Zoya

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París » Capítulo 17

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17

Las plegarias de Eugenia, pidiendo que Clayton Andrews no volviera, no fueron atendidas. Tras pasar una semana alejado de la muchacha, Clayton comprobó que no podía dejar de pensar en ella. Lo obsesionaban sus ojos, su cabello, su manera de reír, su forma de jugar con Sava e incluso las fotografías de la familia del zar que le había mostrado. A través de lo que ella había contado, en lugar de ser una trágica figura histórica, el zar se había convertido en un hombre con una mujer, unos hijos y tres perros. Clayton se compadecía ahora de su suerte y trataba de imaginárselo prisionero en su palacio de Tsarskoe Selo.

Por su parte, Zoya solo podía pensar en Clayton.

Esta vez, el capitán se presentó en casa de Zoya y no en el teatro y, con el permiso de la condesa, la llevó a ver La viuda alegre. A la vuelta, Zoya comentó el espectáculo a su abuela mientras Clayton reía y descorchaba una botella de champán Cristalle, escanciándolo en unas copas de cristal tallado. Procuraba hacerles la vida más cómoda, evitando ofenderlas, y constantemente traía cosas que necesitaban y no tenían, como, por ejemplo, unas mantas de lana que según dijo alguien le había «dado», un juego de copas, un mantel de encaje e incluso una bonita cama para Sava.

Para entonces, Eugenia ya había advertido que Clayton estaba tan enamorado de Zoya como ella de él. Ambos daban largos paseos por el parque y almorzaban en los pequeños cafés mientras Clayton le explicaba a la muchacha la procedencia de los distintos uniformes de los soldados que veían, los zuavos argelinos pertenecientes al ejército francés, los ingleses y los norteamericanos con sus uniformes caqui, los «poilus» franceses con sus chaquetas azul claro, e incluso los cazadores o Chasseurs d’Afrique. Hablaban de todo, desde el baile a los hijos. Zoya comentó que quería tener seis.

—¿Por qué seis? —preguntó él y rio.

—Pues no lo sé —contestó ella, encogiendo alegremente los hombros—. Me gustan los números pares.

Más tarde, le mostró a Clayton la última carta de María, en la que contaba que Tatiana se había vuelto a poner enferma, aunque no de gravedad, y decía que Nagorny era más cariñoso y fiel que nunca con Alexis. Jamás se apartaba de su lado. «Papá es muy bueno con nosotros. A todos nos hace sentir felices y alegres…» Clayton se emocionó. Sin embargo, cuando salían juntos hablaban de algo más que de la familia del zar. Hablaban de sus aficiones, sus intereses y sus sueños.

Fue un verano mágico y delicioso para Zoya.

Siempre que no actuaba, la joven salía con Clayton, que las obsequiaba constantemente tanto a ella como a su abuela con pequeños regalos y detalles. En septiembre, sin embargo, aquellos inocentes placeres terminaron de golpe. El general Pershing anunció a sus ayudantes que se trasladaba al cuartel general de Chaumont, en el Marne, por lo que Clayton debía abandonar París en cuestión de días. Al mismo tiempo, Diaghilev quería llevar el Ballet Russe a España y Portugal, lo cual significaba que Zoya tendría que enfrentarse con una dolorosa decisión. No podía dejar sola a su abuela y no soportaba la idea de abandonar la compañía.

—Puedes incorporarte a otra compañía de ballet. No es ninguna catástrofe —la animó Clayton.

Pero para ella sí lo era. Ninguna compañía era comparable al Ballet Russe. La peor noticia se recibió dos semanas después del cumpleaños de Alexis. María envió una carta a través del doctor Botkin. El 14 de agosto, toda la familia Romanov fue sacada de su arresto domiciliario en el palacio de Alejandro en Tsarskoe Selo y enviada a Tobolsk, en Siberia. La carta se había escrito la víspera de la partida y Zoya solo supo que se habían ido, pero no dónde estaban. Fue un golpe terrible. Ella esperaba que de un momento a otro fueran a Livadia y allí estuvieran a salvo. De repente, todo había cambiado. El terror la invadió mientras leía la carta. Cuando se la mostró a Clayton antes de su partida, este trató en vano de consolarla.

—Pronto tendrás noticias suyas, estoy seguro. No debes asustarte.

Pero ¿cómo no asustarse?, se preguntó Clayton en su fuero interno. La joven lo había perdido todo en cuestión de pocos meses, había sufrido en carne propia los excesos de la revolución, y sus parientes y amigos se encontraban todavía en peligro sin que nadie pudiera ayudarlos. El gobierno norteamericano había reconocido el gobierno provisional y nadie se atrevía a ofrecer asilo al zar y a su familia. No había forma de arrancarlo de las manos de los revolucionarios. Solo se podía rezar por ellos y esperar que algún día recuperaran la libertad. Era la única esperanza que le quedaba a Zoya. Y lo peor era que Clayton también tenía que irse.

—No está muy lejos. Vendré a París siempre que pueda. Te lo prometo.

Zoya lo miró con tristeza. Su amiga, el Ballet Russe… y la partida de Clayton que la cortejaba desde hacía casi tres meses. Eugenia intuyó para gran alivio suyo que el capitán no había cometido ninguna imprudencia con la joven. Simplemente disfrutaba de su compañía, iba a verla siempre que podía, paseaban e iban al teatro o a cenar al Maxim’s, o a algún pequeño local. Gracias a su afecto y protección, a Zoya le parecía que de nuevo tenía una familia. Ahora lo perdería y tendría que buscar trabajo en una compañía menos importante. Mal que le pesara, Eugenia sabía que ambas dependían de los ingresos de Zoya.

El 10 de septiembre, Zoya encontró trabajo en una compañía de ballet sin precisión ni estilo y sin la rígida disciplina a que estaba acostumbrada en el Ballet Russe. Además, el sueldo era muy inferior, pero por lo menos los tres podrían comer. Las noticias de la guerra no eran buenas y las incursiones aéreas eran muy frecuentes. Al final, Zoya recibió una carta de María. Vivían en la residencia del gobernador en Tobolsk y el profesor Gibbes seguía dándoles clase. «… Papá nos lee historia casi todos los días y nos ha construido una plataforma en el invernadero para que podamos tomar un poco el sol, pero pronto hará demasiado frío para eso. Dicen que aquí los inviernos son interminables…» Olga había cumplido veintidós años y Pierre Gilliard seguía con ellos. «Él y papá cortan leña casi a diario y, mientras están ocupados, nosotras nos libramos de las lecciones. Mamá parece muy fatigada. La salud del niño la preocupa mucho. Se encontró muy mal después del viaje, pero ahora tengo la alegría de poder decirte que ya está mucho mejor. Aquí dormimos las cuatro en una habitación. La casa es muy pequeña, pero agradable. Algo así como el apartamento donde vives con tía Eugenia. Dale muchos recuerdos de mi parte y escríbeme siempre que puedas, queridísima prima. El ballet debe de ser fascinante. Cuando se lo conté a mamá, se escandalizó, pero después añadió riendo que era muy propio de ti irte nada menos que a París e incorporarte a una compañía de ballet. Todos te enviamos nuestro cariño, y yo especialmente…» Esta vez, María firmó la carta con un nombre que no utilizaba desde hacía mucho tiempo, «Otma». Era la clave que se habían inventado en la infancia para las cartas que enviaban las cuatro hermanas, y significaba Olga, Tatiana, María y Anastasia. El pensamiento de Zoya voló hacia ellas.

Sin Clayton, Zoya se sentía muy sola y sin saber qué hacer. Se dedicaba exclusivamente al trabajo y volvía a casa, junto a su abuela, al terminar las funciones. Fue entonces cuando advirtió hasta qué extremo la mimaba Clayton. Con él salía a pasear, forjaba planes y recibía constantes regalos y sorpresas. De pronto, se había quedado sin nada. Le escribía más a menudo que a María en Tobolsk, pero sus respuestas eran siempre breves y apresuradas. Tenía muchas cosas que hacer en Chaumont para el general Pershing.

Octubre fue todavía peor. Fiodor contrajo la gripe española y ambas tuvieron que turnarse cuidándolo durante varias semanas. Al final, el anciano no pudo comer ni beber, perdió la vista y murió mientras ellas lloraban en silencio junto a su lecho. Fue bueno y leal, pero, como un animalillo llevado demasiado lejos de su hogar, no pudo sobrevivir en un mundo distinto. Antes de morir, las miró sonriendo y dijo en voz baja:

—Ahora podré volver a Rusia…

Lo enterraron en un pequeño cementerio de las afueras de Neuilly. Vladimir las llevó en su taxi y Zoya pasó todo el camino llorando por la muerte del fiel servidor. De pronto, todo le pareció sombrío, incluso el tiempo.

Sin Fiodor, nunca tenían suficiente leña y no se atrevían a utilizar su habitación en parte por respeto y en parte para ahorrar. El dolor de sus pérdidas parecía interminable. Clayton llevaba casi dos meses sin visitar París. Una noche en que Zoya regresó tarde del trabajo a casa se llevó un susto de muerte cuando abrió la puerta y en la salita vio a un hombre en mangas de camisa. Por un instante, le dio un vuelco el corazón, pensando que era un médico.

—¿Ocurre algo?

Él la miró asombrado y se quedó boquiabierto ante su belleza.

—Perdón, mademoiselle…, yo… Su abuela…

—¿Le pasa algo?

—No, por Dios. Creo que está en su habitación.

—¿Y usted quién es?

Zoya no acertaba a comprender qué hacía en su casa aquel hombre en mangas de camisa.

—¿No se lo ha dicho ella? Vivo aquí. Me he mudado esta mañana.

Era un joven pálido y delgado de unos treinta y tantos años, tullido de una pierna y con el cabello ralo. Se dirigió a la habitación de Fiodor renqueando visiblemente y cerró la puerta. Zoya corrió a su dormitorio enfurecida.

—Pero ¿qué has hecho? ¡No puedo creerlo! —Miró a su abuela, sentada en la única silla de la habitación, y observó que para mayor comodidad Eugenia había trasladado algunas cosas al dormitorio—. ¿Quién es ese hombre? —preguntó mientras la condesa levantaba los ojos de su labor de punto.

—He aceptado un huésped. No teníamos más remedio. El joyero no me ofreció casi nada por las perlas y nos quedan muy pocas cosas por vender. Tarde o temprano, hubiéramos tenido que hacerlo —añadió con serena resignación.

—Por lo menos hubieras podido consultarme o avisarme. No soy una niña y también vivo aquí. ¡Ese hombre es un completo desconocido! ¿Y si nos mata mientras dormimos o roba las últimas joyas que te quedan? ¿Y si se emborracha… o trae a casa mujeres de mala vida?

—Entonces le diremos que se vaya, pero cálmate, Zoya, parece simpático y muy tímido. El año pasado lo hirieron en Verdún, y es profesor.

—Me importa un bledo lo que sea. El apartamento es demasiado pequeño para acoger un huésped y yo gano lo suficiente con el baile. ¿A qué viene todo esto? —Zoya tuvo la sensación de haberse quedado sin casa y rompió a llorar de rabia. Para ella representaba el golpe final. En cambio, a Eugenia le parecía la única salida, aunque prefirió no decírselo de antemano a Zoya porque temía su reacción—. ¡Me parece increíble que hayas hecho una cosa así!

—No teníamos más remedio, pequeña. Puede que más adelante podamos permitirnos otra cosa. Ahora, de momento, no.

—Ni siquiera podré prepararme una taza de té en camisón —dijo Zoya, lagrimeando de dolor e indignación.

—Piensa en tus primas y en la vida que deben llevar en Tobolsk. ¿No puedes ser tan valiente como ellas?

Inmediatamente Zoya se sintió culpable y su cólera se disipó poco a poco mientras se sentaba en la silla desocupada por su abuela para acercarse a la ventana.

—Perdóname, abuela, es que… he tenido un sobresalto. —Y con sonrisa casi traviesa, añadió—: Creo que lo he asustado. Proferí tales gritos que corrió a encerrarse en su habitación.

—Es un joven muy amable. Mañana debes disculparte.

Zoya no contestó y pensó en su apurada situación. Todo le salía al revés. Hasta Clayton parecía haberla abandonado. Le prometió volver a París en cuanto pudiera, pero, de momento, no había esperanzas.

Al día siguiente, Zoya le escribió una carta en la que no se atrevió a mencionar al huésped. Se llamaba Antoine Vallet y al verla por la mañana la miró aterrorizado. Se deshizo en disculpas, derribó una lámpara, estuvo a punto de romper un jarrón y mientras estaba en la cocina tropezó en su afán de no molestarla. Zoya observó que tenía una mirada muy triste y casi lo compadeció, aunque no del todo. Había invadido el último baluarte que les quedaba y ella no estaba dispuesta a compartirlo con nadie.

—Buenos días, mademoiselle. ¿Le apetece un café?

En la cocina se aspiraba un agradable aroma.

—Yo bebo té, gracias —contestó Zoya en tono desabrido.

—Disculpe.

El joven la miró asustado y abandonó la cocina todo lo rápido que pudo. Poco después salió a dar sus clases. Cuando Zoya regresó del ensayo aquella tarde, el joven ya estaba sentado junto al escritorio de la salita, corrigiendo ejercicios. Zoya fue a su dormitorio y empezó a pasear arriba y abajo mientras miraba enfurecida a su abuela.

—Eso significa que ya no podré volver a utilizar el escritorio.

Quería escribirle una carta a Clayton.

—Estoy segura de que no pasará allí toda la noche, Zoya.

Pero hasta la condesa parecía confinada en su dormitorio. No podía estar sola en ningún sitio ni pensar en sus cosas. De repente, a Zoya le pareció insoportable la situación y lamentó no haberse ido a Portugal con el Ballet Russe. Al ver las lágrimas de Eugenia, sintió que una cuchillada de remordimiento le traspasaba el corazón y cayó de rodillas, rodeándola con sus brazos.

—Perdóname, no sé lo que me pasa…, estoy cansada y nerviosa.

Sin embargo, Eugenia sabía muy bien lo que le pasaba. Era Clayton. Tal como era de prever, el capitán se fue a combatir en la guerra y Zoya tuvo que volver a su vida habitual. Por fortuna era un hombre honrado y no había ocurrido nada irreparable. La condesa no le preguntó a su nieta si tenía noticias suyas. Casi deseaba que no volviera a escribir.

Zoya fue a la cocina a preparar la cena y, al ver que el joven profesor levantaba repetidamente la cabeza y aspiraba los agradables aromas, se compadeció y lo invitó a cenar.

—¿Qué enseña usted? —le preguntó sin que en realidad le importara lo más mínimo.

Vio que le temblaban las manos y que parecía constantemente nervioso y asustado. Las heridas de guerra le habían dejado algo más que una cojera.

—Historia, mademoiselle. Tengo entendido que usted trabaja en un ballet.

—Pues sí —contestó ella, lacónicamente.

No estaba satisfecha de la compañía y echaba de menos el Ballet Russe.

—A mí me gusta mucho el ballet. Tal vez algún día pueda ir a verla.

Esperaba que la muchacha asintiera encantada, pero Zoya no lo hizo.

—La habitación me agrada —añadió el joven, sin dirigirse a nadie en particular.

—Es un placer tenerlo en nuestra casa —contestó Eugenia y sonrió afablemente.

—La cena está exquisita.

—Gracias —dijo Zoya sin levantar los ojos.

El huésped hablaba mediante una serie de frases inconexas que contribuían a exasperarla aún más. Más tarde, trató de ayudarla en la cocina e intentó encender la chimenea, irritándola una vez más por malgastar la poca leña que quedaba. Sin embargo, puesto que ya la había encendido, Zoya se acercó a calentarse las manos. En el pequeño apartamento hacía mucho frío.

—En cierta ocasión visité San Petersburgo —dijo el joven desde el escritorio sin atreverse casi a mirarla. Su belleza y su vehemencia lo intimidaban—. Era una ciudad preciosa.

Zoya asintió y se volvió de espaldas, contemplando el fuego con lágrimas en los ojos mientras él la miraba con silencioso anhelo. Había estado casado antes de la guerra, pero su mujer se fue con su mejor amigo y su único hijo murió de pulmonía. Él también tenía sus penas, pero Zoya no mostraba el menor interés por conocerlas. Para ella, no era más que un hombre que había superado graves peligros, perdiendo casi la vida en el empeño, lo cual, lejos de fortalecerlo, había quebrantado su espíritu. Se volvió a mirarlo despacio y se preguntó por qué razón su abuela lo habría aceptado en casa. No quería pensar que su situación fuera tan desesperada, pero intuía que debía de serlo, de lo contrario, Eugenia no hubiera tomado aquella determinación.

—Qué frío hace aquí.

Era una simple constatación, pero bastó para que él se levantara inmediatamente y pusiera otro tronco en la chimenea.

—Mañana iré por un poco más de leña, mademoiselle. Nos vendrá bien. ¿Le apetece otra taza de té? Si quiere, se la preparo.

—No, gracias.

Zoya se preguntó qué edad tendría. Aparentaba treinta y tantos, pero, en realidad, tenía solo treinta y uno. La vida había sido muy dura con él.

—¿Acaso ocupo su antigua habitación? —preguntó tímidamente el joven.

Eso hubiera explicado su visible irritación ante él. Pero Zoya sacudió apenas la cabeza y suspiró profundamente.

—Uno de nuestros criados nos acompañó desde Rusia. Murió en octubre.

—Lo siento —dijo el joven, asintiendo con la cabeza—. Han sido tiempos muy duros para todos. ¿Desde cuándo están ustedes en París?

—Desde el pasado abril. Nos fuimos inmediatamente después de estallar la revolución.

—He conocido a varios rusos aquí últimamente —dijo él—. Son gente buena y valiente. —Hubiera querido añadir «usted también lo es», pero no se atrevió. Tenía demasiado ardor en los ojos y su melena pelirroja brillaba como un fuego sagrado—. ¿Quiere usted que haga algo ya que estoy aquí? Tendría mucho gusto en ayudarla en todo lo que pudiera. Puedo hacer recados para su abuela, si quiere. También me gusta cocinar. Podríamos turnarnos en preparar la cena.

Zoya asintió con expresión resignada. Quizá no fuera tan desagradable como ella pensaba. Pero el joven estaba en su casa y ella no quería. Al poco rato, el huésped recogió sus papeles y regresó a su habitación, cerrando la puerta a su espalda. Zoya se quedó sola en la salita, pensando en Clayton a la vera del fuego.

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