Voces de Chernóbil
Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo
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ENTREVISTA DE LA AUTORA CONSIGO MISMA SOBRE LA HISTORIA OMITIDA Y SOBRE POR QUÉ CHERNÓBIL PONE EN TELA DE JUICIO NUESTRA VISIÓN DEL MUNDO
—Yo soy testigo de Chernóbil…, el acontecimiento más importante del siglo XX, a pesar de las terribles guerras y revoluciones que marcan esta época. Han pasado veinte años de la catástrofe, pero hasta hoy me persigue la misma pregunta: ¿de qué dar testimonio, del pasado o del futuro? Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror… Pero yo miro a Chernóbil como al inicio de una nueva historia; Chernóbil no solo significa conocimiento, sino también preconocimiento, porque el hombre se ha puesto en cuestión con su anterior concepción de sí mismo y del mundo. Cuando hablamos del pasado o del futuro, introducimos en estas palabras nuestra concepción del tiempo, pero Chernóbil es ante todo una catástrofe del tiempo. Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán cincuenta, cien, doscientos mil años. Y más. Desde el punto de vista de la vida humana, son eternos. Entonces, ¿qué somos capaces de entender? ¿Está dentro de nuestras capacidades alcanzar y reconocer un sentido en este horror del que seguimos ignorándolo casi todo?
—¿De qué trata este libro? ¿Por qué lo he escrito?
—Este libro no trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Aquí, en cambio, todo es extraordinario: tanto las inhabituales circunstancias como la gente, tal como les han obligado las circunstancias, elevándolos a una nueva condición al colonizar este nuevo espacio. Chernóbil para ellos no era una metáfora ni un símbolo, era su casa. Cuántas veces el arte ha ensayado el Apocalipsis, ha probado las más diversas versiones tecnológicas del final del mundo, pero ahora sabemos positivamente que la vida es incomparablemente mucho más fantástica.
Un año después de la catástrofe, alguien me preguntó: «Todos escriben. Y usted que vive aquí, en cambio no lo hace. ¿Por qué?». Yo no sabía cómo escribir sobre esto, con qué herramientas, desde dónde enfocarlo. Si antes, cuando escribía mis libros, me fijaba en los sufrimientos de los demás, a partir de entonces mi vida y yo se convirtieron en parte del suceso. Se fundieron en una sola cosa y no había manera de mantener una distancia. El nombre de mi país, un pequeño territorio perdido en Europa, del que el mundo no había oído decir casi nada, empezó a sonar en todas las lenguas y se convirtió en el diabólico laboratorio de Chernóbil, y nosotros los bielorrusos nos convertimos en el pueblo de Chernóbil. Fuera a donde fuese, todo el mundo me observaba con curiosidad: «Ah, ¿usted es de allí? ¿Qué está pasando?».
Naturalmente, podía haber escrito un libro rápidamente, una obra más como las que luego aparecieron una tras otra: qué sucedió en la central aquella noche, quién tiene la culpa, cómo se ocultó la avería al mundo, a su propio pueblo, cuántas toneladas de arena y de hormigón fueron necesarias para construir el sarcófago sobre el mortífero reactor… Pero había algo que me detenía. Que me sujetaba la mano. ¿Qué? La sensación de misterio. Esta impresión, que se instaló como un rayo en nuestro fuero interno, lo impregnaba todo: nuestras conversaciones, nuestras acciones, nuestros temores, y marchaba tras los pasos de los acontecimientos. Era un suceso que más bien se parecía a un monstruo. En todos nosotros se instaló, explícito o no, el sentimiento de que habíamos alcanzado lo nunca visto.
Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer. Tal vez el enigma del siglo XXI. Un reto para nuestro tiempo. Ha quedado claro que además de los desafíos comunista y nacionalista y de los nuevos retos religiosos entre los que vivimos y sobrevivimos, en adelante nos esperan otros, más salvajes y totales, pero que aún siguen ocultos a nuestros ojos. Y, sin embargo, después de Chernóbil algo se ha vislumbrado.
La noche del 26 de abril… Durante aquella única noche nos trasladamos a otro lugar de la historia. Realizamos un salto hacia una nueva realidad, y esta ha resultado hallarse por encima no solo de nuestro saber, sino también de nuestra imaginación. Se ha roto el hilo del tiempo. De pronto el pasado se ha visto impotente; no encontramos en él en qué apoyarnos; en el archivo omnisciente (al menos así nos lo parecía) de la humanidad no se han hallado las claves para abrir esta puerta.
Aquellos días oí en más de una ocasión: «No encuentro las palabras para transmitir lo que he visto, lo que he experimentado», «no he leído sobre algo parecido en libro alguno, ni lo he visto en el cine», «nadie antes me ha contado nada semejante».
Entre el momento en que sucedió la catástrofe y cuando se empezó a hablar de ella se produjo una pausa. Un momento para la mudez. Y lo recuerdan todos. Allá por las altas esferas se tomaban decisiones, se confeccionaban instrucciones secretas, se mandaba que levantaran el vuelo los helicópteros, o que se trasladaran por las carreteras enormes cantidades de transportes; abajo se esperaba recibir información y se pasaba miedo, se vivía a base de rumores, pero todos guardaban silencio sobre lo principal: ¿qué es lo que realmente había sucedido? No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos y no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras; la gente aún no sabía expresarse, pero, paulatinamente, se sumergía en la atmósfera de una nueva manera de pensar; así es como podemos definir hoy nuestro estado de entonces. Sencillamente, ya no bastaba con los hechos; aspirabas a asomarte a lo que había detrás de ellos, a penetrar en el significado de lo que acontecía. Estábamos ante el efecto de la conmoción. Y yo estaba buscando a esa persona conmocionada. Esa persona enunciaba nuevos textos. A veces las voces se abrían paso como llegadas desde un sueño o desde una pesadilla, desde un mundo paralelo.
Ante Chernóbil todo el mundo se ponía a filosofar. Las personas se convertían en filósofos. Los templos se llenaron de nuevo. Se llenaron de creyentes y de gente hasta el día anterior atea. Gente que buscaba respuestas que no les podían dar ni la física ni las matemáticas. El mundo tridimensional se abrió y dejé de encontrarme con valentones que se atrevieran a jurar sobre la Biblia del materialismo.
De pronto, se encendió cegadora la eternidad. Callaron los filósofos y los escritores, expulsados de sus habituales canales de la cultura y la tradición. Durante aquellos primeros días, con quien resultaba más interesante hablar no era con los científicos, los funcionarios o los militares de muchas estrellas, sino con los viejos campesinos. Gente que vivía sin Tolstói, sin Dostoyevski, sin internet, pero cuya conciencia, de algún modo, había dado cabida a un nuevo escenario del mundo. Y su conciencia no se destruyó.
Seguramente nos hubiéramos acostumbrado mejor a una situación de guerra atómica, como lo sucedido en Hiroshima, pues justamente para esa situación nos preparábamos. Pero la catástrofe se produjo en un centro atómico no militar, y nosotros éramos gente de nuestro tiempo y creíamos, tal como nos habían enseñado, que las centrales nucleares soviéticas eran las más seguras del mundo, que se podían construir incluso en medio de la Plaza Roja. El átomo militar era Hiroshima y Nagasaki; en cambio, el átomo para la paz era una bombilla eléctrica en cada hogar. Nadie podía imaginar aún que ambos átomos, el de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos. Eran socios. Nos hemos hecho más sabios, todo el mundo se ha vuelto más inteligente, pero después de Chernóbil. Hoy en día, los bielorrusos, como si se trataran de «cajas negras» vivas, anotan una información destinada al futuro. Para todos.
He escrito durante muchos años este libro. Casi veinte años. Me he encontrado y he hablado con extrabajadores de la central, con científicos, médicos, soldados, evacuados, residentes ilegales en zonas prohibidas… Con las personas para las cuales Chernóbil representa el principal contenido de su vida, cuyo interior y cuyo entorno, y no solo la tierra y el agua, están envenenados con Chernóbil. Estas personas contaban, buscaban respuestas. Reflexionábamos juntos. A menudo tenían prisa, temían no llegar a tiempo, y yo aún no sabía que el precio de su testimonio era la vida. «Apunte usted —me decían—. No hemos comprendido todo lo que hemos visto, pero que queden nuestras palabras. Alguien las leerá y entenderá. Más tarde. Después de nosotros». Tenían razón en tener prisa; muchos de ellos ya no se encuentran entre los vivos. Pero les dio tiempo a mandar la señal…
—Todo lo que conocemos de los horrores y temores tiene más que ver con la guerra. El gulag estalinista y Auschwitz son recientes adquisiciones del mal. La historia siempre ha sido un relato de guerras y de caudillos, y la guerra constituía, digamos, la medida del horror. Por eso, la gente confunde los conceptos de guerra y catástrofe. En Chernóbil se diría que están presentes todos los rasgos de la guerra: muchos soldados, evacuación, hogares abandonados… Se ha destruido el curso de la vida. Las informaciones sobre Chernóbil están plagadas de términos bélicos: átomo, explosión, héroes… Y esta circunstancia dificulta la comprensión de que nos hallamos ante una nueva historia. Ha empezado la historia de las catástrofes… Pero el hombre no quiere pensar en esto, porque nunca se ha parado a pensar en esto; se esconde tras aquello que le resulta conocido. Tras el pasado.
Hasta los monumentos a los héroes de Chernóbil parecen militares.
—En mi primer viaje a la zona…, los huertos se cubrían de flores, brillaba alegre al sol la hierba joven. Cantaban los pájaros. Era un mundo tan familiar…, tan conocido. La primera idea que te asaltaba era que todo estaba en su lugar, como siempre. La misma tierra, la misma agua, los mismos árboles… En ellos, tanto las formas como los colores, así como los olores, son eternos, y nadie será capaz de cambiarlos, ni siquiera un poco. Pero ya el primer día me explicaron que no hay que arrancar las flores de la tierra, que es mejor no sentarse, como tampoco hay que beber agua de los manantiales. Al atardecer, observé cómo los pastores querían dirigir hacia el río al cansado rebaño, pero las vacas se acercaban al agua y, al instante, daban media vuelta. De algún modo intuían el peligro. Y los gatos, me contaban, dejaron de comer los ratones muertos de los que estaba lleno el campo y los patios. La muerte se escondía por todas partes; pero se trataba de algo diferente. Una muerte con una nueva máscara. Con aspecto falso.
El hombre se vio sorprendido y no estaba preparado para esto. No estaba preparado como especie biológica, pues no le funcionaba todo su instrumental natural, los sensores diseñados para ver, oír, palpar… los sentidos ya no servían para nada; los ojos, los oídos y los dedos ya no servían, no podían servir, por cuanto que la radiación no se ve y no tiene ni olor ni sonido. Es incorpórea. Nos hemos pasado la vida luchando o preparándonos para la guerra, tantas cosas que sabemos de ella, ¡y de pronto esto!
Ha cambiado la imagen del enemigo. Nos ha salido un nuevo enemigo… Enemigos. Mataba la hierba segada. Los peces pescados en el río, la caza de los bosques… Las manzanas… El mundo que nos rodeaba, antes amoldable y amistoso, ahora infundía pavor. La gente mayor, cuando se marchaba evacuada y aún sin saber que era para siempre, miraba al cielo y se decía: «Brilla el sol. No se ve ni humo, ni gases. No se oyen disparos. ¿Qué tiene eso de guerra? En cambio, nos vemos obligados a convertirnos en refugiados…». Un mundo conocido…, convertido en desconocido.
¿Cómo comprender dónde nos encontramos? ¿Qué nos está pasando? Aquí… Ahora… No hay a quién preguntar.
En la zona y a su alrededor…, asombraba la enorme cantidad de maquinaria militar. Los soldados marchando en formación con sus armas recién estrenadas. Con todo el armamento reglamentario al completo. No sé por qué razón no se me quedaron grabados los helicópteros ni los blindados, sino solo esos fusiles. Las armas. Hombres armados en la zona de Chernóbil. ¿A quién podían disparar o contra qué defenderse? ¿De la física? ¿De las invisibles partículas? ¿Ametrallar la tierra contaminada o los árboles? En la propia central trabajaba el KGB. Buscaban espías y terroristas, corría el rumor de que la avería se había debido a una acción planificada de los servicios secretos occidentales, para socavar el bloque socialista. Había que mantenerse vigilantes.
Y este escenario bélico… Esta cultura de guerra se desmoronó literalmente ante mis ojos. Ingresamos en un mundo opaco en el que el mal no da explicación alguna, no se pone al descubierto e ignora toda ley.
Asistí a cómo el hombre anterior a Chernóbil se convirtió en el hombre post Chernóbil.
—Más de una vez… —y aquí hay en qué pararse a pensar— me han llegado opiniones según las cuales el comportamiento de los bomberos que la primera noche apagaron el incendio en la central atómica, así como el de los liquidadores, recordaba al de los suicidas. Un suicidio colectivo. Los liquidadores trabajaban a menudo sin los uniformes especiales de protección, se dirigían sin protestar allí donde «morían» los robots, se les ocultaba la verdad sobre las altas dosis recibidas, y ellos se resignaban a ello, y luego se alegraban incluso al recibir los diplomas y las medallas gubernamentales que les entregaban poco antes de su muerte. Y a muchos ni siquiera llegaron a tiempo de entregárselos.
Así pues, ¿de quién estamos hablando, de héroes o de suicidas? ¿De víctimas de las ideas y la educación soviéticas? No se sabe por qué con el tiempo se olvidan de que estos hombres salvaron a su país. Han salvado a Europa. ¿Quién puede imaginarse aunque sea por un segundo el panorama si hubieran explotado los tres reactores restantes?
—Son unos héroes. Héroes de la nueva historia. Se los compara con los héroes de las batallas de Stalingrado o de Waterloo, pero ellos han salvado algo más importante que su propia patria, han salvado la vida misma. El tiempo de la vida. El tiempo vivo. Con Chernóbil, el hombre ha alzado su mano contra todo, ha atentado contra toda la creación divina, donde, además del hombre, viven miles de otros seres vivos. Animales y plantas.
Cuando fui a verlos… Y cuando escuchaba sus relatos sobre cómo se dedicaban (¡los primeros y por primera vez!) a una tarea nueva, humana e inhumana a la vez, que era la de enterrar la tierra en la tierra, es decir, la de enterrar en búnkeres de hormigón especiales las capas contaminadas junto con todos sus habitantes: escarabajos, arañas, crisálidas… Los más diversos insectos cuyos nombres incluso desconocían. O no recordaban.
Estos hombres tenían una idea completamente distinta de la muerte, y esta idea se extendía a todo: desde el ave a la mariposa, su mundo ya era otro mundo; un mundo con un nuevo derecho a la vida, con un nuevo sentido de la responsabilidad y un nuevo sentimiento de culpa.
En sus relatos estaba presente el tema constante del tiempo; esos hombres decían: «por primera vez», «nunca más», «para siempre»… Recordaban cómo recorrían las aldeas desiertas y se encontraban a veces allí a ancianos solitarios que no habían querido partir con los demás o que habían regresado más tarde de su exilio: hombres que vivían a la luz del candil, segaban con la guadaña y la hoz, cortaban leña con el hacha y se dirigían en sus oraciones a los animales y los espíritus. A Dios. Todos, como doscientos años atrás, mientras arriba surcaban el cielo las naves espaciales.
El tiempo se había mordido la cola. El principio y el fin se habían unido. Para aquellos que estuvieron allí, Chernóbil no terminaba en Chernóbil. Y estos hombres no regresaron de una guerra… Sino se diría que de otro planeta. Yo comprendí que de manera completamente consciente aquellos hombres convertían sus sufrimientos en un nuevo conocimiento. Nos lo regalaban diciéndonos: habrán de hacer alguna cosa con este conocimiento y emplearlo de algún modo.
Los héroes de Chernóbil tienen un monumento. Es el sarcófago que han construido con sus propias manos y en el que han depositado la llama nuclear. Una pirámide del siglo XX.
—En la tierra de Chernóbil uno siente lástima del hombre. Pero más pena dan los animales. Y no he dicho una cosa por otra. Ahora lo aclaro… ¿Qué es lo que quedaba en la zona muerta cuando se marchaban los hombres? Las viejas tumbas y las fosas biológicas, los así llamados «cementerios para animales». El hombre solo se salvaba a sí mismo, traicionando al resto de los seres vivos.
Después de que la población abandonara el lugar, en las aldeas entraban unidades de soldados o de cazadores que mataban a tiros a todos los animales. Y los perros acudían al reclamo de las voces humanas…, también los gatos. Y los caballos no podían entender nada. Cuando ni ellos, ni las fieras ni las aves eran culpables de nada, y morían en silencio, que es algo aún más pavoroso.
Hubo un tiempo en que los indios de México e incluso los hombres de la Rusia precristiana pedían perdón a los animales y a las aves que debían sacrificar para alimentarse. Y en el Antiguo Egipto, el animal tenía derecho a quejarse del hombre. En uno de los papiros conservados en una pirámide se puede leer: «No se ha encontrado queja alguna del toro contra N». Antes de partir hacia el reino de los muertos, los egipcios leían una oración que decía: «No he ofendido a animal alguno. Y no lo he privado ni de grano ni de hierba».
¿Qué nos ha dado la experiencia de Chernóbil? ¿Ha dirigido nuestra mirada hacia el misterioso y callado mundo de los «otros»?
—En una ocasión vi cómo los soldados entraron en una aldea de la que se habían marchado sus habitantes y se pusieron a disparar.
Gritos impotentes de los animales… Gritaban en sus diferentes lenguas. Sobre este hecho ya se ha escrito en el Nuevo Testamento. Llegó Jesús al templo de Jerusalén y vio allí a unos animales dispuestos para el sacrificio ritual: con los cuellos cortados y desangrándose. Entonces, Jesús gritó: «Habéis convertido la casa de oraciones en una cueva de ladrones». Podía haber añadido «en un matadero». Para mí, los centenares de «biofosas» abandonadas en la zona representan aquellos mismos túmulos funerarios de la Antigüedad. Pero ¿dedicados a qué dioses? ¿Al dios de la ciencia y el saber, o al dios del fuego? En este sentido, Chernóbil ha ido más allá que Auschwitz y Kolimá. Más allá que el Holocausto. Nos propone un punto final. Se apoya en la nada.
Veo el mundo de mi entorno con otros ojos. Una pequeña hormiga se arrastra por el suelo y ahora me resulta más cercana. Un ave surca el cielo y me resulta más próxima. Se ha reducido la distancia entre ellos y yo. No existe el abismo de antes. Todo es vida.
También se me grabaron cosas como esta. Me contaba un viejo apicultor (y más tarde lo escuché de otra gente):
«Salí por la mañana al jardín y noté que me faltaba algo, cierto sonido familiar. No había ni una abeja. ¡No se oía a ni una abeja! ¡Ni una! ¿Qué es esto? ¿Qué pasa? Tampoco al segundo día levantaron el vuelo. Ni al tercero. Luego nos informaron de que en la central nuclear se había producido una avería, y la central está aquí al lado. Pero durante mucho tiempo no supimos nada. Las abejas se habían dado cuenta, pero nosotros no. Ahora, si noto algo raro, me fijaré en ellas. En ellas está la vida».
Otro ejemplo. Entablé conversación junto al río con unos pescadores y estos me contaron:
«Nosotros esperábamos que nos explicaran la cosa por la televisión. Que nos dijeran cómo salvarnos. En cambio, las lombrices… Las lombrices más comunes se enterraron muy hondo en la tierra, se fueron a medio metro y hasta a un metro de profundidad. En cambio, nosotros no entendíamos nada. Cavábamos y cavábamos. Y no encontramos ni una lombriz para ir a pescar».
¿Quién es el primero, quién está más sólida y más eternamente ligado a la tierra, nosotros o ellos? Lo que tendríamos que hacer es aprender de ellos cómo sobrevivir. Y cómo vivir.
—Han confluido dos catástrofes. Una social: ante nuestros ojos se derrumbó la Unión Soviética, se sumergió bajo las aguas el gigantesco continente socialista, y otra cósmica: Chernóbil. Dos explosiones globales. Y la primera resulta más cercana, más comprensible. La gente está preocupada por el día a día y por su vida cotidiana: ¿Con qué comprar? ¿Adónde marcharse? ¿Bajo qué banderas avanzar de nuevo? ¿O hay que aprender a vivir para uno mismo, vivir cada uno su propia vida? Esto último lo ignoramos, no lo sabemos hacer, porque hasta ahora nunca hemos vivido de ese modo. Esto es algo que experimentamos todos y cada uno. En cambio, de Chernóbil querríamos olvidarnos, porque ante él nuestra conciencia capitula. Es una catástrofe de la conciencia. El mundo de nuestras convicciones y valores ha saltado por los aires.
Si hubiéramos vencido a Chernóbil, lo habríamos entendido hasta el final y habríamos escrito más sobre él. En cambio, seguimos viviendo en un mundo cuando nuestra conciencia habita en otro. La realidad resbala sobre nosotros y no tiene cabida en el hombre.
—Sí. No hay modo de atrapar la realidad…
—Un ejemplo. Hasta hoy empleamos los viejos términos: «lejos-cerca», «nuestros-extraños»… Pero ¿qué quiere decir «lejos» o «cerca» después de Chernóbil, cuando ya al cuarto día sus nubes sobrevolaban África y China? La Tierra ha resultado ser tan pequeña. Ya no es la Tierra que conoció Colón. Es limitada. Ahora se nos ha formado una nueva sensación de espacio. Vivimos en un espacio arruinado.
Más aun. En los últimos años, el hombre vive cada vez más, pero, de todos modos, la vida humana sigue siendo minúscula e insignificante comparada con la de los radionúclidos instalados en nuestra Tierra. Muchos de ellos vivirán milenios. ¡Imposible asomarnos a esa lejanía! Ante este fenómeno experimentas una nueva sensación del tiempo. Y todo esto es Chernóbil. Sus huellas. Lo mismo ocurre con nuestra relación con el pasado, con la ciencia ficción, con nuestros conocimientos… El pasado se ha visto impotente ante Chernóbil; lo único que se ha salvado de nuestro saber es la sabiduría de que no sabemos. Se está produciendo una perestroika, una reestructuración de los sentimientos.
Ahora, en lugar de las frases habituales de consuelo, el médico le dice a una mujer acerca de su marido moribundo: «¡No se acerque a él! ¡No puede besarlo! ¡Prohibido acariciarlo! Su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar». ¡Ante esto, hasta Shakespeare se queda mudo! Como el gran Dante. Acercarse o no, esta es la cuestión. Besar o no besar. Una de mis heroínas (embarazada en ese mismo momento) se acercaba y besaba a su marido, y no lo abandonó hasta que le llegó la muerte. El precio que pagó por su acto fue perder la salud y la vida de su hija. Pero ¿cómo elegir entre el amor y la muerte? ¿Entre el pasado y el ignorado presente? ¿Y quién se creerá con derecho a echar en cara a otras esposas y madres que no se quedaran junto a sus maridos e hijos? Junto a esos elementos radiactivos. En su mundo se vio alterado incluso el amor. Hasta la muerte.
Ha cambiado todo. Todo menos nosotros.
—La zona… Es un mundo aparte. Otro mundo en medio del resto de la Tierra. Primero se la inventaron los escritores de ciencia ficción, pero la literatura cedió su lugar ante la realidad. Ahora ya no podemos creer, como los personajes de Chéjov, que dentro de cien años el mundo será maravilloso. ¡La vida será maravillosa! Hemos perdido este futuro. En esos cien años ha pasado el gulag de Stalin, Auschwitz… Chernóbil… El 11 de septiembre de Nueva York… Es inconcebible cómo se ha dispuesto esta sucesión de hechos, cómo ha cabido en la vida de una generación, en sus proporciones.
En la vida de mi padre, por ejemplo, que tiene ahora ochenta y tres años. ¡Y el hombre ha sobrevivido!
Un destino construye la vida de un hombre, la historia está formada por la vida de todos nosotros. Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… ni de un solo hombre.
—En Chernóbil se recuerda ante todo la vida «después de todo»: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada, unos cables hacia ninguna parte. Hasta te asalta la duda de si se trata del pasado o del futuro.
En más de una ocasión me ha parecido estar anotando el futuro.