Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Una solitaria voz humana

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UNA SOLITARIA VOZ HUMANA

¡Hace poco yo había sido tan feliz! ¿Por qué? Lo he olvidado. Todo esto se quedó como quien dice en otra vida. No comprendo. No sé cómo he podido vivir de nuevo. He querido vivir. Ya ve, me río, hablo.

Sentía una angustia… Estaba como paralizada. Quería hablar con alguien, pero no con nadie de este mundo. Me iba a una iglesia, allí reina un silencio como el que a veces descubres en las montañas. Un silencio… Allí puedes olvidar tu vida.

Pero por la mañana me despierto… y busco con la mano. ¿Dónde está? Su almohada, su olor. Un pequeño pájaro desconocido corre por el alféizar con una campanilla y me despierta. Antes nunca había oído aquel sonido, aquella voz. ¿Dónde está él?

No lo puedo transmitir todo, no me salen las palabras. ¡No comprendo cómo me he quedado en esta vida!

Por la noche, mi hija se me acerca y me dice: «Mamá, ya he acabado los deberes». Y entonces me viene a la mente que tengo hijos. Pero ¿él dónde está? «Mamá, se me ha soltado un botón. ¿Me lo coses?».

¿Cómo puedo irme tras él? Encontrarme con él. Cierro los ojos y pienso en él, hasta que me duermo. En sueños, él me visita, pero por instantes, rápidamente. Y enseguida desaparece. Oigo incluso sus pasos. ¿Dónde desaparece? ¿Dónde está?

Él no tenía ningunas ganas de morir. Miraba y miraba por la ventana. Al cielo. Yo le colocaba una almohada, otra y otra. Para que estuviera alto. Se estuvo muriendo durante mucho tiempo. Durante todo un año. No podíamos separarnos el uno del otro. [Calla durante un largo rato].

No, no, no tema, no voy a llorar. Me he olvidado de llorar. Quiero hablar. Otra vez resulta tan duro, tan insoportable; quiero decirme a mí misma, convencerme de que no recuerdo nada. Como hace una amiga mía. Para no volverse loca. Ella… Nuestros maridos murieron el mismo año, estuvieron juntos en Chernóbil… Ella se dispone a casarse de nuevo y quiere dejar bien cerrada esta puerta. La puerta hacia allá. Tras él. No, no, yo la comprendo. Lo sé. Es la vida. Hay que seguir viviendo. Tiene hijos.

Nosotros hemos estado en un lugar donde nadie más ha estado, hemos visto lo que nadie ha visto. He estado callada, callada durante largo tiempo, hasta que un día en un tren me puse a contarlo todo a unos desconocidos. ¿Para qué? A solas da miedo.

Él se marchó a Chernóbil el día de mi cumpleaños. Los invitados aún seguían sentados a la mesa, y él les pidió excusas por su partida. Me besó. Miré por la ventana y vi que un coche ya lo esperaba en la calle. Era el 19 de octubre de 1986. El día de mi cumpleaños.

Era montador de profesión; viajaba por toda la Unión Soviética, y yo lo esperaba. Así fue durante años. Vivíamos como lo hacen los enamorados: nos despedíamos y nos volvíamos a encontrar. Pero en aquella ocasión…

Sintieron miedo solo nuestras madres, su madre y la mía; en cambio nosotros no nos asustamos. Y ahora pienso: ¿por qué? Sabíamos adónde se dirigía. Podía, al menos, haberle pedido prestado al chico de los vecinos el libro de física de décimo, siquiera hojearlo.

Allí andaba sin gorro. A los demás compañeros al cabo de un año se les cayó todo el pelo, a él, en cambio, al revés, le creció una cabellera aún más espesa.

Ninguno de ellos vive ya. Su brigada, los siete hombres, han muerto todos. Eran jóvenes. Uno tras otro. El primero murió al cabo de tres años. Bueno, pensamos; será una casualidad. El destino. Pero tras él, vino otro, un tercero, un cuarto. Y entonces el resto se dispuso a esperar su turno.

¡Así vivieron!

Mi marido murió el último. Eran montadores escaladores. Desconectaban la luz en las aldeas evacuadas, se subían a los postes. Recorrían las casas, las calles abandonadas. Siempre en las alturas, arriba.

De unos dos metros de estatura, con 90 kilos de peso, ¿quién podía matar a un hombre así? Durante mucho tiempo no sentimos miedo. [De pronto sonríe].

¡Oh, qué feliz fui entonces! Regresó. Lo vi de nuevo. La casa siempre era una fiesta cuando regresaba. Una fiesta. Tengo un camisón, largo, muy largo, precioso, y me lo ponía. Me gustaba la ropa cara, toda mi ropa es buena, pero esta camisa era especial. Era para los días de fiesta. Para nuestro primer día. Para la noche. Conocía todo su cuerpo, palmo a palmo, y lo besaba todo. A veces hasta soñaba ser una parte de su cuerpo, tan inseparables éramos.

Sin él me sentía sola, me dolía físicamente su ausencia. Cuando nos separábamos, durante un tiempo yo perdía el sentido de la orientación: dónde estaba, en qué calle me encontraba, qué hora era… Perdía la noción del tiempo.

Regresó ya con los ganglios linfáticos del cuello inflamados. Lo descubrí con los labios, eran unos bultos pequeños. Pero le dije:

—¿Se los enseñarás al médico?

Él me tranquilizó:

—Ya pasará.

—¿Cómo te ha ido allí, en Chernóbil?

—Un trabajo como cualquier otro.

No hubo ni fanfarronería ni pánico en sus palabras.

Una cosa sí le saqué: «La cosa era igual que aquí». En el comedor, donde les daban de comer, en la planta baja, donde se atendía a la tropa, servían fideos, conservas… Pero en el primer piso, donde estaban los jefes, había fruta, vino tinto, agua mineral. Manteles limpios. Y cada uno tenía su dosímetro. En cambio a ellos, ni uno para toda la brigada.

Recuerdo el mar. Nos dio tiempo a ir de vacaciones al mar. Lo recuerdo: había tanto mar como cielo, estaba por todas partes. Mi amiga y su marido también vinieron. Ellos también vinieron con nosotros. Y ella lo recordaba así: «El mar estaba sucio. Todo el mundo tenía miedo de agarrar el cólera». Algo parecido se había escrito en los periódicos. Pero yo lo recuerdo de otro modo. Envuelto en una luz brillante. Recuerdo que el mar estaba por todas partes, como el cielo, que era azul, azul. Y él a mi lado.

Yo he nacido para el amor. Para un amor feliz. En la escuela, las chicas soñaban en su futuro, unas en ir a la universidad, otras, en viajar a unas obras del komsomol. Yo, en cambio, lo que quería era casarme. Amar apasionadamente a alguien, como Natasha Rostova. ¡Solo amar! Pero no se lo podía confesar a nadie, porque en aquel tiempo, lo debe usted recordar, nos permitían pensar solo en las construcciones del komsomol. Esto es lo que nos inculcaban. La gente ansiaba ir a Siberia, a la espesura infranqueable de la taiga. Se cantaba, recuerde: «Tras la niebla y el olor de la taiga».

No pude entrar el primer año en la facultad, no conseguí los puntos suficientes, y me fui a trabajar a una central telefónica. Allí es donde nos conocimos. Yo estaba de guardia. Fui yo quien lo atrapé, le dije: «¡Cásate conmigo! ¡Te quiero tanto!». Me enamoré de él hasta los tuétanos. Un chico tan guapo. Y me sentía como quien vuela. Fui yo quien se lo pedí: «Cásate conmigo». [Sonríe].

De vez en cuando me pongo a pensar y busco los más diversos consuelos: quién sabe, a lo mejor la muerte no significa el final de todo, puede que él tan solo haya cambiado de forma y ahora está en el otro mundo. En algún lugar cercano. Trabajo en una biblioteca, leo muchos libros, me encuentro con las personas más diversas. Y me entran ganas de hablar sobre la muerte. De comprender. Busco un consuelo. Lo busco leyendo periódicos, libros. Voy al teatro, si la obra trata de esto, sobre la muerte. Me duele físicamente su ausencia, no puedo estar sola.

Él no quería ir al médico. «No noto nada. No me duele nada». Y entretanto los ganglios linfáticos ya tenían el tamaño de un huevo de gallina. Le metí a la fuerza en un coche y lo llevé a la clínica. Lo mandaron al oncólogo. Un médico lo examinó, llamó a otro. «Mira, otro de Chernóbil». Y ya no lo dejaron marchar.

A la semana le operaron: le extirparon por completo la glándula tiroides, la laringe y se lo cambiaron todo por unos tubos. Sí. [Guarda silencio].

Sí. Ahora sé que aquellos aún eran tiempos felices. ¡Dios santo! A qué bobadas me dedicaba: iba de tiendas, compraba regalos a los médicos: cajas de bombones, licores de importación. Chocolate para las enfermeras. Ellos lo aceptaban. Y él, en cambio, se reía de mí: «A ver si lo comprendes; los médicos no son dioses. Aquí hay quimioterapia y radioterapia para todos. Me la harán sin tus bombones». Yo, sin embargo, me iba a la otra punta de la ciudad para comprar un pastel inencontrable o un perfume francés. Todo eso entonces solo se conseguía a través de amistades, bajo mano.

Antes de regresar a casa —¡volvíamos a casa!, ¡a casa!— me entregaron una jeringa especial, me enseñaron cómo usarla. Tenía que alimentarlo con aquella jeringa. Aprendí a hacerlo todo. Le cocinaba cuatro veces al día algo fresco, tenía que ser sin falta algo fresco, lo pasaba todo por la trituradora, lo colaba con un cedazo y luego lo introducía en la jeringa. Pinchaba uno de los tubos, el más gordo, que iba al estómago. Pero él dejó de notar los olores, de distinguirlos. Yo le preguntaba: «¿Está bueno?». Y él no sabía qué contestarme.

Pero, de todos modos, nos escapamos varias veces al cine. Y allí nos besábamos. Estábamos suspendidos de un hilillo finito, finito, y, sin embargo, nos parecía que de nuevo nos hallábamos a salvo, asidos a la vida. Hacíamos lo posible por no hablar de Chernóbil. No recordarlo. Tema prohibido. No dejaba que él respondiera al teléfono. Lo agarraba antes que él. Sus compañeros iban muriendo uno tras otro. Tema prohibido.

Pero una mañana lo despierto, le acerco el batín, y él que no se puede levantar. Ni puede decir nada. Dejó de hablar. Y los ojos, grandes como platos. Entonces fue cuando se asustó de verdad. Sí. [Calla de nuevo].

Aún nos quedaba un año. Todo aquel año se estuvo muriendo. Cada día se encontraba peor y peor, y ya sabía que sus compañeros también se estaban muriendo. Porque, además, vivíamos con esto. Con esta espera.

Decían que era Chernóbil; escribían que era por Chernóbil. Pero nadie sabía qué era aquello. Ahora aquí todo es diferente: nacemos de otro modo y morimos de otra manera. Diferente a todos los demás. Usted me preguntará, ¿cómo se muere después de Chernóbil? Un hombre al que amaba, al que quería de una manera que no habría podido ser mayor si lo hubiera parido yo misma, y este hombre se convertía ante mis ojos en… en un monstruo.

Le extirparon los ganglios, y como ya no los tenía, se trastocó toda la circulación; hasta la nariz se le movió, creció al triple de su tamaño; los ojos parecían otros, se le desplazaron a los lados, apareció en ellos un brillo desconocido y una expresión como si no fuera él, sino otro el que mirara desde allí. Luego un ojo se le cerró por completo.

¿Y a mí, en cambio, qué es lo que me asustaba? Lo único que quería yo es que no se viera a sí mismo. Que no se acordara de cómo era. Pero empezó a pedirme…, a pedirme con las manos que le trajera un espejo. Yo hacía como que me iba a la cocina, como si se me hubiera olvidado, o me inventaba alguna otra excusa. Así lo engañé un par de días, pero al tercero me escribió en una libreta con letras grandes y con tres signos de exclamación:

«¡¡¡Dame un espejo!!!».

Ya usábamos un cuaderno de notas, una pluma, un lápiz. Nos comunicábamos de esta manera, porque ya no podía hablar ni en susurros, ni siquiera le salía un susurro. Completamente mudo se quedó. Pero yo me fui corriendo a la cocina y me puse a dar golpes a las cazuelas. Como si no lo hubiera leído, como si no me hubiera enterado. Pero me escribió otra vez:

«¡¡¡Dame un espejo!!!», con todos esos signos de exclamación.

De modo que le llevé el espejo, el más pequeño que tenía. Y él, cuando se vio, se agarró de la cabeza y, fuera de sí, empezó a doblarse una y otra vez sobre la cama. Yo lo intentaba consolar como podía.

«Te pondrás mejor y nos iremos los dos a alguna aldea abandonada. Nos compraremos una casa y viviremos allí, si no quieres vivir en la ciudad, donde hay mucha gente. Allí estaremos solos».

Y no le mentía, porque me habría ido con él adonde fuera con tal de que siguiera con vida; el resto no importaba. Solo era él y nada más. No le mentía.

No me acuerdo de todo aquello sobre lo que me quería callar. Aunque hubo de todo. Me he asomado tan lejos, hasta es posible que más allá de la muerte. [Se detiene].

Yo tenía dieciséis años cuando nos conocimos, él era siete años mayor que yo. Estuvimos saliendo dos años. A mí hay un lugar de Minsk que me encanta, está en el barrio de Correos, en la calle Volodarski. Allí, bajo el reloj, nos citábamos. Yo vivía junto a la fábrica textil y tomaba el trolebús número cinco, que no paraba justo frente a Correos, sino que seguía un poco más allá, hasta la tienda Ropa para niños. Avanzaba hasta la curva más lentamente, que era justo lo que yo quería. Yo casi siempre llegaba un poco tarde, para pasar en el trolebús junto a él y verlo a través de la ventanilla y quedarme pasmada una vez más de aquel muchacho tan guapo que me estaba esperando. Durante aquellos dos años no me daba cuenta de nada, ni del invierno, ni del verano. Él me llevaba a conciertos. A oír a Edita Pieja, mi cantante preferida.

No íbamos a bailar, no íbamos a la glorieta de baile, él no sabía bailar. Nos besábamos, solo nos besábamos. Él me llamaba «mi pequeña».

El día de mi cumpleaños, otra vez el día del cumpleaños. Es extraño, pero las cosas más importantes de mi vida me han ocurrido en esta fecha. Para no creer luego en el destino. Me encuentro bajo el reloj, hemos quedado a las cinco, pero él no llega. A las seis, disgustada, llorando, me dirijo a la parada, atravieso la calle, miro hacia atrás y, como si lo presintiera, lo veo que corre hacia mí atravesando en rojo, en ropa de trabajo, con botas. No le habían dejado salir antes del trabajo. Así es como me gustaba más: en ropa de caza, con el chaquetón; todo le quedaba bien.

Nos dirigimos a su casa, allí se cambió y decidimos celebrar mi cumpleaños en un restaurante. Pero no llegamos a tiempo al restaurante, ya era de noche, no había mesas libres y untar al conserje con un billete de cinco o de diez rublos (de los de entonces) era algo que ni él ni yo sabíamos hacer. Entonces me propuso una idea brillante:

—Vamos a una tienda —exclamó de pronto—, compramos una botella de champán y un surtido de pasteles, nos vamos al parque y allí lo celebraremos.

¡Bajo las estrellas, bajo el cielo! ¡Así era él! Y en un banco del parque Gorki nos quedamos hasta el amanecer.

No he tenido otro cumpleaños como aquel. Fue entonces cuando le dije:

—¡Cásate conmigo! ¡Te quiero tanto!

Él se echó a reír:

—Aún eres pequeña.

Pero al día siguiente llevamos los papeles al registro civil.

¡Oh, qué feliz era! No cambiaría nada de mi vida, aunque me lo hubiera advertido alguien de arriba, de las estrellas. Una señal del cielo.

El día de la boda él no podía encontrar su pasaporte, revolvimos toda la casa, no lo encontrábamos. Nos inscribieron en el registro en un papel.

—Hija, esto es mala señal —me decía mi madre llorando.

Luego su pasaporte apareció en unos viejos pantalones, escondidos en el desván.

¡El amor! Yo ni siquiera lo llamaría amor, sino un largo enamoramiento. Cómo bailaba por la mañana delante del espejo. ¡Soy hermosa, soy joven y él me ama! Ahora empiezo a olvidar mi cara, la cara que tenía cuando estaba con él. Ya no veo esa cara en el espejo.

¿Es posible hablar de eso, decirlo con palabras? Hay secretos. Hasta hoy no comprendo qué era aquello. Hasta nuestro último mes. Me llamaba por las noches. Tenía deseos. Me amaba con más intensidad que antes. Durante el día, cuando lo miraba, no me creía lo que pasaba por la noche. No queríamos separarnos. Lo abrazaba, lo cubría de caricias.

En aquellos momentos recordaba las cosas más alegres. Más felices. Como cuando llegó de Kamchatka con barba; allí se dejó crecer la barba. Mi cumpleaños en el parque sobre el banco. «¡Cásate conmigo!».

¿Vale la pena hablar de esto? ¿Se puede? Yo misma me prestaba, como un hombre con una mujer. ¿Qué podía darle, aparte de las medicinas? ¿Qué esperanza? Él no quería morir. Estaba convencido de que mi amor lo salvaría. ¡Un amor tan grande! Solo a mi madre no le decía nada. No me hubiera comprendido. Me hubiera criticado. Maldecido. Porque aquello no era un cáncer de los corrientes, una enfermedad a la que también todos temen, sino de Chernóbil, que es aún más terrible.

Los médicos me explicaron que si las metástasis hubieran atacado el interior del organismo, habría muerto rápidamente, pero se extendieron por fuera. Por el cuerpo. Por la cara. Le empezó a crecer algo negro. No se sabe cómo, le desapareció la barbilla, desapareció el cuello, la lengua se salió afuera. Se le reventaban los vasos, empezaron las hemorragias. «¡Oh —gritaba yo—, más sangre!». Del cuello, de las mejillas, de los oídos… En todas direcciones. Le traía agua fría, le aplicaba paños… No ayudaban. Era algo horroroso. Toda la almohada cubierta. Le colocaba una palangana, del baño. Le salía la sangre a chorros que caían como cuando se ordeña. Ese sonido. Tan suave, tan campesino. Hasta hoy lo oigo por la noche.

Mientras se mantuvo consciente, hacía sonar las palmas: era nuestra señal convenida. «¡Llama! Pide una ambulancia». Él no quería morir. Tenía cuarenta y cinco años.

Llamo a la ambulancia, pero los chicos ya nos conocen, no quieren venir. «No podemos ayudar en nada a su marido». ¡Aunque sea una inyección! Algún narcótico. Se lo pondré yo misma. He aprendido a poner inyecciones, pero la inyección se queda en un morado y no se deshace.

Una vez logré que me atendieran. Llegó un coche de urgencias. Un médico joven. Se acercó a él y de pronto se tiró hacia atrás, retrocediendo más y más.

—Dígame —me preguntó—, ¿no será por casualidad uno de los de Chernóbil? ¿No será de aquellos que han estado allí?

—Así es —le contesté.

Entonces él me gritó y no le exagero:

—¡Por el amor Dios, querida, que esto se acabe cuanto antes! ¡Lo antes posible! ¡He visto cómo muere la gente de Chernóbil!

Y, mientras tanto, mi marido que lo oye todo, estaba consciente. Menos mal que aún no sabe, no adivina que él es el único que queda de su brigada. El último.

En otra ocasión nos mandaron una enfermera de la clínica. Pues bien, la mujer se quedó en el pasillo, ni siquiera entró en el piso. «¡Oh, no puedo!».

¿Y yo sí que puedo? Yo lo puedo todo. ¿Qué más me puedo inventar? ¿Dónde puedo encontrar una salvación? Él grita. Le duele. Se pasa el día gritando.

Entonces encontré una salida: le echaba a través de la inyección una botella de vodka. Así dejaría de sufrir. Perdería el mundo de vista. No se me ocurrió a mí, me lo dijeron otras mujeres. Con la misma desgracia.

Llegaba su madre y me decía: «¿Por qué lo has dejado ir a Chernóbil? ¿Cómo has podido?». Aunque a mí ni se me pasó por la cabeza que no debía dejarlo ir, como a él seguramente tampoco que podía no haber ido. Porque era otra época, como si fuera en tiempos de guerra. Y nosotros éramos otros.

Una vez le pregunto: «¿Y ahora no te arrepientes de haber ido?». Y él mueve la cabeza diciendo: «No».

Y en el cuaderno escribe: «Cuando muera, vendes el coche, las ruedas de repuesto, y no te cases con Tolia». (Su hermano). Yo le gustaba a Tolia.

Yo sé secretos. Estoy sentada a su lado. Él duerme. Tiene un pelo tan bonito. De modo que cogí y le corté un mechón. Él abre los ojos, mira lo que tengo en las manos y sonríe.

De él me ha quedado su reloj, el carné militar y la medalla de Chernóbil. [Tras un silencio].

¡Oh, qué feliz era! En el hospital de la maternidad, me acuerdo de que antes de dar a luz me pasaba los días esperándolo, miraba por la ventana. No entendía nada de lo que me pasaba: ¿Qué será de mí? ¿Dónde estoy? Lo único que quería era verlo. No podía dejar de mirarlo, como si presintiera que todo esto pronto se iba a acabar.

Por la mañana le daba de comer y miraba extasiada cómo comía. Cómo se afeitaba. Cómo iba por la calle. Soy una buena bibliotecaria, pero no entiendo cómo alguien puede querer apasionadamente un trabajo. Yo solo lo quería a él. A él solo. Y no puedo vivir sin él. Grito por las noches. Grito a la almohada, para que no me oigan los niños.

Ni por un instante me imaginaba que nos separaríamos. Que… Ya lo sabía pero no me lo creía. Mi madre… Su hermano… Me decían, me insinuaban… Los médicos, me decían, me aconsejaban que lo llevase a… En una palabra, que en las afueras de Minsk había un hospital especial donde antes iba a morir gente como él, desahuciada. Los «afganos». Sin brazos, sin piernas. Y que ahora llevaban allí a los de Chernóbil. Me intentaban convencer de que así sería mejor, que los médicos estarían siempre a su lado. Me negué, no quise ni oír hablar del asunto. Pero entonces lo convencieron a él y él me lo imploraba: «Llévame allí. No te martirices».

Yo, en cambio, unas veces pido la baja, otras solicito permiso en el trabajo por mi cuenta, porque no está permitido. Por ley solo te dan la baja si has de cuidar a un hijo enfermo, y las vacaciones por tu cuenta, que no eran de más de un mes.

El caso es que llenó toda nuestra libreta con sus ruegos. Me obligó a prometerle que lo llevaría allí.

Fui a ver aquello en coche con su hermano. En las afueras de una aldea, Grebionka se llamaba, se levantaba una gran casa de madera, el pozo hecho una ruina. El lavabo, en la calle. Andaban por ahí unas viejecitas todas de negro. Religiosas. Ni siquiera bajé del coche. Ni entré en la casa.

Por la noche le digo entre besos: «¿Cómo me has podido pedir una cosa así? ¡Esto no ocurrirá nunca! ¡Nunca haré eso! ¡Nunca!».

Y no paraba de besarlo todo.

Lo más horrible fueron las últimas semanas. Hacíamos pipí durante media hora en un bote de medio litro. No levantaba la vista. Le daba vergüenza.

—Pero ¿cómo puedes pensar esto? —le digo con un beso.

El último día, de pronto, en un instante, ocurrió que abrió los ojos, se sentó, sonrió y dijo: «¡Valia!». Me quedé muda de felicidad. De oír su voz.

Murió solo. Los hombres mueren solos.

Un día me llamaron de su trabajo: «Le llevaremos un diploma». Yo le pregunté: «Quieren venir a verte tus compañeros.

Para entregarte un diploma». Y él que mueve la cabeza: «¡No, no!». Pero lo fueron a ver. Le llevaron algo de dinero, un diploma en una carpeta roja con la foto de Lenin.

Cuando la recogí pensé: «¿Por qué razón se está muriendo? En los periódicos escriben que no solo es Chernóbil, sino que es el comunismo que ha saltado por los aires. La vida soviética se había acabado. Y, en cambio, el perfil que aparecía en la carpeta seguía siendo el mismo».

Los muchachos quisieron decirle algunas palabras agradables, pero él se cubrió con la manta, solo asomaba el pelo. Se estuvieron un rato junto a él y luego se fueron. Él ya tenía miedo de la gente. Solo a mí no me tenía miedo. Pero el hombre muere solo. Yo lo llamaba, pero él ya no abría los ojos. Solo respiraba.

Cuando lo enterraron, le tapé la cara con dos pañuelos. Si alguien me pedía verlo, los levantaba. Una mujer se desmayó. Aunque en un tiempo estuvo enamorada de él, yo tenía celos de ella.

—Deja que lo vea por última vez.

—Mira.

No le he contado que cuando murió nadie quería acercarse a él, la gente le tenía miedo. Pero a los parientes no les está permitido lavarlo, ni vestirlo. Según nuestras costumbres eslavas. De modo que trajeron de la morgue a dos sanitarios. Los chicos pidieron vodka.

—Hemos visto de todo —me confesaron—: gente hecha trizas, con cortes, cadáveres de niños después de un incendio. Pero es la primera vez que vemos algo así.

[Se queda callada].

Ya había muerto, pero seguía caliente, caliente. No se lo podía tocar.

Paré los relojes de la casa. Eran las siete de la mañana. En casa, los relojes siguen parados hasta hoy, no se ponen en marcha. Los relojeros a los que llamamos se quedaban sin saber qué hacer: «Esto no es un problema mecánico, ni físico, esto es metafísica».

Los primeros días… sin él… Dormí dos días seguidos. No podían despertarme. Me levantaba, tomaba agua, ni siquiera comía, y otra vez caía en la cama. Ahora me resulta extraño. Es inexplicable cómo me pude dormir.

A mi amiga, cuando se le estaba muriendo el marido, este le tiraba los platos. Lloraba. No soportaba que ella fuera tan joven, tan guapa.

En cambio, el mío me miraba, no paraba de mirarme. Un día apuntó en nuestra libreta: «Cuando me muera, quema mis restos. Quiero que no me tengas miedo».

¿Por qué lo decidió así? Es cierto que corrían voces de que los de Chernóbil hasta después de muertos despedían luz. Por las noches sobre las tumbas se ven luces. Yo misma he leído que las tumbas de los bomberos de Chernóbil, que murieron en Moscú y que están enterrados allí, en el cementerio de Mítino, la gente las evita, no coloca a sus muertos cerca de ellos. Los muertos temen a los muertos, ya sin hablar de los vivos.

Porque nadie sabe qué es eso de Chernóbil. Solo hay conjeturas. Presentimientos. Él se trajo de Chernóbil un traje blanco con el que estuvo trabajando. Unos pantalones, la chaqueta de trabajo. Pues bien, el traje ese se pasó guardado en el altillo hasta su muerte. Luego mi madre decidió que había que tirar todas sus cosas. Estaba asustada. Yo en cambio hasta aquel traje lo guardé. Una criminal es lo que era. Había niños en casa. Un hijo y una hija. Llevamos sus cosas fuera de la ciudad y las enterramos.

He leído muchos libros, vivo entre libros, pero no puedo explicarme nada.

Trajeron una pequeña urna. No daba miedo; toqué lo que había dentro con las manos y había algunas cosas pequeñas, como conchas en la orilla del mar, en la arena; eran los huesos del coxis.

Hasta entonces no toqué sus cosas. No lo oía, no lo sentía, pero entonces se diría que lo abracé.

Por la noche, recuerdo, él ya ha muerto, y yo estoy sentada a su lado. Y de pronto veo cómo sale como una voluta de humo. La segunda vez que vi este humo yo me encontraba junto a él en el crematorio. Era su alma. Nadie la vio, solo yo. Tuve la sensación de que nos veíamos una vez más.

¡Oh, qué feliz había sido!, ¡qué feliz! Él se marchaba de viaje de trabajo. Y yo contaba los días y las horas para nuestro encuentro. ¡Los segundos! Físicamente no puedo vivir sin él. ¡No puedo! [Se tapa la cara con las manos].

Recuerdo que… Una vez que fuimos a casa de su hermana en el pueblo, por la noche ella me dice, mostrándome una habitación: «A ti te he puesto la cama en aquel cuarto y a él en este». Nos miramos los dos el uno al otro y nos echamos a reír. Ni siquiera se nos pasaba por la cabeza que podíamos dormir separados, en habitaciones diferentes. Solo juntos. Yo no puedo sin él. ¡No puedo!

Muchos me han pedido la mano. Su hermano me pidió la mano. Se parecen tanto. La altura. Los andares. Pero tengo la sensación de que si alguien que no sea él me toca siquiera me pondré a llorar sin parar. No podré parar de llorar.

¿Quién me lo ha quitado? ¿Con qué derecho? Nos trajeron una orden de alistamiento con una franja roja, el 19 de octubre de 1986.

[Me trae el álbum de fotos. Me enseña fotos de la boda. Y cuando ya quiero despedirme, ella me para].

¿Cómo voy a vivir en adelante? No se lo he contado todo. No hasta el final. He sido feliz. Hasta la locura. Tal vez no valga la pena poner mi nombre. Hay secretos que… Las oraciones se rezan en silencio. En un susurro, para uno mismo. [Calla]. No, dé usted mi nombre. Para que lo oiga Dios.

Quiero saber. Quiero comprender, ¿para qué se nos mandan semejantes sufrimientos? ¿Por qué? Al principio tenía la impresión de que después de todo aquello me aparecería algo negro en la mirada, algo ajeno. Que no lo soportaría. ¿Qué me ha salvado? ¿Qué me ha arrojado de nuevo a la vida?

Me ha devuelto a la vida mi hijo. Tengo otro hijo. Un primer hijo suyo. Hace tiempo que está enfermo. Ha crecido, pero ve el mundo con ojos de un niño. Con los ojos de un niño de cinco años. Ahora quiero estar con él. Sueño con cambiar de casa e irme a vivir más cerca de él, a Novinki. Allí está nuestra clínica psiquiátrica. Ha pasado toda su vida allí. Este ha sido el veredicto de los médicos: para que siga con vida debe estar allí.

Viajo cada día a verlo. Y él me recibe diciendo: «¿Dónde está papá Misha? ¿Cuándo vendrá?».

¿Quién más me va a preguntar eso? Él lo espera.

Lo esperaremos juntos. Yo rezaré mi plegaria de Chernóbil. Y él… Él mirará al mundo con ojos de niño.

VALENTINA TIMOFÉYEVNA ANANASÉVICH, esposa de un liquidador

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