Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Segunda parte. La corona de la creación » Monólogo acerca de cómo una cosa completamente desconocida se va metiendo dentro de ti

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MONÓLOGO ACERCA DE CÓMO UNA COSA COMPLETAMENTE DESCONOCIDA SE VA METIENDO DENTRO DE TI

Hormigas. Pequeñas hormigas corren por el tronco. Alrededor retumba la maquinaria militar. Soldados. Gritos, maldiciones. Juramentos. El zumbar de los helicópteros. Y, mientras tanto, ellas corren por el tronco.

Yo regresaba de la zona, y de todo lo visto durante aquel día solo me ha quedado en el recuerdo esta escena. Este momento. Nos habíamos detenido en un bosque, encendí un pitillo junto a un abedul. Estaba cerca de él, me apoyé en el árbol. Las hormigas corrían por el tronco justo delante de mi cara; sin oírnos, sin prestarnos la más mínima atención. Siguiendo obstinadas su itinerario. Nosotros desapareceremos y ellas ni lo notarán. Algo así me pasó por la mente. Retazos de pensamientos. Tenía tantas impresiones que no podía pensar. Yo las miraba. ¿Y yo? Yo nunca las había percibido tan de cerca. A tan poca distancia.

Al principio todos hablaban de «catástrofe», luego de «guerra nuclear». He leído sobre Hiroshima y Nagasaki, he visto documentos. Es pavoroso, pero algo comprensible: una guerra nuclear, el radio de la deflagración. Esto hasta podía imaginármelo. Pero lo sucedido con nosotros… Para esto me faltaba… Me faltaban conocimientos, me faltaban todos los libros que yo había leído en toda mi vida. Regresaba de un viaje de trabajo y me quedaba mirando perplejo los estantes de libros en mi despacho. Leía. Aunque podía no leer. Una cosa nunca vista destruía mi mundo anterior. Era algo que se introducía, que penetraba en ti. Al margen de tu voluntad.

Recuerdo una conversación con un científico: «Esto es para miles de años —me explicaba—. El uranio se desintegra en 238 semidesintegraciones. Si lo traducimos en tiempo, significa mil millones de años. Y en el caso del torio, son catorce mil millones de años». Cincuenta. Cien. Doscientos años. Vale. Pero ¿más? Más allá de esta cifra, mi mente no podía imaginar. Dejaba de comprender qué es el tiempo. ¿Dónde estoy?

Escribir sobre esto ahora, cuando no han pasado más que diez años. Un instante. ¿Escribir? ¡Me parece arriesgado! No es seguro. No aclararemos, ni descubriremos nada. De todos modos, nos inventaremos algo que se asemeje a nuestra vida. Haremos un calco. Lo he probado. No me ha salido nada. Después de Chernóbil ha quedado la mitología de Chernóbil. Los periódicos y las revistas compiten entre sí para ver quién escribe algo más terrible, y estos horrores les gustan sobre todo a aquellos que no los han vivido. Todo el mundo ha leído algo sobre las setas del tamaño de una cabeza humana, pero nadie las ha encontrado. Como los pájaros de dos cabezas. Porque lo que se debe hacer no es escribir, sino anotar. Documentar los hechos. Enséñeme una novela fantástica sobre Chernóbil. ¡No la hay! ¡Y no la habrá! ¡Se lo aseguro! No la habrá.

Tengo un cuaderno de notas aparte. He apuntado en él conversaciones, rumores, chistes. Es lo más interesante y lo más fiel. Una huella exacta. ¿Qué ha quedado de la Grecia antigua? Los mitos de la Grecia antigua.

Le daré a usted mi cuaderno. A mí se me perderá entre los papeles; bueno, puede que se lo enseñe a los hijos cuando crezcan. Quiérase o no, es historia.

De conversaciones:

Ya va el tercer mes que la radio lleva diciendo: «La situación se estabiliza, la situación se estabiliza, la situación se estabili…».

De pronto ha resucitado el olvidado léxico estalinista: «agentes de los servicios secretos occidentales», «enemigos jurados del socialismo», «complots de espías», «operaciones de desestabilización», «golpe por la espalda», «socavar la unión indestructible de los pueblos soviéticos»… Todo el mundo no para de hablar de espías y terroristas infiltrados, y en cambio ni una palabra de medidas profilácticas a base de yodo. Toda información no oficial se interpreta como un ataque de la ideología enemiga.

Ayer el redactor jefe eliminó de mi reportaje el relato de la madre de uno de los bomberos que estuvo apagando aquella noche el incendio del reactor atómico. El hombre murió de una irradiación aguda. Después de enterrar a su hijo en Moscú, los padres regresaron a su aldea, que al poco evacuarían. Pero, al llegar el otoño, lograron volver a su huerto a escondidas, bosque a través, y recogieron un saco de tomates y pepinos. La madre se mostraba contenta: «Prepararemos unos veinte botes». ¡Qué fe en la tierra! En la secular experiencia campesina. Ni siquiera la muerte de su hijo había alterado su mundo habitual. «¿Qué te pasa? ¿O es que escuchas Radio Svoboda?»[39], me soltó mi redactor jefe. Yo no le respondí. «En el periódico no quiero gente que difunda el pánico. Tú escribe sobre los héroes, como los soldados que se subieron al tejado del reactor». Un héroe… Héroes. ¿Quiénes lo son hoy? Para mí lo es el médico que, a pesar de las órdenes recibidas desde arriba, decía a los hombres la verdad. Y el periodista y el científico. Pero, como dijo en una reunión el redactor jefe: «¡Recordad! Ahora entre nosotros no hay ni médicos, ni maestros, ni científicos, ni periodistas, hoy solo existe para nosotros una profesión: la de hombre soviético». ¿Creería él mismo en estas palabras? ¿Será posible que no tuviera miedo? Cada día veo más minada mi fe.

Han llegado unos instructores del Comité Central. Su itinerario era: del hotel en coche al Comité Regional del Partido, y vuelta atrás al hotel, también en coche. Estudian la situación a partir de los recortes de los periódicos locales. Mochilas enteras de bocadillos traídos de Minsk. Preparan el té con agua mineral. También traída de afuera. Me lo ha contado la responsable de guardia del hotel en el que se alojaban. La gente no cree lo que dicen los periódicos, la televisión y la radio; buscan la información en la conducta de las autoridades. Es la más de fiar.

¿Qué hacer con el niño? Tengo ganas de agarrarlo y salir corriendo. Pero llevo el carné del Partido en el bolsillo. ¡No puedo!

El chiste más popular de la zona: el mejor remedio contra el estroncio y el cesio es el vodka Stolíchnaya.

Pero en las tiendas de los pueblos de pronto han aparecido productos antes imposibles de encontrar. He oído la intervención del secretario regional del Partido: «Os vamos a dar una vida paradisíaca. Lo único que tenéis que hacer es quedaros y trabajar. Os llenaremos las tiendas de salchichón y de alforfón. Tendréis todo lo que había en las tiendas especiales». Es decir, lo que antes estaba en las tiendas del Comité Regional. La actitud hacia el pueblo es la siguiente: que se conforme con el salchichón y el vodka. Aunque, ¡maldita sea! Antes nunca había visto que en una tienda rural hubiera tres clases de salchichón. Hasta yo mismo le he comprado a mi mujer unas medias de importación.

Los dosímetros estuvieron a la venta un mes y luego desaparecieron. No se puede escribir sobre esto. ¿Cuántos y qué radionúclidos nos han soltado? Sobre esto tampoco. Prohibido también decir que en las aldeas solo han quedado los hombres. Han evacuado a las mujeres y a los niños. Durante el verano entero, los hombres se han lavado ellos mismos la ropa, han ordeñado las vacas y cultivado los huertos. Bebían, claro está. Se peleaban. Porque un mundo sin mujeres… Lástima que no sea guionista. Es un argumento para un filme. ¿Dónde está Spielberg? ¿Mi admirado Alexéi Guerman? Él hubiera escrito sobre esto. Pero he aquí un implacable tachón del redactor jefe: «No olvide que estamos rodeados de enemigos. Tenemos muchos enemigos al otro lado del océano». Y por eso solo tenemos cosas buenas y ninguna mala. Y no puede haber nada incomprensible. Pero donde se forman los convoyes de trenes especiales alguien ha visto a nuestras autoridades con sus maletas.

Junto a un puesto de la milicia, me para una anciana y me dice: «Cuando vayas por allí, échale un vistazo a mi casa. Es época de recoger la patata, pero los soldados no me dejan». Los han evacuado. Los han engañado diciéndoles que era para tres días. En caso contrario no se hubieran marchado. El hombre está en el vacío, sin nada suyo. La gente se abre paso a sus aldeas a través de los controles militares. Por las sendas de los bosques. Por las ciénagas. Durante la noche. Los persiguen, les dan caza. En coches, en helicópteros. «Como con los alemanes —comparan los viejos—. Como en la guerra…».

He visto al primer merodeador. Un muchacho joven, con dos chaquetas de piel encima. Quería demostrar a la patrulla militar que de este modo se curaba del reúma. Pero cuando le apretaron las tuercas, confesó: «La primera vez da algo de miedo, pero luego te acostumbras. Te tomas un trago y andando». Es decir, tras vencer el instinto de conservación. Porque en un estado normal esto es imposible. Así es como los nuestros se lanzan a la hazaña. Y de igual modo, al delito.

Entramos en una casa campesina abandonada. Sobre un mantel blanco hay un icono. «Para Dios», comentó alguien. En otra casa, la mesa estaba cubierta con un mantel blanco. «Para los hombres», dijo alguien.

Viajé a mi aldea pasado un año. Los perros se habían asilvestrado. Di con nuestro Rex. Lo llamo y no se acerca. ¿No me había reconocido? ¿O no me quiere reconocer? Estaría ofendido.

Durante las primeras semanas y los primeros meses, todo el mundo se quedó callado. Nadie decía nada. Sumidos en la postración. Había que marcharse; pero hasta el último día, nada. La mente es incapaz de hacerse cargo de lo que estaba sucediendo. No recuerdo conversaciones serias; solo chistes: «Ahora todas las tiendas están llenas de radioaparatos»; «Los impotentes se dividen en radioactivos y radiopasivos». Pero luego, de pronto, desaparecieron hasta los chistes.

En el hospital:

Se ha muerto el niño, y eso que ayer me había invitado a caramelos.

En una cola por azúcar:

—¿Han visto cuántas setas este año?

—Están contaminadas.

—Pareces bobo. ¿Y quién te obliga a comerlas? Las recoges, las secas y las llevas al mercado en Minsk. Te puedes hacer millonario.

¿Se nos puede ayudar? ¿Y cómo? ¿Trasladar a la gente a Australia o a Canadá? Según dicen, de vez en cuando circulan conversaciones de este género en las altas esferas.

Para levantar las iglesias se buscaba el lugar consultando literalmente al cielo. Los hombres de Iglesia tenían visiones. Se realizaban ceremonias sagradas que precedían a la construcción del templo. En cambio, las centrales nucleares se construían igual que una fábrica. O que una granja de cerdos. Se cubría el tejado de asfalto. De betún. Y el tejado cuando ardía se derretía.

¿Lo has leído? Cerca de Chernóbil han pescado a un soldado que había desertado. Se había construido un refugio y se ha pasado un año junto al reactor. Se alimentaba con lo que encontraba en las casas abandonadas; aquí un trozo de tocino, allá un bote de pepinos marinados. Ponía trampas para animales. Huyó porque los «abuelos[40]» lo tundían «a muerte». Decidió salvarse huyendo a Chernóbil.

Somos fatalistas. No tomamos ninguna iniciativa porque estamos convencidos de que las cosas irán como han de ir. Creemos en el destino. Y esta es nuestra historia. A cada generación le tocó su guerra. Cuánta sangre. Así, ¿cómo podemos ser de otro modo? Somos fatalistas.

Han aparecido los primeros perros lobos, nacidos de lobas y perros huidos al bosque. Son más grandes que los lobos, no se paran delante de los banderines, no temen la luz ni al hombre, no responden a la «vab» (grito de los cazadores que imitan a la llamada del lobo). Y también los gatos salvajes se reúnen ya en grupos y ya no tienen miedo del hombre. Se les ha borrado el recuerdo de cómo obedecían y servían al hombre. Se está desdibujando la frontera entre lo real y lo irreal.

Ayer mi padre cumplió ochenta años. Toda la familia se reunió alrededor de la mesa. Yo lo miraba y pensaba: cuántos sucesos acumulados en una sola vida: el gulag estalinista, Auschwitz y Chernóbil. Todo esto ha sucedido en el período de una sola generación. A él, en cambio, le gusta ir a pescar. Cultivar la huerta. De joven, la madre se dolía de su carácter mujeriego: «No se le escapaba ni una falda en toda la región». Pero ahora descubro cómo baja la mirada mi padre cada vez que se cruza con una mujer joven y hermosa.

De rumores:

Cerca de Chernóbil están construyendo campos de concentración en los que encerrarán a los que les ha caído encima la radiación. Allí los tendrán, los estudiarán y los enterrarán. De las aldeas cercanas a la central se llevan a los muertos en autobuses y directos al cementerio; los entierran a miles, en fosas comunes. Como durante el bloqueo de Leningrado.

Poco antes de la explosión, varias personas vieron, al parecer, una extraña luminiscencia sobre la central. Alguien incluso la fotografió. En la película se ha descubierto que era como un cuerpo extraterrestre que levitaba.

En Minsk han lavado los trenes y los vagones de mercancías. Van a evacuar toda la capital a Siberia. Allá ya se están reparando los barracones que han quedado de los campos de concentración estalinistas. Empezarán por las mujeres y los niños. A los ucranianos ya los están evacuando.

Los pescadores cada vez se encuentran con más peces anfibios, que pueden vivir en el agua y en la tierra. Por la tierra andan sobre las aletas, como si fueran patas. Se han empezado a pescar lucios sin cabeza ni aletas. Solo les quedaba el tronco. Algo parecido le empezará a pasar a la gente. Los bielorrusos se convertirán en humanoides.

No se trató de una avería, sino de un terremoto. Ocurrió algo en la corteza terrestre. Y se produjo una explosión geológica. En esto han intervenido fuerzas geofísicas y cósmicas. Los militares ya lo sabían todo de antemano, podían haber avisado, pero, como todo, lo llevan en el más riguroso secreto.

Por culpa de la radiación, los animales del bosque están enfermos. Merodean tristes y tienen los ojos mustios. A los cazadores les da miedo y lástima disparar contra ellos. Y los animales han dejado de temer al hombre. Los zorros y los lobos entran en los pueblos y se acercan cariñosos a los niños.

La gente de Chernóbil tiene hijos, pero, en lugar de sangre, a estos niños les corre un líquido amarillo por las venas. Hay científicos que demuestran que el mono se hizo tan inteligente por haber vivido en un ambiente radiactivo. Los niños que nazcan dentro de tres o cuatro generaciones, todos serán como Einstein. Esto es un experimento cósmico que están realizando con nosotros.

ANATOLI SHIMANSKI, periodista

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