Yoga
I. EL CERCADO » La contraportada
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Meditar borracho
Bebíamos mucho en la época de los veranos en el Arcouest y los amigos que venían también bebían lo suyo. Menos, sin embargo, que Jean-François Revel, con quien nos cruzábamos en el supermercado Codec de Paimpol, empujando su carro exclusivamente lleno de botellas de morapio, apopléjico él también, desprovisto de cuello, ceñudo y aun así capaz todavía de escribir libros de deslumbrante lucidez e inteligencia amarga. No conozco ninguno mejor que el suyo sobre Proust, ni opiniones más certeras ni más orwellianas sobre el totalitarismo y la obscenidad de los intelectuales de izquierda, y me gusta que este mismo escritor haya cultivado, como Simon Leys, con quien comparte el espíritu independiente, curiosidades tan diversas. No me imaginaba que treinta años más tarde su maravillosa antología de la poesía francesa me salvaría prácticamente la vida. Tampoco sabía que era el padre de Mathieu Ricard: nadie en aquella época sabía quién era Mathieu Ricard, ni que era el brazo derecho del dalái lama, ni que se convertiría en el divulgador más conocido en Francia del budismo y la meditación: de una manera que me molesta un poco, porque siempre he tenido un problema con las túnicas de color azafrán y con los religiosos que te dicen: «Las religiones son sectarias y especializadas, lo que yo le enseño no es una religión, es solo la verdad.» En fin, bebíamos mucho, bebíamos demasiado, y en consecuencia yo meditaba muchas veces, aunque perseverase, con resaca o totalmente borracho. En tal estado me ejercitaba en hacer circular el aliento y la energía, primero subiendo a lo largo de la columna vertebral hasta la cima del cráneo, luego bajando por la parte delantera del cuerpo (en síntesis, la pequeña circulación es eso), todo ello con un gran refuerzo de autosugestión y en pleno torbellino de pensamientos parásitos que no solo no conseguía aplacar sino que además en aquel momento me parecían grandiosos. Después me desengañaba, por supuesto. Ebrio o colocado, en mi caso a menudo las dos cosas, crees que has encontrado perlas y descubres que tienes una cagarruta de cabra en la mano. Hoy la edad me ha calmado un poco. Me sigue gustando emborracharme, pero cada vez soporto menos el alcohol, necesito tres o cuatro días para reponerme de una curda, mientras que en la época del Arcouest la encadenaba alegremente con otra la noche siguiente. Estoy de acuerdo en que meditar borracho es absurdo, pero por entonces yo me convencía de que observaba mi borrachera. Porque lo interesante de la meditación —y esto podría ser una segunda definición— es crear en uno mismo una especie de testigo que espía el remolino de pensamientos sin dejarse arrastrar por ellos. No eres sino caos, confusión, mermelada de recuerdos y miedos y fantasmas y vanas anticipaciones, pero alguien más sereno en tu interior vela y redacta su informe. Es evidente que el alcohol y las drogas convierten a este agente secreto en un agente doble, en absoluto fiable. Sin embargo yo continuaba, más o menos siempre he continuado, y si me empeño en escribir este libro, mi versión de esos libros de desarrollo personal que se venden tan bien en las librerías, es para recordar lo que dicen rara vez esa clase de libros: que los que practican artes marciales, los adeptos del zen, del yoga de la meditación, de esas grandes cosas luminosas y bienhechoras que toda mi vida he cortejado, no son necesariamente sabios ni personas tranquilas, apaciguadas y serenas, sino algunas veces, o más bien a menudo, gente como yo, patéticamente neurótica, y que ello no es obstáculo, y que es preciso, según la frase fuerte de Lenin, «trabajar con el material existente», y que aunque no conduzca a ninguna parte tiene sentido, a pesar de todo, obcecarse en ese camino.
¿Resuelto el mal paso?
Estas líneas decepcionadas las escribí en la primavera de 2017, dos años después de los hechos que cuento, en una habitación del hospital Sainte-Anne donde, entre dos electroshocks, intentaba mantener sujeto mi ánimo errático y en ruinas zurciendo este relato. Pero yo no veía las cosas bajo esta luz cruel la noche del 7 de enero de 2015, mientras llovía a mares acribillando la tierra blanda y negra del jardín y yo aguardaba la hora de la cena tumbado en la estrecha cama de mi bungalow en una granja aislada del Morvan. Yo me veía en aquel momento quizá no como un hombre tranquilo, apaciguado y sereno, no totalmente, no todavía, pero sí al menos como un hombre que no estaba patéticamente neurótico. La salud psíquica, según Freud, consiste en ser capaz de amar y trabajar, y desde hacía casi diez años yo era, para mi gran sorpresa, capaz de hacerlo. No lo habría creído si me lo hubieran vaticinado cuando era más joven. No esperaba tanto de la vida. Ahora bien, yo acababa de escribir uno tras otro, sin largos y angustiosos intervalos de sequía, cuatro gruesos libros que muchos consideraban buenos, y todos los días daba gracias al cielo por un matrimonio que me hacía feliz. Al cabo de tantos años de vagabundeo sentimental creía haber llegado a puerto. Creía que mi amor estaba al abrigo de tempestades. No estoy loco: sé bien que todo amor está amenazado —que todo lo está, de todas formas—, pero me representaba esta amenaza como algo que ahora venía del exterior, ya no de mí mismo. Freud tiene una segunda definición de la salud física, tan impactante como la primera, y es que ya estás a salvo del infortunio neurótico, solamente expuesto a la desdicha ordinaria. El infortunio neurótico es el que se fabrica uno mismo, en una forma horriblemente repetitiva; el ordinario es el que te reserva la vida de formas tan diversas como imprevisibles. Contraes un cáncer o, peor aún, lo contrae uno de tus hijos, pierdes tu trabajo y caes en la miseria: una desgracia ordinaria. Por lo que a mí respecta, la vida no me ha deparado muchas de estas desdichas: ningún gran duelo hasta ahora, ni problemas de salud o de dinero, hijos que se abren camino, y tengo el raro privilegio de que me gusta mi oficio. En cambio, no temo a nadie por lo que respecta al infortunio neurótico. Sin jactarme, tengo un talento excepcional para convertir en un infierno una vida que lo posee todo para ser dichosa, y no permitiré que nadie hable a la ligera de este infierno: es real, terriblemente real. Sin embargo, contra todo pronóstico, parece que me he librado. Parece que en enero de 2015 puedo decirme que he resuelto el mal paso. Soy prudente, desde luego, no echo las campanas al vuelo, sé que quizá sea una ilusión, pero una ilusión que dura desde hace diez años ¿sigue siendo una ilusión? ¿Qué es entonces lo que hace favorable este momento de la vida? ¿A qué se debe el progreso? ¿Al psicoanálisis? Francamente, no lo creo. He pasado cerca de veinte años tendido en divanes sin resultados notables. No, sencillamente pienso que al amor. Y quizá a la meditación. Al yoga, a la meditación: empleo estas dos palabras de un modo casi indistinto. Pienso que el yoga y la meditación, así como el amor y el trabajo de escribir, van a acompañarme y sostenerme, a conducirme hasta la muerte. Sitúo la última cuarta parte de mi vida, ya que casi a los sesenta años me puedo considerar estadísticamente incluido en la invocación de esta frase de Glenn Gould, tantas veces copiada en tantas libretas sucesivas: «El objetivo del arte no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina, sino la construcción paciente, a lo largo de toda una vida, de un estado de quietud y de fascinación».
Terneros, vacas, cerdos
«La construcción paciente, a lo largo de toda una vida, de un estado de quietud y de fascinación»: es muy agradable concebir la vida en estos términos. Sí, estos pensamientos son agradables, son pensamientos de gratitud, son armoniosos, son buenos pensamientos. Me conozco, al mismo tiempo, sé de memoria hacia dónde me arrastran, qué imágenes complacientes nunca tardan en convocar. Al acercarme a los sesenta años me imagino esta versión mejorada de mí mismo, de este Emmanuel upgraded: un hombre sereno, benévolo, que ha desarrollado un centro de gravedad del que emanan una voz y una palabra que poseen un peso real: no «ese hueco» del que habla Nietzsche, que producen las entrañas llenas de aire. Un hombre que habría hecho las paces con su pequeño ego miedoso y narcisista, que ha escrito libros cada vez más límpidos y universales, investido de una gloria también universal, que recibe a sus amigos debajo de la parra en su sencilla y hermosa casa de Patmos, y que se aproxima a la muerte sin pestañear, en ese famoso estado de quietud y fascinación que ha dedicado su vida a construir. En fin. Ríanse a sus anchas. Por mi parte procuro no complacerme demasiado con esas imágenes, pero tampoco las ahuyento como un anacoreta espanta las tentaciones de la carne. Lo habría hecho en otra época, cuando era cristiano y me rodeaba una alambrada de culpabilidad. Hoy me digo: por supuesto, solo son ensueños narcisistas y fruslerías para el ego, pero ¿es tan grave? Es más bien un ensueño inocente, no es tan miserable este yo ideal. Y sobre todo, aunque sea lamentable complacerse en estas cosas, más penoso es aún censurarlas. Porque la revolución es eso, una de las revoluciones de la meditación. En vez de mostrar animadversión a pensamientos de los que no estás demasiado orgulloso, en vez de intentar erradicarlos, te conformas con observarlos sin convertirlos en un drama, ya que existen, ahí están. Ni verdaderos ni falsos, ni buenos ni malos: son microsucesos psíquicos, burbujas en la superficie de la conciencia. Si lo ves así, sin siquiera darte cuenta, pierden su influencia y su nocividad. No hay que juzgar los pensamientos propios ni tampoco los del prójimo. Hay que aceptarlos tal como son, verlos como son. Sí, es una tercera, y quizá la más exacta, definición de la meditación: ver tus pensamientos tal como son. Ver las cosas como son.
Las cosas como son
Ver las cosas como son: es lo que quiere decir Vipassana. Y Las cosas como son es el título del libro sobre el budismo que escribió mi amigo Hervé Clerc. Ya hice en El Reino un retrato de Hervé, y como debo luchar contra la pretenciosa tendencia a creer que mi lector ha leído mis libros anteriores y se acuerda de ellos, voy a hacerlo de nuevo, de una forma algo distinta, empezando por citar la pregunta que se hacía Pitágoras: «¿Por qué está el hombre en la tierra?» Respuesta: «Para contemplar el cielo.» ¿Para contemplar el cielo? Si esto es verdad, la mayoría de los seres humanos no lo saben. La mayoría se creen en la tierra para encontrar el amor, hacerse ricos, ejercer un poder, producir crecimiento económico o dejar huella en las arenas del tiempo. Son raras las personas que se saben en la tierra para contemplar el cielo. Si no eres una de ellas, es una suerte conocer a alguna. Amplía el horizonte. Tengo esa suerte: conozco a Hervé, hombre apacible, lacónico, reflexivo, que vive como si fuese a morir en cualquier momento y siempre tiene miedo de cargarse de cosas. Piensa, igual que Diógenes, que es mejor beber en el hueco de la mano que en un cuenco. Cuando viaja, para aligerarse arranca las páginas de los libros a medida que los va leyendo. Periodista de la Agence France-Presse, ha vivido en España, Países Bajos, Pakistán, cuidando de no hacer carrera y estar, como él dice, por debajo de los radares. Actualmente divide su tiempo entre Niza y Le Levron, un pueblo del Valais (Suiza), donde tiene un apartamento en un chalé desde el que se divisan dos valles a la vez. Es un panorama de una singular belleza ante el cual he meditado mucho y escrito tres libros que analizan lo que han dicho los místicos de la Realidad última, designada durante largo tiempo con ese seudónimo que ya no nos conviene: Dios. Hace ya treinta años que Hervé y yo nos reunimos en Levron para caminar por senderos de montaña, hablar un poco y callar mucho. Hay un chiste del Valais que me gusta mucho: tres campesinos sentados en un banco ven pasar a una vaca. «Es la vaca de Pierrot», dice el primero. Un cuarto de hora después dice el segundo: «No, era la vaca de Fernand.» Pasa otro cuarto de hora y el tercero se levanta y se va diciendo: «Estoy harto de vuestras discusiones.» Así son nuestras conversaciones, solo que nosotros no discutimos. No discutimos, nuestra amistad, que es uno de los dones de mi vida y de la suya, creo, no ha conocido tormentas ni eclipses, pero se alimenta de nuestras profundas diferencias e incluso de un desacuerdo. Hervé piensa que estamos en la tierra no solo para contemplar el cielo, sino para encontrar la salida de este berenjenal que es la vida humana. Piensa que algunos exploradores la han encontrado y nos muestran el camino. Esos exploradores se llaman Platón, Buda, el maestro Eckhart, Teresa de Ávila o Patanjali, del que hablaré pronto, y nada es más urgente ni necesario que leer sus escritos y examinar los mapas que confeccionaron para seguir nosotros el camino. Por decirlo con palabras indias, porque ninguna civilización como la india ha meditado al respecto tan profunda y acertadamente: la única tarea a la que debe dedicarse un hombre sensato es intentar salir del samsara, esa rueda de cambios y de sufrimientos que es la condición humana, para acceder al nirvana, que es la vida finalmente real, exenta de ilusión, la vida en que se ven las cosas como son. Eso es el yoga, dice Hervé. Bueno, eso es el yoga si se toma en serio, no solo como una gimnasia.
Monte de vacas
Yo no digo lo contrario, rara vez digo lo contrario que alguien, pero tampoco estoy tan seguro de que exista una salida ni de que el único objetivo de la vida sea buscarla ni de que sea el único motivo para hacer yoga. Oscilo, es mi carácter. Un día lo creo y al siguiente no. No sé lo que es verdad ni si hay una verdad. Y aunque camine hacia la montaña no pienso que alcanzaré la cima. Nunca seré uno de esos alpinistas espirituales que llamamos un místico, y no tiene importancia, pues entre las nieves eternas y el fondo del valle en el que tampoco me apetece pudrirme hay una vía intermedia. Hay lo que llaman, a veces con desdén, el monte de vacas. Me gusta caminar por esos montes, como una meditación, e intento coordinar el paso, el aliento, las sensaciones, las percepciones y los pensamientos, y es esto también lo que me empuja cada mañana o casi a sentarme a la turca encima del zafu. Me gusta hacerlo, sencillamente. En este lugar me siento en mi sitio. Durante esa media hora me siento bien y sé por experiencia que este bienestar se transmitirá a mi jornada. Que me hará un poco más presente, un poco más atento a quienes me rodean. Hay personas que al meditar han tenido experiencias. Vivencias muy intensas que les han transportado fuera de sí mismas o a una región suya cuya existencia ignoraban. Hay quizá personas que se han teletransportado, como esperaba mi camarada de Tiruvanamalai. Yo no. He llegado a experimentar cierta paz, a entablar un trato más tranquilo conmigo mismo y con los demás, nunca nada extraordinario, nunca un transporte, nada relacionado con la suspensión del pensamiento, la experiencia del vacío, la iluminación o su presentimiento, con la luz al fondo del túnel. Bueno, sí, una vez, en el hotel Cornavin de Ginebra: tengo intención de contarlo en su momento, pero no tengo ni idea, en la andadura a tientas de este relato, de cuándo será eso. Entretanto, monte de vacas: me va muy bien así.
Lo que uno espera
Pero entonces, si me va bien así, si me basta esta práctica tranquila y rutinaria, ¿por qué me he inscrito en esta versión comando de la meditación? Volviendo a una de sus cuatro preguntas, sencillas y pertinentes: ¿qué espero de ella? Respondí que un impulso, un empujoncito que me dé fuelle para reanudar la práctica abandonada desde hace algunos meses. Podría haber añadido, si había que decir algo más, que el pasado otoño publiqué un libro, El Reino, que tuvo éxito, y que pasé por un período de presentación, de ostentación, de ocupación incesante durante el cual me habría sido aún más provechoso meditar cada mañana, pero no lo conseguía y me resigné. En su cuarta definición, la meditación consiste en examinar quién somos realmente, ese magma que llamamos identidad, y quien yo era en verdad en aquel momento no tenía la cabeza preparada para meditar, así de simple. La idea es, pues, reanudar las buenas costumbres en cuanto cese toda esta agitación. Gracias a este entrenamiento intensivo, encarrilar de nuevo mi vida. Pero me voy por las ramas y tendré que confesar otra que lo es quizá menos: estoy aquí para escribir un libro.
La contraportada
Como alguna vez, de pasada, he hablado del yoga y de la meditación en mis libros, un periodista quiso entrevistarme sobre estos temas de moda. Me sorprendieron dos cosas: la primera el placer que me produjo hablar de ellos, y la segunda la ignorancia de aquel chico por lo demás culto y curioso. Le dejó boquiabierto que el yoga no sea únicamente una especie de aeróbic y la meditación una curiosidad esotérica. Y cuando, llevado por mi ímpetu, me puse a hablar del taichí y de las versiones chinas de estas prácticas indias, empezó a apuntar en su libreta las palabras yin y yang con un entusiasmo frenético, como si yo descifrase en su presencia caracteres cuneiformes. Más sorprendente aún, observé la misma ignorancia en muchos practicantes de yoga y me dije que sería una tarea útil y al mismo tiempo agradable escribir con un tono de conversación familiar un librito nada pretencioso, un librito risueño y ligero para clarificar todo esto a partir de mi propia experiencia; experiencia de aprendiz, obviamente, y no palabra de maestro. Incluso he escrito ya lo que se conoce como contraportada, es decir, el texto de presentación que va en la contracubierta de un libro. Me resulta muy extraño copiarlo aquí por lo mucho que este libro se aleja de lo que yo imaginaba. Este es el texto:
«Lo que llamo yoga no es solamente la beneficiosa gimnasia que tantas personas practicamos, sino un conjunto de disciplinas que buscan la ampliación y la unificación de la conciencia. El yoga dice que somos otra cosa que nuestro pequeño yo confuso, fragmentado, temeroso, y que podemos acceder a esa otra cosa. Es un camino, otros lo han emprendido antes que nosotros y nos lo indican. Si lo que dicen es cierto, vale la pena ir a comprobarlo.»
Tarea agradable, sí, y tarea útil. Y además, me decía yo en mi ávido fuero interno, un montón de gente hace yoga hoy día y a muchísimos les encantaría saber mejor lo que hacen practicando yoga: el libro puede ser un superventas.