Yo

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Cinco » ENCONTRAR EQUILIBRIO

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EL SONIDO DEL SILENCIO

LAS LECCIONES MÁS VALIOSAS DE LA VIDA SE APRENDEN en silencio. Es cuando estamos en silencio que tenemos la capacidad de pensar y conectarnos con nuestra naturaleza más íntima, con nuestro ser espiritual. Todos andamos por la vida —algunos con más prisa que otros— buscando la felicidad. Parece algo tan simple, ¿verdad? Pero de lo que no nos damos cuenta es de que antes de poder encontrar la felicidad, antes siquiera de empezar a buscarla, necesitamos comprender de qué estamos hechos. Hay que reconectarse con el niñito o la niñita que cada cual lleva dentro para descubrir cuáles son nuestros deseos más profundos y comprender cómo suplirlos.

He tenido la fortuna de vivir una vida increíble. Extraordinaria. Pero así como ha habido momentos en los que me he sentido en la cima, ha habido otros en los que sentí que caía muy bajo, y al cerrarse la locura de «Livin' la vida loca» yo estaba en uno de esos momentos. Estaba muy cansado y muy triste. Ya no tenía ganas de nada y a pesar de que lo tenía todo, nada me importaba. Lo único que quería era quedarme en mi casa sin hacer nada. Estaba cansado de tanto trabajar. Había alcanzado las altas esferas de la industria de la música —algo por lo que había trabajado sin descanso—, pero ahora que lo tenía todo, no tenía ningún interés en usar ese poder. La verdad es que me sentía agotado, usado, y no quería hacer nada. Entonces me encerré en mí mismo.

De lo que no me daba cuenta en aquel momento era de que ese momento en el que me sentía tan mal, y tan perdido, no era sino la antesala de todo lo extraordinario que estaba por venir. Aunque yo sentía que había perdido esperanzas, todo en mi vida se estaba alineando para llevarme exactamente a ese lugar de desesperación que me incitaría a hacerme preguntas y encontrar respuestas que jamás me hubiera imaginado. Es que llevaba demasiado tiempo mirando hacia afuera y no hacia adentro. Tomaba las decisiones basadas en lo que me dictaba mi mente —muy mecánica— o sentía con mi corazón— muy apasionado. Ambas maneras de enfrentar la vida eran un error. Lo que necesitaba era encontrar un equilibrio. Necesitaba encontrar mi centro. Necesitaba ir bien profundo para hallar esas emociones olvidadas, encubiertas y saboteadas por la adrenalina y la euforia que había vivido en los últimos dos años.

Después de pasar por tanto y de tener tanto, lo que quería ahora era el polo opuesto: quería encontrar la sencillez absoluta. Como siempre, la vida me puso por delante precisamente lo que necesitaba en ese momento.

EL PEQUEÑO YOGUI

A FINALES DE 1998, cuando estaba en medio de toda la locura de «La copa de la vida» y la preparación de mi primer álbum en inglés, fui a dar un concierto en Bangkok. Íbamos de un lado a otro con muy poco tiempo de sobra, al ritmo frenético de la promoción. En un momento dado, después de dar una conferencia de prensa, me metí por la cocina del hotel para regresar a mi habitación y, de repente, en medio del caos de la cocina, vi a un señor que tenía un aura muy especial. Parecía un pequeño Gandhi. Normalmente habría pasado de largo, pero hubo algo en él que me llamó la atención.

Hello —le dije en inglés.

Y él me respondió en español:

—¡Hola!

—¿Hola? —le dije—. ¿Tú hablas español?

—Claro —me respondió él—. Yo también soy puertorriqueño.

—¿Estás aquí de vacaciones? —le pregunté sorprendido.

A nuestro alrededor iban y venían los cocineros con platos, ollas y bandejas llenas de comida, mientras que en el elevador me estaban esperando los de seguridad para regresar rápido a la habitación para comer y descansar un poco antes del concierto. Pero ese momento fue como si se hubiera congelado el tiempo. El señor emanaba tal grado de paz y serenidad que era como si no existiera nada de lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor.

—No, no —me respondió—. Soy puertorriqueño, pero llevo dieciocho años viviendo en Bangkok.

Me dijo que había sido monje budista y que había vivido en la India. Como monje viajó a Nepal y a Tíbet, y después pasó muchos años en las montañas de Tailandia, pero un día se enamoró de una mujer china y entonces decidió dejar atrás su vocación de monje para casarse y formar una familia. Ahora trabajaba en el hotel.

—El mono nace mono para estar en los árboles —me dijo—, y el ser humano nace para reproducirse. Así que yo dejé de ser monje y ahora estoy casado y tengo dos hijas preciosas. Aunque ya no soy monje, la experiencia me ayudó a encontrar mi camino.

Sus palabras me tocaron el alma. Me intrigó su historia, su sabiduría, pero sobre todo sentí algo especial en presencia de ese hombre y no quería que se fuera tan rápido. Quería hacerle más preguntas y hablar con él para entender su historia. No sé si fue porque era puertorriqueño como yo o si era porque tenía esa aura tan especial, pero sentí que teníamos una intensa conexión. Fue quizás una simple intuición, pero no me equivoqué.

—¡Espérate! —le dije—. Tú y yo tenemos que hablar. ¿Tienes un momento para venir conmigo? Me encantaría conversar un poco más.

Él asintió con una gran sonrisa y de inmediato subió conmigo en el elevador hasta mi habitación. Una vez allí, nos sentamos a hablar.

Recientemente había comenzado a enterarme de que existía todo un mundo de disciplinas espirituales que hasta entonces yo ignoraba. Un amigo, que en aquel entonces era mi corista, estaba muy metido en el tema del esoterismo y poco a poco me había estado introduciendo en todo ese mundo. Apenas alguien me mencionaba la palabra «yoga» o «karma» o «meditación», yo quedaba fascinado.

—Fíjate qué cosa. En este momento yo estoy interesado en estos temas y tú vienes y apareces en mi vida justo ahora —le dije al ex monje cuando nos sentamos.

Al rato de estar allí juntos llamé a mi amigo corista para que se uniera a nosotros. Entonces los tres empezamos a hablar de la vida. Hablamos de tantas cosas que hoy en día ya no recuerdo los detalles, pero sé que me marcaron profundamente. Para cuando nos llamaron a hacer la prueba de sonido, ya tenía la cabeza dándome vueltas. Le pedí a mi nuevo amigo que nos acompañara otro momento mientras hacíamos la prueba y comíamos, y él de nuevo accedió.

Yo estaba tan fascinado con la conversación que estaban teniendo mi compañero de trabajo y el ex monje, que intentaba absorber cada palabra que decían, cada concepto que explicaban. Aunque ya sabía algo de la filosofía que estaban comentando, el fondo de lo que estaban conversando era completamente nuevo para mí. Mientras ellos hablaban, llegó el momento de cenar y nos trajeron la comida. Le pregunté al ex monje:

—¿No vas a comer?

—No te preocupes —me respondió él—. Esto es alimento para mí. Yo me lleno con estar aquí hablando y compartiendo con ustedes.

Lo menciono como ejemplo de uno de los muchos pensamientos sabios que este hombre me dio en aquel momento. Es un hombre extraordinario que me abrió los ojos a todo un mundo que yo desconocía, y me enseñó cómo hacer para aprender aún más.

A medida que nos fuimos conociendo mejor, la conexión tan especial que sentí con él desde el primer momento resultó ser muy real. Yo sentía como si nos hubiéramos conocido toda la vida. Así como se dice que existe el amor a primera vista, yo creo que también existe la amistad a primera vista, y la amistad entre nosotros fue exactamente así. Hoy en día lo llamo el pequeño yogui, no porque tenga el título formal de «yogui» dentro de la disciplina del yoga, sino simplemente por darle un nombre de maestro, debido a lo mucho que me enseñó. Fue para mí un maestro espiritual.

Yo siento que a lo largo de mi vida siempre he estado en una búsqueda espiritual. Siempre he querido encontrar tranquilidad, serenidad, paz interior, a Dios; no importa cuál sea el nombre que se le dé. Así que cuando me encontré con este hombre que emanaba tanta sabiduría y tanta comprensión de esos temas, no me tomó mucho convencerme de que los tres (mi amigo corista, el pequeño yogui y yo) teníamos que ir en una travesía hasta la fuente de su conocimiento.

CON LOS OJOS ABIERTOS

OCHO DÍAS DESPUÉS de haber conocido al pequeño yogui en Bangkok volé a Miami porque tenía que asistir a la ceremonia de apertura de mi restaurante. Pero no nos despedimos por mucho tiempo, pues la decisión ya estaba tomada: íbamos a ir juntos a la India; yo sólo tenía que ocuparme de algunos asuntos pendientes antes de emprender nuestra expedición. En un principio lo que más ilusión me hacía era tomarme un poco de tiempo libre para mochilear por la India. Al fin y al cabo, nunca había tenido la ocasión de hacer algo así. Por primera vez en mucho tiempo sentía emoción ante la perspectiva de un viaje, pero lo que no sabía era que éste sería un viaje muy diferente a todos los que había hecho hasta entonces.

Llegué a Miami en la mañana y ese mismo día a las siete de la noche hicimos la ceremonia de presentación y apertura del restaurante para el público y la prensa. Tan sólo tres horas más tarde, a las diez de la noche, me subí de nuevo a un avión, esta vez rumbo a la India. Si hubiera sido para trabajo, tal vez habría estado agotado y exhausto, pero esta vez era diferente; sentía como una energía especial. En aquel viaje me acompañó mi compañero corista y juntos llegamos a encontrarnos con nuestro nuevo amigo en Calcuta.

Ya yo había visitado la India unas cuantas veces, pero siempre eran visitas de trabajo y siempre por muy poco tiempo. Aunque es un país que siempre me ha intrigado y fascinado, nunca había tenido tiempo de explorarlo. Cada vez que visitaba un país por primera vez intentaba ver lo más posible las atracciones principales del lugar, pero nunca era suficiente para hacerme una idea real de cómo era el lugar.

Había algo en la India que siempre me había intrigado y llamado mucho la atención. Siempre había querido conocer más. Como país, la India ya ocupaba un lugar especial en mi corazón, pero hasta que fui con mi amigo el ex monje no me di cuenta de que en realidad no conocía nada. No fue sino hasta que llegué con mi mochila al hombro para encontrarme con mi maestro espiritual que pude descubrir las verdaderas bellezas de la madre India.

El pequeño yogui ya tenía todo organizado. El plan era pasar la primera noche en Calcuta y luego iríamos en tren hasta un pequeño pueblo llamado Puri.

Yo siempre digo que la persona que va a la India y no visita una estación de tren en realidad nunca ha estado en ese país. Las estaciones de tren en la India son unos de los lugares más increíbles que yo haya visto, llenísimos de gente, actividad, sonidos, olores y colores. Es una experiencia sumamente folklórica y hasta intimidante la primera vez que la vives. Lo importante es olvidarte de que eres un extranjero para verte a ti mismo como parte de esa fotografía y de la realidad de ese momento. Porque si no, el caos es tal que te pueden llegar a dar ganas de salir corriendo. En un mismo sitio se amontonan cientos de personas para tratar de agarrar un tren. La gente grita, discute, mientras que tú lo único que quieres es llegar al vagón con tu mochila. En todos lados están los niños de la calle corriendo al lado tuyo gritando: ¡Hello! ¡Hello, Sir!

El día que fuimos a tomar el tren a Puri, en medio de todo este caos, había cuatro niños que me agarraban la mochila y me halaban el pantalón. Les dije que no varias veces hasta que al fin me quité la mochila y les dije: «¡Para!»

Ellos estaban hablando bengalí. Y yo les hablaba en español e inglés. Pero ellos no hablaban ni español ni inglés. Y yo no hablo bengalí.

Entonces agarré a los cuatro chicos y les dije:

—¡Espérense! —y empecé a cantar—: Palo, palo, palo. Palo, palito, palo es

Es una canción típica latinoamericana que se le canta a los niños desde muy pequeños.

Ellos se quedaron estupefactos.

—¿Eh? —me dijeron con una mirada de sorpresa en sus rostros. Pero casi de inmediato comenzaron a imitar las palabras de la canción.

Palo, palo, palo. Palo, palito, palo es. ¡Canten! —les dije.

Entonces ellos imitaron mis palabras:

Palo, palo, palo, palo, palito, palo es.

Ahí mismo y de manera inesperada les enseñé algo latino a esos niños. Una vez más, la música trascendía las barreras de lenguaje que de otro modo se habrían impuesto entre nosotros. Y aunque ellos no entendían nada, yo sentía que habíamos hecho una conexión. Fue un momento en el que cerramos la distancia entre nuestras culturas y tocamos algo muy profundo de nuestra humanidad.

Después de jugar un rato con los niños finalmente me despedí y me subí al tren en el medio de toda esa locura y nos fuimos camino a Puri.

Puri es un pueblo muy conocido porque allí se encuentra uno de los cuatro templos más sagrados de la cultura hindú. El templo, que existe desde hace unos mil años, se llama Shree Jagannath Puri ya que está dedicado al dios hindú Jagannatha, que es una advocación de Krishna. Al templo sólo pueden entrar los hindúes. Cada año llegan a sus puertas miles de adoradores de Vishnu-Krishna para asistir a un festival en que se monta el ídolo de Krishna en una carroza gigantesca que es arrastrada en una procesión por las calles de Puri.

La ciudad también es conocida como la Playa de Oro, debido a las arenas doradas de sus playas frente a la Bahía de Bengala. Es un sitio con unas vistas únicas donde puedes ver el amanecer y el anochecer desde el mismo lugar, sin moverte, y donde al atardecer puedes mirar el sol directamente sin que te queme la vista.

Además de todo esto, Puri es un retiro espiritual de yoga y es un centro de varias religiones. Allí se encuentran muchas mathas (monasterios hindúes) de las diversas ramas del hinduismo, al igual que templos cristianos, judíos y musulmanes, los unos junto a los otros. Es algo impresionante ver cómo coexisten todas esas religiones. Todos viven en ese extraordinario pueblito, y cada cual tiene su templo donde practica su religión en paz y absoluta tranquilidad.

El pueblo también es un lugar sagrado en donde la gente viene a morir para después ser cremados. En un mismo día, vi la cremación de un musulmán, cómo los hindúes hacían una ceremonia donde lanzaban un cuerpo al río y cómo un budista, un cristiano y un hindú compartían un té en un pequeño bar: mientras el monje budista llevaba una mala en la muñeca, el cristiano tenía colgada una cruz en el pecho y el hindú tenía la tilaka en la frente. Yo no lo podía creer. Para mí fue una visión tan extraordinaria que me empezó a dar vueltas la cabeza. ¿Cómo puede ser que en el mundo occidental seamos tan limitados?

Venimos de una sociedad en la que se nos dice que por el simple hecho de su religión hay personas que son buenas y otras que son malas. Nos llenamos de perjuicios y estigmas culturales que están basados ¿en qué? En nada. Se nos ha enseñado que hay que tenerle miedo a cualquiera que sea diferente a nosotros… ¿por qué? Por pura ignorancia. En lugar de enfocarnos en las diferencias que existen entre los seres humanos deberíamos enfocarnos en sus similitudes, ¡que son muchas! Eso es lo que hago yo, tanto a través de mis creencias espirituales como en mi vida cotidiana. Siempre intento encontrar el denominador común y la verdad es que casi siempre lo encuentro. En el mundo existen millones y millones de culturas, ¿no es cierto? Todos somos diferentes, pero al fin y al cabo lo que importa es que todos somos seres humanos y lo único que necesitamos para vivir es tener ganas de respirar. Y cuando nos cortamos, la sangre que sale del cuerpo es del mismo color.

Lo único que yo deseo en mi vida y en la de todo ser humano es que encontremos la paz interior. Poco importa cuál sea el camino que se elija para alcanzarla. Ya sea el catolicismo, el islam, el budismo, el hinduismo, el cristianismo o el judaísmo, la física cuántica, el taoísmo, el ateísmo; lo que importa es encontrar lo que funcione para cada uno de nosotros, y como cada una de nuestras mentes es un universo aparte, pues no es de sorprenderse que cada cual encuentre una manera diferente de alcanzar su propio estado de paz interior. No hay una cosa que sea mejor que otra ni una religión que sea más efectiva o válida que otra. Lo que importa es encontrar el camino propio. En el budismo hay una enseñanza que dice que lo peor que puedes hacer con tu espíritu es decirle a alguien que su fe está errada. No sólo es un acto de soberbia hacia la otra persona, es lo peor que le puedes hacer a tu propio karma. Es un concepto muy poderoso que si todos lo aplicáramos, viviríamos en un mundo mejor.

Para mí una de las grandes fallas de los seres humanos es que siempre buscamos maneras de definir a la gente para categorizarla y ponerle una etiqueta. Y en esas «categorías» creadas por el hombre, hay por supuesto cosas buenas y cosas malas. O para no encasillarlas en lo positivo o negativo al decir que son «buenas» o «malas», más bien las visualizo como frecuencias compatibles o incompatibles con las mías. Yo simplemente he decidido agarrar las cosas compatibles, aquellas que me ayudan y me alimentan el espíritu, e intento no enfocarme en lo que me quita la paz o empobrece el crecimiento del alma. Busco siempre lo que más me sirve a mí, lo que más se ajusta a mis propias creencias y a las necesidades de mi propia realidad. No me aferro a un solo tipo de creencia, religión o filosofía. Más bien me mantengo abierto a todo y me esfuerzo por siempre encontrar nuevas enseñanzas y nuevos caminos en cada lugar al que voy y cada situación en la que me encuentro. Si me limitara a ser sólo budista o sólo católico o sólo hindú, pues de alguna manera me estoy cerrando a recibir otras lecciones positivas provenientes de otras creencias y filosofías. Tuve unas experiencias muy bonitas en el catolicismo y también encuentro mucha afinidad con ciertas enseñanzas del budismo. De hecho, veo muchas similitudes entre el hinduismo y el cristianismo, y siento que en cada una encuentro respuestas a los retos con los que me enfrento en mi vida personal.

Hay una historia escrita en sánscrito que dice que Jesús —durante los llamados «años perdidos» en los que, según la Biblia, Jesús despareció y se fue a meditar— viajó por toda la India y cruzó los Himalayas hasta llegar al Tíbet. Dicen que se unió a una caravana de aquella época y viajó por todo el Oriente Medio (cruzando por Irak, Irán, Afganistán y Pakistán) hasta llegar a la India, Nepal y luego al Tíbet. Hay decenas de datos que respaldan esta afirmación, pero el que más interesante me parece es que a su regreso del viaje, una de las cosas que hizo Jesús fue lavarle los pies a sus discípulos. ¿No es curioso? Jesús les explicó a sus apóstoles que lavar los pies al prójimo es un signo de humildad y servidumbre. De hecho, es una costumbre que existe también en otras religiones, como el islam y el sijismo, y en el hinduismo tocarle los pies a otra persona es señal de respeto. Yo no creo que algo así sea sólo una coincidencia, para mí esa información tiene una razón de ser, y cristaliza la conexión que yo mismo siento que existe entre las religiones.

EL SWAMI

EN PURI EL pequeño yogui nos llevó a un asram —un lugar de meditación— donde pasamos un tiempo estudiando yoga y compartiendo con el swami Yogeshwarananda Giri, un sabio que ha alcanzado un nivel muy alto dentro de la práctica del yoga.

El swami es un señor muy callado e irradia una luz muy especial, una energía preciosa. Tuve el honor de conocerlo porque el pequeño yogui puertorriqueño en un momento de su vida había vivido en ese asram y había estudiado con el maestro de Yogeshwarananda Giri, llamado Paramahamsa Hariharanada. Así como en algún momento el swami había estudiado allí bajo el tutelaje de otro gran maestro, ahora otro alumno, el pequeño yogui puertorriqueño le estaba trayendo una nueva generación de aprendices, que éramos nosotros. Antes de ese swami había habido otro, y otro más; es hermoso pensar en que existe una larga línea de maestros y estudiantes a la cual yo estaba teniendo acceso. Pero es importante aclarar que no por haber sido estudiante del swami yo puedo enseñar las técnicas que él me enseñó, pues no estoy preparado para hacerlo. El swami nació para ser yogui: se pasó toda la vida estudiando y preparando su cuerpo para ser yogui, y ése es su destino. Yo en cambio sólo tuve el privilegio de estudiar con él durante un tiempo; mi destino, hasta ahora, ha sido otro.

La primera vez que conocí al swami Yogeshwarananda, noté que el pequeño yogui —su discípulo— no le besó los pies, pero sí se los tocó, e hizo un tipo de oración. Vi su gesto como una demostración preciosa de humildad y respeto. Así que hice como mi amigo y me agaché y le toqué los pies al hombre. Como yo no sabía qué debía decir o hacer mientras le tocaba los pies al swami, pues me puse a rezar el padrenuestro. Creo que fue el padrenuestro que más rápido recé en mi vida porque se me hacía raro estar tanto tiempo arrodillado frente al maestro. Fue una situación completamente nueva para mí y no sabía bien qué hacer. Me pasaron muchas cosas por la mente como: «¿Qué dirían mis panas si me vieran en esto?», ya me imaginaba la cara de mi mánager asegurándose que nadie tomara fotos mientras esto pasaba para que no saliera en la revista People o algo por el estilo.

Por dentro me reía, pero luego me di cuenta de que ese pequeño gesto de humildad representó mucho para mí. Yo llevaba ya varios años viviendo en un mundo de glamour, viajes, suites de hotel y aviones privados, y creo que esa humildad que viví en aquel instante era algo que necesitaba. El hecho mismo de ponerme de rodillas y tocarle los pies sucios a otro hombre fue un gesto muy simbólico para mí, muy fuerte, porque tuve que dejar a un lado mi ego y esa imagen engrandecida que tal vez yo tenía de mí mismo por todo lo que había logrado. Yo muy fácilmente habría podido tenderle la mano al hombre y decirle: «Buenas tardes, ¿como está usted?» Pero no. Me arrodillé en el piso y le toqué los pies, y desde ese instante sentí que algo vibró dentro de mí. Sentí que estaba haciendo lo correcto y fue así que comencé el largo camino de volver a conectarme con mi ser más profundo. Llevaba demasiados años separando a la persona pública de la persona privada y por fin estaba encontrando la manera de reconciliar esos dos polos de mi existencia.

Con el swami estudié kriya yoga, un tipo de yoga muy pasivo, de mucha reflexión. No es una forma de yoga que exija mucha actividad física, sino más bien un proceso de exploración interna. Fue a través de ese proceso que el swami me ayudó a abrir el llamado kundalini —una energía evolutiva, invisible e inconmesurable que sube por la columna vertebral atravesando las siete chakras del ser. Es bien loco porque se supone que a través de la práctica del kriya yoga uno puede llegar a escuchar los sonidos del cuerpo. Según la ciencia del kriya yoga, el cuerpo está poblado de sonidos y flujos de energía que vienen y van; lo que pasa es que nosotros, con nuestro afán de vivir en el mundo moderno, los ignoramos. Pero esos sonidos del cuerpo son en realidad lo que ellos llaman el sonido del silencio, que cuando logras escucharlos, puedes conectarte con tu propio centro y ahí encontrar tranquilidad, serenidad y paz.

El silencio es en realidad una nota, una sola nota. Es la nota que escuchas cuando apagas todas las luces y todos los aparatos de tu casa, cuando te quedas a solas y te acuestas en tu cama a dormir.

Ese sonido que escuchas en ese momento, ése es el sonido del silencio. Y ése es el sonido que se busca escuchar a través de la práctica. Ésa es la nota que yo busco en mi meditación, la que me concentra y me aleja de todo lo que está a mi alrededor. Y eso es lo que el swami me enseñó.

Cuando llegué a ese asram, en ese pueblo al lado del mar en una esquina de la India, yo no sabía nada de esto. Yo me había ido a la India de paseo porque me parecía un país interesante, porque necesitaba descansar, porque las palabras del pequeño yogui me habían despertado curiosidad. Pero no tenía ni la menor idea de lo que estaba buscando. Ni me imaginaba todo lo que iba a aprender. De hecho, mi visión era tan simple que como se me había dicho que el swami era un maestro de yoga, pensé que lo que me iba a enseñar era a estirarme y a poner el dedo gordo del pie en la oreja.

Es que tal como conocemos el yoga en los países de Occidente, hoy en día se ha prostituido de una manera alarmante. Ahora es un simple negocio y cualquiera se puede convertir en instructor de yoga. Basta con pagar 500 dólares y ya sacas una certificación. Pero en la India, el país de origen del yoga, la gente que lo enseña se ha preparado toda una vida para hacerlo. No digo que el yoga comercial sea malo, si eso te da resultado y es lo que te da la paz y la tranquilidad que ansías, adelante, pero como tuve la suerte de aprender de un sabio que me explicó toda la filosofía en la que está basado, ése es el yoga que yo practico.

Sólo pasé cuatro días con el swami en ese viaje, pero fueron cuatro días que me cambiaron la vida por completo. Todos los días hacíamos una ceremonia en la que él repetía varios mantras en sánscrito con el propósito de ayudarme a encontrar ese sonido divino, el sonido del silencio. Una vez que encuentras ese sonido del silencio y eres capaz de escucharlo en cualquier situación, ya sea que estés en una estación de tren rodeado de gente o solo en tu habitación, puedes avanzar a ver el péndulo divino y sentir la vibración divina. El péndulo divino es algo que siempre llevamos dentro, es una frecuencia que cuando uno cierra los ojos va de un lado al otro, de oído a oído. Solamente con práctica logras apreciarlo. Y, luego, con más práctica logras sentir la vibración divina que es la vibración de la circulación en tu cuerpo.

Todo comienza con el silencio. Una vez que encuentras el sonido del silencio, logras separarte de todo lo físico y todo lo que está a tu alrededor. Entonces puedes avanzar hasta el siguiente nivel, la vibración divina y el péndulo.

En ese momento cuando él me lo enseñó, creo que no sólo encontré mi centro, sino que me conecté con la energía del universo. Él se sentó a mi lado y me puso las manos en los oídos, y automáticamente lo escuché; esa nota aguda, que venía desde muy dentro de mí. Luego el swami me puso una mano en la espina dorsal y otra en el pecho y me preguntó:

—¿Lo sientes?

Y en ese momento preciso, ¡sentí la vibración! Luego me puso las manos en los ojos y pude ver el péndulo, tal como él me lo había explicado.

Entonces pensé: «¿Qué es esto? ¡Este hombre es un mago!»

Después lo intenté hacer solo y no podía. Entonces él me dijo:

—Sigue tratando. Sigue meditando. Porque con la práctica se llega, con la práctica todo se logra. Cuando venga el final de los finales todos se van a tirar al piso a rezar. Cuando venga el caos, cuando se esté acabando el mundo con tsunamis y huracanes y tornados, la gente va a juntarse y va a empezar a rezar. Ésa será su forma de enfrentar lo que está por venir. Pero tú… tú te vas a sentar y vas a encontrar el sonido del silencio. Sentirás la vibración divina en tu cuerpo y verás el péndulo. El mundo se podrá desmoronar a tu alrededor, pero tú estarás enfocado y en paz.

No volví a sentir lo que viví con el swami, seguramente por falta de práctica, pero lo que sí me quedó vibrando en mi interior fue su gran enseñanza. Aplicando lo aprendido en aquel viaje, siento que el verdadero significado de sus palabras es que no importa cuánta bulla o cuánta gente haya a tu alrededor, si estás balanceado puedes estar sentado hablando con alguien y encontrar ese sonido del silencio. Si te lo propones, un carro de la policía puede pasar al lado tuyo con la sirena chillando a todo dar y tú no la escucharás. Hasta puede aterrizar un avión en el techo de tu casa y tú no te enterarás. Ése es el poder del silencio. Mientras lo escuchas puedes desconectarte de tu cuerpo y conectarte con tu alma a la vez.

Antes de ir a la India, casi nunca pasaba tiempo a solas o en silencio. Cuando entraba a una habitación de inmediato prendía el televisor aunque no lo fuera a mirar para que me acompañara. La bulla, los sonidos, se habían convertido en una droga para mí pues así me anestesiaba, así me mantenía ajeno a lo que sucedía en mi interior porque me daba miedo ver qué cosas feas iba a descubrir. Pero después que regresé de la India, comencé a buscar lo opuesto. Quería silencio. Necesitaba silencio. Todas las mañanas me tomaba entre treinta y cinco minutos y una hora para hacer yoga y meditar, y hacía lo mismo al atardecer. Esos momentos se volvieron una parte sagrada de mi día y el saber que los tenía me ayudaba a sentir mucha más calma cuando estaba en medio de la locura. Me enseñaron a enfrentarme a mí mismo para derrumbar, uno a uno, los miedos que me hacían huirle a mi propia verdad.

Pero, desafortunadamente, después de un tiempo de haber regresado a casa, volví a mi vieja rutina. Si normalmente me tomaba treinta minutos o una hora para meditar, poco a poco se fue convirtiendo en veinte, luego diez, hasta que dejé de meditar. ¿Será que esos minutos en silencio me acercaban demasiado a mi verdad? ¿Aquella verdad que tarde o temprano tenía que enfrentar? Tal vez. Pero si hay algo que es obvio es que aún no era mi momento.

TRES NIÑAS

MI SEGUNDO ENCUENTRO con las enseñanzas mágicas de la India me vino a finales del año 2000. Llevaba dos años trabajando sin parar: desde mi último viaje a la India había sucedido la presentación de los Grammys, el lanzamiento de Ricky Martin (en inglés), el éxito inusitado de «Livin' la vida loca», la grabación de Sound Loaded y todo el trabajo de promoción de ese segundo disco en inglés. Ahora estaba en medio del tiempo libre que había decidido tomarme para pensar y descansar, sin saber realmente qué era lo que quería hacer.

Una vez más, no tuve mucho tiempo para pensar al respecto porque el destino ya me tenía reservado el siguiente paso. Un día estando en mi casa —uno de esos días en los que me estaba sintiendo particularmente triste y desganado— recibí una llamada de un colega que vivía en la India.

—Ricky, quiero que veas lo que estoy haciendo aquí en Calcuta —me dijo—. Fundé un orfanato para niñas.

Por esos días yo no tenía ganas de nada. Lo único que quería era quedarme encerrado en mi casa en pijama, viendo películas, escuchando música, durmiendo. Hoy en día me doy cuenta de lo mal que estaba; veo fotos que me tomaron durante esa temporada y casi ni me reconozco. Mis ojos parecen de cristal, están completamente vacíos, y mi sonrisa se ve completamente falsa.

Sin embargo, la perspectiva de ir a la India me hizo brincar. No sé, tal vez fue por la paz que había sentido allá antes o por lo que me estaba contando mi amigo, pero algo en mí me hizo decir: «Tienes que hacer esto». Era como si a un nivel casi orgánico yo supiera lo que me esperaba.

—¡Qué maravilla! —le dije con un entusiasmo renovado—. ¡Allá voy!

En cuestión de días ya estaba montado en un avión. Llegué a la India pero esta vez no estaba preparado para encontrar lo que encontré.

El orfanato era un lugar precioso, pintado, decorado, con cantidad de espacio para jugar y estudiar. Había una escuela de música, una escuela primaria y secundaria, daban clases de cocina para las que no querían estudiar… era un sueño de lugar. Cuando terminé de recorrer el lugar le dije a mi amigo:

—¡Pero tú lo que tienes aquí es un Disney World para niñas!

Mi amigo fundó una institución fantástica que ofrece cuidado y educación a las niñas desamparadas de Calcuta. La labor que ha hecho allí es increíble, algo inspirador. Él se dedica a rescatar niñas de las calles más tenebrosas de la ciudad y les ofrece un lugar donde vivir, una alternativa a la vida que llevan.

A mi amigo no le importó que yo acabara de llegar y que estuviera cansado y, encima de todo, con jet lag: de inmediato me propuso que lo acompañara a rescatar niñas de la calle. Y aunque yo no entendía bien cómo lo íbamos a hacer, por supuesto acepté.

Salimos a explorar las calles. Fuimos por todas las esquinas de los barrios más pobres de Calcuta y nos metimos por calles estrechas y sucias, abriéndonos paso por entre la muchedumbre, buscando niñas abandonadas, o peor. Era impresionante ver los lugares donde solían vivir. En los tugurios de Calcuta, cuatro ramas y un trozo de plástico son una casa, y si tienes un trozo de plástico para protegerte de la lluvia eres de los afortunados. Mucha gente ni siquiera tiene eso.

Entonces le pregunté a mi amigo:

—¿Por qué rescatas sólo niñas? ¿Por qué el centro sólo tiene niñas y no niños? ¿Acaso los niños no necesitan ayuda también?

—Mal que bien, los niños de Calcuta sobreviven —me explicó—. Piden limosna o trabajan o se las arreglan para sobrevivir de una u otra manera. Las niñas también son fuertes e ingeniosas, pero a ellas muchas veces se les obliga a entrar en la prostitución y eso es lo que yo quiero evitar.

—¿Pero cómo puede ser? —le pregunté yo—. Estamos hablando de niñas de cuatro o seis años… ¿cómo puede ser?

—Desafortunadamente, así es —me respondió—. Es horrible, pero la verdad es que existe mucho. Hay hombres que están dispuestos a pagar por violar a una pequeñita de cuatro años.

No tuvo que decir más.

Anduvimos por esos barrios hasta que nos encontramos con un grupo de mendigas que son exactamente el tipo de niñas que corrían el riesgo de caer en la prostitución infantil. Se trataba de tres niñas y su mamá. Vivían bajo una bolsa plástica que de un lado estaba clavada en la pared de concreto de una casa y del otro estaba amarrada a un palo. Estaba lloviendo y allí, debajo de ese pequeño techo improvisado, estaban la mamá y las tres niñas, una de las cuales estaba bien enfermita. No había tiempo que perder. Nos sentamos con la mamá y, a través de un chico que le iba traduciendo todo al bengalí, le explicamos la situación. Le explicamos por qué pensábamos que sus hijas estaban en riesgo, lo que podía llegar a pasar y la alternativa que podíamos ofrecerles a través de la fundación. La madre entendió y estuvo de acuerdo, así que recogimos a la madre y a las tres niñas —incluyendo a la que estaba enfermita— y nos las llevamos corriendo para mi hotel.

Pero cuando entramos al hotel nos dimos cuenta de que la gente nos miraba con cara de asco. Claro, era un hotel elegante y me imagino que les molestaba ver a por lo menos diez occidentales entrar con unas niñas mendigas en ese ambiente refinado. Pero yo estaba tan preocupado por ellas que no me importó ver la cara que me hacían al verme entrar con dos niñas cargadas en mis brazos y con la madre detrás de mí cargando a la niña moribunda. Una chica que también trabajaba en el orfanato como voluntaria y que luego se convirtió en una gran amiga mía, les dijo: «Son mis huéspedes», y eso les tuvo que bastar.

Obviamente no les gustó nada que yo me las llevara a la habitación, pero creo que por una mezcla de hospitalidad y respeto no tuvieron otra opción que dejarme pasar. Al llegar a mi habitación mandamos llamar al doctor del hotel que subió de inmediato. Pero cuando ese señor entró a la habitación y vio quién necesitaba su atención, dijo:

—¡En el nombre de Dios! ¿Qué es esto?

—Bueno —le dije—. Son tres niñas con su mamá, y una de las niñas necesita su ayuda, está muy enferma.

Las tres niñas habían sido mordidas por ratas. Las dos grandecitas estaban sucias y flacas, pero estaban en un estado de salud relativamente aceptable. Sin embargo, la chiquita, que tenía aproximadamente cuatro o cinco años, parecía estar a punto de morir. Se le iban los ojos para atrás y estaba monga como una muñequita de trapo.

Miré al doctor.

—La pequeña necesita que le demos algo —le dije—. Yo no sé que es lo que tiene, pero por favor haga algo.

El médico ni se acercaba a la niñita.

—Bueno —me dijo, señalando una servilleta que quedaba cerca—, por favor agarre ese trapo y límpiela.

—Pero ¡señor! —le respondí—. Si de limpiarla se tratara, ya yo lo habría hecho hace rato. Yo lo que necesito es que usted la examine y me diga qué es lo que tiene esta niña. Necesito que le revise los ojos, los oídos, la temperatura… lo que sea que tiene que hacer para que me diga si se trata de una enfermedad, una infección, ¡o que me diga qué es lo que es!

Pero él seguía sin tocarla…

—Es que yo no sé… —decía aquel hombre que se hacía pasar por doctor.

—¡Mire! —le dije en un tono más fuerte—. Yo tengo antibióticos que traje conmigo de Estados Unidos. Se los puedo dar. Pero yo no soy médico, ¡y necesito que usted me diga ya qué es lo que necesita!

—Yo no sé… —seguía diciendo ese pretexto de médico.

Entonces no aguanté más y le dije:

—¿Sabe qué? No necesitamos a alguien como usted. Váyase, por favor.

Se viró sin ninguna vergüenza. Agarró sus cosas y salió huyendo por la puerta, dándome las gracias mientras se largaba.

Yo no lo podía creer. Siempre había pensado que la labor de un médico es salvar vidas, cualquier vida que necesite ser salvada. Pero aparentemente este «médico» sólo era médico con quien se le daba la gana ser médico. Según el sistema de castas de la India, esas niñas y su madre son «intocables» (la casta más baja), y así se tratara de una situación de vida o muerte, ese médico no las iba a tocar. La jerarquía de las castas es un concepto que está muy arraigado dentro de su cultura y que tiene su razón de ser a pesar del hecho que no lo puedo entender. Pero así es. No pretendo emitir un juicio, ni mucho menos, simplemente según la manera en que yo fui criado, y las muchas cosas que he visto en este mundo, me parece algo difícil de comprender.

Logramos pasar la noche y al otro día llegó el doctor del orfanato y él, por supuesto, no tuvo ningún problema en examinarla. Le miró los ojos, le tomó el pulso y, después de revisarla bien, me dijo:

—Lo único que tiene esta niña es un virus estomacal.

—¿Cómo puede ser? —le pregunté sorprendido. La gran mayoría de nosotros nos enfermamos del estómago cuando nos comemos un pollo que no está bien cocido o unos camarones mal lavados, pero estas niñas… estas niñas nacen en la calle y son capaces de comer cualquier cosa que se les pase por delante. ¡Sus estómagos son de hierro! ¡Sabrá Dios qué se habrá comido para quedar así de moribunda!

—Te lo aseguro —me respondió—. Lo único que le pasa a esta pobre niña es que comió algo de sabe Dios dónde, y por eso le dio un virus estomacal. Sólo necesita tomarse este medicamento y en un par de horas ya estará bien.

Así que se tomó el medicamento y a las dos horas esa niñita ya estaba corriendo de un lado a otro de la habitación, trepándose encima de mí. Agarraba el control de la tele y preguntaba qué era todo.

Ese día durmieron en el hotel en la habitación de mi gran amiga. Al día siguiente nos llevamos a las tres niñas con su madre al orfanato, que no queda en Calcuta sino a como a una hora de la ciudad. Fue precioso porque cuando llegamos el resto de las niñas salieron a darnos la bienvenida. Estaban todas muy bonitas, vestidas con sus uniformitos y guirnaldas de flores alrededor del cuello. A cada uno de los que llegamos también nos pusieron guirnaldas.

Hasta el día de hoy, esas tres niñas viven en el hogar y allí son felices. Más adelante también entró al hogar su hermana mayor, pues ella se había escapado en el momento en que llegamos a recoger a las niñas. Le dio miedo pues no sabía cuáles eran nuestras intenciones, pero una vez que vino a visitar a sus hermanas junto con su mamá y vio lo bien que estaban allí, decidió quedarse también.

La madre, sin embargo, sí volvió a las calles. Una mujer española que se enteró de la situación le regaló un apartamento para que dejara las calles, pero después de tan sólo una semana de vivir ahí decidió que volvería otra vez a su esquina en la calle para pedir limosna. «Yo estoy tranquila aquí —le dijo—, esto es lo que yo conozco. Déjame tranquila. Yo no necesito más nada».

Y aunque esté en la calle, ella sigue siendo una gran madre. Visita a las niñas los fines de semana y mantiene una relación con ellas. Aunque estén viviendo aparte, ella parece estar feliz de que sus hijas están viviendo en mejores condiciones que las que ella les podía dar.

Hoy en día yo soy el patrocinador de las tres niñas más pequeñas, y así he podido ayudar a que sus vidas sean un poco mejores. Ellas son felices, pero lo que no saben es que lo que ellas me han dado a mí va mucho más allá de lo que yo jamás les pueda dar. Me dan fuerzas, me dan esperanza, me hacen ver lo verdaderamente bella que es la vida, porque estas niñas me enseñaron que para vivir lo único que uno necesita son ganas de respirar.

Todo en la vida llega a su momento. Esas niñas llegaron a mi vida en el momento que más las necesitaba, para tirarme un cable a tierra, al igual que un toque de simplicidad. Me hicieron replantear mis prioridades y me enseñaron que la belleza de la vida está, por lo general, en las cosas más sencillas. Ellas llegaron en un momento de mi vida en el que yo quería complacer a la compañía disquera, complacer a los miembros de mi equipo, complacer a mi familia y mis amigos… pero de lo que no me daba cuenta era que por querer darle el gusto a todo el mundo yo me estaba traicionando a mí mismo porque no estaba pensando en mí, en lo que yo en realidad necesitaba para ser feliz. Yo pensaba que mi felicidad consistía en darle gusto a los demás, y eso fue lo que me aplastó por un tiempo. Con las niñas aprendí que en realidad la felicidad aparece en los momentos en que uno se logra desprender de todas esas complicaciones.

Ellas me decían: «Ven y siéntate en el piso. Vamos a jugar». Tenían sólo tres piedras, y con eso jugábamos. Entonces, ¿cómo es que nosotros necesitamos todas estas cosas —computadoras, videojuegos, televisores, equipos de sonido, carros— para pasarla bien? Estas niñas me enseñaron que si la ropa está planchada, está bien. Y si no está planchada, está bien también. La gran mayoría de las cosas que consideramos «importantes» en realidad no son tan importantes cuando miras el todo. La vida es tan complicada como queramos que sea.

Después que conocí a esas niñas y descubrí la sencillez con que vivían, la inocencia que aún llevaban en el alma a pesar de las vidas tan duras que habían vivido, sentí un deseo inmenso de reconectarme con Kiki, ese niño que abandoné al montarme en el avión esa mañana lluviosa en San Juan. Hay algo bellísimo en esa inocencia, esa sencillez de la infancia, y me parte el alma saber que hay niños a los que se les arrebata ese derecho primordial de ser niños.

ENCONTRAR EQUILIBRIO

CUANDO MIRO HACIA atrás, me doy cuenta de que esos dos viajes a la India me marcaron de manera muy profunda. En realidad podría pensar que fue una coincidencia que ambas experiencias las viviera en ese extraordinario país, pero muy en el fondo de mi corazón, sé que no es así. Sé que el cosmos me envió estas lecciones porque así tenía que ser y porque hay algo en ese país, en sus colores, su gente y su energía, que vibra en la misma frecuencia que mi alma.

Todo lo que le pido al cosmos llega cuando debe llegar. Tardé en comprenderlo, pero ahora que lo sé y lo he integrado en mi propia filosofía de vida, vivo con mucha más tranquilidad. En lugar de preocuparme por lo que puede ser o lo que pudiera haber sido, me enfoco en mi presente y en lo que necesito para alcanzar mi propia felicidad, porque sea lo que sea que me haga falta, sé que el cosmos me lo va a enviar.

Fue gracias al silencio que encontré a través de las enseñanzas de mi swami que pude por primera vez mirarme al espejo y ver realmente quién yo era. En la paz y la tranquilidad del asram, los ritos diarios de limpieza, de cocina, de meditación, encontré la burbuja de silencio que necesitaba para reconectarme con el niño que una vez fui. Pude abrirme al universo para escuchar lo que me estaba diciendo, y lo que descubrí fue un mundo de belleza y transparencia. A partir de ese momento encontré el equilibrio que tanto había añorado, y por primera vez comprendí que lo que más quiero de la vida es dar —y dar de esta forma tan concreta— porque al fin y al cabo ésa es la mejor forma de recibir.

En la India encontré lo que considero que son las tres claves de la vida: serenidad, sencillez y espiritualidad. Comprendí la enorme bendición que es mi vida y descubrí que la verdadera riqueza no está afuera, sino adentro. A partir de ese momento el agradecimiento se volvió gran parte de mi vida y en lugar de esconderme a mí mismo todas las cosas que me causaban dolor o incomodidad, empecé a enfrentarlas de cara al viento y sin temor.

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