Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Segunda parte. La corona de la creación » Monólogo de un testigo al que le dolía una muela cuando vio a Cristo caer y gritar de dolor

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MONÓLOGO DE UN TESTIGO AL QUE LE DOLÍA UNA MUELA CUANDO VIO A CRISTO CAER Y GRITAR DE DOLOR

Entonces yo pensaba en otra cosa. Le parecerá extraño. Justamente por entonces me estaba separando de mi mujer.

De pronto me vienen a ver, me entregan una citación y me dicen que abajo me espera un coche. Un «cuervo» cerrado de aquellos. Como en el 37[24]. Se te llevaban por la noche. Recién salido de la cama, aún calentito. Luego, este esquema dejó de funcionar. Las esposas no abrían la puerta, mentían, que si el marido estaba de viaje de trabajo, o de vacaciones, o en el pueblo de sus padres. Les intentaban hacer entrega de la citación, pero ellas no la cogían. Empezaron a detener a la gente en el trabajo, en la calle, durante la hora de la comida en los comedores de las fábricas. Fue como en el 37.

Entonces yo estaba como loco. Me había engañado mi mujer; todo lo demás me parecía una nimiedad. Me dirigí a aquel «cuervo». Me acompañaban dos tipos de civil, pero con modales militares, uno a cada lado; se notaba que tenían miedo de que me escapara.

Cuando me subí al coche, no sé por qué me acordé de los cosmonautas estadounidenses que volaron a la Luna; uno de ellos después se hizo sacerdote y otro, según dicen, se volvió loco, ¿no? Había leído que les pareció que allí había restos de ciudades, alguna huella humana.

Me pasaron por la cabeza algunos recortes de periódico. Que nuestras centrales atómicas eran completamente seguras, que se podrían construir en la Plaza Roja. Junto al Kremlin. Más seguras que un samovar. Que se parecían a las estrellas y que «sembraríamos» toda la tierra de estas centrales.

Pero a mí me había dejado mi mujer. Solo era capaz de pensar en eso. He intentado varias veces acabar con mi vida; me tomaba unas pastillas con la intención de no despertarme. Los dos fuimos a la misma guardería, estudiamos juntos en la escuela. En el mismo instituto. [Calla. Enciende un cigarrillo].

Ya le he avisado. No oirá nada heroico, nada digno de la pluma de un escritor. Se me ocurrió pensar que, como no estábamos en tiempo de guerra, entonces ¿por qué tenía que arriesgar mi vida? ¡Y más aun si alguien se acuesta con mi mujer! ¿Por qué me tiene que tocar a mí de nuevo, y no a «él»?

Si he de serle sincero, yo no vi héroes allí. Locos sí que vi, gente a la que le importaba un rábano su vida. Temeridad, toda la que usted quiera, y sin que hiciera ninguna falta.

Yo también tengo diplomas y cartas de agradecimiento. Pero eso era porque yo no tenía miedo a morir. ¡Me importaba un comino! Hasta era una salida. Me hubieran enterrado con todos los honores. Y a cuenta del Estado.

Allí te sumergías al instante en un mundo fantástico, una realidad donde se unían el fin del mundo y la edad de piedra. En mi fuero interno todo esto estaba a flor de piel. En carne viva.

Vivíamos en el bosque. En tiendas. A veinte kilómetros del reactor. Haciendo de guerrilleros. «Guerrilleros» llamaban a los que se enrolaban en los ejercicios militares. De edades comprendidas entre los veinticinco y los cuarenta; muchos con estudios superiores, técnicos. Yo, por cierto, soy profesor de historia.

En lugar de fusiles, nos dieron palas. Cavábamos los basureros, las huertas. Las mujeres de los pueblos nos miraban y se santiguaban. Llevábamos guantes, mascarillas, trajes de protección. El sol caía a plomo. Y aparecíamos en sus huertos como demonios. Como unos extraterrestres. La gente no comprendía por qué les cavábamos todas las huertas, les arrancábamos los ajos, las coles, cuando los ajos parecían normales, como también las coles. Las viejas se santiguaban y preguntaban a gritos: «Soldados, ¿qué es esto? ¿El fin del mundo?».

En una casa, con el horno encendido, freían tocino. Acercabas el dosímetro y aquello no era un horno, sino un reactor en miniatura. «Sentaos, muchachos, a la mesa», nos invitan. Nos llaman. Nos negamos. Nos imploran: «Ahora os daremos vodka. Sentaos. Explicadnos qué pasa». ¿Qué les vas a explicar? Si encima mismo del reactor, los bomberos pisoteaban el combustible aún blando; hasta emitía luz, y ellos sin saber qué era aquello. ¿Y de dónde narices lo íbamos a saber?

Vamos una unidad. Con un solo dosímetro para todos. Cuando en cada lugar hay distintos niveles de radiación: uno de nosotros trabaja donde hay dos roentgen y otro donde hay diez. Por un lado, la más elemental falta de derechos, como en un penal de presos, y por otro, el miedo. Un enigma. Pero yo no tenía miedo. Todo aquello lo miraba como si no fuera conmigo.

Un día vino en helicóptero un grupo de científicos. Con trajes de goma, botas altas, gafas de protección… Cosmonautas. Una abuela se acerca a uno de ellos y le suelta:

—¿Tú quién eres?

—Soy un científico.

—¿Conque un científico, eh? Mirad cómo se ha disfrazado. Todo enmascarado. ¿Y nosotros qué?

Y se lanzó sobre él con un palo.

Más de una vez me ha pasado por la cabeza la idea de que llegaría un día en que se abriría la caza del científico, como en la Edad Media con los médicos, a los que se daba caza y se ahogaba. Y se quemaban en las hogueras.

He visto a un hombre ante cuyos ojos enterraron su propia casa. [Se levanta y se aleja hacia la ventana]. Quedó solo una tumba recién cavada. Un gran cuadrado. Enterraron su pozo, el huerto… [Calla]. Enterrábamos la tierra. La cortábamos y la enrollábamos en grandes capas. Ya le he avisado. En eso no hay nada heroico.

Un día regresábamos tarde por la noche, porque hacíamos jornadas de hasta doce horas. Sin días de descanso. Para descansar teníamos la noche. O sea que íbamos en un blindado. Y en una aldea vacía vemos a un hombre. Nos acercamos y era un muchacho con una alfombra al hombro. No lejos, había un coche. Frenamos. El portaequipajes, lleno de televisores y teléfonos cortados. El blindado se da la vuelta y a toda velocidad hace papilla el coche. Se quedó como un acordeón. Nadie pronunció ni una palabra.

Enterrábamos el bosque. Serrábamos los árboles a metro y medio, los envolvíamos en plástico y los arrojábamos a una fosa. Por la noche no me podía dormir. Cierro los ojos y algo negro se menea y da vueltas. Como si estuviera vivo. Capas vivas de tierra. Con sus escarabajos, arañas, lombrices. No sabía el nombre de nada de eso, cómo se llamaban. Eran solo escarabajos, arañas. Y hormigas. Las había grandes y pequeñas, amarillas y negras. De todos los colores. No sé en qué poeta he leído que los animales son otros pueblos. Y yo los exterminaba a decenas, a centenares, a miles, sin saber siquiera cómo se llamaban. Destruía sus hogares, sus secretos. Enterraba…, enterraba…

Leonid Andréyev, un autor que me gusta mucho, tiene una leyenda sobre Lázaro. Se trata de un hombre que ha franqueado el límite de lo prohibido. Es ya un ser extraño, ya nunca más será igual al resto de los hombres, aunque Cristo lo hubiera resucitado.

¿No es bastante? Usted, yo lo comprendo, tiene curiosidad por esto; todos los que no han estado allá sienten curiosidad. Chernóbil es uno en Minsk y otro en la propia zona. Y en alguna parte de Europa será una tercera cosa. En la propia zona sorprendía la indiferencia con la que se hablaba de Chernóbil. En una aldea muerta nos encontramos a un viejo. El hombre vivía solo. Y le preguntamos: «¿No tiene usted miedo?». Y él va y nos dice: «¿Miedo de qué?». Porque uno no puede vivir todo el tiempo con el miedo en el cuerpo; el hombre no puede; pasa cierto tiempo y empieza una vida normal y corriente. Normal… Y corriente.

Los hombres bebían vodka. Jugaban a las cartas. Cortejaban a las mujeres. Concebían hijos. Hablaban mucho de dinero. Pero allí no se trabajaba por dinero. Pocos serían los que lo hacían solo por dinero. Trabajaban porque había que hacerlo. Les decían: a trabajar. Y no hacían más preguntas. Algunos aspiraban a ascender. Otros se hacían los listos, o robaban. O confiaban conseguir las ventajas prometidas: recibir un piso sin esperar turno y escapar del barracón donde vivían; meter al hijo en una guardería; comprarse un coche…

Uno sí se acobardó; tenía miedo a salir de la tienda, dormía con el traje de goma que se había fabricado él mismo. ¡Un cobarde! Lo echaron del Partido. El hombre gritaba: «¡Quiero vivir!». Y todos esos tipos andaban mezclados.

Me encontré allí con mujeres que se presentaban voluntarias. Querían venir sin falta. Las rechazaban explicándoles que se necesitaban conductores, mecánicos, bomberos; pero ellas se negaban a entender. Y toda aquella gente, mezclada. Miles de voluntarios. Regimientos de estudiantes voluntarios y un «cuervo», un coche especial que vigilaba a los soldados de la reserva. Recolecta de objetos. Ingresos de dinero para los damnificados. Centenares de personas que, sin pedir nada a cambio, ofrecían su sangre, su médula. Y al mismo tiempo, uno podía comprarlo todo por una botella de vodka. Un diploma de honor, un permiso…

Un presidente de koljós que se trae un cajón de vodka para la unidad de dosimetristas pidiendo que no apuntaran su aldea en la lista de evacuados, y otro, también con su cajón de vodka, pero para que los evacuaran. Al tipo ya le habían prometido un piso de tres habitaciones en Minsk. Nadie comprobaba las mediciones de las dosis.

En fin, el caos ruso de siempre. Así vivimos. Algunas cosas las daban de baja y luego las vendían. Por un lado, te da asco, pero, por otro: ¡que os parta un rayo!

También mandaron a estudiantes. Los chicos arrancaban las hierbas del campo. Recogían heno. Había varias parejas jovencísimas, marido y mujer. Aún andaban cogidos de la mano. Algo insoportable de ver.

¡Lo fuerte es que se trataba de lugares preciosos! De una hermosura… Y esa misma belleza era la que hacía de aquel horror algo aún más pavoroso. El hombre debía abandonar aquellos lugares. Huir de allí como un malvado. Como un criminal.

Cada día traían la prensa. Yo solo leía los titulares: «CHERNÓBIL: TIERRA DE HÉROES», «EL REACTOR HA SIDO DERROTADO», «Y, SIN EMBARGO, LA VIDA SIGUE». Había entre nosotros comisarios políticos, que daban charlas políticas. Nos decían que debíamos vencer. ¿A quién? ¿Al átomo? ¿A la física? ¿Al cosmos?

Para nosotros la victoria no es un acontecimiento, sino un proceso. La vida es lucha. De allí esa fascinación por las inundaciones, los incendios… Los terremotos… Es la necesidad de encontrar un lugar en el que poder actuar, para «dar muestras de valor y heroísmo». Y luego izar la bandera.

El comisario político nos leía los artículos de los periódicos en los que se hablaba del «alto grado de conciencia y la esmerada organización», y que a los pocos días de la catástrofe sobre el cuarto reactor ya ondeaba la bandera roja. Como una llama. Pasados unos meses, se la zampó la elevada radiación. E izaron una nueva bandera. Y más tarde, otra. La vieja la rompían a trocitos para llevársela de recuerdo; se metían los trozos debajo de la chaqueta, cerca del corazón. ¡Y luego se lo llevaban a casa! Se lo enseñaban orgullosos a los niños. Lo guardaban. ¡Heroica locura! Pero yo también soy así. Ni una gota mejor que los demás. Yo intentaba imaginarme mentalmente a los soldados encaramándose a aquel techo. Como los condenados a muerte. Pero estaban llenos de sentimientos. Lo primero: el sentimiento del deber; y lo segundo: el amor a la patria.

¿Paganismo soviético, me dirá usted? ¿Víctimas propiciatorias? Pero lo grave del asunto es que si aquella bandera me la hubieran entregado a mí yo también me habría subido allí. ¿Por qué? No se lo diré. La verdad es que tampoco le negaré que entonces no me daba miedo morir. Mi mujer no me mandó siquiera una carta. En medio año, ni una carta. [Se queda callado].

¿Quiere un chiste? Un detenido huye de la cárcel. Y se esconde en la zona de los 30 kilómetros. Lo atrapan. Lo llevan a los dosimetristas. El tipo «ardió» de tal manera que no lo pueden llevar ni a la cárcel, ni al hospital ni a ninguna parte donde hubiera hombres. ¿Por qué no se ríe? [Él se ríe]. Nos encantaban allí los chistes. El humor negro.

Llegué allí cuando los pájaros estaban en sus nidos y me marché con las manzanas caídas sobre la nieve. No logramos enterrarlo todo. Enterrábamos la tierra en la tierra. Con los escarabajos, las arañas, las larvas. Con todos esos diferentes pueblos. Con todo ese mundo. Mi impresión más fuerte de allí… son esos seres.

No le he contado nada. Solo pedazos.

Leonid Andréyev, del que ya le he hablado, tiene un relato. Un hombre que vivía en Jerusalén vio un día cómo junto a su casa conducían a Cristo. El hombre lo vio todo y lo oyó, pero entonces le dolía una muela. Ante sus ojos, Cristo cayó al suelo con la cruz a cuestas, cayó y lanzó un grito de dolor. El hombre que veía todo esto no salió de su casa a la calle porque le dolía una muela. Al cabo de dos días, cuando dejó de dolerle la muela, le contaron que Cristo había resucitado y entonces el hombre pensó: «Y yo que podía haber sido testigo del hecho, pero como me dolía la muela…».

¿Será posible que siempre ocurra igual? Los hombres nunca están a la altura de los grandes acontecimientos. Siempre les superan los hechos. Mi padre luchó en la defensa de Moscú en el 42. Pero no comprendió que había participado en un gran acontecimiento hasta pasadas decenas de años. Por los libros, las películas. Él, en cambio, recordaba: «Estaba metido en una trinchera. Disparaba. Quedé enterrado por una explosión. Los enfermeros me sacaron de allí medio vivo». Y nada más.

En cuanto a mí, entonces me había dejado mi mujer.

ARKADI FILIN, liquidador

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