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Capítulo 19

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Capítulo 19

—Buenos días, loquito —susurré.

Quico abrió los ojos de par en par.

—¡Maite! —gritó abrazándome.

Mario, apoyado en el marco de la puerta, nos observaba con una sonrisa en los labios y un aspecto mucho más descansado y relajado. Se había arreglado la barba y su pelo estaba mojado por la ducha.

—Voy a ir preparando el desayuno —dijo.

Yo asentí, aún con el cuerpecito del niño estrujándome, como si temiera que volviera a desaparecer.

—¿Te vas a quedar? —preguntó.

—Pues claro —contesté con una sonrisa.

—¡Bien! —gritó ensordándome y zafándose de mí.

Se deshizo de la funda nórdica a patadas y bajó de la cama para ir a despertar a su hermana. Lo seguí, algo inquieta por la reacción de Sofía, que no era tan efusiva y cariñosa como su hermano. Conociéndola, era posible que incluso estuviera enfadada conmigo.

—¡Sofi! —gritó Quico lanzándose hacia el bulto que había bajo las sábanas. La niña se movió y gruñó— ¡Sofi!

—¡Qué! —ladró de mal humor.

—¡Maite está aquí! ¡Se va a quedar!

Yo me dirigí hacia la ventana y subí la persiana para dejar entrar la luz. La niña se volvió hacia mí y sus ojos enormes y verdes me observaron adormilados y sin mostrar ninguna emoción.

—¿Es verdad? —preguntó.

—Sí —contesté—. ¿Te parece bien?

La niña se encogió de hombros.

—A mí me da igual. Quédate si quieres.

A pesar de que no esperaba una respuesta eufórica como la de Quico, no pude evitar sentirme decepcionada por su aparente impasividad. Era posible que se alegrara y no lo demostrara, sí, pero temí que hubiera vuelto a encerrarse en su caparazón y que los pocos avances que habíamos hecho en los cuatro últimos meses, se hubieran ido al traste en apenas cinco días.

Me senté sobre la cama.

—Siento mucho no haber podido ir a verte cantar. ¿Cómo fue? —pregunté apartándole un mechón de la frente.

—Bien.

—¿Te acordaste de la letra y de la coreografía?

—Pues claro. No soy tonta.

—¿Y no te pusiste nerviosa?

—¡Que noooo!

Suspiré, frustrada, y decidí no atosigarla más, con ella era mejor ir despacio y a su ritmo.

—Venga, vamos abajo, que papá os ha hecho el desayuno. Y después me enseñáis los regalos que os ha traído Papá Noel, ¿vale?

—¡Me han traído a Furby Chewbacca! —gritó Quico saliendo de la habitación. Sofía se tapó la cabeza con las sábanas.

El Furby peludo, de color marrón, con bandolera de Chewbacca incluida, canturreaba la Danza Imperial con gruñidos encima de la mesa de centro.

Nosotros cuatro, sentados en el sofá, lo observábamos hipnotizados mientras el muñeco se balanceaba y movía las orejas.

—Es el bicharraco más feo que he visto en mi vida —me dijo Mario en voz baja.

—Pero si es monísimo… —contesté, algo turbada por la proximidad.

—¡Chewie, deja de cantar y dime algo! —pidió Quico.

—¡Dame comida! ¡Dame comida! ¡DAME COMIDA! —gritó el Furby con voz aguda.

—Encima exigente —susurró Mario haciéndome reír.

Me alegré de que se mostrara divertido y relajado. Se comportaba como si no hubiera ocurrido nada la noche anterior, como si ese momento de debilidad entre los dos no se hubiera producido. Me sorprendió que me hablara con tanta familiaridad y que ni siquiera evitara el contacto físico. Antes nunca me tocaba. De hecho, parecía evitarme. Pero ahora estaba sentado junto a mí, con su pierna pegada a la mía y no parecía estar incómodo, era como si las distancias se hubieran acortado después de nuestra conversación. No tenía ni idea de qué estaba pasando ni de cuánto iba a durar, pero me sentí aliviada.

Hasta Sofía parecía más animada gracias al Furby y a las bromas de su padre, aunque a mí apenas me hubiese dirigido la palabra. Por desgracia, no me había equivocado con mis predicciones, parecía enfadada por algo. Quizá me echara a mí la culpa del despido o estuviera molesta por haberme ido sin decir adiós. Ni idea. Tenía que hablar con ella cuando encontrara un buen momento.

Asércate… —dijo el Furby en un tono susurrante, grave y maligno, que a mí me recordó a la niña de El exorcista. Era como si le hubiese cambiado la personalidad de repente. Daba miedo.

—Socorro —murmuré, provocando una risa nasal en Mario.

Asssércate… —repitió el Furby.

Quico miró a su padre, sin saber qué hacer. Hasta él tenía sus reservas.

—Venga, hazle caso, hombre —dijo este, inclinándose hacia la mesa con curiosidad.

Quico se acercó medio milímetro.

—Asércate un poco mássss…

Quico obedeció y colocó una oreja junto a la boca-pico del muñeco. Entonces, y contra todo pronóstico y/o vaticinio, el Furby lanzó un sonoro y potente eructo que duró más que un día sin pan.

El niño, en estado de shock, se volvió hacia nosotros muy despacio, sin dar crédito a lo que acababa de pasar. Su expresión era tan cómica que Sofía se dobló sobre sí misma y, tras coger aire y parecer que se estaba ahogando, estalló en carcajadas y rebuznos. El Furby no tardó en unirse a ella, recuperando su tono de voz agudo y cantarín mientras gritaba y reía:

—¡Otra vez! ¡Otra vez! ¡OTRA VEZ!

Mario volvió a apoyarse en el asiento muy lentamente, sin mirarme. Yo tenía la mano en la boca, horrorizada.

—Recuérdame cuánto me ha costado el bicho este, Maite —dijo entre dientes.

Fue un gran día. Cuando miro atrás, recuerdo aquel 26 de diciembre con un cariño especial. Era la primera vez que estábamos los cuatro relajados y pasándolo bien. Preparamos la comida, jugamos con los regalos de los niños, vimos un par de pelis… Casi parecíamos una familia.

Un pensamiento peligroso teniendo en cuenta cuál era mi papel en aquel escenario, ya lo sé. Pero, ¿quién puede contener los pensamientos fugaces que le pasan por la cabeza? Como a mí me habían arrancado de cuajo la posibilidad de formar la mía propia, era más susceptible a experimentar ese tipo de sensaciones.

En fin, que me resultaba doloroso estar allí compartiendo esos momentos tan íntimos con ellos y saber que no podía implicarme más de lo necesario porque yo no formaba parte de aquella unidad. Yo solo era la niñera.

La niñera, la niñera, la niñera. Una niñera de treinta y cinco años que vivía en casa de sus padres y que lo había perdido todo. Y no solo eso. Además había otro asunto que me tenía más preocupada todavía.

Algo se había removido en mí durante la charla con Mario, algo que creía entumecido, o latente. Me había costado dormir analizándolo, autoconvenciéndome de que había sido solo el calor del momento, que aquello era del todo inapropiado y que acabaría desapareciendo, pero esa sensación me había acompañado al despertar y lo estaba volviendo todo más difícil de lo que ya era.

Él me gustaba. Muchísimo. Y aquel descubrimiento se me había presentado de repente como un molesto invitado y lo había trastocado todo.

Ahora, cada vez que ese hombre pasaba cerca de mí, me faltaba el aire. Si me rozaba con un brazo o la cadera tratando de alcanzar algo de un armario de la cocina, disculpándose por molestarme, ese breve contacto se transmitía a todas mis terminaciones nerviosas, propagándose igual que un rayo desde la raíz del pelo hasta las plantas de los pies como si mi cuerpo fuera una toma de tierra. Y cuando se sentaba a mi lado para ver la tele, era incapaz de concentrarme porque me moría por hundir mi cara en la curva cálida de su cuello, cerrar los ojos y aspirar y aspirar y aspirar y perderme en aquel olor a brisa marina y a madera.

Sí. Tenía un problema. Un problema grave. Un amor no correspondido era una situación que no tenía fuerzas para afrontar cuando ni siquiera me había recuperado de lo mío.

Me sequé las manos en un trapo después de recoger los cacharros de la cena y miré a aquellas tres personas que estaba empezando a querer, sin saber cómo afrontar la nueva realidad.

Irme no podía, eso quedaba descartado por muchísimas razones, así que solo me quedaba el disimular y el tener la esperanza de que solo fuera un cuelgue temporal. Un crush, lo llaman ahora.

Observé con una sonrisa cariñosa cómo Quico trataba torpemente de montar una nave de Lego sin mirar las instrucciones y desoía todas las indicaciones de Mario.

—¿No ves que esa pieza no va ahí, Quico?

—¡Ay, papá! ¡Déjame! ¡La nave es mía!

—Menudo churro le va a salir… —dijo Sofía.

Mario, frustrado, puso los ojos en blanco y me dedicó un resoplido y una mirada de divertida resignación por la tozudez de su hijo. Un gesto totalmente inocente por su parte, pero tan cargado de complicidad, que me sentí como si fuera Paula y él, sin mediar palabra, me estuviera diciendo: «Ha salido cabezota como tú».

Fue solo un instante, una breve visión de lo que podía haber sido mi vida de no haberse truncado, pero la vuelta a la realidad provocó que mi sonrisa se transformara en un triste rictus.

Mario notó algo raro, porque su frente se arrugó y sus ojos se volvieron inquisitivos. «¿Te pasa algo?», parecían preguntarme. Yo recuperé mi sonrisa y negué con la cabeza antes de girarme y fingir que guardaba algo en un cajón.

—¿Estás enfadada conmigo, Sofía? —le pregunté mientras la arropaba. Mario estaba acostando a Quico, que se había quedado dormido en el sofá.

—No —contestó.

—Es que te noto rara y no me has hablado en todo el día.

—Pues ya te he dicho que no.

—¿No estás contenta de que haya vuelto?

La niña chasqueó la lengua, fastidiada por el interrogatorio.

—Sí.

—¿Entonces no tiene nada que ver conmigo que estés así?

Estaba empecinaba en averiguar qué le pasaba, aunque fuera por eliminación. Me dolía verla enfurruñada.

—No, no es por ti —contestó poniéndose de lado para evitar mi mirada.

—¿Es por mamá? —pregunté.

—No —dijo con la voz engolada por las lágrimas.

Me incliné hacia ella y le besé la mejilla.

—Es normal que la eches de menos —susurré acariciándole el pelo e ignorando su respuesta—. Y es bueno desahogarse, además. Nunca tengas miedo de llorar y de contar lo que te pasa. No hay que guardarse nada dentro, que se pudre. Y conmigo puedes hablar siempre que quieras. Ya lo sabes, ¿verdad?

Ella asintió, sorbiendo por la nariz.

—Pero te he dicho que no lloro por mamá —contestó.

—¿Y por qué lloras entonces?

—Me da miedo que papá se olvide de ella.

—¿Pero cómo se va a olvidar, mujer?

—Es que se le ve más contento y ya no lo oigo llorar en el baño como antes.

—Pero Sofía… —contesté limpiándole una lágrima que le caía por la nariz—, no querrás que esté triste y solo toda la vida, ¿no?

—¡Pues por eso lloro, Maite, porque sí que quiero y soy muy mala!

De nuevo, la madurez de aquella niña de nueve años me sobrecogió. ¿Cómo podía tener todo aquel peso sobre los hombros? No era normal.

—¿Tú qué vas a ser mala? ¡Pero si eres una de las niñas más buenas y responsables del mundo! —espeté con energía.

—No. Soy muy mala —insistió ella.

—Te digo yo que no.

—Y yo te digo que sí.

—Que no.

—Que sí.

Observé que, aunque seguía llorando, se le escapaba una media sonrisita.

—El que es malo es el pelirrojo ese que nos encontramos en el parque —dije tratando de desviar el tema al ver que reaccionaba.

—Uf… ese sí que es malo —contestó abriendo los ojos en un gesto de sorpresa.

—Me alegro de haberle dado aquel susto.

—Sí —rio—, yo también.

—Casi se hace caca encima.

Sofía emitió uno de sus graciosos rebuznitos.

—Eso hubiera molado —contestó.

—¿Se sigue metiendo con vosotros?

—Un poco, pero no nos importa. No le hacemos caso y ya está.

—Si se vuelve a meter con vosotros, le daremos otro susto.

—¿Cómo cuál? —preguntó con curiosidad sentándose en la cama. La angustia se había evaporado casi por completo. Un leve enrojecimiento de la nariz era el único rastro que le quedaba.

—A ver… déjame pensar en algo que dé mucho-mucho miedo… —dije apoyando el dedo índice en la sien y entrecerrando los ojos en un gesto teatral— ¡Ya lo tengo! —dije chasqueando los dedos.

—¿Qué, Maite? —preguntó ella emocionada.

—Cogeremos la muñeca tuerta de los tirabuzones y le diremos que está poseída.

—¿Como Anabelle? —preguntó.

—¡Sí! ¡Como la de la peli de Anabelle! Y le diremos que como se vuelva a meter con vosotros, la muñeca irá a vengarse por la noche.

Sofía rio.

—Es que da miedo la muñeca esa, ¿eh Maite?

—¡Buah! ¡A mí qué me vas a contar con el miedo que me dan las muñecas!

—¿Y por qué te dan miedo?

—Por culpa de Chucky —contesté con solemnidad.

—¿Quién es Chucky?

—Nada, una peli muy tonta sobre un muñeco que vi cuando tenía tu edad y me dejó muy tocada.

Decidí no darle más información para no transmitirle mis traumas a la pobre criatura. Y es que, a día de hoy y con treinta cinco tacos, el dichoso Chucky me sigue poniendo los pelos de punta, por muy ridículo que parezca. Fobia irracional, lo llaman.

—¿Podremos verla algún día? —preguntó.

—¡Ni pensarlo! —exclamé aterrorizada haciéndole reír más fuerte— Bueno, a dormir, que estás muy cansada.

Sofía volvió a tumbarse y me sonrió, más tranquila.

—Gracias, Maite, ya estoy mejor.

—Pues dame un abrazo y un beso muy fuerte.

Me incliné y Sofía me estrujó con fuerza.

—Sí me alegro de que hayas vuelto, ¿eh? —dijo al soltarme.

—Y yo también me alegro —contesté disimulando mi congoja y levantándome de la cama —. Buenas noches, cariño.

—Buenas noches.

Entrecerré la puerta y salí al pasillo con una sonrisa resplandeciente en la cara. Al darme la vuelta me topé con Mario, que estaba en mitad del pasillo.

—Perdona —dijo al ver que me había sobresaltado—. Iba a entrar a darle las buenas noches, pero no quería interrumpir vuestra charla sobre venganzas y muñecos asesinos.

—Ya… —contesté algo avergonzada porque lo hubiera oído todo.

Me di la vuelta para dirigirme a mi habitación, pero él aún no había acabado conmigo.

—Así que te da miedo Chucky.

—Ajá —contesté volviéndome hacia él.

Seguía en la misma posición y me observaba con una expresión divertida

Chucky —repitió.

—Pues sí. ¿Algo que objetar?

Mario rio y movió la cabeza a un lado y a otro. Me miraba como si lo mío no tuviera remedio, pero a la vez me encontrara monísima por la misma razón. Y a mí se me aflojaron las rodillas.

—Si hace que te sientas mejor —continuó—, te diré que a mí me dan miedo las pirañas.

—Pues un poco mejor sí me siento, la verdad.

Me miró con un gesto amable y una sonrisa muy cálida.

—Muchas gracias por eso —dijo señalando con la barbilla hacia la habitación de su hija—. Yo también llevaba todo el día notándola rara, pero no me atrevía a preguntarle.

—No ha sido nada. Solo he dejado que se desahogara.

—Creo que ya la tienes contra las cuerdas —continuó—. Y no es trabajo fácil ganársela, ya lo sabes.

—Es un amor de niña —contesté mirando hacia la puerta de la habitación.

—Demasiado madura y responsable para su edad —susurró él con preocupación—. Sufrirá mucho en esta vida.

—Pero aprenderá —sentencié.

Él volvió a centrarse en mí.

—Tienes razón, supongo. Pero uno no quiere que aprendan tan pronto, quiere que sigan siendo niños inocentes durante mucho, mucho tiempo —contestó.

—Pero eso no puede ser, así que… —ladeé la cabeza y levanté un hombro.

—Ya… —dijo Mario pensativo.

Respiró hondo por la nariz y soltó el aire muy despacio mientras contemplaba con abatimiento la habitación de su hija.

—Bueno. Me voy a la cama —dijo al fin.

—Buenas noches —contesté.

Él empezó a caminar hacia su habitación, pero se volvió hacia mí de nuevo.

—Se me ha olvidado decirte que me voy mañana temprano a Lisboa. No creo que nos veamos hasta final de semana, más o menos.

—Ah… vale. No te preocupes, ya me encargo yo de todo.

—Eres un encanto —contestó andando hacia atrás—, me ha tocado la lotería contigo.

Si ha habido algún momento en mi vida en el que me he sentido como una soberana mierda, fue ese. Ese mismo. Aunque sé que no era su intención y que solo trataba de mostrarse agradecido, que se refiriera a mí como «un encanto» y como «un premio de la lotería», me removió las tripas y me devolvió de golpe a mi lugar, al sitio al que pertenecía. Pero, ¿qué narices esperaba?

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