Voces de Chernóbil

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Segunda parte. La corona de la creación » Tres monólogos acerca de los «despojos andantes». Y la «Tierra hablante»

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TRES MONÓLOGOS ACERCA DE LOS «DESPOJOS ANDANTES». Y LA «TIERRA HABLANTE»

Hablan: El presidente de la Sociedad Recreativa de Cazadores y Pescadores de Jóiniki, Víktor Iósifovich Verzhikovski, y dos cazadores, Andréi y Vladímir, que no quisieron dar sus apellidos.

—La primera vez maté una zorra. De niño. La segunda, un alce hembra. Me juré que nunca más mataría un alce hembra. Tienen unos ojos tan expresivos.

—Eso nosotros, los hombres, que tenemos uso de razón. Los animales, en cambio, simplemente viven. Como los pájaros.

—En otoño, los gamos se vuelven muy sensibles. Si además el viento sopla desde donde está el hombre, ya estás listo, no te dejarán acercarte. Las zorras también son listas.

—Por aquí andaba un tipo. En cuanto bebía, te soltaba una conferencia. Había estudiado en la facultad de filosofía, luego fue a parar a la cárcel. En la zona prohibida te encuentras a alguien y este nunca te contará la verdad. Rara vez. Pero este era un tipo sensato. «Chernóbil —decía— ha pasado para que haya filósofos». A los animales los llamaba «despojos andantes», y al hombre, «tierra hablante». «Tierra hablante» porque comemos tierra, es decir, crecemos de la tierra.

—La zona te tira. Como un imán, se lo digo. ¡Ya ve, muy señora mía! Quien haya estado allí, notará cómo le tira con todo el alma.

—He leído un libro… Había santos que hablaban con los pájaros y los animales. Y nosotros que creemos que ellos no entienden al hombre.

—Bueno, chicos, a ver si ponemos orden.

—Habla, habla, presidente. Que nosotros echaremos un pitillo.

—De manera que esta es la cosa. Me llaman al Comité de Distrito y me dicen: «A ver, cazador en jefe: en la zona han quedado muchos animales domésticos: gatos, perros…, para evitar epidemias, me dicen, es necesario liquidarlos. De modo que ¡manos a la obra!». Al día siguiente, los reúno a todos, a todos los cazadores. Y les informo de que si esto y si lo otro. Nadie quiere ir, porque no nos han dado ningún medio de protección. Me dirigí a defensa civil, y estos, que ellos no tienen nada. Ni una sola máscara. De manera que tuve que acercarme hasta la fábrica de cemento y cogerme sus máscaras. Con una peliculilla así de fina. Para el polvo del cemento. Pero respiradores no nos dieron.

—Nos encontramos allí con unos soldados. Con máscaras y guantes, y en tanquetas; nosotros, en cambio, en camisa y con una venda en la nariz. Y con estas mismas camisas y botas regresamos a casa. A nuestras casas.

—Apañé dos brigadas. Hasta hubo voluntarios. Dos brigadas. Veinte hombres cada una. Para cada una, un médico veterinario y una persona de la estación sanitaria. Además, teníamos un tractor con pala y un volquete. Lo doloroso es que no nos dieron medios de protección; no pensaron en la gente.

—Pero nos dieron premios: treinta rublos. Y eso que entonces la botella de vodka valía tres. De modo que nos desactivamos. Dios sabe de dónde salieron aquellas recetas: una cucharilla de excrementos de ganso por botella de vodka. Dejarlo macerar dos días y luego ya se lo puede uno beber… Para que el asunto… Me refiero a «lo nuestro», a la cosa de los hombres… Para que no sufriera daños. No sabe la cantidad de coplas que hubo. ¿No se acuerda? Montones. «Es tan coche el Zaporózhets[25], como macho el kieviano… Primero ponte plomo en los huevos y serás padre luego». Ja, ja, ja…

—Recorrimos la zona durante dos meses; en nuestro distrito evacuaron la mitad de las aldeas. Decenas de pueblos. Babchin, Tulgóvichi… La primera vez que fuimos, nos encontramos a los perros junto a sus casas. De guardia. Esperando a la gente. Se alegraban de vernos, acudían a la voz humana. Nos recibían. Los liquidábamos a tiros en las casas, en los cobertizos, en las huertas. Los sacábamos a la calle y los cargábamos en el volquete. No era agradable, claro. Los animales no podían entender por qué les disparábamos. Resultaba fácil matarlos. Eran animales domésticos. No temían ni a las armas ni al hombre. Acudían a la voz humana.

—Y en eso que pasa una tortuga. ¡Dios santo! Junto a una casa vacía. En las casas había acuarios. Con sus peces…

—A las tortugas no las matábamos. Si las aplastas con la rueda delantera de un jeep, la concha aguanta. No revienta. Le pasé a una por encima un día que estaba borracho, claro. En los patios se veían las jaulas abiertas de par en par. Los conejos sueltos. Las nutrias sí estaban encerradas, y las soltábamos cuando había agua cerca: un lago o un río. Y se iban nadando. Todo aparecía tirado, por las prisas. La gente se marchaba por un tiempo. Porque, ¿cómo sucedió todo? De pronto llega la orden de evacuación: «para tres días». Las mujeres gritando, los niños llorando, el ganado berreando… A los pequeños los engañaban: «Vamos al circo», les decían. Los niños lloraban. Pero la gente pensaba regresar. La expresión «para siempre» no existía. ¡Ya ve, mi muy señora mía! Se lo diré en una palabra: aquello era como en la guerra. Los gatos se te quedaban mirando a los ojos; los perros aullaban, trataban de meterse en los autobuses. Todo tipo de perros. Callejeros y pastores. Los soldados los echaban a golpes. A patadas. Muchos corrieron mucho rato tras los coches. En fin, una evacuación. ¡Dios no quiera verlo!

—De manera que así es la cosa. Los japoneses, ya ve, tuvieron su Hiroshima, y ahora mírelos, están delante de todos. En el primer lugar del mundo. O sea que…

—Tienes la oportunidad de pegar unos tiros y además contra algo que corre, que está vivo. La pasión por la caza. Tomamos un trago y en marcha. En el trabajo nos lo contaban como día trabajado. O sea que la jornada se pagaba. Claro que por un trabajo como aquel podían haber añadido algo más. Treinta rublos de premio. Pero ya no era el mismo dinero que en los tiempos de los comunistas. Ya todo había cambiado.

—De manera que esta es la cosa. Primero las casas estaban precintadas. Con sellos de plomo. Los sellos, ni tocarlos. Pero, en eso que ves un gato detrás de la ventana. ¿Cómo lo agarras? Pues lo dejas en paz. Hasta que aparecieron los merodeadores, que arrancaron las puertas, rompieron ventanas, ventanillas… Y lo desvalijaron todo. Primero desaparecieron los magnetófonos, los televisores… Las prendas de piel… Y luego lo limpiaron todo. Solo quedaron las cucharas de aluminio, tiradas por el suelo.

—Y los perros que quedaron con vida se instalaron en las casas. Entrabas, y se te tiraban encima. Entonces dejaron de confiar en el hombre. Entro un día en una casa y veo acostada en medio de un cuarto a una perra, y los cachorros a su vera. ¿Que te da pena? Desagradable lo era, cómo no.

—Yo lo compararía… De hecho actuábamos como las tropas de castigo. Como en la guerra. Según el mismo esquema. Llevábamos a cabo una operación militar. Actuábamos del mismo modo: llegábamos, rodeábamos el pueblo, y los perros, en cuanto oían el primer tiro, salían corriendo. Huían al bosque. Los gatos son más listos, y les resulta más fácil esconderse. Un gatito se metió en una olla de barro. De manera que lo tenías que sacar de ahí. Hasta de debajo de las estufas. Una sensación desagradable. Tú, que entras en la casa, y el gato que te pasa como una bala entre las piernas, y tú detrás de él con la escopeta. Se les veía delgados, sucios. La piel hecha trizas.

—En los primeros tiempos había muchos huevos; aún quedaban gallinas. Los perros y los gatos se comían los huevos; se acabaron los huevos y se comieron a las gallinas. También las zorras comían gallinas; las zorras ya vivían en los pueblos, junto con los perros. Y en cuanto desaparecieron las gallinas, los perros se comieron a los gatos. Había veces que encontrábamos cerdos en los cobertizos. Los soltábamos. En los sótanos había algunas reservas: pepinos, tomates. Los abríamos y se los dábamos a los cerdos. A los cerdos no los matábamos.

—Un día nos encontramos con una vieja. Se había encerrado en su casa: tenía cinco gatos y tres perros. «No toques al perro, que ha sido hombre». No los quería entregar. Nos cubrió de maldiciones. Se los arrancamos a la fuerza. Le dejamos un gato y un perro. ¡Cómo nos maldijo! Se los quitamos a la fuerza, pero le dejamos un gato y un perro. Nos dijo de todo: «¡Bandidos! ¡Carceleros!».

—¡Ja, ja, ja!… «Al pie de la colina va arando un tractor, y sobre la colina, va ardiendo un reactor, y si no nos vienen a avisar los suecos, hasta hoy estaríamos arando». ¡Ja, ja, ja!…

—Las aldeas estaban vacías. Solo quedaron los hornos. ¡Aquello parecía Jatyn[26]! Y en medio de aquel Jatyn vivían un viejo con su vieja. Como en el cuento. Sin una gota de miedo. ¡Y pensar que otro se hubiera vuelto loco! Por las noches quemaban viejos tocones. Los lobos tienen miedo del fuego.

—De modo que así es la cosa. En cuanto al olor… No había manera de comprender de dónde venía aquel olor en los pueblos. En una aldea, Masály se llamaba, a seis kilómetros del reactor, olía como en una consulta de rayos X. Olía a yodo. A algún ácido. Y eso que dicen que la radiación no huele. No lo sé…

—Pues lo que es disparar, lo tenías que hacer a bocajarro. De modo que la perra, tirada en medio del cuarto y los cachorros a su vera, se me lanzó encima y la tumbé de un tiro. Los cachorros te lamían las manos, pedían caricias, tonteaban.

—Había que disparar a bocajarro. ¡Ya ve, muy señora mía! Había un perrito. Un perro de lanas, negrito. Hasta hoy siento pena por él. Llenamos todo un volquete entero, hasta arriba. Y los llevamos a la fosa común. La verdad es que era un simple agujero profundo; aunque las instrucciones eran cavar de tal forma que no se alcanzara las aguas subterráneas y que el fondo se cubriera con un plástico. Había que buscar un lugar elevado. Pero las órdenes, como comprenderá, no se cumplían: no había plástico, no se perdía tiempo buscando el lugar.

—Los animales, si no estaban muertos del todo, sino solo malheridos, chillaban. Lloraban. Estábamos arrojándolos del volquete a la fosa, y en eso veo que aquel perro de lanas negro se encarama. Sale del hoyo. Y resulta que ya no nos quedaban cartuchos. No había con qué rematarlo. Ni un cartucho. De manera que lo empujaron de vuelta al hoyo y así como estaba lo cubrieron de tierra.

—Hasta el día de hoy me da pena.

—Había muchos menos gatos que perros. Puede que se fueran con sus amos. O puede que se escondieran mejor. Había otro perrillo faldero… blancuzco.

—Es mejor tirar de lejos, para no verles los ojos.

—Más vale apuntar bien, para no tener que rematarlos luego.

—Eso nosotros, los hombres, que entendemos algo; ellos, en cambio, solo viven. Son «despojos andantes».

—A los caballos… los llevaban al matadero. Y los animales lloraban.

—Yo diría más… Todo ser vivo tiene alma. Desde niño, mi padre me enseñó a cazar. Un gamo herido, por ejemplo… Lo ves tumbado… y te pide piedad con los ojos, y tú, en cambio, lo rematas. En los últimos instantes ves que tiene una mirada que entiende, unos ojos casi humanos. Te odia. O te implora: ¡Yo también quiero vivir! ¡Quiero vivir!

—¡Eso para que aprendas! He de decirle que el tiro de gracia es mucho peor que matar. La caza es un deporte, un deporte más. No sé por qué nadie se mete con los pescadores y en cambio todos echan pestes de los cazadores. ¡Es injusto!

—La caza y la guerra son la principal ocupación del hombre. Desde el principio de los tiempos.

—Pues yo no se lo pude confesar a mi hijo. El niño. ¿Dónde he estado? ¿Qué he hecho? El crío piensa hasta hoy que papá se fue a defender su país. ¡Que fue a luchar! Por la tele pasaron imágenes de carros y soldados. Muchos soldados. Y mi hijo me pregunta: «Papá, ¿has estado ahí de soldado?».

—Una vez vino con nosotros un cámara de la televisión. ¿Os acordáis? Con su cámara. El tipo lloraba. Todo un hombre. Y lloraba. Quería filmar sin falta un jabalí de tres cabezas.

—¡Ja, ja, ja! La zorra ve que por el bosque corre Kolobok[27] y le pregunta: «Kolobok, ¿dónde vas rodando?». «No soy Kolobok, sino un erizo de Chernóbil». Ja, ja, ja… Como decían: «¡Átomos para la paz: calor en cada hogar!».

—El hombre, le he de decir, muere igual que los animales. Yo lo he visto. Y muchas veces. En Afganistán. Me hirieron en el vientre. Estaba yo tirado bajo el sol. Un calor insoportable. ¡Y una sed! «Voy a morir como un perro», pensé entonces. Y le diré, te desangras igual que ellos. Igual. Y duele.

—Un miliciano que vino con nosotros, pues eso… Perdió la chaveta. En el hospital donde estaba ingresado. Le daban lástima todos los gatos siameses. Que si valen mucho, decía, en el mercado. Que si eran bonitos. Pues ya ve, se le fue la azotea.

—Una vez vimos una vaca con un ternero. No les disparamos. Tampoco a los caballos. Tenían miedo de los lobos, pero no del hombre. Aunque el caballo se sabe defender mejor. Primero, por culpa de los lobos, cayeron las vacas. La ley de la selva.

—El ganado de Belarús se lo llevaban y lo vendían en Rusia. Terneras con leucemia. Qué se le va a hacer. A venderlas más baratas.

—Los que más pena daban eran los viejos. Se acercaban al coche y te decían: «Échale una mirada a mi casa, joven». Te ponían las llaves en las manos: «Llévate el traje, la gorra». Les daban una miseria. «¿Cómo está mi perro?». Al perro lo habían matado de un tiro; la casa ya la habían desvalijado. La verdad es que nunca volverían a sus casas. ¿Cómo se lo ibas a decir? Yo no acepté ninguna llave. No quería engañarlos. Otros sí. «¿Dónde has guardado el samogón? ¿En qué sitio?». Y el viejo se lo contaba. A veces te encontrabas bidones enteros; bidones grandes, de los de la leche.

—Nos pidieron que cazáramos un jabalí para una boda. ¡Un encargo! El hígado se te deshacía en las manos. De todos modos te lo encargan. Para una boda. Un bautizo…

—También cazábamos para los científicos. Una vez cada trimestre: dos liebres, dos zorras, dos gamos. Todos infestados. Pero, de todos modos, hasta cazamos para nosotros y comemos de eso. Al principio teníamos miedo, pero ahora ya nos hemos acostumbrado. Algo hay que comer; porque lo que es todos no cabremos en la Luna, ni en ningún otro planeta.

—No sé quién se compró un gorro de zorro en el mercado y se quedó calvo. Un armenio se compró un fusil barato sacado de una fosa y se murió. Medio mundo asusta al otro medio.

—Pues lo que es a mí, ni en el alma ni en la cabeza, nada de nada. Murka o Shárik[28], qué más da. ¡Ya ve, mi muy señora mía! A mí me mandaban disparar y disparaba. Era un trabajo.

—He hablado con un chófer que sacaba casas de ahí. Se las llevaban. Aunque aquello ya no era una escuela, ni una casa, ni una guardería, sino elementos inventariados para la desactivación. Se las llevaban, ¡y cómo! Me encontré con él, no sé si en los baños o junto al quiosco de cerveza. No me acuerdo bien. Pues eso, el tipo me contaba que se presentaban con un KamAZ[29] y en tres horas desmontaban una casa. Y, al llegar a la ciudad, los interceptaban. Las deshacían en pedazos. Toda la zona se ha vendido para hacer dachas. Y les pagaban, además de la comida y la bebida.

—Entre nuestra gente los hay que arrasan con todo. Cazadores rapaces. Pero a otros lo que les gusta es simplemente dar un paseo por el bosque. A la caza de pequeñas piezas. De aves.

—Pues yo le diré lo siguiente. Con la cantidad de gente que ha salido malparada, y no hay nadie que responda de ello. Encerraron al director de la central nuclear y ya está. En el sistema de antes era muy difícil decir quién tenía la culpa. Si le dan una orden de arriba, ¿qué se supone que debe usted hacer? Una sola cosa, cumplirla. Investigarían alguna cosa. He leído en el periódico que los militares sacaban de allí plutonio. Para las bombas atómicas. Por eso es que reventó. Si lo planteamos a lo bruto, la pregunta sería la siguiente: ¿Por qué Chernóbil? ¿Por qué nos ocurrió esto a nosotros… y no a los franceses o a los alemanes?

—Se me ha clavado en la memoria. Ya ve qué cosas. Qué lástima: a nadie le quedó ni un solo cartucho. Ni uno solo para rematarlo. A aquel perrillo. Veinte personas éramos. Y ni un cartucho al acabar el día. Ni uno.

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