso de cerveza sobre la mesa sin beber— si se coge a un terrorista en Noruega, o en territorio noruego. Por ejemplo, un terrorista que entra en una embajada noruega y solicita asilo político. O las tropas noruegas en Afganistán reciben… ¿Entiendes lo que quiero decir?

Ahora estaba muy animado, con los codos apoyados sobre las rodillas. El aliento le olía a cerveza y rapé, y reflexionó unos segundos antes de tomar impulso y proseguir, acentuando cada palabra:

—No me refiero a un idiota que dispara un par de tiros en la sinagoga de Oslo. Hablo de un terrorista de verdad. Uno de los que buscan los americanos. ¡Uno al que todo el mundo quiere atrapar! Uno que haya participado en algún ataque a intereses americanos. —De repente se reclinó en la silla con los brazos cruzados sobre el pecho—. Nunca lo tendrían —dijo en una voz sorprendentemente baja.

—Yo…

—¡No pueden tenerlo! Noruega no podría extraditar a un terrorista a Estados Unidos aunque pensara que los americanos tenían razones justificadas para procesarlo. ¡No podríamos entregárselo aunque tuviéramos muchas ganas! Los americanos son nuestros aliados más próximos desde hace sesenta años, y sin embargo no podríamos extraditarlo… Una situación bastante delicada para ambas partes.

—Porque allí existe la pena de muerte por terrorismo —dije despacio.

—¡Sí! ¡Sí! —Dio un puñetazo en la mesa—. Y por eso tenemos…

—Estados Unidos podría comprometerse a no aplicarla —lo interrumpí—. Noruega solo extradita presos a países con pena de muerte si antes recibe garantías de que dicha pena no se impondrá.

—Pero…

—Noruega confía en Estados Unidos —dije alzando la voz—. Es evidente que extraditaría a… un importante miembro de Al-Qaeda, por ejemplo. Al Qaeda ha matado a miles de norteamericanos. ¡Tienen derecho a exigir la extradición, joder!

Ahora era yo la que alzaba la voz. No sé quién de los dos se sorprendió más, si Geir o yo. El hombre esbozó una débil sonrisa. Agarró el vaso. Bebió un sorbo.

—Dudo que los americanos hubiesen hecho tal promesa —dijo tras una incómoda pausa—. Y entonces todo se vuelve más complicado. Pero no discutamos. Para mí ese es el punto clave.

—¿Cuál?

Con todo lo que había sucedido los últimos días había olvidado que Geir Rugholmen era abogado. Para mí era un hombre de la montaña. Una personalidad local con ropa vieja de montaña, un hombre de Finse.

Como tal lo había conocido.

Como tal me gustaba.

—Creía que te dedicabas a asuntos inmobiliarios —dije en un tono más agrio de lo que era mi intención.

—Sí —repuso metiéndose más rapé—. Pero mi mujer también es abogada. Lleva asuntos muy distintos a los míos.

Sus palabras llevaban implícita una invitación. Yo debía preguntar en qué trabajaba su mujer.

—¿Y cuáles son los otros puntos? —le pregunté.

—Si partimos de la idea de que tienes razón —señaló empujando el rapé con la lengua— y realmente hay un terrorista en el sótano…

En cuanto hubo pronunciado esas palabras se echó a reír. Su risa parecía más que nunca la de una muchacha.

—Perdóname —dijo levantando una mano—. Pero esto es… —Sacudió la cabeza y tragó saliva para calmarse—. Bueno —prosiguió con énfasis después de tomar impulso otra vez—: Si verdaderamente se trata de un terrorista, a lo que más debe temer no es a las autoridades noruegas, ni a intensos interrogatorios o a un difícil viaje por las montañas…

Yo estaba ciertamente agotada, y la verdad es que tengo un nervio auditivo dañado, pero empezaba a pensar que sufría de alucinaciones auditivas. Desde que el vendaval amainara, había notado un leve zumbido en los oídos, como si el sonido del viento y de los torbellinos de nieve se me hubiese pegado a los tímpanos para siempre. Pero ese bramido profundo y monótono que oía a lo lejos no tenía nada que ver con las condiciones meteorológicas. Tragué saliva y abrí la boca hasta que me crujieron los oídos. Geir hizo como si no se diera cuenta.

—Nuestro amigo el terrorista debería temer a los americanos —dijo mientras se masajeaba la nuca—. No solo tienen una fea historia referente a eliminaciones fuera de su propio país, también…

—Eso fue durante la guerra fría —dije—. Todo era diferente durante la guerra fría, y deberíamos mostrarnos más comprensivos…

—¡Hanne!

Geir dio otro puñetazo en la mesa. El vaso de cerveza que seguía medio lleno se volcó. Él se levantó a toda prisa y dio un salto hacia atrás para no mojarse.

—Mierda. ¡Mierda! ¿Qué te pasa?

—¿A mí? Pero si yo no he volcado ningún vaso.

—¿Eres la embajadora de Estados Unidos en Noruega o qué? ¿No lees las noticias? ¿No sabes que los americanos secuestran literalmente a presos en otros países para luego encerrarlos en ese campo infernal que tienen? ¡Si de verdad se trata de un terrorista que ha sido arrestado o que ha pedido asilo en territorio noruego, a los que debe temer es a los americanos! A ellos no les importaría mucho…

Con el canto de la mano empujó la cerveza derramada, que salpicó el suelo. Un olor dulzón a malta y alcohol se extendió por la habitación.

—No me extrañaría que esos malditos yanquis tuvieran algún hombre en el tren —exclamó furioso—. O más de uno. Si esa disparatada teoría tuya es verdad, entiendo muy bien por qué el terrorista ha insistido en viajar en tren. Un ataque al Ferrocarril Nacional Noruego sería más difícil de encubrir que un accidente de avión amañado. Un solo tiro a un avión y todos mueren. Pero para matar a todos los pasajeros de un tren habría que… ¡Mierda!

Tenía la parte delantera del pantalón de esquí mojada.

—No he traído más ropa que esta —jadeó—. Y no me apetece pasarme cinco horas excavando…

Ahora el sonido de fuera era más fuerte. El zumbido se había convertido en una estruendosa vibración.

—Calla —dije—. ¿Lo oyes?

Estaba de pie, con las piernas muy separadas, como si se hubiera orinado encima. La expresión de su cara se agudizó, cerró los ojos y abrió la boca.

—Un helicóptero —dijo fascinado—. ¿Ya llegan?

Se había olvidado del pantalón mojado.

Aparté todas mis teorías sobre terroristas y ataques americanos en el extranjero. Se me ocurrió que la historia del prisionero secreto era una señal de lo pequeño que se había vuelto el mundo. Incluso en Finse, el pueblo de montaña noruego por excelencia en la Noruega profunda, donde el tren recorre valles tan noruegos que uno se imagina estar viendo paisajes decimonónicos por la ventana; incluso entonces, en plena tormenta de nieve, aislados en un edificio de madera al estilo del antiguo romanticismo nacional, incluso allí había penetrado el mundo exterior.

Con la presencia del terrorista la vida nos recordaba que el mundo ya no era algo lejano y desconocido, sino que estaba aquí, con nosotros, y nosotros formábamos parte de él, lo quisiéramos o no.

Pero no quería pensar en el terrorista.

Prefería pensar en Cato Hammer y Roar Hanson.

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