Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Segunda parte. La corona de la creación » Monólogo acerca de que no sabemos vivir sin Chéjov ni Tolstói

Página 21 de 53

MONÓLOGO ACERCA DE QUE NO SABEMOS VIVIR SIN CHÉJOV NI TOLSTÓI

¿Por qué rezo? Pregúnteme: ¿por qué rezo? No rezo en la iglesia, sino sola. Por la mañana o por la tarde. Cuando en casa todos duermen. ¡Quiero amar! ¡Amo! ¡Rezo por mi amor! Y en cambio… [Interrumpe la frase. Veo que no quiere hablar]. ¿Recordar? Puede que lo que haga falta es apartar de uno los recuerdos. Alejarlos. Yo no he leído libros así. Ni he visto películas. En el cine he visto la guerra. Mis abuelos recuerdan que ellos no vivieron su infancia, sino que vivieron la guerra. Su infancia es la guerra, y la mía, Chernóbil. Soy de allí.

Por ejemplo usted escribe; pero lo que es a mí ningún libro me ha ayudado, me ha hecho entender. Ni en el teatro ni en el cine. Yo me intento aclarar sin ellos. Yo sola. Todas las penas las padecemos nosotros mismos, pero no sabemos qué hacer con ellas. Esto no puedo entenderlo con la razón.

Mi madre, sobre todo, no sabía qué decir. Da clases en la escuela de lengua y literatura rusa y siempre me ha enseñado a vivir como mandan los libros. Y de pronto resulta que no hay libros para esto. Mi madre se sintió perdida. Ella no sabe vivir sin los libros. Sin Chéjov, sin Tolstói.

¿Recordar? Quiero y no quiero recordar. [Parece que o bien atiende a su voz interior, o bien discute consigo misma]. Si los científicos no saben nada, si los escritores no saben nada, entonces les ayudaremos con nuestra vida y nuestra muerte. Así lo cree mi madre. Yo quisiera no pensar en esto, yo quiero ser feliz. ¿Por qué no puedo ser feliz?

Vivíamos en Prípiat, junto a la central nuclear, allí nací y crecí. En un gran edificio de paneles prefabricados, en el quinto piso. Las ventanas daban a la estación. Era el 26 de abril. Muchos contaban luego que de verdad habían oído la explosión. No sé, en mi familia nadie la notó. Por la mañana me desperté, como de costumbre, y a la escuela. Oí un zumbido. Vi por la ventana cómo sobre el tejado de nuestra casa se mantenía suspendido un helicóptero. ¡Vaya, vaya! ¡Tendré algo que contar en clase! ¿Acaso sabía algo yo? ¿Sabía que nos quedaban dos días en total? De nuestra vida anterior. Tuvimos aún dos días, los últimos dos días de nuestra ciudad. Prípiat ya no existe. Lo que ha quedado de ella ya no es nuestra ciudad.

Se me grabó en la memoria que aquel día un vecino estaba en el balcón con unos prismáticos, observaba el incendio. En línea recta habría unos tres kilómetros. En cambio, nosotros… Las chicas y los chicos… Por el día, volábamos hacia la central en nuestras bicis; los que no tenían bici, nos tenían envidia. Y nadie nos riñó. ¡Nadie! Ni los padres, ni los maestros.

A la hora de comer, en la orilla desaparecieron los pescadores; todos regresaban negros; ni en Sochi[30] te pones tan moreno ni en un mes. ¡Un moreno nuclear! El humo que se levantaba de la central no era negro, ni amarillo, sino azul. De un tono azulado. Pero nadie nos riñó. Seguramente nuestra educación era tal que el peligro solo podía deberse a una guerra, es decir, explosiones aquí y allá. Pero aquello era un incendio común y corriente, y lo apagaban unos bomberos comunes y corrientes.

Los chicos bromeaban: «Formad largas filas para el cementerio. Los más altos se morirán primero». Yo era pequeña. No recuerdo el miedo, pero me acuerdo de muchas cosas extrañas. Poco habituales, quiero decir. Una amiga me contó que por la noche su madre y ella enterraron el dinero y los objetos de oro en el patio, tenían miedo de olvidarse del lugar. A mi abuela, en su fiesta de jubilación, le regalaron un samovar de Tula; y no sé por qué lo que más le preocupaba era este samovar y las medallas del abuelo. Y la vieja máquina de coser Singer. ¿Dónde la podemos esconder?

Al poco nos evacuaron. La palabra —«evacuación»— la trajo mi padre del trabajo: «Nos mandan de evacuación». Como en los libros sobre la guerra. Ya nos habíamos subido al autobús, cuando papá se acordó de que se había olvidado algo. Se fue corriendo a casa. Y regresó con sus dos camisas nuevas. Estaban en la percha. Fue algo extraño. Poco habitual en mi padre.

En el autobús todos callaban y miraban por las ventanillas. Los soldados no parecían de este planeta: iban por las calles con unas batas blancas y máscaras.

—¿Qué va a ser de nosotros? —se dirigía a ellos la gente.

—¿Por qué nos lo preguntan a nosotros? —contestaban furiosos—. Allí tienen los «Volgas[31]» blancos, allí están los que mandan.

Viajamos en autobús. Cuando nos marchábamos, el cielo era de un espléndido azul. ¿Adónde vamos? En bolsas y redes, los pasteles de Pascua, huevos pintados. Si aquello era la guerra, yo por los libros me la imaginaba de otro modo. Explosiones aquí y allá. Bombardeos. Avanzábamos lentamente. Nos lo impedía el ganado. Llevaban a las vacas y a los caballos por la carretera. Olía a polvo y a leche.

Los conductores no paraban de maldecir y gritaban a los pastores: «¿Qué hacéis en medio de la carretera? ¡La madre que os…! ¡Estáis levantando polvo radiactivo! Id por el campo, por los prados».

Y los otros, también entre blasfemias, les contestaban a modo de justificación que les daba pena pisar el cereal y la hierba verdes.

Nadie se creía que ya no volveríamos. Porque una cosa así, que la gente no regresara a casa, nunca había sucedido antes. La cabeza me daba un poco vueltas y me picaba la garganta. Las mujeres mayores no lloraban; lloraban las jóvenes. Mi madre lloraba.

Llegamos a Minsk. Pero los asientos del tren los compramos a la revisora por el triple de su precio. La mujer trajo a todo el mundo té, pero a nosotros nos dijo:

—Denme sus tazas y vasos. —Tardamos en comprender.

—¿Qué pasa, es que faltan vasos? —¡No! Nos tenían miedo.

—¿De dónde son?

—De Chernóbil.

Y la gente se apartaba poco a poco de nuestro compartimento, no dejaban acercarse a los niños, les prohibían que corrieran a nuestro lado.

Llegamos a Minsk y fuimos a casa de una amiga de mamá. Hasta hoy, a mi madre le da vergüenza recordar cómo, con nuestra ropa y con los zapatos «sucios», nos metimos por la noche en una casa ajena. Pero nos recibieron bien, nos dieron de comer. Sentían compasión por nosotros. Pasaron a vernos unos vecinos.

—¿Tenéis invitados? ¿De dónde?

—De Chernóbil.

Y ellos también dieron marcha atrás.

Pasado un mes, a mis padres les permitieron ir a casa para ver cómo estaba. Mis padres recogieron una manta de invierno, mi abrigo de otoño y la colección completa de la Correspondencia de Chéjov, los libros que más quería mi madre. Eran siete tomos, creo. La abuela… nuestra abuela… no podía comprender por qué no se trajeron un par de botes de mermelada de fresas que tanto me gustaba; pero si estaba en los botes, bien cerrados con tapas. Con tapas de hierro. En la manta descubrimos una «mancha». Mamá lavó la manta, la limpió con la aspiradora; no había nada que hacer. La dieron a la tintorería. Aquello «ardía». Aquella «mancha»… Hasta que no la cortaron con unas tijeras… Todas las cosas más usuales y familiares: la manta, el abrigo… Pero yo ya no podía dormir bajo aquella manta. Ni ponerme el abrigo. No teníamos dinero para comprar uno nuevo, pero yo no podía. ¡Odiaba aquellas cosas! ¡Odiaba mi abrigo! ¡No es que lo temiera, sino, entiéndame bien, lo odiaba! ¡Todo eso me podía matar! ¡Podía matar a mi madre! Tenía un sentimiento de animadversión. Es algo que no puedo entender con la razón.

En todas partes se hablaba de la catástrofe: en casa, en la escuela, en el autobús, en la calle. La comparaban con Hiroshima. Pero nadie lo creía. ¿Cómo se puede creer en algo que no se comprende? Por mucho que te esfuerces, por más que lo intentes comprender, es que no puedes. Recuerdo que cuando nos marchábamos de nuestra ciudad, el cielo era de un azul espléndido.

En cuanto a la abuela… No se acostumbró al nuevo lugar. Añoraba su tierra. Poco antes de morir pedía: «¡Quiero un poco de acedera!». Pero prohibieron comer acedera durante varios años; es la que más radiación acumula. La llevamos a enterrar a su aldea natal, a Dubróvniki. Aquello ya era la zona rodeada de alambradas. Había unos soldados armados. Dejaron pasar solo a los mayores. A papá y a mamá. A los parientes. A mí no me dejaron: «Los niños no pueden pasar». Y comprendí que nunca podría ir a ver a mi abuela. Comprendí.

¿Dónde se puede leer sobre algo así? ¿Dónde ha sucedido algo parecido? Mamá me confesó: «¿Sabes? Odio las flores y los árboles». Dijo eso y se asustó de sus propias palabras, porque había crecido en el campo y todo eso lo conocía y lo amaba… Eso era antes. Cuando paseábamos con ella por la ciudad, ella podía nombrar cada flor y cualquier hierba. Uña de caballo, yero…

En el cementerio… sobre la hierba… pusieron un mantel, colocaron la comida, el vodka… Al regresar, los soldados lo comprobaron todo con el dosímetro y lo tiraron todo a la basura. La hierba, las flores… Todo «crepitaba». ¿Adónde hemos llevado a nuestra abuela?

Pido amor. Pero tengo miedo. Me da miedo amar. Tengo novio, ya hemos entregado los papeles al registro. ¿Ha oído usted hablar de los hibakusi de Hiroshima? Son los supervivientes de Hiroshima. Solo pueden casarse entre ellos. Aquí no se escribe nada sobre esto; de esto ni se habla. Pero nosotros existimos. Somos los hibakusi de Chernóbil. Mi novio me llevó a su casa; me presentó a su familia. A su madre, una buena persona. Trabaja en una fábrica, de economista. Es activista social. Va a todos los mítines anticomunistas, lee a Solzhenitsin. Pues bien, esta buena madre, cuando se enteró que soy de una familia de Chernóbil, de los evacuados, me preguntó asombrada: «Cariño, ¿pero tú puedes tener hijos?». Ya hemos entregado los papeles. Él suplicaba: «Me iré de casa. Alquilaremos un piso». Pero a mí no se me salen de la cabeza las palabras de su madre: «Cariño, para algunos parir es pecado». Amar es pecado.

Antes salí con otro chico. Un pintor. También queríamos casarnos. Todo fue bien hasta que ocurrió algo. Entro yo un día en su taller y oigo cómo grita por el teléfono: «¡Qué suerte has tenido! ¡No te imaginas la suerte que has tenido!». Por lo general era una persona tranquila, hasta algo flemático, ni un signo de exclamación en sus palabras. ¡Y de pronto!, ¿qué es lo que había pasado? Su amigo vivía en una residencia de estudiantes. El muchacho se asomó a la habitación de al lado y vio a una chica colgada. Se había atado a la ventanilla. Se ahorcó con una media. Su amigo la descolgó. La bajó. Llamó a la ambulancia. Y el mío casi no podía hablar y temblaba: «¡No te puedes ni imaginar lo que ha visto! ¡Qué ha sentido! La ha llevado en sus brazos. Tenía espuma blanca en los labios». Sobre que la muchacha había muerto ni una palabra, ni un lamento. Lo único que quería era verla y recordarla. Y luego pintarla. Y en aquel instante recordé cómo me preguntaba sobre el color del humo en el incendio de la central, si había visto a los perros y gatos acribillados a balazos, y cómo se los veía tirados en las calles. ¿Cómo lloraba la gente? ¿Había visto cómo se morían?

Después de aquel día… ya no podía seguir con él…, responder a sus preguntas… [Tras un silencio]. No sé si quiero volver a encontrarme con usted. Tengo la sensación de que me mira igual que él. Solo me observa. Para recordar. Como si se tratara de un experimento que se hiciera con nosotros. A todos les resulta interesante. No puedo librarme de esta sensación. Ya nunca podré librarme.

¿Y usted sabría decirme por qué recae sobre nosotras este pecado? El pecado de parir un hijo. Si yo no tengo culpa alguna.

¿Tengo yo la culpa de querer ser feliz?

KATIA P.

Ir a la siguiente página

Report Page