Zoya

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París » Capítulo 24

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Julio se prolongó como una espantosa pesadilla. La ejecución de Nicolás les pesaba como una losa y el dolor era insoportable. En todo París, los rusos lo lloraban mientras la guerra arreciaba a su alrededor.

Zoya fue invitada a la fiesta de la boda de una bailarina amiga. Se llamaba Olga Khokhlova y se había casado unas semanas atrás con Pablo Picasso en la iglesia de San Alejandro Nevsky, pero a Zoya no le apetecía asistir a ninguna fiesta. Vestía de negro y lloraba la muerte de su primo.

En agosto, Diaghilev le envió otro telegrama, ofreciéndole un puesto en la compañía durante una gira por Londres, pero Zoya no podía dejar a su abuela y no quería ver a nadie. Trabajaba diariamente desganada solo para llevar algo de comida a casa.

En septiembre, los aliados prosiguieron su avance y, a las pocas semanas, los alemanes intentaron negociar la paz. Pero Zoya seguía sin noticias de Clayton y ya ni siquiera se atrevía a pensar en él. Si algo le hubiera ocurrido, no podría vivir. Había demasiadas cosas que no lograba entender y la tensión era insoportable. Tío Nicolás había muerto. Las palabras martilleaban su cabeza una y otra vez. Escribió tres cartas a María, pero no recibió respuesta. Ignoraba dónde estaba el doctor Botkin y, en caso de que la familia, efectivamente, hubiera sido trasladada a otro lugar, tal como informaba el periódico, cualquiera sabía cuánto podían tardar las cartas.

Por fin, tras un interminable mes de octubre en el que solo hubo silencio, llegó noviembre y, con él, la paz ansiada por todos.

Eugenia y Zoya estaban sentadas en la salita cuando se enteraron de la noticia. La gente se echó inmediatamente a la calle gritando jubilosa en medio del repique de campanas en las iglesias y las salvas de cañones. Fue un golpe que sacudió a todo el mundo, pero la pesadilla había tocado a su fin. Zoya le sirvió una taza de té a su abuela y, sin una palabra, contempló la alegría de la calle. Había tropas aliadas por todas partes, norteamericanos, ingleses, italianos y franceses, pero ella ignoraba si Clayton estaba vivo y no se atrevía a esperarlo. Miró a su abuela, que había envejecido bastante. Estaba muy débil, tosía muchísimo y las rodillas le dolían tanto que ya no podía salir de casa.

—Ahora las cosas mejorarán, pequeña Zoya —dijo Eugenia entre accesos de tos. Sin embargo, conocía las angustias de la muchacha, que no recibía noticias de Clayton desde que este abandonó París a medianoche el día de la Bastilla—. Ya volverá, pequeña. Ten confianza. Debes tener fe —añadió y miró con dulzura a su nieta.

Pero en los ojos de Zoya no había alegría. Había perdido demasiadas cosas y sentía mucho miedo.

—¿Cómo puedes decir eso? Con tantas personas que han muerto, ¿cómo puedes creer que alguien volverá a casa?

—El mundo sigue. Las personas nacen y mueren, y después nacen otras. Lo que duele es nuestra tristeza. Ahora Nicolás ya no sufre. Está en paz.

—¿Y los demás?

Zoya le había escrito cinco cartas a María, sin recibir respuesta.

—Solo podemos rezar por su seguridad.

Zoya asintió en silencio. Había escuchado esa frase hasta la saciedad y ahora estaba defraudada con un destino que tantas cosas le había arrebatado.

Durante los primeros días tras el armisticio fue casi imposible transitar por las calles. Zoya solo salía para comprar comida. Estaban casi sin nada. El ballet aún no había reanudado sus actuaciones y vivían de sus modestos ahorros.

—¿Puedo ayudarla con eso, mademoiselle?

Zoya sintió que alguien tiraba de la barra de pan que llevaba bajo el brazo y se volvió, dispuesta a proferir un improperio y a defender con uñas y dientes la comida o a protegerse de un soldado galante. No todas las mujeres de París gustaban de las efusiones de los chicos uniformados, pensó, y se volvió con los puños apretados. De pronto, jadeó y la barra de pan cayó a la acera mientras él la atraía hacia sí.

—Oh…, oh…

Con lágrimas en los ojos, se arrojó a sus brazos. Estaba vivo, oh, Dios mío, estaba vivo. Fue como si solo ellos hubieran sobrevivido en un mundo perdido, pensó, y abrazó apasionadamente a Clayton.

—¡Así está mejor!

Clayton llevaba un uniforme de campaña manchado y arrugado y barba de varios días. Acababa de llegar a París y había acudido inmediatamente a casa de su amada. Y había visto a Eugenia, la cual le dijo que Zoya había salido a comprar comida. Bajó corriendo para reunirse con ella en la calle.

—¿Cómo estás? —preguntó Zoya riendo y llorando a la vez mientras él la besaba sin poder contener su emoción.

Parecía un milagro que ambos hubieran sobrevivido, con la de veces que a él le rondó la muerte en el Marne. Pero eso ya no importaba. Clayton agradeció en silencio a sus ángeles de la guarda el que estuvieran vivos y a salvo mientras se abrían paso entre la gente y regresaban al apartamento.

Esta vez, Clayton se alojaba en un pequeño hotel de la orilla izquierda junto con otros camaradas. Pershing se había instalado en la casa de Mills y no era fácil que ambos amantes pudieran verse a solas, pero aun así, buscaban todos los momentos de intimidad posibles y una noche incluso se atrevieron a hacer el amor en la antigua habitación de Antoine, una vez Eugenia se hubo acostado. La condesa estaba agotada y pasaba muchas horas durmiendo. A Zoya la preocupaba desde varios meses atrás, pero todos sus temores se esfumaron como por ensalmo ante la presencia de Clayton.

Una noche en que ambos hablaban de Nicolás, Clayton le confesó que él siempre había temido por la vida del zar. Por su parte, Zoya le manifestó su inquietud por la suerte que pudieran correr los demás.

—El periódico ruso decía que los habían trasladado a un lugar seguro…, pero ¿adónde? Le he enviado cinco cartas a Mashka y aún no me ha contestado.

—A lo mejor, Botkin no pudo hacérselas llegar. Puede que no sea más que eso, pequeña. Ten confianza —dijo Clayton y disimuló sus propios temores.

—Hablas como la abuela —le susurró Zoya, tendida a su lado en la oscuridad.

—A veces me siento casi tan viejo como ella.

Clayton advirtió lo mucho que la condesa había empeorado desde el mes de julio. Su aspecto no era bueno. Tenía casi ochenta y cuatro años y los últimos dos habían sido muy duros para todos. Parecía increíble que hubiera sobrevivido a tantas penalidades. Sin embargo, ambos olvidaron sus preocupaciones cuando sus cuerpos se fundieron e hicieron el amor hasta la madrugada. Entonces Clayton se marchó, bajando de puntillas la escalera.

Durante las semanas siguientes, ambos pasaron juntos todo el tiempo que pudieron, pero el 10 de diciembre, casi un mes después del término de la guerra, Clayton le comunicó que tendría que regresar a Estados Unidos a finales de aquella semana. Sin embargo, lo que más le dolía era su decisión con respecto a Zoya.

La joven oyó la noticia como en un sueño. Le parecía imposible. Había llegado el día que ella nunca pensó que llegaría.

—¿Cuándo? —preguntó con el corazón destrozado por la pena.

—Dentro de dos días —contestó Clayton sin apartar los ojos de los suyos.

Aún no se lo había dicho todo.

—No nos dejan mucho tiempo para despedirnos, ¿eh? —Era un triste día nublado y se encontraban en la pequeña salita mientras Eugenia dormía en su habitación. Zoya había reanudado su trabajo en el ballet, pero la condesa apenas se daba cuenta—. ¿Volverás algún día a París? —le preguntó la muchacha como si fuera un desconocido.

Tenía que prepararse para el futuro. Ya se habían producido demasiadas separaciones en su vida y no estaba segura de poder resistirlo.

—No lo sé.

—Tú me ocultas algo.

Quizá estaba casado y tenía diez hijos en Nueva York. Cualquier cosa era posible. La vida la había traicionado muy a menudo y, aunque Clayton todavía no lo hubiera hecho, Zoya estaba dolida con él.

—Zoya, sé que no lo comprenderás, pero he pensado mucho… en nosotros. —Ella esperó, cegada por el dolor. Era curioso que una pudiera sufrir tanto cuando suponía haber superado el dolor—. Quiero dejarte en libertad para que vivas tu propia vida aquí. Pensaba llevarte a Nueva York…, lo deseaba con toda mi alma, pero no creo que la condesa pueda efectuar el viaje y, además… —Clayton no acertaba a pronunciar las palabras en las que había pensado tantos días—. Zoya, soy demasiado viejo para ti. Te lo he dicho otras veces. No es justo. Cuando tengas treinta años, yo tendré casi sesenta.

—¿Y eso qué importa? —Ella nunca compartió sus temores sobre la edad y ahora lo miró con rencor—. Lo que quieres decir es que no me amas.

—Te digo que te amo demasiado como para cargar sobre tus espaldas el peso de un viejo. Tengo cuarenta y seis años y tú diecinueve. No es justo. Te mereces a alguien joven y lleno de vida. Cuando las cosas se normalicen, encontrarás a quien amar. Nunca tuviste oportunidad de hacerlo. Eras una niña cuando te fuiste de Rusia hace dos años. Allí estabas protegida, y llegaste aquí durante la guerra y prácticamente con lo puesto. Un día, la vida volverá a normalizarse y entonces encontrarás a alguien de tu edad. Zoya —añadió Clayton, hablando súbitamente con una firmeza similar a la de Konstantin—, sería un error llevarte conmigo a Nueva York. Sería una prueba de egoísmo por mi parte. Pienso sobre todo en ti más que en mí.

Sin embargo, ella no lo entendió.

—Para ti ha sido solo un juego, ¿verdad? —dijo Zoya con lágrimas en los ojos. Quería ser cruel y hacerle tanto daño como él a ella—. Eso fue todo. Un idilio en tiempo de guerra. Una pequeña bailarina con quien jugar mientras estabas en Francia.

—Escúchame —dijo Clayton, reprimiendo el impulso de abofetearla—. Nunca fue eso que dices. No seas insensata, Zoya. Te doblo con creces la edad. Te mereces algo mejor.

—Ah, ya comprendo… —Los verdes ojos se encendieron de furia—, como si aquí me lo pasara muy bien. He pasado media guerra esperándote y temiendo que te mataran, y ahora te subes a un barco y vuelves a Nueva York. Qué fácil, ¿verdad?

—No es fácil. —Clayton apartó el rostro para que ella no viera sus lágrimas. Mejor que se enfadara. De este modo, no sufriría por la separación tanto como él—. Te quiero mucho —añadió, y se volvió a mirarla mientras se dirigía hacia la puerta.

—Vete. —Clayton la miró asombrado—. ¿Por qué esperar dos días? ¿Por qué no terminar las cosas ahora mismo?

—Me gustaría despedirme de tu abuela.

—Está durmiendo y dudo que quiera despedirse de ti. Nunca le has gustado demasiado.

Zoya quería que se fuera para luego desahogarse llorando.

—Zoya, por favor…

Clayton hubiera querido estrecharla en sus brazos, pero no le pareció justo. Prefería que Zoya pensara que era ella quien lo dejaba. Prefería dejarle un poco de orgullo y sufrir en silencio. Bajó despacio la escalera mientras oía un portazo. No hubiera querido conocerla. Siempre temió hacerle daño, pero no pensó que la separación pudiera hacerla sufrir tanto. Sin embargo, estaba seguro de haber hecho lo adecuado. No podía volver atrás. Era demasiado mayor para ella y, aunque ahora le doliera, Zoya necesitaba encontrar a un joven de su edad e iniciar una nueva vida. Pasó dos días pensando y, la víspera de su partida, extendió un cheque por cinco mil dólares y lo adjuntó a una carta para la condesa, rogándole que lo aceptara y le hiciera saber si más adelante podía ayudarlas en algo. Añadió que siempre sería su amigo y amaría a su nieta durante el resto de su vida.

«Le aseguro que lo hago por su bien y porque sospecho que esto era lo que usted deseaba en el fondo. Zoya es más joven que yo. Volverá a enamorarse, estoy seguro. Me despido de ustedes con tristeza, pero con el corazón rebosante de amor.» Clayton firmó la carta y la envió la mañana de su partida por medio de un cabo de la escolta del general Pershing.

Se fue el mismo día de la llegada del presidente Wilson y su esposa a París. Cuando su barco zarpó lentamente de Le Havre, se celebraba un desfile en los Campos Elíseos en honor de los ilustres visitantes.

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