Zoya

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París » Capítulo 26

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La enterraron en el cementerio ruso de las afueras de París. Zoya permaneció de pie en silencio junto al príncipe Vladimir y un puñado de personas que conocían a Eugenia, pero no mantenían con ella una íntima relación de amistad. La condesa pasó sus años en París casi exclusivamente entregada a Zoya. No tenía paciencia para escuchar las quejas y los deprimentes recuerdos de los demás refugiados. Quería ocuparse del presente y no obsesionarse con el pasado.

Murió el 6 de enero de 1919, un día después de que el presidente Theodore Roosevelt muriera durante el sueño. Zoya permaneció de pie junto a la ventana, acariciando a Sava.

Le parecía imposible asimilar los acontecimientos de los últimos días y mucho menos pensar en una vida sin su abuela. Aún no se había recuperado de la sorpresa del huevo imperial que la condesa guardara en secreto durante casi dos años y del dinero enviado por Clayton antes de su partida. Le alcanzaría para vivir un año si no derrochaba. Por primera vez en muchos años, la joven no sentía deseos de bailar. No quería ver nunca más el ballet ni ninguna otra cosa. Quería quedarse allí sentada con su perra y morir en silencio. Después le remordió la conciencia: a su abuela le disgustaría mucho el que pensara esas cosas. La condesa no se había comprometido con la muerte, sino con la vida.

Vivió tranquila una semana sin ver a nadie. Estaba muy pálida y desmejorada cuando Vladimir llamó a su puerta. El príncipe parecía nervioso y preocupado. Zoya experimentó un sobresalto al ver a alguien de pie a su espalda en el oscuro rellano. Tal vez había traído un médico para que la examinara, pero ella no quería ver a nadie y mucho menos a un médico. Llevaba medias negras de lana y un vestido negro, y se había recogido la cabellera pelirroja hacia atrás, en acusado contraste con su tez marfileña.

—¿Sí? —El príncipe vaciló como si temiera dañarla, pero tenía que hacerlo—. Hola, Vladimir.

Sin una palabra, el príncipe se apartó a un lado y entonces Zoya vio a Pierre Gilliard.

El profesor la miró con lágrimas en los ojos. Parecía haber transcurrido una eternidad desde que ambos se vieran por última vez en Tsarskoe Selo. El hombre se adelantó y ella se arrojó a sus brazos. Después, Zoya lo miró con ojos suplicantes, sin poder hablar.

—¿Han venido finalmente?

Zoya sabía que el preceptor de las hijas del zar había ido a Siberia con ellas.

—No —contestó Gilliard y sacudió la cabeza—. No han venido.

Zoya quería saber más. Avanzando como un autómata, se dirigió a la fea salita, seguida de él. Se lo veía completamente agotado y muy pálido. Vladimir prefirió dejarlos solos. Cerró suavemente la puerta y, con la cabeza inclinada, bajó muy despacio la escalera y regresó a su taxi.

—¿Cómo está usted? —preguntó Zoya con el corazón a punto de estallarle.

—Acabo de llegar de Siberia… —contestó Gilliard, tomando sus manos en las suyas, sentado en una silla frente a ella—. Tenía que estar seguro antes de venir. En junio los dejamos en Ekaterinenburg. Nos ordenaron marcharnos —añadió casi en tono de disculpa.

Sin embargo, a Zoya solo le interesaba si Mashka y los demás estaban bien. Le extrañaba verlo allí, tomando sus manos entre las suyas más frías que el hielo.

—¿No estaba usted allí cuando…, cuando Nicolás…? Zoya no lo pudo pronunciar pero, aun así, Gilliard entendió y sacudió tristemente la cabeza.

—Gibbes y yo tuvimos que irnos…, pero regresamos en agosto. Nos permitieron entrar en la casa, pero no había nadie, mademoiselle. —No se atrevió a decir lo que había visto: orificios de bala y tenues rastros de sangre lavada—. Nos dijeron que los habían trasladado a otro sitio, pero Gibbes y yo temimos lo peor.

Zoya esperó el resto de la historia con el corazón transido de dolor, aunque sin perder totalmente la esperanza de un final feliz. Después de tantas penalidades, por necesidad tenía que ser así. La vida no podía ser tan cruel como para permitir que los bolcheviques mataran a quienes ella tanto amaba…, un frágil chiquillo, cuatro muchachas que eran sus amigas y la madre. Bastante desgracia tuvieron con la muerte del padre. No era posible que todavía hubiera cosas peores. Miró a Gilliard mientras este cerraba los ojos y trataba de reprimir las lágrimas. El profesor llegó a París justo la víspera y estaba muy cansado del viaje.

—Regresamos a Ekaterinenburg el día del cumpleaños de Alexis, pero ya no estaban. —Gilliard suspiró—. A partir de entonces nos quedamos allí. Yo tenía la absoluta certeza de que aún estaban vivos, a pesar de los orificios de bala que había en la casa.

—Orificios de bala —repitió Zoya, sintiendo que el corazón le daba un vuelco—. ¿Dispararon contra Nicolás en presencia de sus hijos?

—Habían matado a Nagorny tres días antes, porque quiso impedir que un soldado robara las medallas de Alexis. El zarévich debió de morirse de pena, pues lo había tenido a su lado desde que nació.

El fiel Nagorny, que se negó a abandonarlos. ¿Cuándo terminaría aquella locura?

—A mediados de julio, los bolcheviques les dijeron que sus parientes pretendían rescatarlos, por lo que tendrían que trasladarlos a otro sitio antes de que descubrieran su paradero. —Zoya recordó las cartas de Mashka en las que la informaba de dónde estaban. Pero ¿quién intentó salvarlos?—. La sangrienta revolución causaba estragos desde el mes de junio y resultaba prácticamente imposible ir a ningún sitio. Sin embargo, a medianoche los obligaron a levantarse y les ordenaron vestirse. —A Gilliard se le quebró la voz mientras Zoya le apretaba dolorosamente las manos. Eran dos personas abandonadas en una isla desierta. Los demás se habían ido, pero ¿adónde? Zoya aguardó el resto de la historia sin pronunciar palabra. Pronto le diría que ya estaban camino de París—. Bajaron todos a la planta baja, el zar, la zarina y sus hijos… Anastasia iba con Jimmy. —Pierre Gilliard rompió en sollozos al recordar al pequeño cocker spaniel de Alexis—. Y con Joy… —Sava emitió un quejido como si recordara el nombre de su madre—. El zarévich ya no podía tenerse en pie…, estaba muy enfermo…, les ordenaron vestirse y los acompañaron al sótano a esperar el transporte… Nicolás pidió sillas para Alejandra y Alexis, y sostenía al zarévich sobre sus rodillas cuando entraron, Zoya… —Gilliard apenas podía hablar—, le sostenía sobre sus rodillas cuando dispararon… —Debió de ser el momento en que mataron a Nicolás, pensó Zoya con inmenso dolor—. Dispararon contra todos, Zoya Nikolaevna…, abrieron fuego contra todos; solo Alexis vivió un poco más, y le golpearon la cabeza con las culatas de los rifles mientras abrazaba a su padre… después mataron al pobre Jimmy. Anastasia se desmayó y, cuando luego se puso a gritar, la atravesaron con las bayonetas. Después… —Zoya lloró en silencio, incapaz de creer lo que escuchaba—, los llevaron a una mina y los rociaron con ácido… Todos han muerto, pequeña Zoya, hasta el pobre e inocente niño. —Zoya estrechó al preceptor en sus brazos y le palmeó la espalda mientras este lloraba sin poderse contener. A pesar de los meses transcurridos, aún no podía creerlo—. Vimos a Joy; uno de los soldados se la llevó, estaba casi muerta de hambre cuando la encontraron cerca de la mina… gimiendo por aquellos a los que tanto amaba. Nadie sabrá nunca lo buenos que eran, Zoya, y lo mucho que les quisimos.

—Oh, Dios mío, mi pobre y pequeña Mashka…, asesinada con rifles y bayonetas…, qué horror debió de experimentar…

—Nicolás se levantó para intentar detenerlos…, pero nadie los podía detener. Si nos hubieran permitido quedarnos con ellos…, aunque eso tampoco hubiera servido de nada.

Gilliard no dijo a Zoya que los rusos blancos liberaron Ekaterinenburg ocho días más tarde. Tan solo ocho días que representaban ocho vidas enteras.

Zoya lo miró con ojos inexpresivos. Ya nada le importaba. Nada volvería a importarle jamás. Se cubrió el rostro con las manos y lloró mientras Gilliard la sostenía en sus brazos.

—Tenía que comunicárselo personalmente. No sabe cuánto lo siento…

Qué palabras tan inadecuadas para lamentar la pérdida de unos seres tan extraordinarios. Hasta su último día de estancia en Tsarskoe Selo no comprendieron lo que ocurría. Zoya pensó que hubiera debido quedarse con ellos. Los bolcheviques hubieran podido matarla también a ella, mejor dicho, hubieran tenido que matarla con balas y bayonetas, tal como mataron a Mashka y a los demás…, incluso al pequeño…

Gilliard se marchó y prometió regresar al día siguiente, cuando hubiera dormido un poco. Cuando se fue no alcanzó a contemplar sus ojos devastados y su rostro vacío. Una vez sola, Zoya cogió a la pequeña Sava y la acunó en sus brazos mientras decía entre sollozos:

—Oh, abuela, los han matado a todos… —Al final, pronunció en un susurro por última vez en su vida, pues sabía que nunca más podría repetirlo—: Mi Mashka…

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