Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de las víctimas y los sacerdotes

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MONÓLOGO ACERCA DE LAS VÍCTIMAS Y LOS SACERDOTES

Una persona se levanta temprano por la mañana. Empieza su jornada. Y no se para a pensar en la eternidad, sus pensamientos están en el pan de cada día. Usted, en cambio, quiere que la gente piense en la eternidad. Este es el error de todos los humanistas.

¿Cómo definir Chernóbil?

Llegamos a una aldea. Tenemos un pequeño autobús alemán (se lo han regalado a nuestra fundación), los niños nos rodean:

«¡Hola! ¡Hola! Somos niños de Chernóbil. ¿Qué nos han traído? Dennos algo».

«¡Dennos!». Esto es Chernóbil.

De camino hacia la zona, nos encontramos con una anciana, con su falda bordada de día de fiesta, su delantal y un hato a la espalda.

—¿Adónde vas, abuela? ¿De visita?

—Voy para Marki… A mi casa.

¡Se dirige a un lugar donde hay 140 curios! Ha de recorrer unos 25 kilómetros. Tarda un día en ir y otro para regresar. Se traerá de vuelta un bote de tres litros, un bote que se ha pasado dos años colgado en su verja. Pero ha estado en su casa.

Esto es Chernóbil.

¿Qué recuerdo de los primeros días? ¿Qué pasaba entonces? Aunque, en cualquier caso, habría que empezar por… Si le contara mi vida, habría de empezar por la infancia. Lo mismo ocurre con esto.

Yo tengo mi propia señal para la cuenta atrás. Y recuerdo algo distinto. Recuerdo el cuarenta aniversario de la Victoria[62]. Entonces hubo los primeros fuegos artificiales en nuestro Moguiliov. Después de la ceremonia oficial, la gente no se fue para su casa, como de costumbre, sino que se puso a cantar canciones. De manera completamente inesperada. Recuerdo aquel sentimiento general. Pasados cuarenta años, todos se habían lanzado a hablar de la guerra; por fin la gente asimiló aquello. Porque hasta entonces todos nos dedicábamos a sobrevivir, a recuperarnos, a traer niños al mundo.

Lo mismo ocurrirá con Chernóbil. Aún hemos de volver a él, y se nos descubrirá con mayor profundidad. Se convertirá en algo sagrado. En un muro de las lamentaciones. Pero de momento no existe la fórmula. ¡No existe la fórmula! ¡No hay ideas! Los curios, los rems, los roentgen, esto no significa asimilar la realidad. No es filosofía. No es una visión del mundo. Nuestro hombre o lleva un fusil o una cruz. Así ha sido durante toda nuestra historia. Y no ha existido otro hombre. Aún no.

Mi madre trabajaba en el Estado Mayor de la Defensa Civil de la ciudad; fue de las primeras en enterarse: todos los aparatos se pusieron en marcha. Según las instrucciones, que colgaban en cada uno de los despachos, era necesario informar enseguida a la población, repartir las máscaras, los antigás, etcétera.

Se abrieron los depósitos secretos, sus puertas selladas, lacradas; pero todo lo que había allí se encontraba en un estado lamentable; era inservible; no se podía usar. En las escuelas, las máscaras antigás eran de un modelo anterior a la guerra y ni siquiera las tallas correspondían a las de los niños.

Los aparatos marcaban un nivel alto de radiación, pero nadie podía entender nada; una cosa así nunca había pasado. Y simplemente se desconectaron los aparatos.

Mi madre contaba: «Si hubiera empezado una guerra, habríamos sabido qué hacer. Para eso disponíamos de instrucciones. Pero ¿ante algo como esto?».

¿Quién encabezaba nuestra defensa civil? Generales, coroneles retirados para quienes la guerra empieza del siguiente modo: por la radio se emiten las declaraciones oficiales, alarma aérea, bombas de humo, proyectiles incendiarios… No les entraba en la cabeza que estábamos en otra época. Hacía falta que se produjera una ruptura psicológica. Ahora se ha producido. Ahora sabemos que estaremos en casa, tomando el té, celebrando algo. Charlaremos de cualquier cosa, reiremos, mientras la guerra seguirá su curso. Ni siquiera nos enteraremos de que ya habremos desaparecido…

Y en cuanto a la defensa civil, pues era un juego al que jugaban unos señores mayores. Unos tipos encargados de la realización de los desfiles, de los ejercicios. Eso valía millones.

Nos obligaban a dejar el trabajo durante tres días. Sin darnos ninguna explicación. Para realizar ejercicios militares. El juego se llamaba: «En caso de guerra atómica». Los hombres hacían de soldados y bomberos; las mujeres, de voluntarias de sanidad. Nos entregaban unos monos, botas, bolsas sanitarias, un paquete de vendas y algunas medicinas. ¡Y a ver quién dice nada! El pueblo soviético debe portarse dignamente ante el enemigo. Mapas secretos, planes de evacuación: todo esto se guardaba en cajas fuertes con sellos lacrados. Siguiendo estos planes, en minutos contados, después de sonar la alarma, la gente debía estar movilizada para que la condujeran al bosque, a alguna zona segura. Aúlla la sirena. ¡Atención! Es la guerra.

Se premiaba a los mejores, se entregaban banderas. Y se celebraba un banquete de campaña. ¡Los hombres brindaban por nuestra victoria futura! ¡Y, faltaría más, por las mujeres!

Pues bien, no hace mucho. Ya en estos tiempos. Se declaró una alarma en la ciudad. ¡Atención! ¡Alerta de defensa civil! Ha sido hace una semana. La gente se asustó, pero era un miedo distinto. Y lo importante entonces ya no era que nos estuvieran atacando los estadounidenses, o los alemanes, sino ¿qué ocurrirá en Chernóbil? ¿Será posible que suceda de nuevo?

Volvamos al año 86. ¿Quiénes éramos? ¿Cómo éramos cuando nos sorprendió esta versión del Juicio Final? Yo… Nosotros… Le hablo de la intelectualidad local; teníamos nuestro grupo. Vivíamos nuestra vida, alejados de todo lo que nos rodeaba. Era nuestra forma de protesta. Teníamos nuestras leyes: no leíamos el periódico Pravda, en cambio nos pasábamos de mano en mano la revista Ogoniok[63]. Era justo cuando habían aflojado las riendas y nosotros sorbíamos con ansia aquel aire fresco. Leíamos el samizdat, que por fin llegó hasta nosotros, a nuestras perdidas tierras. Leíamos a Solzhenitsin, a Shalámov… A Venia Yeroféyev. Íbamos de una casa a otra de visita, con nuestras interminables conversaciones en la cocina.

Añorábamos algunas cosas. ¿Qué? Pues que en algún lugar vivían actores, estrellas. Yo, por ejemplo, sería Catherine Deneuve. Me pondría algún estúpido trapo, me recogería de forma extraña el pelo… Era un ansia de libertad. Por aquel otro mundo… Un mundo ajeno… Como forma de libertad.

Pero también esto era un juego. Una manera de huir de la realidad. Alguno de nuestro grupo se estrelló, se alcoholizó, otro ingresó en el Partido y empezó a hacer carrera. Nadie creía que los muros del Kremlin un día se pudieran quebrar… Que se pudiera perforar… Que este muro se derrumbaría… Y que no sería durante nuestra vida, eso era fijo. Bueno, si ha de ser así, me importa un pimiento lo que pase por allá, nosotros viviremos aquí. En nuestro mundo ilusorio.

En cuanto a Chernóbil. Al principio hubo la misma reacción. ¿Y a nosotros qué nos importa? Que las autoridades se rompan los cuernos. Chernóbil es cosa suya. Y además está lejos. Ni siquiera miramos el mapa. ¿Para qué? No vale la pena. Entonces ya no necesitábamos la verdad. Pero cuando en las botellas de leche aparecieron las etiquetas: «Leche para niños» y «Leche para adultos». Entonces sí que nos dijimos: ¡aquí está pasando algo! Algo se nos está viniendo encima.

Yo no era miembro del Partido, es cierto, pero, de todos modos, era una persona soviética. Apareció el miedo: «¿Qué pasa con los rábanos este año que tienen las hojas como las remolachas?». Pero aquella misma tarde ponías la tele y te decían: «No se dejen influir por las provocaciones». Y desaparecían todas las dudas.

¿Y la manifestación del Primero de Mayo? Nadie nos había obligado a ir. A mí, por ejemplo, nadie me obligó. Podíamos elegir. Pero no lo hicimos. No recuerdo otra manifestación del Primero de Mayo tan multitudinaria, tan alegre, como la de aquel año. Había cundido la alarma y querías, cómo no, cobijarte en el rebaño. Notar la presencia del otro. Para estar junto a todos los demás. Te daban ganas de criticar a alguien… A las autoridades… Al gobierno… A los comunistas.

Ahora lo pienso… Busco y busco el punto de ruptura. ¿Dónde se produjo la quiebra? Porque este punto se encontraba en el principio de todo. Y era nuestra falta de libertad. El colmo del librepensamiento era: ¿Se pueden comer los rábanos o no? Una carencia que estaba dentro de nosotros.

Yo trabajaba de ingeniera en la fábrica Khimvoloknó; allí teníamos un grupo de especialistas alemanes. Habían venido a instalar su maquinaria. Allí vi cómo se comporta otra gente, otro pueblo. Venido de otro mundo. Cuando se enteraron del accidente, exigieron al momento que hubiera médicos, les dieron dosímetros, se controlaba la comida. Escuchaban su radio y sabían lo que se debía hacer. Por supuesto, no les dieron nada. Entonces hicieron las maletas y se dispusieron a marcharse. ¡Que nos compren los billetes! ¡Mándennos a casa! ¡Nos vamos! Ya que no sois capaces de garantizar nuestra seguridad, nos marchamos. Se declararon en huelga, mandaron telegramas a su gobierno. Al presidente. Peleaban por sus mujeres, por sus hijos (vivían en familia). ¡Por su vida!

¿Y nosotros? ¿Nosotros cómo nos comportamos? ¡Mira a estos alemanes, siempre tan planchados, tan almidonados, qué histéricos! ¡Miedosos! Midiendo la radiación de la sopa, de las hamburguesas. Saliendo a la calle cuanto menos mejor. ¡Qué risa! ¡Nuestros hombres sí que son hombres de verdad! ¡Qué machos los rusos! ¡Dispuestos a todo! ¡Luchando contra el reactor! ¡Y sin ningún temor por sus vidas! Se suben al tejado fundido a cuerpo descubierto, con guantes de lona (ya lo habíamos visto en la televisión). ¡Y nuestros hijos van con sus banderines a la manifestación! ¡Con los veteranos de la guerra! ¡La vieja guardia! [Reflexiona].

Aunque esto era también una variante más de la barbarie: esa falta de miedo por tu propia vida.

Siempre decimos «nosotros» y no «yo»: «Nosotros mostramos el heroísmo soviético», «Nosotros les enseñaremos el carácter soviético». ¡A todo el mundo! ¡Pero esta soy yo! ¡Y yo no quiero morir! Yo tengo miedo.

Es curioso observarse hoy a uno mismo. Descubrir uno sus propios sentimientos. ¿Cómo se han desarrollado? ¿Han ido cambiando? Analizar todo esto. Hace tiempo que me he descubierto enseñándome a ser más atenta con el mundo que me rodea. Con mi entorno y conmigo misma. Después de Chernóbil, esto te sale por ti mismo.

Hemos empezado a aprender a decir «yo». ¡Yo no quiero morir! Yo tengo miedo… Pero ¿y entonces? Entonces un día enciendo la tele, subo el volumen y veo cómo entregan una bandera roja a unas ordeñadoras, vencedoras en la emulación socialista. ¡Pero si esto está pasando en nuestras tierras!, me digo. ¡En un lugar cercano a Moguiliov! ¡En una aldea que resulta que se encuentra en medio de la mancha de cesio! De aquí a poco la evacuarán. Ya, ya… Y en cambio oigo la voz del locutor: «La población trabaja con total entrega, sin importarle todas la dificultades…», «maravillosas muestras de valor y heroísmo».

¡Y luego, que venga el diluvio! ¡Avancemos con paso revolucionario! No, no soy comunista, pero, de todos modos, soy una persona soviética. «¡Camaradas, no prestéis atención a las provocaciones!», retumba el televisor día y noche. Y las dudas se disipan. [La llaman por teléfono. Retornamos a la conversación al cabo de media hora].

Me interesa toda persona nueva. Todas las personas que piensan sobre esto.

En el futuro nos espera la tarea de comprender Chernóbil. Chernóbil como filosofía.

Dos Estados partidos por un alambre de espino: uno, la propia zona, y el otro, el resto. En los postes podridos que rodean la zona, como si se tratara de cruces, cuelgan manteles blancos. Es una costumbre nuestra. La gente va ahí como a un cementerio. Un mundo después de la era de la tecnología. El tiempo ha empezado a retroceder. Allí están enterradas no solo sus casas, sino toda una época. ¡La época de la fe! ¡De la fe en la ciencia! ¡En la idea de una justicia social!

El gran imperio se ha hecho pedazos. Se ha desmoronado. Primero Afganistán, luego Chernóbil. El imperio se ha derrumbado y nos hemos quedado solos. Me cuesta decirlo, pero nosotros… Nosotros amamos Chernóbil. Lo queremos. Representa un sentido para nuestra vida que hemos reencontrado. El sentido de nuestro sufrimiento. Da miedo decirlo. Lo he comprendido hace poco.

El mundo nos ha descubierto, a nosotros, los bielorrusos, después de Chernóbil. Esta ha sido nuestra ventana a Europa. Somos a la vez sus víctimas y sus sacerdotes. Da pánico decirlo.

En la zona… En la misma zona… Allí hasta los sonidos son otros. Entras en una casa… y tienes la misma sensación que en el cuento de la Bella Durmiente. Si no lo han desvalijado todo, te encuentras fotografías, muñecas, muebles… Su gente, tienes la impresión de que debe de estar por ahí cerca.

A veces los encontramos. Pero estos hombres no hablan de Chernóbil, sino que te cuentan cómo los han engañado. Les preocupa saber si recibirán todo lo que les corresponde y si otros no recibirán más que ellos. Nuestro pueblo siempre tiene la sensación de que lo están engañando. En todas las etapas del gran camino. Por un lado, el nihilismo, la negación, y por otro, el fatalismo. No creen a las autoridades, ni a los científicos, o a los médicos, pero tampoco toman ninguna iniciativa. Gente inocente y desvalida. Han hallado el sentido y la justificación de cuanto ocurre en el propio sufrimiento, lo restante parece no tener importancia.

A lo largo de los campos ves letreros con el aviso: ALTA RADIACIÓN. Y los campos, que se siguen cultivando. Con 30 curios. 50. Los tractoristas, en cabinas abiertas (han pasado diez años y hasta hoy no hay tractores con cabinas herméticas), respirando polvo radiactivo.

¡Diez años han pasado! Entonces, ¿quiénes somos? Vivimos en una tierra contaminada, aramos, sembramos… Traemos niños al mundo. ¿Cuál es, pues, el sentido de nuestro sufrimiento? ¿Para qué sufrimos? ¿Por qué hay tanto sufrimiento? Ahora discutimos mucho sobre esto mis amigos y yo. Hablamos de ello a menudo. Porque la zona no son los rems, ni los curios, ni los microrroentgen. Es el pueblo. Nuestro pueblo.

Chernóbil representó un respiro para nuestro sistema, un poder que se diría agonizante. De nuevo vino la época de las medidas extremas. La redistribución. El racionamiento. Como antes, que nos metían en la cabeza eso de «si no hubiera habido guerra», entonces también surgió la posibilidad de achacarlo todo a Chernóbil. «De no haber sucedido Chernóbil». Y otra vez con los ojos de carnero a medio degollar: «¡Oh, qué dolor! Dennos algo. Por caridad. Para que haya algo que repartir». Y otra vez los pesebres. ¡Un pararrayos!

Chernóbil ya es historia. Pero también es mi trabajo. Mi labor de cada día. Viajo. Veo. Hubo en un tiempo la aldea patriarcal bielorrusa. La casa bielorrusa. Sin lavabo, sin agua caliente, pero con un icono, un pozo de madera, toallas, manteles bordados… Con su hospitalidad.

Un día entramos en una de esas casas a beber agua, y la dueña saca de un viejo cofre, viejo como ella, una toalla y me la alarga: «Es para ti, en recuerdo de mi casa».

Hubo un bosque, un campo. Se conservaba la vida en comunidad y unas briznas de la vieja libertad: el pedazo de tierra junto a la casa, su propiedad, la vaca. Pero llegó un día en que de Chernóbil los trasladaron a «Europa», a unos poblados de tipo europeo. Es posible construir una casa mejor, más confortable, pero es imposible reconstruir en un nuevo lugar este enorme mundo al que estaban unidos. ¡Con el cordón umbilical! Ha sido un golpe colosal contra la psique humana. Una ruptura con las tradiciones, con toda la cultura secular.

Cuando te acercas a estos poblados nuevos, estos aparecen como espejismos en el horizonte. Pintados de colores. Azules claros y oscuros. Rojos y amarillos. Y hasta sus nombres: Maiski, Sólnechni[64]…

Las villas «europeas» son mucho más cómodas que las viejas chozas. Como un futuro ya listo. Pero uno no puede aterrizar en el futuro con un paracaídas. Han convertido a esa gente en etíopes. La gente está sentada en el suelo y espera, aguarda que llegue el avión, el autobús y les traigan la ayuda humanitaria. Pero en ningún caso surge la reacción de alegrarse ante la nueva posibilidad: he escapado del infierno, tengo una casa, una tierra sin contaminar y tengo que salvar a mis hijos, unos niños que llevan Chernóbil en la sangre, en los genes. Espero un milagro. La gente va a la iglesia. ¿Sabe lo que le piden a Dios? Pues lo mismo, un milagro… No, no que les dé salud o fuerzas para conseguir algo por ellos mismos. No. Piden o al extranjero o al cielo.

La gente vive en estas villas como en una jaula. Las casas se desmoronan, se deshacen. Y vive en ellas un hombre privado de libertad. Condenado. Vive sumido en la humillación y el miedo, y no clava en ella ni un clavo. Quiere que llegue el comunismo. Espera.

La zona necesita el comunismo. Allí en todas las elecciones votan a favor de la mano dura, añoran el orden estalinista, la disciplina militar. Que para ellos es sinónimo de justicia. Y hasta viven en un orden marcial: comisarías de la milicia, hombres con uniforme militar, sistema de salvoconductos, racionamiento, funcionarios que distribuyen la ayuda humanitaria.

En las cajas, en alemán y en ruso, está escrito: «No se puede cambiar. No se puede vender». Y se venden en todas partes. En cualquier quiosco de venta.

Y otra vez como si se tratara de un juego. Un show publicitario. Llevo una caravana de ayuda humanitaria. Gente de afuera. Extranjeros. Que en nombre de Cristo o por alguna otra razón vienen a vernos. Y rodeados de charcos, de barro, con sus chaquetones y harapos, se presenta mi tribu. En botas de lona. «¡No nos hace falta nada! ¡Igualmente se lo robarán todo!», veo en sus ojos también estas palabras. Pero al lado mismo, junto a este sentimiento…, el deseo de llevarse una caja, un cajón, algo extranjero. Ya sabemos dónde vive tal o cual anciana. Como en una reserva. Y aparece un deseo loco, repugnante. ¡La ofensa! De pronto digo: «¡Ahora os vamos a enseñar algo increíble! ¡Encontraremos algo que…! ¡Que no encontraréis ni en África! ¡No lo hay en ninguna parte más del mundo! ¡200 curios, 300 curios!».

Noto cómo están cambiando las abuelas; algunas se han convertido en auténticas «estrellas» de cine. Ya tienen aprendidos los monólogos, hasta las lágrimas les brotan en los momentos apropiados. Cuando aparecieron los primeros extranjeros, callaban, solo lloraban. Ahora ya han aprendido a hablar. A lo mejor les caen unos chicles para los niños, alguna cajita que otra de ropa… Quién sabe. Y todo esto convive hombro con hombro con una filosofía profunda, porque estos hombres tienen su propia relación con la muerte, con el tiempo. Y no abandonan sus chozas, no cambian sus cementerios queridos, por el chocolate alemán. Ni por la goma de mascar.

En el viaje de regreso les muestro: «¡Qué tierra más hermosa!». El sol se está poniendo, tocando el horizonte. Ilumina los bosques, los campos. Y nos dice adiós.

—Así es —comenta uno del grupo alemán que habla en ruso—, hermosa, pero envenenada.

El hombre lleva un dosímetro.

Y entonces comprendo que aquella puesta de sol me resulta entrañable solo a mí. Porque es mi tierra.

NATALIA ARSÉNIEVNA ROSLOVA, presidenta del Comité de Mujeres de Moguiliov Niños de Chernóbil

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