Voces de Chernóbil
Primera parte. La tierra de los muertos » Coro de soldados
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CORO DE SOLDADOS
Artiom Bajtiárov, soldado; Oleg Leóntievich Vorobéi, liquidador; Vasili Iósifovich Gusinóvich, conductor-explorador; Guenadi Víktorovich Demeniov, miliciano; Vitali Borísovich Karbalévich, liquidador; Valentín Komkov, soldado y conductor; Eduard Borísovich Korotkov, piloto de helicóptero; Ígor Litvín, liquidador; Iván Alexándrovich Lukashuk, soldado; Alexandr Ivánovich Mijalévich, dosimetrista; Oleg Leonídovich Pávlov, capitán, piloto de helicóptero; Anatoli Borísovich Rybak, jefe de unidad de guardia; Víktor Sankó, soldado; Grigori Nikoláyevich Jvórost, liquidador; Alexandr Vasílevich Shinkévich, miliciano; Vladímir Petróvich Shved, capitán, y Alexandr Mijáilovich Yasinski, miliciano.
Nuestro regimiento se puso en marcha a la primera señal de alarma. Viajamos mucho tiempo. Nadie nos decía nada concreto. Solo en Moscú, en la estación de Bielorrusia, nos informaron de adónde nos llevaban. Un muchacho, creo que de Leningrado, protestó: «Quiero vivir». Lo amenazaron con llevarlo ante el tribunal militar. Así lo dijo el capitán ante la formación: «O a prisión o al paredón».
Yo experimentaba otros sentimientos. Completamente al revés. Quería hacer algo heroico. Poner a prueba mi carácter. ¿Puede que fuera una reacción infantil? Pero gente como yo resultamos ser la mayoría, y en nuestra unidad servían chicos de toda la Unión Soviética. Rusos, ucranianos, kazajos, armenios… Nos sentíamos alarmados y, por alguna razón, alegres.
De modo que nos trajeron aquí. Llegamos a la central misma. Nos dieron una bata blanca y un gorrito blanco. Una mascarilla de gasa. Limpiamos el territorio. Un día trabajábamos abajo escarbando y arrancando restos, y otro arriba, sobre el techo del reactor. En todas partes con una pala. A los que se subían al techo, los llamaban «cigüeñas». Los robots no lo aguantaban; las máquinas se volvían locas. Nosotros, en cambio, trabajábamos. Sucedía que te brotaba sangre de los oídos, de la nariz. Te picaba la garganta. Te lloraban los ojos. Te llegaba un ruido constante y monótono a los oídos. Tenías ganas de beber, pero no tenías apetito. Se había prohibido la gimnasia matutina, para no respirar radiactividad en vano. Y marchábamos al trabajo en camiones descubiertos.
Pero trabajábamos bien. Y nos sentíamos muy orgullosos de ello.
Llegamos al lugar. Había una señal de ZONA PROHIBIDA. Yo no he estado en la guerra, pero tenía la sensación de vivir algo parecido. Algo que te brotaba de alguna parte de la memoria. ¿De dónde? Algo relacionado con la muerte.
Por los caminos nos encontrábamos perros asilvestrados y gatos. A veces se comportaban de manera extraña, no reconocían a los hombres, huían de nosotros. Yo no llegaba a comprender qué les pasaba, hasta que nos ordenaron que disparáramos contra ellos. Las casas selladas; la maquinaria abandonada… Era curioso ver aquello. No había nadie, solo nosotros, los milicianos, de patrulla.
Entras en una casa, ves las fotos que cuelgan, pero ni un alma. Los documentos tirados por el suelo: carnés del komsomol, carnés de identidad, diplomas de honor… De una casa nos llevamos prestado el televisor por un tiempo, en alquiler; pero no he notado que nadie se llevara nada a casa.
En primer lugar, tenías la impresión de que la gente iba a regresar de un momento a otro. Y en segundo lugar, era algo que tenía que ver con la muerte.
Algunos se acercaban hasta el bloque, al lado mismo del reactor. Para fotografiarnos. Queríamos fanfarronear en casa. Había miedo y a la vez una curiosidad insuperable: ¿Qué será eso? Yo, por ejemplo, no quise ir, tengo la mujer joven, no me arriesgué; en cambio otros se echaban dentro 200 gramos de vodka y se iban para allá. Ya ve… [Tras un silencio]. Regresamos con vida. O sea que todo en orden.
Empezaba una nueva guardia. Patrullábamos la zona. Una luna clara. Se diría que un enorme farol colgado.
La calle de un pueblo. Ni un alma. Al principio, aún se veía luz en las casas, luego cortaron la corriente.
Pasamos con el coche por un pueblo y delante de la puerta de una escuela se nos cruza corriendo un jabalí. O ves un zorro. En las escuelas, en los clubes de los pueblos, vivían animales salvajes. Los carteles aún colgados: NUESTRA META ES LA FELICIDAD DE TODA LA HUMANIDAD, EL PROLETARIADO MUNDIAL VENCERÁ, LAS IDEAS DE LENIN VIVIRÁN ETERNAMENTE… En las oficinas de los koljoses veías las banderas rojas, banderines que parecían recién estrenados, montones de diplomas con los perfiles de los líderes. En las paredes, imágenes de los líderes; sobre las mesas, los líderes en estatuas de yeso. En todas partes monumentos militares. No me encontré con otros monumentos. Un cementerio en el campo. Casas levantadas de cualquier manera, establos grises de hormigón, talleres para tractores. Y, de nuevo, pequeños y grandes «Túmulos de la gloria». «¿Y esto es nuestra vida? —me preguntaba yo mirando todo con nuevos ojos—. ¿Esto había sido nuestra vida?». Como si una tribu guerrera hubiera levantado su campamento provisional… Y se hubiera marchado no sé adónde.
Chernóbil hizo que me explotara la sesera. Y empecé a pensar.
Una casa abandonada. Cerrada. Un gatito en la ventana. Pensé que era de barro. Me acerco y está vivo. Se había comido todas las flores de los tiestos. Los geranios. ¿Cómo llegó hasta allí? ¿O se lo olvidaron?
En la puerta, una nota: «Querido buen hombre de paso: no busques objetos de valor. No los hay ni los hemos tenido. Haz uso de todo, pero no lo destroces. Regresaremos». En otras casas he visto inscripciones con pintura de diferentes colores: «Perdónanos, querida casa nuestra». Se despedían de la casa como de una persona. Escribían: «Nos vamos por la mañana», o «Nos vamos por la tarde», anotaban la fecha, incluso la hora y los minutos. Notas con letra infantil sobre hojas de cuadernos escolares. «No maltrates al gato. Las ratas se lo comerán todo». O: «No mates a nuestra Zhulka. Es buena». [Cierra los ojos].
Lo he olvidado todo. Solo recuerdo que estuve allí, pero no me acuerdo de nada más. Lo he olvidado todo. A los tres años de haberme licenciado, no sé qué me pasó con la memoria. Ni los médicos se lo explicaban. No puedo contar el dinero, pierdo la cuenta. Voy de un hospital a otro.
¿Se lo he contado ya o no? Te acercas a una casa y piensas: está vacía. Abres la puerta y ves sentado un gato… Bueno, y esas notas de los niños…
Nos alistaron. Y las órdenes eran las siguientes: no permitir el paso a las aldeas desalojadas a los habitantes locales. Nos apostábamos en barreras cerca de los caminos, construíamos refugios, torres de vigilancia. Nos llamaban, Dios sabe por qué, «guerrilleros». Eran tiempos de paz. Y nosotros, en cambio, de guardia. Con uniforme militar. Los campesinos no comprendían por qué, por ejemplo, no se podían llevar de su casa un balde, un jarro, la sierra o el hacha. Labrar las huertas. ¿Cómo poder explicárselo? Y lo cierto es que, a un lado del camino, se encontraban los soldados, sin dejar pasar a nadie, y al otro pacían las vacas, rugían las cosechadoras, trillando grano.
Ves a unas mujeres en corro que lloran: «Chicos, dejadnos pasar. ¿No veis que es nuestra tierra. Nuestras casas?». Y nos traen huevos, tocino, «samogón»[21]… Lloraban por su tierra envenenada. Por sus muebles. Sus cosas.
Ese era nuestro cometido: no dejarlas pasar. Una mujer con un cesto de huevos: a confiscarlos y a enterrarlos. Ha ordeñado una vaca y lleva la leche en el cubo, y a su lado va un soldado para enterrar la leche. Que habían sacado a escondidas unas patatas, pues a quitárselas. Lo mismo con la remolacha, la cebolla, la calabaza. A enterrarlo todo.
Lo bueno es que todo había crecido como nunca, de manera asombrosa. ¡Qué hermosura alrededor! El otoño dorado.
Todos tenían caras de locos. Ellos y nosotros.
En cambio, en los periódicos se lanzaban vivas a nuestro heroísmo. Qué muchachos más valientes que éramos. Komsomoles, ¡voluntarios!
Pero ¿quiénes éramos en realidad? ¿Qué hacíamos? Me gustaría saberlo. Leerlo en alguna parte. Y eso que yo mismo estuve allí.
Yo soy hombre de armas; a mí me dan una orden y yo la cumplo. He prestado juramento. Pero esto no es todo. También hubo actos heroicos. Se nos educaba con ese fin. Y se animaba a ello ya desde la escuela. También los padres. Intervenían a propósito consejeros políticos. La radio, la televisión. Cada uno reaccionaba de manera diferente: unos querían que les hicieran entrevistas, salir en los periódicos. Para otros se trataba de un trabajo más, y unos terceros… Yo me vi con unos y con otros, y puedo decir que estos hombres vivían con el sentimiento de que estaban realizando un acto heroico. Estaban escribiendo la historia. Nos pagaban bien, pero el tema del dinero parecía no plantearse. Mi sueldo es de 400 rublos, y allí cobraba 1000 (rublos soviéticos, de los de entonces). Para aquellos tiempos era mucho dinero. Luego nos lo echaron en cara: «Allí, recogiendo el dinero a espuertas, y ahora que habéis vuelto, que si coches, que si muebles sin hacer cola». Duele, está claro. Porque aquello también fue algo heroico.
Antes de viajar allí me invadió el miedo. Por poco tiempo. Pero allí el miedo se esfumaba. Si hubiera podido ver ese miedo… Órdenes. Trabajo. Tareas. Yo tenía ganas de ver el reactor desde arriba, desde un helicóptero: ¿qué es lo que había pasado allí en realidad? ¿Cómo se veía aquello? Pero estaba prohibido.
En la tarjeta me han apuntado 21 roentgen, pero no estoy convencido de que esto sea así. El principio era de lo más simple: llegas de un vuelo al centro del distrito de Chernóbil (por cierto, es una ciudad pequeñita, nada que ver con algo grandioso, como me lo imaginaba yo), y allí está el dosimetrista; el hombre realizaba las medidas del umbral a diez o quince kilómetros de la central. Estas mediciones se multiplicaban luego por la cantidad de horas que volábamos al día. Pero yo de allí me dirigía con el helicóptero al reactor: ida y vuelta, el pasillo en las dos direcciones, y un día allí subía a 80 roentgen, y al siguiente alcanzaba los 120. Por la noche me pasaba dos horas dando vueltas por encima del reactor. Realizábamos filmaciones de rayos infrarrojos: se decía que así se detectaban los trozos del grafito diseminado. Durante el día no se los podía ver.
He hablado con científicos. Uno decía: «Podría hasta lamer este helicóptero suyo y no me pasaría nada». Y otro: «Pero, chavales, ¿qué hacéis sin trajes de protección? ¿O es que queréis dejaros aquí la vida? ¡Cubríos el cuerpo! ¡El helicóptero! La salvación del náufrago está en manos del náufrago».
Nos cubrieron los asientos con planchas de plomo; nos recortaron unos chalecos de plomo, pero resulta que el plomo protege de unos rayos pero de otros no. A todos se nos pusieron las caras rojas, quemadas, no podíamos afeitarnos.
Volábamos de la mañana a la noche. No había en esto nada de fantástico. Era un trabajo. Un trabajo muy duro.
Por las noches veíamos la televisión, justamente por entonces se celebraba el campeonato mundial de fútbol. Y hablábamos, por supuesto, también de fútbol.
Empezamos a pararnos a pensar en aquello. Cómo se lo diría para no mentirle. Seguramente, pasados unos tres o cuatro años. Cuando te cuentan que si uno se ha puesto enfermo, que si otro… Te enteras de que aquel se ha muerto. De que otro se ha vuelto loco. Un tercero se ha suicidado. Entonces empezamos a preocuparnos. Pero creo que entenderemos algo de todo esto dentro de unos veinte o treinta años.
Y, sin embargo, el «Afgán[22]» (estuve allí dos años) y Chernóbil (aquí tres meses) son los períodos más importantes de mi vida.
A los padres no les dije nada de que me habían mandado a Chernóbil. Mi hermano compró por casualidad el periódico Izvestia y se encontró allí con mi retrato. Se lo llevó a mi madre y: «¡Aquí lo tienes, todo un héroe!». Mi madre se echó a llorar.
Marchábamos hacia la central. Y a nuestro encuentro avanzaban columnas de gente evacuada. Sacaban la maquinaria. El ganado. Día y noche. Eso en una situación de paz.
De modo que avanzábamos. Y durante el viaje, ¿sabe usted lo que yo veía? En los arcenes de la carretera… Bajo los rayos del sol… Un finísimo brillo. Brillaba algo cristalino. Unas partículas finísimas. Nos dirigíamos hacia Kalínkovichi, pasando por Mózir. Y había algo que reverberaba. Lo comentamos entre nosotros. Estábamos perplejos. En el campo, donde la gente estaba trabajando, enseguida descubrimos unos agujeros quemados en las hojas, sobre todo en las de los guindos. Recogíamos pepinos, tomates y en sus hojas descubríamos los agujeros. Lanzábamos maldiciones, pero nos los comíamos. Era otoño. Los arbustos de grosella estaban a reventar; las ramas de los manzanos se doblaban hasta el suelo. No había modo de vencer la tentación, está claro. Te comías una manzana…, aunque nos habían dicho que no se podía…, entre maldiciones, pero te las comías.
De modo que me fui para allá. Aunque podía no haber ido. Me presenté voluntario. Durante los primeros días no me encontré con nadie que se mostrara indiferente; eso fue luego, cuando apareció el vacío en los ojos, cuando la gente se empezó a acostumbrar. ¿Colgarte una medalla más? ¿Alguna ventaja? ¡Bobadas! Yo personalmente no necesitaba nada. Un piso, coche. ¿Qué más? Ah, una dacha… todo lo tenía ya.
Lo que funcionaba era la pasión por el riesgo. Allí van los hombres de verdad, a hacer algo de verdad. ¿Y el resto? Que se queden en sus casas, bajo las faldas de sus mujeres. Uno traía un certificado de que la mujer estaba a punto de parir, otro que si tenía un niño pequeño. El tercero, que le había salido una llaga. Era arriesgado, es verdad. Y peligrosa, la radiación, pero alguien lo tenía que hacer. ¿O no fueron nuestros padres a la guerra?
Luego regresamos a casa. Me quité de encima todo aquello, toda la ropa que llevaba, y la tiré a la basura. Pero la gorra se la regalé a mi hijo pequeño. Tanto me la pidió que… No se la quitaba para nada.
Al cabo de dos años, el diagnóstico fue tumor en el cerebro…
El resto lo acabará de escribir usted. No quiero seguir hablando.
Justo acababa de regresar de Afganistán. Quería hacer mi vida. Casarme. Me quería casar cuanto antes. Y, en eso, que me llega la orden de alistarme, era una nota con una franja roja: SERVICIO ESPECIAL. En el transcurso de una hora preséntese en la dirección señalada. Mi madre se puso a llorar al momento. Creyó que me llamaban de nuevo a la guerra.
¿Adónde nos llevaban? ¿Para qué? Había poca información. Que si había explotado un reactor. Bueno, ¿y qué? En Slutsk nos cambiaron la ropa; nuevo uniforme. Y allí descubrimos que nos mandaban al centro del distrito Jóiniki. Llegamos a Jóiniki; allí la gente aún no sabía nada. Ellos, como nosotros, era la primera vez que veían un dosímetro. Nos llevaron más lejos, a un pueblo, y allí se celebraba una boda: los jóvenes se besan, suena la música, beben samogón… Una boda normal y corriente. Y, en eso, que nos dan la orden de arrancar el suelo a la altura de la bayoneta. De talar los árboles.
Primero nos dieron armamento. Fusiles automáticos. En caso de que nos atacaran los estadounidenses… En las clases de formación política nos daban conferencias sobre los actos de sabotaje organizados por los servicios secretos occidentales. Sobre sus operaciones de distracción. Por la noche dejábamos nuestras armas en una tienda aparte. En una tienda en medio del campamento. Al mes se las llevaron. Nada de un comando terrorista. Sino roentgen… curios.
El 9 de mayo, el día de la Victoria, vino a visitarnos un general. Nos formaron, nos felicitaron con motivo de la fiesta. Y uno de la formación se atrevió a preguntar: «¿Por qué nos ocultan cuál es el grado de radiación? ¿Qué dosis recibimos?». Ya ve, hubo uno que se decidió a preguntar. Pues bien, cuando se fue el general, lo llamó el capitán de la unidad y le soltó una buena: «¡Eres un provocador! ¡Un alarmista!». Al cabo de un par de días, nos dieron una especie de máscaras antigás, pero nadie las usaba. Nos mostraron dos veces los dosímetros, pero no nos dejaron usarlos.
Cada tres meses nos dejaban ir a casa un par de días. Con un solo encargo: comprar vodka. Yo llegué a cargar dos mochilas llenas de botellas. Me recibieron llevándome en volandas.
Antes de volver a casa, nos llamaba a todos el tipo de la KGB, quien nos aconsejaba muy persuasivamente que no le contáramos a nadie lo que habíamos visto.
Al regresar del «Afgán» sabía que había sobrevivido. Pero en Chernóbil era del todo al revés: eso te mataría justo cuando ya hubieras regresado a casa.
He regresado. Pero resulta que todo acaba justo de comenzar.
¿De qué me acuerdo? ¿Qué se me ha grabado en la memoria?
Me pasaba el día yendo en coche de una aldea a otra. Con los dosímetros. Y ni una sola mujer me ofreció una manzana siquiera.
Los hombres pasaban menos miedo; te traían samogón, tocino… Y te invitaban: «Vamos a comer». Por un lado, te resultaba incómodo negarte, pero, por otro, comer cesio puro tampoco daba mucha alegría. De modo que tomabas un trago y dejabas la comida.
En una aldea, a pesar de todo, lograron sentarme a la mesa. Había cordero asado. El dueño, cuando ya estaba borracho, me confesó: «Era un cordero joven. Pero lo tuve que matar porque no podía ni mirarlo. ¡Valiente monstruo! Hasta me da no sé qué comerlo». Después de aquellas palabras, me eché un latigazo de samogón que ni le cuento.
Han pasado diez años. Hasta parecería que aquello no había sucedido; si no fuera por la enfermedad, me habría olvidado.
¡Servir a la Patria! ¡Servir a la Patria es un deber sagrado! Me entregaron una muda, calcetines, botas, galones, una gorra, pantalones, chaqueta, cinto, mochila y ¡en marcha! Me dieron un volquete. Llevaba hormigón. Estoy sentado en la cabina y me creo que el hierro y el cristal me protegen. Y me lanzo a por todas. Saldremos de esta.
Éramos jóvenes. Solteros. No nos llevábamos las mascarillas. No, recuerdo a uno. Un conductor mayor. Siempre llevaba la máscara. Nosotros, en cambio, no. Los guardias de circulación no las llevaban. Nosotros, al menos, estábamos dentro de la cabina; pero ellos se pasaban ocho horas en medio de aquel polvo radiactivo.
A todos nos pagaban bien: tres pagas, más la comisión de servicio. Le dábamos… Sabíamos que el vodka ayudaba. Era el mejor medio para restablecer las defensas del organismo después de recibir una radiación. Y te quitaba el estrés. No era casualidad que durante la guerra te dieran la famosa ración oficial de 100 gramos. De manera que el cuadro normal era ver a un guardia borracho multando a un chófer tan borracho como él.
No escriba usted sobre las maravillas del heroísmo soviético. Lo hubo, es verdad. ¡Y qué maravillas! Pero primero hay que hablar de la chapuza general y del caos, y luego de las proezas. ¡Eliminar esta tronera! ¡Hacer callar una ametralladora a pecho descubierto[23]! Pero sobre que una orden así nadie la puede dar, sobre esto nadie escribe nada.
Nos mandaban allí como quien lanza arena al reactor. Como sacos llenos de arena. Cada día colgaban un nuevo «parte de combate»: «Han trabajado con valor y entrega». «Resistiremos, venceremos». Se referían a nosotros con la bonita expresión de «soldados del fuego».
Por aquella hazaña me dieron un diploma y 1000 rublos.
Al principio fue el asombro. La sensación de que se trataba de unas maniobras militares. Un juego. Pero era una guerra de verdad. Una guerra atómica. Algo desconocido para nosotros: ¿Qué temer y qué no temer, de qué protegerse y de qué no? Nadie sabía nada. Y no había a nadie a quien preguntar.
Era una auténtica evacuación.
Las estaciones… ¡Lo que sucedía en las estaciones! Ayudábamos a meter a los niños por las ventanillas de los vagones. Poníamos orden en las colas. Colas para los billetes en las cajas, para yodo en las farmacias. En las colas, la gente se ofendía con los peores insultos, se peleaba… Reventaban las puertas de los quioscos y de las tiendas de bebidas. Rompían los cristales, arrancaban las rejas. Millares de evacuados.
La gente vivía en los clubes, en las escuelas, en las guarderías. La gente andaba medio hambrienta. El dinero se acababa en un santiamén. Las tiendas vacías.
No olvidaré a las mujeres que nos lavaban la ropa. No había lavadoras, no se les ocurrió, no las trajeron. Se lavaba a mano. Eran todas mujeres mayores. Con las manos llenas de ampollas, de llagas. La ropa no solo estaba sucia, habría allí decenas de roentgen. «Muchachos, comed algo». «Dormid un rato». «Muchachos, ¿no veis que aún sois jóvenes?». «Cuidaos». Les dábamos pena y lloraban.
¿Estarán aún vivas?
Cada 26 de abril, los que estuvimos allí, nos reunimos. Los que aún quedamos. Recordamos aquel tiempo. Habías sido un soldado en la guerra, te necesitaban.
Lo malo se olvidó, pero esto quedó en la memoria. Quedó el hecho de que sin ti no podían hacer nada. Has sido útil.
Nuestro sistema es por lo general militar, funciona a la perfección en situaciones límite.
Allí, por fin, eres libre e imprescindible. ¡La libertad! ¡Y el ruso, en momentos así, muestra lo grande que es! ¡No hay otro igual! Nunca seremos como los holandeses o como los alemanes. No tendremos asfalto irrompible ni céspedes cuidados. ¡Pero héroes siempre los habrá!
Mi historia… Me llamaron y fui. ¡Hay que hacerlo! Era miembro del Partido. ¡Comunistas, un paso adelante! Esta era la situación. Trabajaba en la milicia. Sargento mayor. Me prometieron una estrella más. Eso ocurría en abril del 87. Había que pasar sin falta un control médico; pero a mí me mandaron sin más. Alguien se rajó, como se suele decir, trajo un certificado de que tenía una úlcera de estómago y a mí me mandaron en su lugar. Con sello de urgente. Esta era la situación.
Ya entonces empezaron a correr los chistes. Al momento… Llega el marido a casa del trabajo y se queja a su mujer:
—Me han dicho que o mañana me voy a Chernóbil o entrego el carné del Partido.
—Pero si tú no eres miembro del Partido —le dice su mujer.
—Pues por eso, a ver dónde encuentro yo un carné.
Nos dirigimos allí como si fuéramos militares; al principio, de nuestro grupo se organizó una brigada de picapedreros. Construimos una farmacia. Enseguida me sentí débil, algo somnoliento. Tos por las noches. Y me fui a ver al médico. «Todo normal. Es el calor». Al comedor nos traían del koljós carne, leche y requesón, y de eso comíamos. El médico esa comida ni la tocaba. Nos preparaban la comida y él apuntaba en el registro que todo estaba en orden, pero él no analizaba las muestras. Nosotros nos dábamos cuenta de eso. Esta era la situación. Y no le dábamos ninguna importancia. Llegó la época de la fresa. Las colmenas llenas de miel…
Comenzaron a aparecer los merodeadores. Se lo llevaban todo. Nosotros tapiábamos ventanas y puertas. Luego desconectábamos todas las comunicaciones, la corriente de los edificios para evitar incendios.
Las tiendas aparecían asaltadas; las rejas de las ventanas, rotas; harina, azúcar y caramelos pisoteados por el suelo.
Latas rotas, tiradas aquí y allá… De una aldea desalojaron a los habitantes, en cambio a cinco o a diez kilómetros no, allí los dejaron. Las cosas de la aldea abandonada fueron a parar a la suya.
Esta era la situación. Estamos un día de guardia y en eso que llega el presidente del koljós con la gente del lugar; ya los habían instalado en otro pueblo, les dieron casas, pero regresaban a sus tierras para recoger el cereal, para sembrar. Se llevaban el heno en pacas. En las pacas encontrábamos máquinas de coser, motos, televisores. Y la radiación había sido tan fuerte que los televisores no funcionaban.
Economía de trueque: ellos te daban una botella de samogón y tú les dejabas llevarse un cochecito de niño. Vendían y cambiaban tractores, sembradoras. Una botella… diez botellas… El dinero no lo quería nadie. [Se ríe]. Como en el comunismo.
Para todo había una tarifa: un bidón de gasolina, medio litro de samogón; un abrigo de piel de astracán, dos botellas; una moto, depende del regateo…
Al medio año acabé el servicio; de acuerdo con los períodos establecidos, aquel era de medio año. Luego mandaban un relevo. Nos retuvieron un tiempo, porque de las repúblicas bálticas se negaron a venir.
Esta era la situación. Pero yo sé muy bien que se lo robaron todo; se llevaron todo lo que se podía levantar y llevar. Se llevaban hasta los tubos de ensayo de los laboratorios químicos escolares. Toda la zona la han trasladado aquí. Busque usted en el mercado, en las tiendas de segunda mano, en las dachas.
Tras los alambres de espino, solo quedó la tierra. Y las tumbas. Nuestro pasado. Nuestro gran país.
Llegamos al lugar. Nos cambiamos de uniforme. La pregunta es: ¿Dónde hemos ido a parar? «La avería se ha producido hace tiempo —nos tranquiliza el capitán—. Hace tres meses. Ya no hay peligro». Y el sargento: «Todo en orden; lo único, que lavaos las manos antes de comer».
Trabajé de dosimetrista. En cuanto oscurecía, a nuestro vagón-barracón de guardia se acercaban los muchachos con sus camiones. Dinero, cigarrillos, vodka… Con tal de que les dejases meter mano en los trastos confiscados. Empaquetaban los fardos. ¿Adónde los mandaban? Seguramente a Kíev…, a Minsk…, a los mercadillos. Lo que quedaba lo enterrábamos. Ropa, botas, sillas, acordeones, máquinas de coser. Lo enterrábamos en hoyos que llamábamos «fosas comunes».
Regreso a casa. Voy al baile. Me gusta una chica.
Me presento. Soy tal. ¿Cómo te llamas?
—Para qué. Si ahora eres de los de Chernóbil. ¡Cualquiera se casa contigo!
Conocí a otra muchacha. Llegamos a los besos, a los abrazos. Y la cosa ya iba para boda.
—¿Por qué no nos casamos? —le propuse.
Y el sentido de su pregunta es: Pero ¿tú puedes? ¿Estás en condiciones?
Me marcharía. Y seguramente lo haré. Pero, me da pena por los padres.
Yo tengo mis propios recuerdos. El cargo oficial que me dieron allí fue el de jefe de unidad de guardia. Algo así como director de la zona del Apocalipsis. [Se ríe]. Escríbalo así.
Paramos un coche de Prípiat. La ciudad ya había sido evacuada, no quedaba gente. «Los documentos». No hay documentos. La caja estaba cubierta con una lona. Levantamos la lona: veinte juegos de té, lo recuerdo como si fuera hoy, muebles, televisores, alfombras, bicicletas…
Redacto un parte.
Traían carne para enterrarla en las fosas. En las canales faltaban los lomos. Los habían cortado.
Redacto otro parte.
Me llega una denuncia: en una aldea abandonada están desmontando una casa. Numeran y colocan los troncos sobre el remolque de un tractor. Nos dirigimos a la dirección señalada. Los «delincuentes» son detenidos: querían sacar la casa de la zona y venderla para hacer una dacha. Hasta habían recibido un anticipo de los futuros dueños.
Redacto otro parte.
Por las aldeas vacías corrían cerdos asilvestrados. Y los perros y los gatos esperaban a la gente junto a las puertas. Vigilaban las casas vacías.
Te quedas un rato junto a una fosa común abandonada. Una losa agrietada con los apellidos: capitán Borodín, teniente mayor… Largas columnas, como los versos: los apellidos de los soldados rasos. Maleza, ortigas y cardos.
De pronto, una huerta cuidada. Tras el arado, su dueño, y en cuanto nos ve:
—Muchachos, no me digáis nada. Ya hemos firmado: en primavera nos vamos.
—Entonces, ¿para qué está usted arando la huerta?
—Es para el otoño.
Comprendo al hombre, pero he de levantar acta.
Que os den a todos por… Mi mujer cogió el niño y se marchó. ¡La muy perra! Pero yo no me voy a colgar como Vanka Kótov. ¡Tampoco me tiraré desde un séptimo piso! ¡La muy perra! Cuando llegué de allí con una maleta de dinero compramos un coche, un abrigo de visón. Y ella, la muy perra, vivía conmigo. No tenía miedo. [De pronto se pone a cantar]:
Ni mil roentgen han de lograr
un miembro ruso arrugar.
Una buena copla. Es de allí. ¿Quiere un chiste? [Y se pone a contarlo al instante].
El marido regresa a casa. Vuelve del reactor. La mujer le pregunta al médico:
—¿Qué debo hacer con mi marido?
—Lavarlo, abrazarlo y desactivarlo.
¡La muy perra! Me tiene miedo. Se ha llevado al crío. [Inesperadamente en tono serio]. Los soldados trabajaban. Junto al reactor. Yo los trasladaba al empezar y al acabar el turno: «Muchachos, cuento hasta cien. ¡Ya! ¡Adelante!». Yo llevaba, como los demás, un contador-acumulador. Al acabar el turno, los recogía y los entregaba en la primera sección. La secreta. Allí apuntaban los datos, los apuntaban se diría que en nuestras cartillas, pero los roentgen que nos tocaban a cada uno era un secreto militar. ¡Los muy perros! Hijos de… Pasado un tiempo, te decían: «¡Alto! ¡No puedes seguir trabajando!». Y esta era toda la información médica. ¡Ni siquiera al partir nos dijeron cuánto! ¡Los muy perros! ¡Hijos de…!
Ahora andan a la greña por el poder. Por las carteras. Están de elecciones.
¿Quiere otro chiste? Después de Chernóbil se puede comer de todo; pero has de enterrar tu mierda en una caja de plomo. La vida es maravillosa, pero, joder, qué corta.
¿Cómo nos iban a curar? No nos hemos traído ningún documento. Los he buscado. Me he dirigido a diversas instancias. He recibido y guardo tres respuestas. La primera: los documentos han sido destruidos debido a que su plazo de conservación es de tres años; la segunda: los documentos han sido destruidos durante la reestructuración del ejército anterior a la perestroika y la disolución de las unidades; la tercera: los documentos han sido destruidos porque eran radiactivos. ¿O tal vez fueron destruidos para que nadie sepa la verdad? Nosotros somos los testigos. Pero pronto moriremos.
¿Cómo ayudar a nuestros médicos? Qué bien me vendría ahora un informe médico: ¿Cuánto?… Tanto. ¿Cuánto me habrán metido? Se lo hubiera enseñado a mi… La muy perra.
Pero todavía le demostraré que nosotros podemos sobrevivir en cualquier situación. Nos casaremos y tendremos hijos.
Mire, esta es la oración del liquidador: «Dios mío, si has hecho que no pueda hacerlo, haz entonces que no quiera». «¡Que se vayan todos a tomar por el c…!».
Todo empezó… Todo empezó como en una novela policíaca. Durante la comida, llaman a la fábrica: «Al soldado en la reserva tal, que se presente en el centro de reclutamiento para aclarar ciertos detalles de su documentación». Y además, urgentemente. Y en el centro. Como yo, éramos muchos. Nos recibía un capitán, que nos decía a cada uno: «Mañana se dirigirá a la aldea Krásnoye, donde tendrá que asistir a unas maniobras militares». A la mañana siguiente nos reunimos todos junto al edificio del centro de reclutamiento. Nos retiraron los documentos civiles, las cartillas militares y nos subieron a unos autobuses. Y nos llevaron en dirección desconocida. Ya nadie decía nada de las maniobras militares. Los oficiales que nos acompañaban respondían a nuestras preguntas con su silencio. «¡Amigos! ¿Y si nos llevan a Chernóbil?», se le ocurrió a alguien. Y sonó la orden: «¡A callar! Las expresiones de pánico serán juzgadas por un tribunal militar como en tiempo de guerra». Al cabo de cierto tiempo, nos llegó esta explicación: «Nos encontramos en estado de guerra. ¡Las bocas bien cerradas! Y quien no salga en defensa de la Patria será declarado traidor».
El primer día vimos la central nuclear desde lejos; al segundo ya recogíamos los residuos a su alrededor. Los llevábamos en cubos. Usábamos palas comunes, barríamos con las escobas que usan los barrenderos. Rastrillos. Y lo que está claro es que las palas son apropiadas para la arena y la grava. Pero para residuos como aquellos, donde había de todo: trozos de película, de hierro, de madera y de hormigón… Era como quien lucha contra el átomo con la pala. El siglo XX… Los tractores y excavadoras que se empleaban allí no llevaban conductor, eran teledirigidos; nosotros, en cambio, marchábamos tras ellos para recoger los restos. Y respirábamos aquel polvo. Por cada turno cambiábamos hasta treinta «pétalos de Istriakov»; entre la gente los llamaban «bozales». Un artilugio incómodo e imperfecto. A menudo nos los arrancábamos. Era imposible respirar con ellos, sobre todo cuando hacía calor. Bajo el sol.
Después de todo. Aún nos dieron tres meses de maniobras. Disparamos contra blancos. Estudiamos el nuevo fusil automático. Por si empezaba una guerra atómica. [Con ironía]. Así lo entendí yo. Ni siquiera nos cambiaron la ropa. Íbamos con las mismas chaquetas, con las botas que usamos en el reactor.
Nos hicieron firmar que mantendríamos el secreto. He callado.
Y si me hubieran dejado hablar, ¿a quién se lo podría haber contado? Inmediatamente después del ejército me convertí en inválido de segundo grado. Trabajaba en la fábrica. El jefe del taller me decía: «Para de estar enfermo, porque te voy a echar». Me echaron. Fui a ver al director.
—No tiene usted derecho. He estado en Chernóbil. Os he salvado. Si no fuera por mí…
—Nosotros no te mandamos.
Por las noches me despierta la voz de mi madre: «Hijo, ¿por qué callas? Si no duermes, estás en la cama con los ojos abiertos. Hasta la luz te has dejado encendida». Pero he seguido callado. ¿Quién está dispuesto a escucharme? ¿A hablar conmigo de manera que yo le pudiera contar, a mi manera?
Estoy solo.
Ya no temo a la muerte. A mi propia muerte. Pero no tengo claro cómo voy a morir. Vi morir a un amigo. Se hizo grande, se hinchó. Como un tonel. Y mi vecino. También estuvo allí. Un operador de grúa. Se volvió negro, como el carbón, y se secó hasta el tamaño de un niño. No tengo claro cómo voy a morir. Si pudiera elegir mi muerte, pediría que fuera común y corriente. No como las de Chernóbil. Y, sin embargo, lo que sí sé seguro es que con mi diagnóstico no se dura mucho. Al menos sentir que llega el momento… Y una bala en la frente… He estado en el «Afgán». Allí la cosa era más fácil. Una bala y…
A Afganistán me fui de voluntario. Y a Chernóbil también. Yo mismo lo pedí. Trabajaba en la ciudad de Prípiat. La ciudad estaba rodeada con dos filas de alambres de espino, como en una frontera. Casas limpias y de varios pisos y calles cubiertas por una gruesa capa de arena, con árboles talados. Como los cuadros de una película de ciencia ficción. Cumplíamos órdenes: «lavar» la ciudad y sustituir en ella la tierra contaminada hasta la profundidad de veinte centímetros con una capa igual de arena. No había días de fiesta. Como en la guerra.
Conservo un recorte de periódico… Sobre el operador Leonid Toptunov. Era quien estaba de guardia aquella noche en la central y apretó el botón rojo de emergencia unos minutos antes de la explosión. El botón no funcionó. Lo trataron en Moscú. «Para salvarlo, necesitamos un cuerpo», decían impotentes los médicos. Le quedó solamente un único punto limpio, no irradiado, en la espalda.
Lo enterraron en el cementerio Mítinski. Envolvieron el ataúd por dentro con papel de estaño. Y encima de él colocaron un metro y medio de planchas de hormigón, con capas de plomo. Su padre iba a verlo allí. Se quedaba allí y lloraba. Y la gente que pasaba le decía: «¡Tu hijo de perra fue quien hizo volar la central!». Cuando no era más que un operador. Y lo enterraron como a un extraterrestre.
¡Mejor hubiera sido morir en el «Afgán»! Lo digo sinceramente; a veces me vienen esas ideas. Allí, la muerte era algo normal. Y comprensible.
Desde arriba…, desde el helicóptero…, cuando volaba bajo junto al reactor, observaba… Gamos, jabalíes salvajes… Se los veía escuálidos, somnolientos. Se movían como a cámara lenta. Se alimentaban de la hierba que crecía allí y bebían aquella agua. No entendían que también ellos tenían que largarse de allí. Irse con la gente.
¿Ir o no ir? ¿Volar o no volar? Soy comunista, ¿cómo podía no volar? Dos pilotos se negaron; que si las esposas eran jóvenes, que si no tenían aún hijos… Les echaron en cara su gesto. ¡Se les acabó la carrera! Hubo hasta un juicio de camaradas. Un juicio de honor. Era, a ver si me entiende, como una apuesta: él no ha podido, en cambio yo sí que iré. ¡Aquello era cosa de hombres!
Desde lo alto…, desde arriba, sorprendía la cantidad de maquinaria: helicópteros pesados, de tamaño medio. El MI-24 es un helicóptero de combate. ¿Qué se podía hacer con un helicóptero de combate en Chernóbil? ¿O con un caza MI-2? Los pilotos…, todos eran jóvenes. Y allí estaban, en el bosque junto al reactor, cargándose de roentgen. Esas eran las órdenes. ¡Órdenes militares!
¿Para qué haber enviado toda aquella gente, para que se irradiara? ¿Para qué? Lo que hacían falta eran especialistas y no material humano. [Pasa al grito]. ¡Hacían falta especialistas y no material humano!
Desde arriba… se veía… un edificio destruido, montones de cascotes caídos. Y una cantidad gigantesca de pequeñas figuras humanas. Había una grúa de Alemania Federal, pero muerta; anduvo un rato por el techo y se murió. Los robots se morían. Nuestros robots, creados por el académico Lukachev, se hicieron para explorar Marte. Y estaban los robots japoneses, que tenían apariencia humana. Pero decían que se les quemaban todas las entrañas por la alta radiación. En cambio, los soldaditos, corriendo con sus trajes y sus guantes de goma, estos funcionaban. Tan pequeñitos que se les veía desde el cielo.
Lo recordaba todo. Creía que se lo iba a contar todo a mi hijo. Pero cuando regresé:
—Papá, ¿qué ha pasado allí?
—Una guerra.
No supe encontrar las palabras.