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Era la temporada del editor ausente o vago. Demasiadas de aquellas novelas eran innecesariamente gordas. Seis tenían más de novecientas páginas y doce pasaban de las setecientas, aunque con un mínimo de atención editorial cualquiera de ellas podría haberse quedado en una buena novela de cuatrocientas páginas. Había una novela increíblemente densa de un escritor de novelas densas muy huraño. Había una novela hábilmente construida y bastante delgadita de un escritor cuya reputación era sorprendentemente buena. Había un volumen de cuentos de un escritor muerto. Había una estantería entera de primeras novelas sobre abusos paternos y alcoholismos maternos (y viceversa); un libro de un escritor con ventas bastante aceptables que ofrecía una nueva visión (en realidad, terriblemente pasada) de la novela académica; veintiocho novelas que abordaban el tema de la vida doméstica y la infancia en la América profunda; cuarenta novelas de iniciación; treinta y cinco novelas sobre vidas rehechas tras un fracaso matrimonial; treinta novelas negras; cuarenta novelas de lo que podría considerarse aventuras, y seis novelas de cristianos que lo eran y qué tenía eso de malo, a ver. En la mayoría de los casos, el título me pareció mucho mejor que la trama o el estilo. Aun así, di con treinta novelas que me habría gustado escribir a mí. De esas treinta, había diez con las que yo habría hecho un trabajo mucho mejor, diez que no habría sido capaz de mejorar y otras diez que simplemente me habían parecido bien construidas, serias y reflexivas.

En la primera teleconferencia, uno de los miembros del jurado cuya identidad no me está permitido revelar dijo:

—Me gustaría ver Sobre mi cadáver, de Rita Totten, en la lista de finalistas.

Cuando le preguntamos por qué, contestó:

—Por dos motivos: porque Rita y yo somos muy amigas y porque el New York Times le dedicó una crítica muy mordaz.

Yo señalé que cualquiera de los dos motivos bastaría para excluirla de esa lista.

Thomas Tomad soltó un suspiro.

—Soy Tomad —fue todo un detalle que se presentara, teniendo en cuenta que estábamos en una teleconferencia—, y la novela de Totten me parece paja. Paja asquerosa, pero paja, al fin y al cabo.

Otro miembro del jurado:

—Me gustaría que el libro de Richard Wordiman estuviera en alguna lista.

—¿Tú no trabajas con él? —le preguntó alguien.

—Sí, y aunque no creo que éste sea su mejor libro, me gustaría que supiera que me tomo su obra en serio.

—¿Por qué no esperamos a que hayan llegado todos los libros? —pregunté.

—Me parece sensato —respondió Wilson Harnet. Sugiero que procedamos de la siguiente manera: cada uno hace una lista de veinticinco títulos, vemos cuáles se solapan, comentamos la lista, y todos los libros con al menos dos menciones pasan a la siguiente ronda. Y a partir de aquí, ya veremos.

Tomad:

—Suena bien. Yo ya tengo un par por los que estoy dispuesto a pegarme. Corren cosas bastante fuertes por ahí.

Sigmarsen:

—Sí, sin duda. En mi opinión, la naturaleza es un tema muy poco presente en las obras, pero aun así hay dos que están muy bien. El libro de Toby Lancfugen es extraordinario.

Hoover:

—Creo que me he perdido, pero sí, claro, por supuesto. Me ha sorprendido ver tantos libros escritos por autores importantes. ¿Y si nos dejamos de tanto pensar y los ponemos en la lista?

Ellison:

—Vale.

La Navidad vino y se fue. Mamá estaba cada vez más en forma, pero ya no regía. Mi editora había llamado a mi agente para comunicarle la emocionante noticia de que, debido a la expectación que Porculo había despertado, iban a sacarla antes de tiempo. Cuando mi agente me dijo que podría ver el libro en marzo, nunca llegué a sospechar que en enero abriría un sobre acolchado dirigido a Thelonious Ellison y me encontraría con unas galeradas encuadernadas de Porculo con la petición de que tomara la obra en consideración para el Premio de las Letras.

Dilema: me negaba a admitir que yo, Thelonious Ellison, era también Stagg R. Leigh, autor de Porculo. Pero ahí tenía el libro. No podía proponer que lo descalificáramos directamente, porque entonces revelaría mi secreto.

La solución: ignorarlo. ¿A quién con dos dedos de frente se le ocurriría darle un premio a esa novela?

Ajá.

Me había vuelto un ermitaño. Tenía un montón de cartas de amigos sin abrir. Tenía otro montón, peticiones de personas de varias universidades que necesitaban una carta de recomendación para poder presentarse a un puesto de trabajo o a una beca. Eso lo suponía, claro está, porque todas esas cartas seguían cerradas. Me sentía más culpable por el segundo montón que por el de las cartas personales. Había recibido correo de un par de instituciones, serían invitaciones a hacer una lectura de mi obra, pero como la idea me parecía bastante idiota no solía aceptarlas. Siempre me entraban ganas de gritar: «¡Leed el maldito libro!», y luego sentarme. En una ocasión pensé en llevar un par de cajas de libros y hacer que el público fuera leyendo en silencio mientras yo leía en silencio para luego señalar que, a fin de cuentas, a mí no me necesitaban para nada. No me invitaban a muchas lecturas, y ése era un hecho que nunca había herido mis sentimientos, pero no responder siquiera a las cartas debía de haberme convertido en un invitado mucho más deseado.

Me recosté en el sofá del despacho, cerré los ojos e imaginé una lectura de Stagg Leigh:

Lugar: la biblioteca pública de East St. Louis o la biblioteca pública de Lansing o la biblioteca pública de Worcester o en una librería de la cadena Borders en Filadelfia o en Dallas o en Jacksonville, o en una de Waterstone’s en Boston o en Nueva York o en Chicago.

Disfraz de Stagg: pantalones amarillos abombados de lana. Camisa negra de seda de manga ancha y puño de varios botones. Blazer gris de zapa con doble botonadura y doble abertura trasera. Pañuelo amarillo asomando del bolsillo de la pechera. Calcetines grises. Mocasines negros con borla.

o

Pantalones negros, camisa negra, gorra de punto negra, gafas de sol, botas militares negras.

o

Túnica africana de colores vivos, pantalones blancos, sandalias, fez rojo.

A Stagg lo presenta una joven blanca, Becky Unger, representante de la Sociedad de Amigos de los Libros.

—Estoy encantada de que haya podido venir a leernos su obra —le dice en un aparte—. Nos habían dicho que era muy tímido. Oh, con tímido no insinuaba nada. Me refería a que es reservado. Reservado, eso quería decir.

—Me gusta más huraño —dice Stagg con un hilo de voz.

—Huraño. Muy bien. —La amiga de los libros se levanta y se dirige al atril. Se aclara la garganta y la sala guarda silencio—. Gracias a todos por venir. —Vuelve a carraspear—. Es un placer presentar a nuestro invitado, el señor Stagg Leigh. Como sé que muchos de ustedes han estado esperando la lectura del señor Leigh con la misma impaciencia que yo, seré breve. El señor Leigh es autor de un debut excepcional. —Mira al público, aguanta la respiración, se mira las manos y—: Porculo. —Risitas y murmullos entre el público—. Su primera novela, todo un superventas, ya lleva tres semanas en el número uno. Tengo entendido que el señor Leigh vive en Washington. La lectura de este libro ha significado mucho para mí. Me ha abierto los ojos a la experiencia negra y me ha ayudado a comprender el dolor de este pueblo. Así que los invito a que me acompañen para dar la bienvenida al señor Stagg R. Leigh.

Stagg se levanta, se acerca al atril, le da las gracias a la señora Unger con un movimiento de cabeza y se coloca de cara al público. En la primera fila hay un par de señoras mayores blancas de pelo azulado; parecen nerviosas y no dejan de mover los ojos. Stagg dice:

—Gracias por invitarme.

Apenas se oye su voz. El público se inclina hacia delante, colectivamente, pendiente de su voz, sin quitarle los ojos de encima. Stagg coge aliento y dice:

¡Porculo! —El público se desploma contra el respaldo de los asientos— es una historia verdadera. —Vuelve a resultar casi imposible oír su voz, pero, sin embargo, el público la oye y emite gemidos de aprobación—. Esta novela no relata hechos reales, pero es la verdadera historia de la experiencia negra en América. Y no es agradable.

—Ahí, ahí —grita un blanco con pajarita sentado al fondo.

—Durante mi estancia en la cárcel —mira a las señoras del pelo azulado— aprendí que las palabras pertenecen a todo el mundo, que podía ocupar un lugar en esta sociedad en bancarrota utilizando el don del lenguaje que Dios me había dado.

Aplausos.

¡Porculo! es mi aportación a esta maravillosa nación nuestra en la que un expresidiario negro puede hacerse rico contando la verdad acerca de su desventurado pueblo.

Aplausos. Aplausos. Aplausos.

Stagg abre su libro.

¡Porculo! —El público se aparta y luego vuelve a inclinarse hacia delante para escuchar—. «La mama nos mira a mi y a la Tardreece y nos llama desechos humanos…»

A pesar de su título, Porculo fue seleccionado por Kenya Dunston o por quien fuera que tomara esas decisiones en su nombre para entrar en su club del libro. En la editorial estaban entusiasmados, íbamos a repartirnos una buena pasta, al parecer. La condición: que Stagg Leigh fuera al programa de Kenya Dunston. Eso era malo, y me llenó de odio y miedo. Tenía miedo de que me descubrieran y me odiaba a mí mismo, pero la suma era más que respetable, casi doblaba el anticipo. Il faut de l’argent.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Yul.

—Qué va a hacer Stagg Leigh, querrás decir —contesté.

—Supongo que eso es lo que quiero decir.

—Supongo que el autor se presentará en el estudio a la hora acordada.

—Ay, Señor.

Después de ir a ver a mamá, regresé a casa convencido de que su buen estado físico no había sido más que una fantasía mía. Lo que me había inducido a error había sido el contraste con sus facultades mentales, totalmente arruinadas. Mi madre se estaba muriendo. Y cuando pensé que estaría mejor muerta experimenté lo que tomé por un sentimiento de culpa normal. Oír la idea en mi cabeza fue tan horrible como verla escrita en un papel. ¿Cómo iba a saber yo de qué placeres disfrutaba en su mundo? Pero yo lo sabía, por supuesto: los fugaces y solitarios momentos de cordura debían de ser agotadores y brutales. Esa noche me puse las deportivas y salí a correr, decidido a mantenerme en forma.

Corpora lente augescunt, cito extinguuntur.

Saltarse una visita a mamá era fácil, difícil, angustiante, deseado y aterrador. Yo había sido el hijo responsable, el buen hombre y el pilar de la familia, pero tenía que ganar un poco de espacio. Era una prueba, en cierto modo, porque al cabo de poco tendría que ir a Nueva York para reunirme con el jurado y para la aparición de Stagg Leigh en televisión. Caminaba por casa, arriba y abajo, convencido de que, tras una racha de doce días malos, ése sería el primer día lúcido de mamá, de que volvería su cara triste hacia la enfermera que le cambiaba los pañales y diría: «¿Dónde está mi Monksie?». Conscientemente, traté de quitarme de encima el sentimiento de culpa. En la medida de lo posible, claro está. La culpa es un perfume barato. Había tres cosas de la gente que yo odiaba. Odiaba el humor grueso de los hombres públicos. Odiaba la autocrítica descarada e indulgente. Y odiaba la culpa exagerada. Últimamente, podía preciarme de haber caído sólo en esas dos últimas cosas.

Al día siguiente fui en coche a Columbia. Mamá estaba peor, quizá; mejor no estaba, sin duda, y si el día anterior había sido de lucidez, no había dejado rastro, ni siquiera un eco en la habitación. Sentada en su silla, apoyaba en el regazo las manos cogidas y miraba fijamente la nada.

De camino a casa paré en el mercado a comprar lo que se había convertido en mi dieta: yogur, fruta y tazas de sopa deshidratada de ésas. Caminaba hacia el aparcamiento cargado con tres bolsas; en una solo llevaba un melón. En el bordillo de la acera había un hombre, un hombre que tendría mi edad pero que parecía más viejo, más castigado por la vida. Me señaló y se puso a cantar:

Pan y vino,

pan y vino.

El dolor de tu cruz

es más leve que el mío.

Me quedé a un metro de él. Podía oler lo viejo que estaba su abrigo manchado y contar las arrugas que rodeaban sus ojos. Creo que lo asusté un poco. Dio un paso atrás y se encorvó casi imperceptiblemente, como si estuviera preparándose para pelear. Moví la cabeza en su dirección y dije: «Tienes razón». Y le di la bolsa con el melón. Le entregué la carga y él se alejó volviéndose a mirar con desconfianza un par de veces. Busqué mis llaves, luego miré al hombre y ya no estaba, como si se lo hubiera tragado la tierra.

Thelonious y Monk y Stagg Leigh viajaron a Nueva York juntos en el mismo vuelo y, por desgracia, en el mismo asiento. Me planteé la posibilidad de que esta farsa se me fuera de las manos, de terminar sufriendo un trastorno de doble personalidad. Pero con el zumo firmemente agarrado entre cielos turbulentos, logré reducir el asunto a teatro. Yo estaba actuando, simple y llanamente, y mi retribución era sustancial aunque merecida. Así que ahí estábamos nosotros disfrazados de yo, Monksie a ojos de mi madre, un artista a los míos. Me registré en el Algonquin según lo dispuesto por la organización de la Cámara Nacional del Libro, subí las maletas y eché una cabezadita.

Por la tarde, en la reunión del jurado, me senté entre Ailene Hoover, que olía a ajo, y Jon Paul Sigmarsen, que, a saber por qué, olía a pescado. Estábamos en una sala de reuniones muy amplia con una ventana que daba al patio. Comentamos libro tras libro. Sigmarsen y Tomad eran los más temperamentales con sus filias y fobias; la diplomacia de Wilson Harnet resultaba casi irritante, y Ailene Hoover conectaba y desconectaba a placer. Mi aportación fue tal vez la más problemática, ya que prestaba atención y hablaba muy poco. Cuando ya llevábamos cosa de una hora discutiendo, sucedió algo terrible. Y sucedió como si de una emboscada se tratara, como si estuviera preparado, ensayado, pensado solo para mí: Ailene Hoover sacó a relucir Porculo.

—¿Habéis leído Porculo? —preguntó.

Excepto Sigmarsen, todos lo habían leído.

—¿Y tú? —me preguntó Harnet.

—Le eché un vistazo —dije—. No me ha enganchado.

—Oh, a mí me pareció maravilloso —dijo Hoover.

—Muy fuerte —añadió Tomad.

—Comparto tu opinión —le dijo Harnet—. Creo que es la novela afroamericana más potente que he leído en mucho tiempo.

—Yo tengo ganas de leerla. —Sigmarsen.

—Sospecho que, al menos, terminará en nuestra lista de veinte —dijo Harnet.

—Yo diría que sí —declaró Hoover.

—Voy a tener que leerla, supongo —dije.

No podría haber estado más bajo de moral. Me pesaban los pies, sentía un hueco en el estómago y tenía las manos frías. No se me ocurría nada más aterrador ni más censurable. Antes que incluir esa novela en la lista de finalistas, habría sido capaz de proponer El nacimiento de una nación.

Cuando volví a mi habitación, estaba que me subía por las paredes. Empecé a caminar arriba y abajo y me puse a ver Imitación a la vida. Luego volví a caminar. Pedí que me subieran la cena, pero no comí nada.

A la mañana siguiente, sin haber dormido, me duché, me vestí y cogí un taxi hasta la dirección que había encontrado entre los papeles de papá, hacia lo que era, o por lo menos había sido, el apartamento de la hermana de Fiona, Tilly McFadden. El nombre del recuadro del interfono seguía siendo McFadden, así que llamé. Cuando la puerta se abrió con un zumbido, pasé a la escalera. El edificio de piedra marrón había vivido días mejores, pero no estaba en mal estado. Subí los cuatro tramos de escalera y vi la puerta entornada. Llamé.

—Entra —gritó un hombre. Cuando me vio, dijo—: ¿Y tú quién eres?

Era un hombre blanco y calvo. Iba con el torso descubierto, llevaba un aro en el labio y tenía el hombro izquierdo y parte del pecho tatuados. También era gordo, solo debía de faltarle un panecillo para llegar a los ciento cuarenta kilos. Llevaba una bota puesta y estaba peleándose con la otra. Me asustó, la verdad.

—Me llamo Thelonious Ellison.

—¿Y a mí qué coño me importa?

—Confiaba en que usted pudiera ayudarme.

Me quedé mirando su tatuaje: un tigre y una serpiente luchando sobre una tarima.

—Si me pides dinero, te doy una paliza que te reviento.

—¿Es usted un skinhead?

La pregunta me salió, sin más. Me tenía intrigado.

—Fuera de mi casa de una puta vez —dijo, y se puso en pie con una única bota y un único calcetín.

—Estoy buscando a Tilly McFadden —dije.

—Pues llegas con diez años de retraso. Está muerta.

—Lo siento mucho.

—Vete a la mierda.

Volvió a sentarse no sé por qué. Estaría cansado.

—¿Es usted su hijo?

—¿Y por qué preguntas?

Me miró con dureza.

—En realidad, estoy buscando a su hermana Fiona.

—Ella también está muerta. Joder, tío, llegas tarde a todas. —Ahora parecía divertido—. ¿Y para qué las quieres?

Actuaba como si se oliera que había dinero en el asunto.

—Estoy buscando a su prima Gretchen. ¿También está muerta?

Dejó la bota a medio anudar y se incorporó.

—No, qué va. ¿Qué quieres de ella?

Decidí ir directo al grano.

—Resulta que es mi hermanastra.

—Lo sabía —dijo, y meneó ligeramente la cabeza—. Sabía que ahí olía a negro. Mi madre no quería admitirlo, pero yo lo sabía.

—¿Sabe dónde está?

—Puede. ¿Por qué la buscas?

Miré el crucifijo de la pared, lo tenía justo al lado de la esvástica.

—En realidad, es personal.

—Es que resulta que yo sé dónde está y tú no.

—Quizá podría facilitarme su apellido.

Me miró sin decir nada.

—¿Cuánto? —pregunté—. ¿Cien? —Me saqué el dinero del bolsillo—. ¿Doscientos? —Su expresión no cambió—. Tengo doscientos cincuenta. Si la dirección es la buena, se los doy.

—¿Y si te pego una paliza y me quedo con el dinero?

—Eso le costaría más que llevarme a casa de Gretchen.

Una sonrisa maliciosa y desagradable invadió su cara. Lo odié. No sabía si estaba terminando de atarse la bota para poder pegarme esa paliza o para ponerse en camino.

—Vamos —dijo.

Y desde ahí recorrimos varias manzanas hasta otro edificio de piedra marrón. Tratándose de un hombre gordo, iba a muy buen ritmo, aunque jadeaba de forma preocupante. Pensé en qué pasaría si se desmayaba y yo tenía que reanimarlo, cosa que me puso los pelos de punta. Mientras tanto, me angustiaba por si se daba media vuelta y me pegaba un puñetazo o por si nos cruzábamos con alguno de sus amiguitos neonazis y de la paliza me daban por muerto. Aquí haré un inciso para señalar que si hasta ese momento no las había tenido todas conmigo, ahora lo veía todo negro, hecho que me resultaba tan angustiante como la situación misma. Este hombre era pariente mío. Era el primo de mi hermanastra, lo que, según mis cálculos, nos convertía en primastros políticos. Aunque el parentesco no era muy estrecho, bastaba para asquearme considerablemente.

—Está en el segundo piso. Se apellida Hanley.

El skinhead tendió su mano de nudillos enrojecidos y la abrió, quería los billetes.

Le di el dinero y vi cómo se alejaba. En la esquina se volvió y me miró con aquella sonrisita.

Subí las escaleras de la entrada, vi el nombre «Gretchen Hanley» en el interfono, y pulsé.

—¿Quién es? —preguntó una mujer por el altavoz.

—¿Señora Hanley?

—¿Sí?

—Me llamo Thelonious Ellison. Querría hablar con usted.

Se hizo un largo silencio y luego oí que abría. Me apresuré a tirar de la puerta y entré en el edificio. Comparado con el de la casa del primo, su estado dejaba bastante que desear. Advertí que el día se había vuelto más caluroso, y con tanto pasear y subir y bajar escaleras estaba algo sudado y despeinado. Me remetí la camisa, respiré profundamente y llamé.

Si teníamos un aire de familia, yo no supe verlo. Gretchen era una mujer bastante atractiva: de espaldas y caderas anchas, bastante alta, melena castaña clara hasta debajo de los hombros y ojos color avellana. Después de abrir la puerta, se volvió hacia un bebé que lloraba en un rincón.

—¿Gretchen? —dije.

—Sí, así me llamo. —Lo dijo con voz cortante—. ¿En qué puedo ayudarle?

Advertí que tenía bastante acento.

—Mi padre era Benjamin Ellison.

Ahora tenía en brazos al bebé, que apoyaba la cara en su hombro. Me miró. Como estaba de espaldas a la ventana no pude distinguir bien su expresión.

—¿Su madre se llamaba Fiona?

—Sí. —Se acercó y observó mi cara—. Así que usted es mi hermano. —Sonrió, y entonces advertí un ligerísimo parecido con su primo el skinhead—. ¿El viejo murió?

—Sí, murió.

La noticia pareció aflojar un poco su tensión. Se sentó a la mesa y se puso a mecer al bebé.

—No sé si servirá de algo que se lo cuente —le dije—, pero mi padre nunca supo dónde vivían. Murió hace unos siete años. Yo no supe nada de usted ni de su madre hasta que encontré unas cartas.

Se me quedó mirando fijamente. Y entonces advertí que me miraba la ropa. Paseé la vista por el apartamento y me di cuenta de que vivía en muy malas condiciones. Todo estaba bastante limpio, pero las malas rachas habían dejado cicatrices. En la cocina luminosa de un barrio residencial, la mesa de formica habría resultado chic, pero ahí no era más que un diario en el que los desconchones y las manchas anotaban sus recuerdos. Me bastó con ver el sofá para saber que los cojines todavía tendrían más manchas por el otro lado.

—Ésta es mi nieta —dijo—. La cuido mientras mi hija trabaja. Luego salgo a trabajar yo. Y mañana, más, y pasado, todavía más. ¿Y usted a qué se dedica, señor Ellison?

—Soy escritor.

—Qué maravilla. —Miró la cara del bebé, la tocó con el dedo—. Escritor. ¿Ha ido a la universidad?

—Sí.

—Qué bien. Supongo que en la universidad aprendió muchas cosas. —El bebé volvió a lloriquear y ella lo acalló un poco bruscamente—. Todos debemos contribuir con nuestros donativos a la Fundación para la Educación de los Afroamericanos, es lo que yo digo siempre.

Esa mujer no me gustaba, pero su resentimiento no tendría que haberme sorprendido.

—Bueno —dije—, mi padre le escribió esta carta antes de morir. Cuando la encontré, hace poco, traté de localizarla.

Dejé la carta en la mesa, delante de ella.

La miró, pero no alargó la mano.

Me senté en la silla que me quedaba más cerca y estudié la cara de Gretchen. Me invadió una sensación de soledad terrible, no habría sabido decir si se trataba de una reacción de empatía o si era un sentimiento propio. Y aunque no debía, también me sentía responsable de la pobreza de la habitación.

—Así que usted es mi hermano.

Asentí en silencio.

—¿Tengo más hermanos o hermanas?

—Tiene otro hermano. Su hermana está muerta. —Miré hacia la ventana sucia—. No tenía intención de presentarme aquí a remover sentimientos dolorosos. Mi padre quiso que alguien encontrara sus cartas y quien ha terminado leyéndolas he sido yo. Por lo que he podido ver, quería mucho a su madre. Creo que habría querido localizarla, pero no sabía cómo.

—Usted me ha localizado.

Tenía razón, y yo no tenía una respuesta satisfactoria que darle.

—Papá quería que usted tuviese este dinero.

Saqué el talonario de cheques y el bolígrafo.

—¿Dinero?

No habría sabido decir si estaba ofendida o sorprendida, pero giré la punta del boli y continué.

—Sí, señora Hanley, mi padre le dejó un dinero.

Le hice un talón por cien mil dólares y, para mi asombro, se lo entregué sin vacilar. Nunca había extendido un talón por tanto dinero. Me sentía raro, mareado.

—Dios santo —dijo sin mirar el talón—. Dinero, ¿qué le parece? Y esto lo arregla todo, ¿verdad?

Echó una mirada a su hogar como si quisiera que yo la acompañara, como si quisiera llamar mi atención acerca de las condiciones en que vivía.

—No lo creo. —Me levanté—. Yo ya he hecho todo lo que había venido a hacer. Bueno. Buena suerte —dije.

Di media vuelta y salí de su apartamento.

Ella fue hasta la puerta, y cuando yo ya estaba fuera me preguntó:

—¿Es auténtico?

—Sí.

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