Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Coro de niños

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CORO DE NIÑOS

Aliosha Belski, nueve años; Ania Bogush, diez; Natasha Dvorétskaya, dieciséis; Lena Zhudro, quince; Yura Zhuk, quince; Olia Zvonak, diez; Snezhana Zinevich, dieciséis; Ira Kudriácheva, catorce; Yulia Kascó, once; Vania Kovarov, doce; Vadim Krasnosólnishko, nueve; Vasia Mikúlich, quince; Antón Nashivankin, catorce; Marat Tamártsev, dieciséis; Yulia Taráskina, quince; Katia Shevchuk, catorce, y Borís Shkirmankov, dieciséis años.

Estaba en el hospital. Y sentía tanto dolor que le pedí a mi mamá: «¡Mamita, no puedo más! ¡Es mejor que me mates!».

Llegó una nube muy negra. Un aguacero. Los charcos se volvieron amarillos. Verdes. Como si les hubieran echado pintura. Decían que era por el polen de las flores. No corríamos por los charcos, solo los mirábamos.

La abuela nos encerraba en el desván. Se ponía de rodillas y rezaba. Y nos decía: «¡Rezad! Esto es el fin del mundo. Es el castigo de Dios por todos nuestros pecados».

Mi hermano tenía ocho años, yo seis. Entonces nos pusimos a recordar nuestros pecados: él había roto un bote de mermelada de frambuesa… Yo no le había dicho nada a mi madre de que me había enganchado en una cerca y había roto el vestido nuevo. Lo escondí en el armario.

Mi madre se viste a menudo de negro. Con un pañuelo negro. En nuestra calle cada día entierran a alguien. Lloran. Oigo la música y corro a casa para rezar, recito el padre nuestro. Rezo por mi madre y por mi padre.

Vinieron a buscarnos unos soldados en coche. Pensé que había empezado una guerra. Los soldados llevaban metralletas de verdad. Decían unas palabras que no entendía: «desactivación», «isótopos»…

Por el camino tuve un sueño: se produce una explosión, ¡pero yo estoy vivo! No está la casa, tampoco mis padres, no hay ni gorriones ni cuervos siquiera. Me desperté asustado, de un salto. Abrí las cortinas. Miré por la ventanilla: a ver si veía aquel terrible hongo.

Recuerdo que un soldado perseguía a un gato. Cuando se acercaba al gato el dosímetro se ponía a zumbar como una ametralladora: clic, clic… Tras el gato, corrían un niño y una niña. Era su gato. El chico nada, pero la niña gritaba: «¡No se lo daré!». Corría y gritaba: «¡Cariño, huye! ¡Escapa, cielo!». Y el soldado corría detrás, con una gran bolsa de plástico.

En casa nos dejamos… Dejamos encerrado a mi hámster. Era todo blanco. Le dejamos comida para dos días. Y nos marchamos para siempre.

Era la primera vez que viajaba en tren. El tren estaba repleto de niños. Los pequeños berreaban, se habían ensuciado. Había una educadora para veinte niños, y todos llorando: «¡Mamá! ¿Dónde está mamá? ¡Quiero ir a casa!». Yo tenía diez años y las niñas como yo ayudábamos a calmar a los pequeños. Las mujeres nos recibían en los andenes y hacían la señal de la cruz ante el tren. Nos traían galletas caseras, leche, patatas calientes…

Nos llevaron a la región de Leningrado. Allí, cuando nos acercábamos a las estaciones, la gente se persignaba y nos miraba desde lejos. Tenían miedo de nuestro tren, en cada estación lo lavaban largo rato. Cuando, en una parada, bajamos del vagón y entramos en la cantina, ya no dejaron entrar a nadie más: «Hay unos niños de Chernóbil comiendo helados». La camarera le decía a alguien por teléfono: «Ahora se marcharán y lavaremos el suelo con lejía, herviremos los vasos». Y nosotros la oíamos.

Nos recibieron unos doctores. Llevaban unas máscaras antigás y guantes de goma. Nos quitaron toda la ropa, todas las cosas, hasta los sobres, los lápices y las plumas; lo metieron todo en bolsas de plástico y enterraron las bolsas en el bosque.

Nos asustamos tanto que después, durante largo tiempo, nos pasábamos los días esperando cuándo nos empezaríamos a morir.

Papá y mamá se estuvieron besando y nací yo.

Antes pensaba que nunca me moriría. Ahora, en cambio, sé que me voy a morir. Un niño estuvo conmigo en el hospital. Vádik Korinkov se llamaba. Me dibujaba pajaritos. Casitas. Y se murió. No tengo miedo a morirme. Te pondrás a dormir mucho, mucho tiempo y nunca te despertarás. Vádik me decía que cuando se muera vivirá mucho tiempo en otro lugar. Se lo había dicho uno de los chicos mayores. Y no tenía miedo.

Un día soñé que me había muerto. Oía en sueños cómo lloraba mi madre. Y me desperté.

Nos marchamos.

Quiero contarle cómo se despidió mi abuela de nuestra casa. Le pidió a papá que sacara del desván un saco de grano y lo esparció por el jardín: «Para los pajarillos de Dios». Recogió en un cesto los huevos y los echó al patio: «Para nuestro gato y para el perro». Les cortó unos trozos de tocino. De todos los saquitos echó las simientes: de zanahoria, de calabaza, de pepinos, de cebolla. De diferentes flores. Y las esparció por el huerto: «Que vivan en la tierra». Luego le hizo una reverencia a la casa. Se inclinó ante el cobertizo. Recorrió los manzanos y los saludó a cada uno.

Y el abuelo se quitó el gorro cuando nos marchamos.

Yo era pequeño. Tenía seis…, no, ocho años…, creo. Eso mismo, ocho. Los he contado ahora. Recuerdo que tenía mucho miedo. Tenía miedo de correr descalzo por la hierba. Mi mamá me asustaba diciéndome que me iba a morir. Tenía miedo de bañarme, de meterme en el agua… Miedo de todo. De arrancar las avellanas en el bosque. De coger con las manos un escarabajo… Porque el escarabajo anda por la tierra, y el suelo estaba contaminado. Las hormigas, las mariposas, los moscardones…, todo estaba contaminado. Mamá recuerda. ¡Recuerda que en la farmacia le aconsejaron que me diera yodo con una cucharilla! Tres veces al día. Pero ella se asustó.

Esperábamos la llegada de la primavera: ¿Será posible que de nuevo crezcan las margaritas? ¿Como antes? Todos nos decían que el mundo iba a cambiar. Por la radio, por la tele. Que las margaritas se convertirían en… ¿En qué se iban a convertir? En algo distinto. Y a las zorras les saldría otra… una cola más; los erizos nacerían sin púas; las rosas, sin pétalos… Los hombres parecerían humanoides: serían de color amarillo. Sin pelo, sin pestañas… Solo tendrían ojos. Y las puestas de sol no serían rojas, sino verdes.

Yo era pequeño. Tenía ocho años.

Llegó la primavera. En primavera brotaron las yemas y, como siempre, se abrieron las hojas. Hojas verdes. Florecieron los manzanos. Se pusieron todos blancos. Empezaron a oler los cerezos. Salieron las margaritas. Que eran como siempre. Entonces corrimos al río, a ver a los pescadores. ¿Los gobios siguen teniendo cabeza y cola? ¿Y los lucios? Comprobamos los comederos de los pájaros. ¿Habían llegado los estorninos? ¿Y tendrían polluelos?

Nos vino encima mucho trabajo. Lo comprobábamos todo…

Los mayores lo comentaban en voz baja. Pero yo lo había oído.

Desde el año en que yo nací (1986), en nuestra aldea no ha habido ni niños ni niñas. Yo soy el único. Los médicos no querían que yo naciera. Querían asustar a mi madre. O algo así. Pero mi madre se escapó de la clínica y se escondió en casa de la abuela. Y en eso… aparecí yo. Quiero decir que nací. Todo esto lo he oído a escondidas.

No tengo ni un hermano ni una hermana. Tengo muchas ganas de tener hermanos. ¿De dónde vienen los niños? Porque yo estoy dispuesto a ir a buscar un hermanito.

La abuela me responde de distintas maneras:

—Lo trae una cigüeña en el pico. Y a veces sucede que una niña crece en el campo. Los niños pueden aparecer entre las bayas, si un pájaro lo deja allí.

Mamá me dice otra cosa:

—Me has caído del cielo.

—¿Cómo?

—Empezó a llover y me caíste directamente a las manos.

Oiga, ¿usted es escritora? Dígame, ¿cómo es eso de que yo había podido no existir? Entonces, ¿dónde estaría? ¿En algún lugar muy alto, muy alto, en el cielo? ¿O en algún otro planeta?

Antes me gustaba ir a las exposiciones. Mirar cuadros. Trajeron a nuestra ciudad una exposición sobre Chernóbil. Por el bosque corre un potrillo, solo tiene patas, son ocho o diez; un ternero con tres cabezas; en una jaula hay unos conejos calvos…, en fin, como de plástico. La gente pasea por un prado con escafandras. Los árboles son más altos que las iglesias, y las flores son tan grandes como los árboles.

No pude verla hasta el final. Me topé con un cuadro: un niño alarga los brazos, puede que hacia una flor, puede que hacia el sol; pero el niño en lugar de nariz tiene…, tiene una trompa. Me entraron ganas de llorar, de gritar: «¡No queremos exposiciones como esta! ¡No nos traigan cuadros así! Ya sin ellos, toda la gente a tu alrededor habla de la muerte. De los mutantes. ¡No la quiero!».

Durante los primeros días había gente, venían a verla, pero luego ni un alma. En Moscú, en Petersburgo, los periódicos escribían que la gente iba en masa. En cambio, aquí, la sala estaba vacía.

He viajado a Austria, para curarme. Allí hay gente que puede ponerse en su casa fotografías como aquellas. Un niño con una trompa. O que, en lugar de brazos, tenía unas aletas. Y mirarlas cada día, para así no olvidarse de los que están mal. Pero cuando vives aquí… Entonces ya no se trata de ciencia ficción ni de arte, sino de la vida. De mi vida. Si puedo elegir, prefiero colgar en mi casa un paisaje bonito, para que todo sea normal: los árboles, los pájaros… Cosas corrientes. Alegres.

Quiero pensar en algo bonito.

En nuestra aldea desaparecieron los gorriones. Al primer año después del accidente. Se los veía tirados por todas partes: en los jardines, sobre el asfalto. Los recogían con rastrillos y se los llevaban en contenedores con las hojas. Aquel año se prohibió quemar las hojas, eran radiactivas. Enterraban las hojas.

Al cabo de dos años aparecieron los gorriones. Nosotros nos alegramos y nos gritábamos el uno al otro: «Ayer vi un gorrión. Han regresado».

Desaparecieron los escarabajos del bosque. Y siguen sin aparecer por aquí. A lo mejor, regresan dentro de cien años, o de mil, como dice nuestro maestro. Ni siquiera yo lo veré. Yo que tengo nueve años.

Pues imagínese mi abuelita. Que ya es viejecita.

Era primero de septiembre. Cuando empiezan las clases. Pero aquel día no hubo ni un solo ramo de flores. Las flores, ya lo sabíamos, llevaban mucha radiación. Antes de empezar el curso, en la escuela no vinieron a trabajar los carpinteros y los pintores, como antes, sino unos soldados. Los militares segaron las flores, arrancaron la tierra y se la llevaron a alguna parte en unos camiones con remolques. Talaron un gran parque de muchos años. Los viejos tilos.

La abuela Nadia… Siempre la llamaban a las casas cuando alguien se moría. Para hacer de plañidera. Y rezar oraciones. La abuela Nadia decía: «Ni ha caído el rayo. Ni ha llegado la sequía. Ni se ha desbordado el mar. Allí están, caídos como ataúdes negros». La mujer lloraba por los árboles, como si fueran personas. Los llamaba: «Mi buen roble». «Mi querido manzano».

Al cabo de un año nos evacuaron a todos y enterraron la aldea.

Mi papá es chófer, él ha ido allí y nos ha contado. Primero se cava un gran hoyo. De cinco metros. Llegan unos bomberos. Con las mangueras, lavan la casa desde la punta hasta los cimientos, para que no se levante el polvo radiactivo. Las ventanas, el techo, el zaguán… Todo lo lavan. Y luego una grúa levanta la casa y la coloca en el hoyo. Muñecos, libros, botes tirados. Una excavadora lo recoge todo. Lo entierran todo con arena, con barro, y lo apisonan. En lugar de la aldea queda un campo liso. La nuestra la han sembrado de cereal. Allí está enterrada nuestra aldea. La escuela y el sóviet local.

Allí se ha quedado mi herbario y dos álbumes con sellos; yo había querido llevármelos. Tenía una bicicleta. Hacía poco que me la habían comprado.

Tengo doce años. Estoy todo el día en casa, soy inválida. El cartero trae a nuestra casa dos pensiones, la del abuelo y la mía. Las chicas de la clase, cuando se enteraron de que tenía cáncer en la sangre, tenían miedo de sentarse a mi lado…, de tocarme. He mirado mis manos…, mi cartera y las libretas… No ha cambiado nada. ¿Por qué me tienen miedo?

Los médicos han dicho que me he puesto enferma porque mi padre trabajó en Chernóbil. Y yo nací después de aquello.

Yo quiero a mi padre.

Nunca he visto a tantos soldados. Los soldados lavaban los árboles, las casas, los tejados. Lavaban las vacas del koljós. Y yo pensaba: «¡Pobres animales del bosque! Nadie los lava. Se morirán todos. Tampoco al bosque lo lava nadie. Y también se morirá».

La maestra nos dijo un día: «Dibujad la radiación». Yo pinté cómo cae una lluvia amarilla. Y corre un río rojo.

Desde niño me han gustado las máquinas. Soñaba con… Creceré y me haré técnico, como papá, que también adoraba la técnica. Los dos juntos siempre construíamos algo. Montábamos cosas.

Papá se ha marchado. Y no oí cómo se fue. Estaba dormido. Por la mañana vi a mamá llorando: «Nuestro papá está en Chernóbil».

Esperamos su regreso, como si se hubiera ido a la guerra.

Regresó y de nuevo volvió a la fábrica. No contaba nada. Pero yo en la escuela a todos les decía orgulloso que mi papá había vuelto de Chernóbil, que había sido liquidador, que son los que habían ayudado a liquidar el accidente. ¡Unos héroes eran! Y los demás chicos me tenían envidia.

Al año, mi papá se puso enfermo.

Paseábamos por el jardín del hospital. Eso ocurría después de la segunda operación. Fue entonces cuando me habló por primera vez de Chernóbil.

Trabajaban no lejos del reactor. Todo se veía tranquilo y en paz, recordaba, hasta parecía bonito. Pero mientras tanto ocurrían cosas. Los jardines florecían. Pero ¿para quién? Porque la gente se había marchado de los pueblos. Iban un día por la ciudad de Prípiat y en los balcones seguía colgada la ropa, las flores en las ventanas. Bajo un arbusto vieron una bicicleta con la bolsa de lona de un cartero; la bolsa estaba llena de periódicos y cartas. Y sobre ella había un nido de pájaro. Como en el cine, lo he visto.

Ellos «limpiaban» lo que se debía tirar. Arrancaban la tierra, contaminada de cesio y de estroncio. Lavaban los tejados. Pero al día siguiente, todo volvía a «arder».

Al despedirnos nos dieron un apretón de manos y nos entregaron un certificado en el que expresaban su agradecimiento por nuestra entrega. Mi padre recordaba y contaba sin parar. La última vez que regresó del hospital nos dijo: «Si sobrevivo, adiós a la química y a la física. Dejaré la fábrica. Solo trabajaré de pastor».

Mamá y yo nos hemos quedado solos. No iré a estudiar al instituto técnico, como quiere mi madre. Al que fue mi padre.

Tengo un hermano pequeño. Le gusta jugar a «Chernóbil». Construye un refugio, cubre de arena el reactor… O se viste de espantapájaros y corre detrás de la gente y los asusta: «¡Uh, uh, uh…! ¡Soy la radiación! ¡Uh, uh, uh…! ¡Soy la radiación!».

Aún no había nacido cuando ocurrió aquello.

Por las noches vuelo. Vuelo rodeado de una luz brillante. No es una cosa real, pero tampoco algo del más allá. Es eso y lo otro y algo aún del más allá también. En sueños sé que puedo introducirme en este otro mundo, estar en él. ¿O quedarme? La lengua no me responde, respiro con dificultad, pero no tengo necesidad de hablar con nadie. Algo parecido ya me pasaba en otro tiempo. Pero ¿cuándo? No me acuerdo. Me invade un gran deseo de fundirme con los demás, pero no veo a nadie. Solo la luz. Una sensación como si pudiera tocarla. ¡Y yo soy enorme! Estoy con los demás, pero ya apartado, separado, solo. En la más tierna infancia también veía alguna imagen en color como las veo ahora. En este sueño.

Este sueño me viene a menudo y llega un momento en que no puedo pensar en nada más. Solo… De pronto se abre una ventana. Se produce una repentina ráfaga de viento. ¿Qué es esto? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? Entre yo y alguien más se establece un contacto. Una comunicación.

Cómo me molestan estas paredes grises del hospital. Qué débil me encuentro todavía. Me tapo de la luz cubriéndome la cabeza porque me molesta ver. Y yo me alargo, me alargo hacia aquello. He intentado verlo. He empezado a mirar más arriba.

Pero llega mi madre. Ayer colgó un icono en la sala. Susurra algo en un rincón, se pone de rodillas. Todos callan: el profesor, los médicos, las enfermeras. Se creen que yo no sospecho nada. Que no sé que pronto moriré. Ellos no saben que por la noche aprendo a volar.

¿Quién ha dicho que es fácil volar?

En otro tiempo escribía versos. Me había enamorado de una chica. Era en la quinta clase[65]. En la séptima descubrí que la muerte existe. Mi poeta preferido es García Lorca. Lo he leído todo de él: «La oscura raíz del grito». Por la noche, los versos suenan de otro modo. De un modo distinto.

He empezado a aprender a volar. No me gusta este juego, pero ¿qué le voy a hacer?

Mi mejor amigo se llamaba Andréi. Le han hecho dos operaciones y lo han mandado a casa. Al medio año le esperaba una tercera operación. El chico se colgó con su cinturón. En la clase vacía, cuando todos se fueron corriendo a hacer gimnasia. Los médicos le habían prohibido correr y saltar. Y él se consideraba el mejor futbolista de la escuela. Hasta… Hasta la operación.

Aquí tengo muchos amigos. Yulia, Katia, Vadim, Oxana, Oleg… Ahora Andréi.

—Nos moriremos y nos convertiremos en ciencia —decía Andréi.

—Nos moriremos y se olvidarán de nosotros —así pensaba Katia.

—Cuando me muera, no me enterréis en el cementerio; me dan miedo los cementerios, allí solo hay muertos y cuervos. Mejor me enterráis en el campo —nos pedía Oxana.

—Nos moriremos —lloraba Yulia.

Para mí el cielo está ahora vivo, cuando lo miro. Ellos están allí.

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