Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Primera parte. La tierra de los muertos » Monólogo de una aldea acerca de cómo se convoca a las almas del cielo para llorar y comer con ellas

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MONÓLOGO DE UNA ALDEA ACERCA DE CÓMO SE CONVOCA A LAS ALMAS DEL CIELO PARA LLORAR Y COMER CON ELLAS

Aldea Béli Béreg, del distrito Narovlianski, de la región de Gómel.

Hablan: Anna Pávlovna Artiushenko, Eva Adámovna Artiushenko, Vasili Nikoláyevich Artiushenko, Sofia Nikoláyevna Moroz, Nadezhda Borísovna Nikolayenko, Alexandr Fiódorovich Nikolayenko, Mijaíl Martínovich Lis.

—A visitarnos vienes. Buena chica. Pues no se anunciaba ninguna visita. Ni una señal. Sucede que a veces te pica la palma de la mano, y alguien te da los buenos días. Pero lo que es hoy, ni una señal. Solo un ruiseñor se ha pasado toda la noche trinando: señal de día soleado. ¡Huy! Nuestras mujeres acudirán al momento. Allí viene volando Nadia.

—Todo lo hemos vivido y padecido.

—¡Oh, no quiero recordar! ¡Miedo me da! Nos vinieron a echar de aquí los soldados. Con todo su arsenal militar. Con los blindados. Un anciano, muy mayor. Ya no se levantaba. Muriéndose estaba. ¿Adónde ir? «Ahora me levanto (decía llorando) y me voy directo a la tumba. Por mi propio pie». ¿Y qué nos han pagado por las casas? ¿Cuánto? ¡Mire usted qué hermosura! ¿Quién nos va a pagar por toda esta belleza? ¡Era una zona de reposo!

—Aviones, helicópteros; un ruido del infierno. Camiones con remolques. Soldados. Vaya, pensé, ha empezado la guerra. Con los chinos, o con los estadounidenses.

—Mi hombre que llega de la reunión y dice: «Mañana nos van a evacuar». Y yo: «¿Y qué hacemos con la patata? No la hemos recogido. No ha habido tiempo». En eso que llama a la puerta un vecino y se ponen él y el mío a beber. Y después de beber, la emprenden con el presidente del koljós: «No nos moveremos y punto. Hemos pasado la guerra, y ahora nos vienen con eso de la radiación. Te podrías meter dentro de esta tierra. ¡No nos iremos!».

—Al principio pensábamos que nos moriríamos todos en dos o tres meses. Eso es lo que nos decían. Así nos querían asustar. Y nos animaban a que nos fuéramos. ¡Pero, gracias a Dios, seguimos vivos!

—¡Vivos, gracias a Dios, gracias a Dios!

—Nadie sabe qué hay en el otro mundo. Aquí se está mejor. Lo conocemos más. Como solía decir mi madre: te plantas, te diviertes y haces lo que quieres.

—Vamos a la iglesia, a rezar.

—Otros se marchaban. Recogí tierra de la tumba de mi madre. Y de rodillas le decía: «Perdónanos por abandonarte». Fui de noche a visitarla y no tenía miedo. La gente escribía sus nombres en las casas. En las vigas. En las cercas. En el asfalto.

—Los soldados mataban a los perros. A tiros. ¡Pam!, ¡pam! Después de aquello no puedo escuchar cómo chilla un animal.

—He trabajado aquí de jefe de brigada. Cuarenta y cinco años. He cuidado de la gente. Hemos llevado nuestro lino a Moscú, a la Exposición; me había mandado el koljós. Volví de allí con una insignia y un diploma. Aquí todo el mundo me trataba con respeto: «Vasili Nikoláyevich, nuestro Vasili Nikoláyevich». En cambio allí, en el nuevo lugar, ¿quién soy? Un viejo inútil. De modo que aquí me moriré. Las mujeres me traerán agua, me calentarán la casa. He tenido piedad con la gente. Las mujeres regresaban por la tarde del campo, cantando; yo, sin embargo, sabía que no iban a recibir nada. Solo una marca más por la jornada trabajada. Y en cambio, cantaban.

—En nuestras aldeas la gente vive junta. En comunidad.

—Sueño a veces que estoy en la ciudad, viviendo con mi hijo. Un sueño. Que espero la muerte, la aguardo. Y a mis hijos les digo: «Llevadme allí donde están nuestras tumbas, quedaos siquiera cinco minutos conmigo junto a nuestra casa». Y desde arriba veo cómo mis hijos me llevan allí.

—Por envenenada que esté, con toda esta radiación, es mi tierra. Ya no hacemos falta en ninguna otra parte. Hasta los pájaros prefieren sus nidos.

—Pues le acabo de contar. Vivía en casa de mi hijo, en un séptimo piso. Me acercaba a la ventana, miraba y, ¡válgame Dios!, me santiguaba. Me parecía oír un relincho. El canto del gallo. Y me entraba una tristeza… Y otras soñaba con mi casa: ato a la vaca y la ordeño largo, largo rato. Me despertaba y no quería levantarme. Aún estaba allá. Unos días en casa del hijo y otros allá.

—Durante el día vivíamos en el lugar nuevo, pero por la noche en casa. En sueños.

—En invierno, las noches son largas; a veces nos quedamos pensando y nos preguntamos: ¿Quién más se habrá muerto?

—El mío se pasó dos meses en la cama. Callado, sin contestarme. Como si se hubiera enfadado. Salgo afuera, vuelvo al rato: «¿Cómo estás?». Veo que levanta los ojos al oír la voz, y ya me siento más tranquila. Que esté en la cama, callado incluso; mientras siga en casa. Cuando una persona fallece, no se puede llorar. Le dañarás la muerte; le costará mucho esfuerzo morirse. Saqué del armario una vela y se la coloqué entre las manos. Él la cogió; aún respiraba. Veo que los ojos se le enturbian. Pero yo no lloraba. Solo le pedí una cosa: «Saluda allí a nuestra hijita y a mi madre». Recé para reunirme con ellos. De algunos, Dios se apiada, pero a mí aún no me ha dado muerte. Sigo viva.

—Pues a mí no me da miedo morirme. Nadie vive dos veces. ¿No caen las hojas? ¿O los árboles?

—¡Amigas! No lloréis. Todos los años íbamos las primeras. Éramos estajanovistas. Hemos sobrevivido a Stalin. ¡A la guerra! Si no nos hubiéramos reído, si no nos hubiéramos divertido, hace tiempo que nos habríamos colgado de una soga.

—De modo que hablan dos mujeres de Chernóbil. Y una le dice a otra: «¿Has oído que todos tenemos muchos glóbulos blancos?». Y la otra le responde: «¡Tonterías! Ayer me corté un dedo y tenía la sangre roja».

—En casa estás como en el cielo. Pero, en otras tierras, hasta el sol brilla de otra manera.

—Pues mi madre me enseñó que hay que tomar el icono y darle la vuelta para que esté así tres días seguidos. Entonces, estés donde estés, seguro que regresas a casa. Yo tenía dos vacas y dos terneras, cinco cerdos, gansos y gallinas. Un perro. Me agarro la cabeza con las manos y ando por el huerto. ¡Y manzanas, cuántas manzanas! ¡Todo se ha echado a perder, maldita sea!

—Limpio la casa, blanqueo el horno. Hay que poner el pan en la mesa, la sal, un plato y tres cucharas. Tantas cucharas como gente en casa. Cubiertos para todos, para que así regresen.

—Y las crestas de las gallinas eran negras y no rojas. Cosa de la radiación. Tampoco nos salía el queso. Nos pasamos un mes sin nata ni queso. La leche no se cortaba, sino que se hacía polvo, un polvo blanco. De la radiación.

—La radiación esa anduvo por mi huerto. El huerto se quedó todo blanco, blanco, blanco, como si lo hubieran espolvoreado con algo. A pedacitos. Primero pensé que sería algo que había llegado del bosque. Que el viento nos lo había traído.

—No queríamos irnos. ¡Y hasta qué punto no queríamos! Los hombres, borrachos. Se tiraban bajo las ruedas. Las autoridades iban de casa en casa y trataban de convencer a la gente. La orden era: «¡No se lleven nada!».

—El ganado se pasó tres días sin beber. Y sin comer. ¡Al matadero! Llegó un corresponsal de un periódico: «¿Qué tal los ánimos? ¿Cómo les van las cosas?». Las mujeres borrachas casi lo matan.

—El presidente [del koljós] y los soldados daban vueltas alrededor de mi casa. Querían asustarme: «¡Sal, que vamos a prender fuego! ¡A ver, trae la garrafa de gasolina!». Y yo que corría de un lado a otro, agarrando que si las toallas, que si la almohada…

—Pero, dígame, según la ciencia, ¿cómo actúa esta radiación? Dígame la verdad; de todos modos pronto nos hemos de morir.

—¿Y qué se cree, que porque sea invisible, se piensa que no la hay en Minsk?

—Mi nieto me trajo un perrito. Lo llamaron Radio, porque vivíamos bajo la radiación. ¿Dónde se habrá metido Radio, si lo tengo siempre a mi lado? Tengo miedo de que salga del pueblo y que se lo coman los lobos. Y que me quede sola.

—Pues durante la guerra, toda la noche los cañones dale que te pego, sin parar. De manera que nos hicimos un refugio en el bosque. Las bombas caían sin parar. Lo quemaron todo; no solo las casas, sino el huerto, hasta los guindos se quemaron todos.

—Lo único que pido es que no haya guerra. ¡Le tengo un miedo!

—En Radio Armenia[11] preguntan: «¿Las manzanas de Chernóbil se pueden comer?». Respuesta: «Sí, pero los restos hay que enterrarlos bien hondo en la tierra». Otra pregunta: «¿Cuánto es siete por siete?». Respuesta: «Pregúnteselo a cualquiera en Chernóbil, que le hará la cuenta con sus dedos». Ja, ja, ja.

—Nos dieron una casita nueva. De piedra era. Pues mire, en siete años no clavamos en ella ni un solo clavo. ¡Tierra extraña! Todo era ajeno. Mi marido no paraba de llorar. Durante la semana trabajaba en el tractor, esperando a que llegara el domingo, y el domingo se metía en la cama de cara a la pared y a llorar.

—Nadie más nos engañará; no nos moveremos de aquí. No hay tienda, tampoco hospital. No hay luz. Nos alumbramos con lámparas de queroseno y con teas. Pero no nos quejamos. ¡Estamos en casa!

—En la ciudad, la cuñada iba por el piso con un trapo tras mis pasos y lo limpiaba todo: las manecillas de las puertas, la silla. Todo comprado con mi dinero, todos los muebles, el coche. Se acabó el dinero y se acabó la madre.

—Nuestro dinero se lo quedaron los hijos. Y el resto se lo comió la inflación. Todo lo que nos dieron por las propiedades, por las casas. Por las manzanas.

—Pues nosotras seguimos tan contentas. Preguntan en Radio Armenia: «¿Qué es una radioniñera?». «Pues una abuela de Chernóbil». Ja, ja, ja…

—Dos semanas estuve andando. Llevando mi vaca. La gente no te dejaba entrar en su casa. Pasaba la noche en el bosque.

—Nos tienen miedo. Somos contagiosos, dicen. ¿Por qué Dios nos ha castigado? ¿Por qué se ha enojado con nosotros? No vivimos como los hombres, según la ley de Dios. Nos matamos los unos a los otros. Por eso.

—En verano vinieron mis nietos. Los primeros años no venían. También tenían miedo. Pero ahora nos visitan, y se llevan las cosas; todo lo que les des lo envuelven. «Abuela —me preguntaban—, ¿has leído el libro de Robinson?». Era uno que vivía igual que nosotros. Sin gente. Yo me he traído medio saco de cerillas. Un hacha y una pala. Pero ahora ya tengo tocino, huevos, leche. Y todo mío. Solo hay una cosa, que el azúcar no se siembra. ¡Aunque tierra hay la que quieras! Como si quieres sembrar cien hectáreas. Y nadie que te mande. Aquí no hay nada que moleste al hombre. Ni jefes, ni nada. Somos libres.

—Con nosotros han vuelto también los gatos. Y los perros. Hemos regresado juntos. Los soldados no nos dejaban pasar. Tropas de asalto. De modo que por la noche… Por los senderos del bosque… Por los viejos caminos de los guerrilleros…

—No necesitamos nada del Estado. Nosotros mismos lo producimos todo. No les pedimos nada. ¡Únicamente que nos dejen en paz! Ni tiendas, ni autobuses. A por el pan y la sal, vamos andando. Veinte kilómetros. Ya nos las arreglaremos solos.

—Regresamos como los gitanos. Tres familias. Y nos encontramos todo esto saqueado: la estufa rota, las puertas y las ventanas arrancadas. Los suelos. Las bombillas, los interruptores, los portalámparas; todo fuera. Nada vivo. Con estas manos lo hemos levantado todo de nuevo, con estas manos. ¡Cómo, si no!

—Gritan los gansos salvajes: llega la primavera. Es hora de sembrar. Nosotros, en cambio, nos quedamos con las casas vacías. Solo los tejados están enteros.

—La milicia nos chillaba. Unas veces venían en coche, pero nosotros nos íbamos corriendo al bosque. Como si fueran los alemanes. Una vez nos atraparon, y un fiscal nos amenazó con meternos en la cárcel. Y yo le digo: «Que me echen un año; lo cumpliré, pero volveré aquí». Lo suyo es chillarnos; lo nuestro, tener la boca cerrada. Yo tengo una medalla, como tractorista de primera, y aquel me amenaza con la cárcel. Criminal me llama.

—Cada día me venía en sueños mi casa. Regreso a casa y ahora labro en el huerto, ahora recojo la cama. Y siempre encuentro algo: un zapato, unos polluelos. Todo anunciaba algo bueno, venturoso. Se ve que estaba escrito que había de volver.

—Por la noche rogamos a Dios, y durante el día a los milicianos. Si usted me pregunta: «¿Por qué lloras?». Pues le diré que lloro y no sé por qué. Estoy contenta de vivir en mi casa.

—Todo lo hemos vivido, lo hemos padecido todo.

—Le contaré un chiste… Orden de gobierno sobre las ventajas para la gente de Chernóbil: A los que viven en un radio de veinte kilómetros de la central, a su apellido se le añade el prefijo «von». Quienes viven a diez kilómetros, estos ya son «Su Ilustrísima»[12]. Y los que han sobrevivido junto a la central, estos ya son «Su Alteza». Pues ya ve; así vivimos, ilustrísimos. Ja, ja…

—Un día fui al médico: «Buen hombre, no me andan los pies. Me duelen las junturas». «Has de entregar la vaca. La leche está envenenada». «De ninguna manera —le digo—, que me duelan las piernas, que me duelan las rodillas, pero la vaca no la entregaré. Es mi sustento».

—Tengo siete hijos. Todos viven en la ciudad. Yo estoy aquí sola. Y si me da la tristeza, me pongo a ver las fotografías. Hablo con ellas. Charlo. Conmigo misma. Y sigo sola. Hasta la casa la he pintado sola, seis botes me he gastado. Así es como vivo. He criado a cuatro hijos y tres hijas. El marido se me murió joven. Y sigo sola.

—Pues yo un día me encontré con un lobo: él que se planta ahí y yo que no me muevo. Nos miramos el uno al otro. Y él que da un bote hacia un lado. Y echa a correr. Hasta el gorro se me levantó del miedo.

—Cualquier animal le tiene miedo al hombre. Tú no lo toques, que él te dejará en paz. Antes ibas por el bosque, oías unas voces y corrías a su encuentro; pero ahora el hombre huye del hombre. ¡Dios no quiera que te encuentres a nadie en el bosque!

—¡Todo lo escrito en la Biblia, todo se está cumpliendo! Hasta sobre nuestro koljós está ahí escrito. Y de Gorbachov. Que llegará un gran jefe con una mancha en la frente y que la gran potencia se desmoronará. Y luego llegará el Juicio Final. Los que vivan en las ciudades todos sucumbirán, y en las aldeas quedará una sola persona. Y el hombre se alegrará de ver la huella de otro hombre. No a otro hombre, sino su huella.

—Y la luz, ya ve, un quinqué. Una lámpara de queroseno. Vaya. Las mujeres ya la han informado. Cuando matamos un cerdo, lo llevamos a la bodega o lo enterramos. La carne está tres días bajo tierra. Hasta el vodka es de nuestro grano. De nuestro destilado.

—Yo tengo dos sacos de sal. ¡No nos moriremos sin el Estado! Leña no falta: el bosque. La casa, caliente. El quinqué da luz. ¡Estamos bien! Tengo una cabra, un cabrito, tres cerdos, catorce gallinas. Tierra, la que quiera; hierba, la que cortes. Agua, en el pozo. ¡Y libres! ¡Estamos bien! Esto no es un koljós, sino una comuna. ¡El comunismo! Vamos a comprar otro potro. Y entonces ya no necesitaremos de nadie. Un caballo.

—No es que hayamos vuelto a casa, sino, como decía asombrado un periodista, cien años atrás. Segamos con la hoz y la guadaña. Trillamos el grano con cadenas sobre el asfalto mismo. Mi hombre trenza cestas. Yo, durante el invierno, coso. Y tejo.

—Durante la guerra, de toda la familia, nos mataron a diecisiete personas. A dos hermanos me mataron. Mi madre no paraba de llorar. Una vieja iba de aldea en aldea pidiendo limosna. «¿Sufres? —le decía a mi madre—. No sufras. Quien ha dado su vida por el prójimo es un hombre santo». Yo lo puedo dar todo por mi patria. Lo único que no puedo es matar. Soy maestra y he enseñado a amar a los hombres. El bien siempre triunfa. Los niños son pequeños, de alma pura.

—Chernóbil. Es la peor guerra de todas las guerras. El hombre no tiene salvación en parte alguna. Ni en la tierra, ni en el agua, ni en el cielo.

—No tenemos televisor ni radio. La radio la desconectaron enseguida. No nos enteramos de ninguna noticia, en cambio vivimos más tranquilos. Sin disgustos. Viene a vernos gente y nos cuentan: guerra en todas partes. Y hasta parece que se ha acabado el socialismo. Vivimos en el capitalismo. Volverán los zares. ¿Será cierto?

—A veces nos llega un jabalí del bosque que se mete en el huerto, o un alce. Gente, rara vez. Solo los milicianos.

—Pero, entre usted en mi casa.

—Y en la mía. Hace tanto que en mi casa no entra ni un invitado.

—Me santiguo y rezo. ¡Dios santo! Dos veces me ha destrozado el horno la milicia. Me han sacado de aquí en tractor. ¡Pues yo, nada, de vuelta a casa! Si dejaran regresar a la gente, hasta de rodillas volverían a sus casas. Han esparcido por el mundo nuestra desgracia. Solo vienen de vuelta los muertos. A los muertos les dejan regresar. Pero los vivos, de noche. Bosque a través.

—Por la Radunitsa[13] todos no piensan más que en venir aquí. Todos sin falta. Todos quieren saludar a sus difuntos. Y la milicia deja pasar a los que tienen permiso; pero a los pequeños, hasta los dieciocho, se lo tienen prohibido. Vienen y no caben de contento por encontrarse con sus casas. En el huerto, junto a los manzanos. Primero se van a llorar ante sus tumbas y luego cada uno a su casa. Y allí también lloran, y rezan. Ponen velas. Y se abrazan a sus cercas. Como a las cercas de las tumbas. A veces hasta dejan un ramo junto a sus casas. Cuelgan una toalla blanca sobre la portezuela. Y el padre reza una oración: «Hermanos y hermanas. ¡Tened resignación!».

—Llevan al cementerio huevos y bollos. Muchas tortas en lugar del pan. Cada cual lo que tiene. Cada uno se sienta junto a los suyos. Y claman: «Hermana, he venido a verte. Ven a comer con nosotros». O: «Madre mía. Padre querido. Hermanita». Los llaman del cielo. Aquellos a los que se les han muerto este año, lloran, y los que hace más tiempo, no lloran. Hablan con ellos, los recuerdan. Todos rezan. Y hasta quien no sabe, reza.

—Solo dejo de llorar de noche. Por la noche no se puede llorar a los difuntos. En cuanto se pone el sol, dejo de llorar. Protege sus almas, Dios santo. ¡Que de ellos sea el reino de los cielos!

—Quien no labora, llora. Mire, una ucraniana vende en el mercado unas manzanas rojas, grandes. Y grita: «¡Compren mis manzanas! ¡Manzanitas de Chernóbil!». Y alguien le recomienda: «Mujer, no digas que son de Chernóbil. Que nadie te las comprará». «¡Pero qué dices! ¡Las compran y cómo! ¡Unos, para la suegra; otros, para su jefe!».

—Anda por aquí uno que ha salido de la cárcel. Con la amnistía. Vivía en la aldea vecina. Se le ha muerto la madre; la han enterrado en la casa. De manera que se ha venido aquí. «Mujer, deme un pedazo de pan y un poco de tocino, que le cortaré leña». Así vive, de lo que le den.

—El país está hecho un burdel y la gente se viene hasta aquí. Huyendo de los hombres. Y de la ley. Y viven solos. Gente extraña. De rostro serio, no hay bondad en sus ojos. Y cuando se emborrachan, te pueden prender la casa. Por la noche, nos vamos a dormir, pero debajo de la cama, guardamos horcas y hachas. En la cocina, junto a la puerta, el martillo.

—En primavera corría por aquí una zorra con la rabia; cuando cogen la rabia, se vuelven cariñosas, dulces. Pero el agua, ni verla. Pones en la calle un balde con agua y no temas. Que ya se irá.

—Viene gente. Nos hacen películas, cintas que nosotros nunca veremos. No tenemos ni televisor, ni electricidad. Te queda solo mirar por la ventana. Y rezar, claro. Un tiempo, en lugar de Dios, tuvimos a los comunistas, ahora, en cambio, solo tenemos a Dios.

—Somos gentes de mérito. Yo fui guerrillero. Un año estuve en los bosques. Y cuando los nuestros echaron a los alemanes, me fui al frente. En el Reichstag tengo mi nombre escrito: Artiushenko. Y cuando me quité la guerrera, me puse a construir el comunismo. Y dígame, ¿dónde está hoy ese comunismo?

—Esto es el comunismo. Todos hermanos y hermanas.

—En cuanto empezó la guerra, aquel año no hubo ni setas ni bayas. ¿Me creerá? La tierra presentía la desgracia. Era el año cuarenta y uno. ¡Cómo lo recuerdo! No he olvidado la guerra. Corrió la voz de que habían traído a nuestros prisioneros: quien reconociera a uno suyo, se lo podía llevar a casa. Y nuestras mujeres echaron a correr a buscar a los hombres. Por la noche regresaron unos con el suyo, otros con otro distinto. Pero hubo un mal bicho. Un hombre como los demás, que estaba casado, con dos hijos. Pero se chivó a la «komendatura» de que habíamos dado cobijo a unos ucranianos. Vaskó, Sashkó… Al día siguiente se presentaron los alemanes en sus motocicletas. Nosotras les imploramos, de rodillas les pedimos. Pero se llevaron fuera del pueblo a los muchachos y los mataron con sus metralletas. Nueve hombres eran. ¡Jóvenes, jóvenes, buenos muchachos! Vaskó, Sashkó.

—Las autoridades vienen, gritan un rato, pero nosotros como quien no oye ni ve. Todo lo hemos sufrido, soportado.

—Pues yo no paro de pensar en lo mío. Siempre en lo mío. En las tumbas. Algunos hablan con los suyos a gritos, otros en voz baja. Algunos hasta dicen cosas así como: «Ábrete, arena amarilla. Ábrete, noche oscura». Del bosque aún puedes esperar, pero de la arena, de la tierra, nadie sale. Por cariñosa que me ponga: «Iván. Iván, dime, ¿cómo he de vivir?». Él no me dice nada, ni bueno, ni malo.

—Como no tengo a ninguno de los míos por quien llorar, rezo por todos. Por los de los demás. Voy a las tumbas y hablo con ellas.

—Pues yo, yo no le tengo miedo a nada, ni a los difuntos, ni a las alimañas, a nadie. Viene mi hijo de la ciudad y me riñe: «¿Qué haces aquí sola? ¿Y si alguien te corta el cuello?». «¿Y qué se llevaría de mi casa? Si solo quedan las almohadas». En una casa sencilla lo más valioso son las almohadas. Y en cuanto el ladrón se me meta en casa, porque si entra lo hará por la ventana, le doy con el hacha en la cabeza y… y le sacudo como es debido, con el hacha. Puede que Dios no exista, que sea otro; pero allí arriba, en lo alto, hay alguien. De manera que sigo viva.

—Durante el invierno, el abuelo colgó en el patio un ternero despedazado. Justo entonces trajeron a unos extranjeros: «Abuelo, ¿qué haces?». «Echo afuera la radiación».

—Qué no habrá sucedido. Cuentan que un hombre enterró a su mujer, de la que le quedó un crío pequeño. El hombre se quedó solo. Entonces, de la pena, un día se puso a beber. Le quitó toda la ropa mojada al niño y la metió debajo de la almohada. Y en eso se presentó por la noche la mujer, o ella misma o solo su alma, lavó la ropa, la secó y la puso en su sitio. Una vez la vio. Y en cuanto la llamó, ella fue y se desvaneció. Se convirtió en aire. Entonces, los vecinos le aconsejaron: en cuanto se te aparezca la sombra, cierra la puerta con llave y puede que tarde en marcharse. Pero la mujer ya no volvió. ¿Qué fue aquello? ¿Quién era eso que vino? ¿No me cree? Entonces contésteme a una cosa: ¿De dónde han salido los cuentos? Puede que lo que se cuenta, en otro tiempo, fuera cierto. Usted que tiene estudios…

—¿Y por qué el Chernóbil ese saltó por los aires? Unos dicen que tienen la culpa los científicos. Que le tiran a Dios de las barbas y que el Señor se ríe de ellos. ¡Y nosotros a sufrir las consecuencias!

—Nunca hemos vivido bien. Ni tranquilos. Antes de la guerra se llevaban a la gente. A tres de nuestros hombres los vinieron a buscar en coches negros, se los llevaron directamente del campo y hasta hoy no han regresado. Siempre hemos vivido con miedo.

—No me gusta llorar. Prefiero que me cuenten chistes nuevos. En la zona de Chernóbil han plantado tabaco. En la fábrica de este tabaco han hecho cigarrillos. Y en cada paquete han puesto: «El Ministerio de Sanidad le previene ¡por última vez!: el tabaco es peligroso para la salud». Ja, ja, ja. En cambio, nuestros abuelos lo fuman.

—Lo único que me queda es la vaca. Pues mire, cogería y la daría con tal de que no hubiera guerra. ¡Cómo la temo!

—El cuco canta, las garzas rascan. Los venados corren. Pero si los habrá en el futuro, nadie sabe decirlo. Por la mañana miro a la huerta y veo que la han revuelto los jabalíes. A la gente la puedes cambiar de lugar, pero al alce o al jabalí, no. Tampoco el agua conoce fronteras, pues corre por la tierra y por debajo de ella.

—Una casa no puede estar sin habitar. Hasta las fieras necesitan del hombre. Todos buscan al hombre. Hoy ha venido una cigüeña. Y el escarabajo sale de su rincón. Y todo me llena de alegría.

—¡Oh, cómo duele, vecinas! ¡Qué dolor! Hay que hablar en voz baja. Hay que llevar el ataúd en silencio. Con cuidado. No vaya a ser que le des un golpe con la puerta o la cama; no se debe tocar ni golpear nada. Porque si no, habrá una nueva desgracia, ya puedes esperar otro difunto. Dios mío, protege sus almas. ¡Que de ellos sea el reino de los cielos! Y allí donde los entierran, allí mismo los lloran. Aquí todo son tumbas. Todo esto está lleno de tumbas. Los volquetes que zumban. Las excavadoras. Las casas se derrumban. Y los enterradores que no paran de trabajar. Han enterrado la escuela, la administración, los baños. El mundo es el mismo, pero las gentes ya no. Y sin embargo no sé si el hombre tiene un alma o no. El padre nos dice y nos promete que somos inmortales. Pero ¿cómo es el alma? ¿Y dónde caben todas en el otro mundo?

—El abuelo se estuvo muriendo durante dos días, yo me quedaba calladito junto a la estufa y vigilaba: a ver cuándo empezaría a salirle el alma. Fui a ordeñar a la vaca. Entro corriendo en la casa. Lo llamo. Y él, que está con los ojos abiertos. Y el alma que se le ha ido. ¿O no pasó nada? Y entonces, ¿cómo nos volveremos a ver?

—El padre dice y nos promete que somos inmortales. De modo que rezamos. Señor, danos fuerzas para sobrellevar las fatigas de nuestra vida.

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