Voces de Chernóbil
Segunda parte. La corona de la creación » Monólogo acerca de viejas profecías
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MONÓLOGO ACERCA DE VIEJAS PROFECÍAS
Mi niña… Mi niña no es como los demás. Y cuando crezca me preguntará: «¿Por qué no soy como el resto?».
Cuando nació… No era un bebé, sino un saquito vivo, cosido por todos lados, sin una rendija, solo con los ojos abiertos. En la cartilla médica hay escrito: «Niña, nacida con una patología compleja múltiple: aplasia del ano, aplasia de la vulva, aplasia del riñón izquierdo». Así suena en lenguaje médico, pero en palabras normales es: sin pipí, sin culito y con un solo riñón.
La llevé a operar al día siguiente, al segundo día de haber nacido. Abrió los ojos, hasta pareció sonreír, aunque al principio pensé que quería llorar. ¡Dios bendito, había sonreído! Los niños como ella no viven, se mueren enseguida. Ella no murió, porque la quiero.
En cuatro años, cuatro operaciones. Es el único niño en Belarús que ha sobrevivido con una patología tan compleja. La quiero mucho. [Se queda callada].
Ya no puedo parir a nadie más. No me atrevo. Al salir de la maternidad, mi marido por la noche me besa, pero yo tiemblo toda: no debemos… Es pecado. El miedo…
Oí cómo los médicos comentaban entre ellos: «Esta niña, más que con buena estrella, ha nacido estrellada. Si algo así se mostrara por la televisión, ni una madre daría a luz». Eso decían de nuestra niña. ¿Cómo podemos amarnos después de esto?
Fui a la iglesia. Se lo conté todo al padre. Y él me dijo que debíamos rezar por nuestros pecados. Si en nuestra familia nadie ha matado a nadie. ¿De qué soy culpable?
Primero quisieron evacuar nuestro poblado, pero luego lo borraron de las listas: al Estado se le acabó el dinero. Fue entonces cuando me enamoré. Me casé. Yo no sabía que aquí no podíamos amarnos.
Hace muchos años, mi abuela me había leído en la Biblia que llegaría un tiempo en que en la Tierra habría de todo en abundancia, todo florecería y fructificaría, los ríos se llenarían de peces, y de fieras, los bosques; pero que el hombre no podría sacar provecho de ello. Como tampoco podría dar a luz a sus semejantes y prolongar su inmortalidad. Y yo escuchaba aquellas viejas profecías como un cuento de terror. No lo creía.
Cuente a todo el mundo lo de mi niña. Escríbalo. A los cuatro años canta, baila y recita versos de memoria. Tiene un desarrollo intelectual normal, no se distingue en nada de los demás niños, solo que juega a otros juegos. No juega a las «compras», ni a la «escuela», sino que juega con sus muñecas al «hospital», les pone inyecciones, les coloca el termómetro, les prescribe un gota a gota; la muñeca se le muere y ella la cubre con una sábana blanca.
Ya van para cuatro años que vivimos con ella en el hospital; no se la puede dejar allí sola, tampoco sabe que lo normal es vivir en casa. Cuando me la llevo por un mes o dos a casa, la niña me pregunta: «¿Volveremos pronto al hospital?». Allí están sus amigos, allí viven y crecen.
Le han hecho un culito. Le están formando una vulva. Después de la última operación, se le detuvo del todo la emisión de orina, no consiguieron colocarle el catéter; para eso aún le hacen falta varias operaciones. Pero nos aconsejan que, en adelante, la intervengan en el extranjero. ¿De dónde vamos a sacar las decenas de miles de dólares, dígame, si mi marido gana 120 dólares al mes?
Un profesor nos aconsejó en secreto: «Con una patología como esta, su niña presenta un gran interés para la ciencia. Escriban a las clínicas extranjeras. Esto les ha de interesar».
De manera que escribo. [Se esfuerza por no llorar].
Escribo que cada media hora he de exprimir la orina con las manos; la orina sale a través de unos orificios puntuales en la zona de la vulva. Si no le hago esto, se le parará su único riñón. ¿Dónde hay en el mundo otro niño al cual cada media hora se le ha de expulsar la orina con las manos? ¿Y cuánto tiempo se puede resistir algo así? [Llora].
Yo no me permito llorar. Yo no puedo llorar. Llamo a todas las puertas. Escribo. Tomen a mi niña, aunque sea para sus experimentos. Para hacer experimentos científicos. Estoy dispuesta a que se convierta en una rana de laboratorio, en un conejito de Indias, con tal de que viva. [Llora]. He escrito decenas de cartas. ¡Oh, Dios mío!
Ella, de momento, aún no comprende, pero un día querrá saber y me preguntará: ¿Por qué no es como los demás? ¿Por qué no la puede amar un hombre? ¿Por qué no podrá tener hijos? ¿Por qué a ella no le pasará lo mismo que le ocurre a una mariposa…, a un pájaro…, a todos, menos a ella?
Yo quería… Tenía que demostrar… que… Quería recibir unos documentos… Para que cuando creciera supiera que ni mi marido ni yo tenemos la culpa. Que no es por nuestro amor. [De nuevo se esfuerza por no llorar].
He luchado cuatro años. Con los médicos, con los funcionarios. He llamado a las puertas de los despachos más importantes. Y solo, al cabo de cuatro años, me han entregado un certificado médico confirmando la relación entre las radiaciones ionizantes (en pequeñas dosis) y su terrible patología. Cuatro años me lo estuvieron negando: «Su niña es un inválido infantil». ¿Cómo que un inválido infantil? Es un inválido de Chernóbil. He estudiado mi árbol genealógico: nunca hubo nada igual entre mis antepasados, todos vivían ochenta y noventa años; mi abuelo vivió hasta los noventa y cuatro.
Los médicos se justificaban: «Nos han dado instrucciones. Casos como este hemos de diagnosticarlo como una dolencia común. Dentro de veinte o treinta años, cuando se complete el banco de datos, empezaremos a relacionar las enfermedades con la radiación ionizante. Con las pequeñas dosis. Con lo que comemos y bebemos en nuestra tierra. Pero, de momento, la ciencia y la medicina saben poco del fenómeno». Pero yo no puedo esperar veinte o treinta años. ¡Eso es media vida!
Quería denunciarlos. Llevar a juicio al Estado. Me llamaban loca, se reían de mí, diciéndome que niños así ya nacían en la Grecia antigua. Y en la China imperial. Un funcionario me soltó a gritos: «Mírala: quiere las prebendas de Chernóbil. ¡El dinero de Chernóbil!». No sé cómo no perdí el conocimiento en aquel despacho. ¡Cómo no me morí de un ataque al corazón!… Pero no me está permitido.
Había algo que no podían comprender. No querían entender. Yo tenía que saber que mi marido y yo no teníamos la culpa. Que no era por nuestro amor. [Se da la vuelta hacia la ventana y llora en silencio].
La niña crece. Es una niña. No quiero que ponga su apellido. Ni siquiera nuestros vecinos…, los de nuestra escalera, lo saben todo. Le pongo un vestidito, le hago la trenza: «Su Katia es tan guapa», me dicen.
Pues lo que es yo, miro tan raro a las embarazadas. Como de lejos. De reojo. No las miro, sino que las observo a hurtadillas. Se mezclan en mí diversos sentimientos: el asombro y el horror, la envidia y la alegría, y hasta un deseo de venganza. Un día me descubrí pensando que las miro con el mismo sentimiento con que observo la perra preñada de los vecinos. A una cigüeña en su nido.
Mi niña…
LARISA Z., madre