Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Segunda parte. La corona de la creación » Monólogo acerca de la añoranza de un papel y de un argumento

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MONÓLOGO ACERCA DE LA AÑORANZA DE UN PAPEL Y DE UN ARGUMENTO

Se han escrito ya decenas de libros. Muchas películas. Comentarios diversos. Y, sin embargo, el suceso supera igualmente todo género de comentarios.

En cierta ocasión oí o leí que Chernóbil se nos plantea ante todo como un problema de autoconocimiento. Y estuve de acuerdo, pues coincide con lo que siento. Sigo confiando en que alguien muy inteligente me lo explique todo. Me lo aclare. De igual modo como me ilustran en todo lo referente a Stalin, a Lenin, al bolchevismo. O como nos machacan sin parar: «¡El mercado! ¡El mercado! ¡El mercado libre!». En cambio, nosotros… Nosotros, que nos hemos formado en un mundo sin Chernóbil, vivimos, en cambio, con Chernóbil.

Yo de hecho soy un especialista profesional en cohetes, experto en combustible de propulsión. He trabajado en Baikonur[42]. Los programas Cosmos e Intercosmos representan una gran parte de mi vida. ¡Una época maravillosa! ¡Conquistemos el cielo! ¡Conquistemos el Ártico! ¡Las tierras vírgenes! ¡El cosmos! Todo el pueblo soviético voló con Gagarin al cosmos, se lanzó al espacio. ¡Todos nosotros! ¡Hasta hoy sigo enamorado de él! ¡Un maravilloso hombre ruso! ¡Con una espléndida sonrisa! Hasta su muerte parece fruto de un guion. Todos soñando con volar, con flotar en el aire, con la libertad. Deseando escapar a alguna parte. ¡Fue un tiempo maravilloso!

Por circunstancias familiares me trasladé a Belarús y aquí seguí trabajando. Cuando llegué, me sumergí en este espacio de Chernóbil, y este ambiente sometió mis sentimientos a un serio correctivo. Era imposible imaginar algo parecido, aunque siempre he estado en contacto con la técnica moderna, con la técnica del cosmos. De momento, cuesta pronunciar…, es imposible imaginar… algo… [Se queda pensativo].

Un instante antes me parecía haber cazado el sentido. Hace un instante. Me siento impelido a filosofar. Hables con quien hables de Chernóbil, a todo el mundo le da por filosofar.

Pero mejor le cuento de mi trabajo. ¡Lo que no habremos hecho! Estamos construyendo una iglesia. La iglesia de Chernóbil, en honor al icono de la Madre de Dios «Gloria a los Caídos». Recogemos donaciones, visitamos a los enfermos y a los moribundos. Escribimos una crónica. Estamos construyendo un museo.

En un principio pensé que, con mi corazón, no podría trabajar en un lugar como este. Pero me dieron una primera misión: «Toma este dinero y repártelo entre 35 familias. Entre 35 viudas, cuyos maridos hayan muerto». Todos habían sido liquidadores. Había que ser justos. Pero ¿cómo? Una viuda tenía una niña pequeña, que estaba enferma; otra viuda tenía dos niños; una tercera mujer era ella la que estaba enferma; otra vivía en un piso de alquiler, y aún había otra más que tenía cuatro hijos. Por la noche me despertaba pensando: «¿Cómo hacer para que nadie salga perjudicado?». Pensaba y contaba el dinero, contaba y pensaba. ¿Se imagina? Y no pude resolverlo. Repartimos el dinero a todos por igual, siguiendo el orden de la lista.

Pero mi gran obra es el museo. El museo de Chernóbil. [Calla].

Aunque a veces me parece que lo que habrá aquí no es un museo sino una oficina de pompas fúnebres. ¡Yo trabajo en el servicio de sepelios! Esta mañana, aún no había tenido tiempo de quitarme el abrigo, que se abre la puerta y desde el umbral una mujer que, más que sollozar, chillaba: «¡Quédense con su medalla, con todos los diplomas! ¡Quédense con las compensaciones! ¡Pero devuélvanme a mi marido!». Se pasó mucho rato gritando. Y al irse me dejó la medalla, los diplomas. Pues bien, allí se quedarán, en el museo, en la vitrina. La gente los verá. Pero los gritos, sus gritos, no los ha oído nadie más que yo, y cuando hable sobre estos documentos lo recordaré.

Ahora se está muriendo el coronel Yaroshuk. Un químico-dosimetrista. Era un tipo enorme y ahora está paralizado en la cama. La mujer le da la vuelta como a una almohada. Le da de comer con la cuchara. Además, tiene piedras en los riñones, habría que deshacerle los cálculos, pero no tenemos dinero para costear la operación. Somos muy pobres, subsistimos con las donaciones. El Estado, en cambio, se porta como un sinvergüenza, ha abandonado a esta gente. Cuando el coronel se muera, pondrán su nombre a una calle, a una escuela o a una unidad militar; pero esto será cuando se muera. El coronel Yaroshuk… Había recorrido a pie toda la zona, determinando los límites de los puntos máximos de contaminación; es decir se había empleado a una persona, en el pleno sentido de la palabra, como si fuera un robot. El hombre era plenamente consciente de ello, pero, de todos modos, se hizo toda la zona, empezando desde la misma central, en círculos de radio creciente y por sectores. Llevando los aparatos de dosimetría encima. «Palpaba» una «mancha» y se movía siguiendo la frontera de la «mancha» para marcarla exactamente en el mapa.

¿Y los soldados que trabajaron en el mismo techo del reactor? En la liquidación de las consecuencias de la avería, se destinaron, en total, 210 unidades militares: cerca de 340 000 militares.

A los que limpiaron el tejado les tocó la peor parte de aquel infierno. Les habían dado delantales de plomo, pero la emisión venía de abajo y en esa parte el hombre estaba al descubierto. Llevaban las botas de faena más corrientes. Permanecían de un minuto y medio a dos al día, subidos al tejado. Y luego, cuando los licenciaban, les entregaban un diploma y un premio: 100 rublos. Y desaparecían en los espacios infinitos de nuestra patria. Sobre el tejado rastrillaban el combustible y el grafito del reactor, pedazos de cemento y del encofrado. Eran veinte o treinta segundos para cargar unas parihuelas y otros tantos para arrojar la «basura» desde el techo. Solo que aquellas parihuelas especiales pesaban 40 kilos. De manera que imagínese: el delantal de plomo, las máscaras, esas parihuelas y todo a una velocidad endiablada. ¿Se imagina?

En el museo de Kíev hay una maqueta de grafito del tamaño de una gorra; dicen que si fuera de verdad pesaría dieciséis kilos, así de denso y pesado es.

Los manipuladores teledirigidos se negaban a menudo a ejecutar las órdenes que se les daba o hacían algo completamente distinto, pues sus circuitos electrónicos quedaban destrozados bajo el efecto de los altos campos electromagnéticos. Los «robots» más fiables eran los soldados. Los bautizaron con el nombre de «robots verde» (por el color del uniforme militar).

Por el techo del reactor destruido han pasado 3600 soldados. Aquellos hombres dormían en el suelo; todos contaban cómo en los primeros días echaban la paja sobre el suelo en las tiendas de campaña. Y recogían esa paja de los almiares cercanos al reactor.

Eran muchachos jóvenes. Ahora también ellos se están muriendo; pero comprenden que sin ellos no lo hubieran hecho. Además eran personas de una cultura especial. La cultura de la hazaña. Unas víctimas.

Hubo un momento en que existió el peligro de una explosión termonuclear, y entonces se impuso la necesidad de soltar el agua de debajo del reactor. Para que el uranio y el grafito fundidos no cayeran allí dentro, donde, junto con el agua, podrían alcanzar la masa crítica. Y provocar, por tanto, una explosión de hasta tres o cinco megatones. Entonces no solo hubiera perecido la población de Kíev y de Minsk, sino que no se hubiera podido vivir en una zona enorme de Europa. ¿Se imagina? Una catástrofe europea.

De modo que esta era la misión: ¿A ver quién se zambullía en aquel agua y abría allí el pestillo de la compuerta de desagüe? Les prometieron coche, piso, dacha y mantener a los familiares hasta el fin de sus días. Se pidió voluntarios. ¡Y aparecieron! Y los muchachos se tiraron, se zambulleron muchas veces y abrieron aquella compuerta. Y les dieron 7000 rublos para todo el equipo. Aunque se olvidaron de los coches y de los pisos prometidos. ¡Pero es que además no lo hicieron por eso! No lo hicieron por razones materiales. Lo que menos importaba era lo material. [Se emociona].

Esta gente ya no existe. Solo quedan sus documentos en nuestro museo. Los apellidos. Pero si ellos no lo hubieran hecho… Nuestra disposición al sacrificio. En eso no tenemos rival.

Un día discutí con uno. El hombre me quería demostrar que una actitud como aquella se explicaba por el poco valor que le damos a la vida. Que era cosa de nuestro fatalismo asiático. Una persona que sacrifica su vida, me venía a decir, no se percibe a sí misma como una personalidad única, irrepetible, como un ser que ya no volverá a existir nunca más. Es la añoranza de un papel. Hasta entonces era una persona sin texto; un figurante. Un ser que no tenía un guion, que solo servía de telón de fondo. Y aquí de pronto se convierte en el personaje principal. La añoranza de un sentido. ¿Qué es nuestra propaganda? ¿Nuestra ideología? Le proponen a uno morir para dar un sentido a su vida. Lo encumbran. ¡Le dan un papel! Un gran valor a su muerte, porque tras la muerte llega la eternidad. Esto es lo que me quería demostrar. Me daba ejemplos.

¡Pero yo no estoy de acuerdo! ¡Rotundamente, no! Sí, es verdad, se nos ha educado para ser soldados. Así nos han enseñado. Siempre en estado de movilización, siempre dispuestos a realizar algo imposible.

Mi padre, cuando, después de la escuela, quise ingresar en una universidad civil, se quedó de piedra. «¿Yo un militar de carrera y tú llevarás un traje de chaqueta? ¡Tu deber es defender la Patria!». Estuvo varios meses sin hablarme, hasta el día en que entregué mis papeles en un centro militar.

Mi padre luchó en la guerra; ya ha muerto. Siempre viviendo con lo puesto, sin fortuna alguna, como toda su generación. Tras su muerte, no quedó nada, ni casa, ni coche, ni tierras. ¿Qué tengo yo de él? Su macuto de campaña —se lo dieron antes de la guerra finlandesa— y, dentro de él, sus condecoraciones ganadas en combate. Y además conservo en una bolsa las trescientas cartas de mi padre desde el frente, empezando desde el 41; mi madre las guardó. Esto es todo lo que me ha quedado de él. ¡Y sin embargo, a mí me parece un capital de un valor incalculable!

¿Ahora entiende cómo veo nuestro museo? Allí tiene un bote con tierra de Chernóbil. Un puñado de tierra. Allí, un casco de minero. También de Chernóbil. Enseres campesinos de la zona. En este lugar no se puede dejar entrar a los dosimetristas. ¡Todo esto aúlla! ¡Pero todo aquí debe ser autentiquísimo! ¡Nada de reproducciones! Es necesario que nos crean. Y solo se puede creer lo verdadero, porque hay demasiadas mentiras en torno a Chernóbil. En el pasado y en el presente. El átomo, apareció un dicho así, el átomo se puede emplear no solo para fines militares o civiles, se puede aplicar también para fines personales. Todo se ha llenado de fundaciones, de estructuras comerciales.

Ya que escribe un libro así, debe usted ver nuestro material en vídeo, que es único. Lo vamos recogiendo a migajas. ¿La crónica de Chernóbil? Cuente que no existe. No nos la dejaban filmar. Todo estaba bajo secreto. Y si alguien lograba grabar algo, al instante, nuestros bien conocidos órganos competentes te retiraban este material y te devolvían las cintas borradas. Tampoco tenemos la crónica de cómo evacuaron a la gente, de cómo se sacó el ganado. Estaba prohibido filmar la tragedia, solo se grababa el heroísmo. A pesar de todo se han editado álbumes sobre Chernóbil, pero ¡cuántas veces les han destrozado las cámaras a los operadores de cine y de televisión! ¡Cuántas los han machacado en los despachos de arriba!

Para contar honestamente lo que pasó en Chernóbil hacía falta valor; aún ahora se necesita. ¡Créame! Pero tiene que verlas. Estas imágenes. Las caras negras como el grafito de los primeros bomberos. ¿Y sus ojos? Son los ojos de una gente que ya sabe que nos va a dejar. En un fragmento se ven las piernas de una mujer que a la mañana siguiente de la catástrofe se fue a trabajar a un huerto cercano a la estación nuclear. Anduvo campo a través, por la hierba cubierta de rocío. Sus piernas parecen un cedazo, todas perforadas hasta las rodillas. Esto hay que verlo, ya que escribe usted un libro así.

Yo llego a casa y no puedo coger en brazos a mi hijo pequeño. He de tomarme 50 o 100 gramos de vodka para poder tomar a mi niño en brazos.

Hay toda una sección del museo dedicada a los pilotos de helicóptero. El coronel Vodolazhski. Héroe de Rusia; está enterrado en tierra bielorrusa, en la aldea Zhúkov Lug. Cuando superó la dosis límite, debieron haberlo evacuado inmediatamente, pero se quedó e instruyó a otros 33 equipos de pilotos. Realizó personalmente 120 vuelos, arrojó 200 o 300 toneladas de carga; la temperatura en la cabina alcanzaba los 60 grados. ¿Qué pasaba abajo cuando se arrojaban los sacos de arena? Imagíneselo. Un horno. La radiación alcanzaba los 1800 roentgen a la hora. Los pilotos llegaban a sentirse mal en el aire. Para hacer un lanzamiento ajustado, para acertar en el objetivo —en la boca ardiente— sacaban la cabeza de la cabina y apuntaban a ojo. Miraban hacia abajo. No había otro modo de hacerlo.

En las sesiones de la comisión gubernamental se informaba simplemente, como si tal cosa: «Para esto hay que perder dos o tres vidas. Y para esto, una vida». Así de sencillo, como si tal cosa.

Murió el coronel Vodolazhski. En su cartilla de dosis acumuladas sobre el reactor los médicos le apuntaron siete rems. ¡Cuando en realidad fueron seiscientos!

¿Y los cuatrocientos mineros que taladraron el túnel de debajo del reactor? Hacía falta abrir un túnel para inyectar nitrógeno líquido en la base y congelar una almohadilla de tierra: así se dice en el lenguaje técnico. De otro modo, el reactor se hubiera desplomado en las aguas subterráneas. Mineros de Moscú, de Kíev, de Dnepropetrovsk. No he leído nada sobre ellos. Y, en cambio, aquellos muchachos, desnudos, a 50 grados de temperatura, empujaban a cuatro patas las vagonetas. Allí dentro había aquellos mismos cientos de roentgen.

Ahora se están muriendo. Pero ¿y si ellos no lo hubieran hecho? Yo creo que son unos héroes y no víctimas de una guerra, una guerra que como si no la hubiera habido. Lo llaman avería, catástrofe. Cuando fue una guerra. Hasta nuestros monumentos de Chernóbil parecen militares.

Hay cosas que no está permitido comentar: el pudor eslavo. Pero usted lo debe saber. Con el libro que está escribiendo. A las personas que trabajan en un reactor o en sus inmediaciones, por norma general, se les daña… Es un síntoma similar al que se da entre los técnicos de armas estratégicas. Se trata de algo bien sabido. Por regla general, les queda afectado el sistema genitourinario. Los atributos masculinos. Pero del tema no se habla en voz alta. No está bien visto.

En una ocasión acompañé a un periodista inglés; el hombre preparó unas preguntas muy interesantes. Justamente sobre este tema; le interesaba el aspecto humano del problema. ¿Qué le ocurre a la persona después de todo eso en casa, en la vida cotidiana, en la vida íntima? Y lo bueno es que no obtuvo ninguna respuesta sincera. Por ejemplo, pidió que reunieran a algunos pilotos de helicóptero para charlar entre hombres. Se presentaron unos cuantos, algunos ya jubilados a los treinta y cinco, cuarenta años. A uno lo trajeron a pesar de tener una pierna rota; se le había producido una fisura típica de la gente mayor; es decir, en su caso por el efecto de la radiación, los huesos se reblandecen. Pero lo trajeron.

El inglés les hace sus preguntas: ¿Cómo os va ahora con la familia…, qué tal con vuestras jóvenes esposas? Los pilotos permanecen callados. Ellos han venido a contar cómo realizaban hasta cinco vuelos al día. Y este ¿qué les pregunta? ¿Sobre sus mujeres? De estos temas… Entonces, el tipo se pone a sonsacarles uno a uno. Pero ellos, como un solo hombre: la salud es normal, el Estado valora su gesta y en casa reina el amor y la concordia. Y ni uno solo… Ni uno se sinceró.

Los pilotos ya se habían marchado, pero yo noto que el inglés está deprimido.

«¿Entiendes ahora por qué nadie os cree? —me dice—. Os engañáis a vosotros mismos».

El caso es que el encuentro se había realizado en un café, donde servían dos atractivas camareras. Las chicas ya estaban recogiendo las mesas y el inglés va y les pregunta:

—¿Al menos ustedes me podrían contestar a unas cuantas preguntas?

Y las dos muchachas le pusieron las cartas boca arriba. Él les pregunta:

—¿Quieren casarse?

—Sí, pero sobre todo no aquí. Todas soñamos con casarnos, pero con un extranjero, para dar a luz un niño sano.

Entonces, el inglés se anima y se atreve a ir más allá:

—Pero, a ver, ¿tienen ustedes amigos? ¿Cómo son? ¿Ellos les satisfacen? ¿Entienden a lo que me refiero?

—Mire, ahora estaban con ustedes unos pilotos. Unos tipos de dos metros. Con todas sus medallas. Pues bien, estos tipos son buenos para las tribunas, pero no para la cama.

El periodista fotografió a aquellas chicas, y a mí me repitió la misma frase:

—¿Entiendes ahora por qué nadie os cree? Os engañáis a vosotros mismos.

Fuimos con él a la zona. La estadística es conocida: en torno a Chernóbil hay ochocientas fosas. El hombre esperaba encontrarse con unas instalaciones técnicas fantásticas; cuando lo que hay son unas zanjas de lo más corriente. Y en ellas, el «bosque anaranjado», los árboles talados en 150 hectáreas alrededor del reactor (a los dos días de la avería, los pinos y los abetos se pusieron rojos y luego de color naranja). Yacían allí miles de toneladas de metal y acero, pequeñas tuberías, trajes de trabajo, construcciones de hormigón.

El periodista me mostró una foto de una revista inglesa. Una vista panorámica. Desde arriba. Miles de máquinas, tractores, aviones. Coches de bomberos, ambulancias.

La fosa más grande se halla junto al reactor. Quería fotografiarla ahora, pasados diez años. Le habían prometido una buena suma de dinero por la foto. De modo que damos vueltas y más vueltas, y cada director nos manda a otro: unas veces te dicen que no tienen el mapa; otras, no nos dan permiso.

Dimos vueltas hasta no poder más de agotamiento, cuando de pronto se me ocurrió: comprendí que la fosa ya no existía, que ya no existía en la realidad, sino solo en los listados. Hacía tiempo que lo habían robado todo y repartido por los mercados, convertido en piezas de recambio para los koljoses y en leña para la casa. Lo habían robado todo y se lo habían llevado. El inglés no podía comprenderlo. ¡No me creyó! ¡Cuando le dije toda la verdad, el hombre no me creyó!

Y hasta yo ahora, cuando leo incluso el artículo más valiente, no me lo creo. De forma constante me viene subconscientemente la idea: «¿Y si de pronto también esto es mentira? ¿O algún cuento?». Recordar la tragedia se ha convertido en un lugar común. ¡En un tópico! ¡O en un espantajo! [Concluye en tono desesperado. Calla durante largo rato].

Todo lo llevo al museo. Cargo con todo. Pero hay días en que se me ocurre pensar: «¡Lo mando todo al diablo! ¡Me largo!». ¿Cómo se puede soportar todo esto, dígame?

Un día tuve una conversación con un sacerdote joven. Estábamos junto a la tumba recién cubierta de Sasha Goncharov. Uno de los muchachos que estuvieron en el tejado del reactor. Nevaba. Hacía viento. Un tiempo infernal. El sacerdote oficia el funeral. Lee la oración con la cabeza descubierta.

—Cualquiera diría que no nota usted el frío —le comenté más tarde.

—Así es —me contestó—; en momentos como este soy todopoderoso. Ninguna otra ceremonia religiosa me transmite tanta energía como los funerales.

Lo recuerdo ahora: eran las palabras de un hombre que siempre se encuentra cerca de la muerte.

Más de una vez les he preguntado a los periodistas extranjeros que vienen a vernos, muchos de ellos nos han visitado ya varias veces: ¿Por qué vienen, por qué piden que les manden a la zona? Sería estúpido pensar que es solo por dinero o para hacer carrera.

«Nos gusta esto —confiesan—. Aquí recibimos una potente carga de energía».

¿Se imagina? Una respuesta inesperada, ¿no es cierto? Para ellos, seguramente, nuestros hombres, sus sentimientos, su mundo es algo nunca antes visto. La enigmática alma rusa. A nosotros también nos encanta beber y discutir en la cocina. Uno de mis amigos dijo en cierta ocasión: «En cuanto nos llenemos la panza y nos olvidemos de lo que es sufrir, ¿para quién resultaremos entonces interesantes?». No puedo olvidar estas palabras. Pero tampoco he podido aclarar qué es lo que más les atrae a los demás: ¿Nosotros mismos? ¿O lo que se puede escribir sobre nosotros? ¿O entender, a través de nosotros?

¿Qué es eso de dar vueltas continuamente alrededor de la muerte?

Chernóbil. Ya no tendremos otro mundo más que este. Al principio, cuando arrancaban la tierra de debajo de los pies, soltábamos este dolor nuestro sin más; pero ahora te invade la evidencia de que no hay otro mundo: de que no hay adónde ir. La sensación de asentamiento trágico en esta tierra de Chernóbil. Una visión del mundo radicalmente distinta.

De la guerra había regresado la generación «perdida». ¿Recuerda a Remarque? Pero con Chernóbil vive la generación «desconcertada». Vivimos en el desconcierto. Lo único que no ha cambiado es el sufrimiento humano. Nuestro único capital. ¡Un tesoro que no tiene precio!

Llego a casa… después de todo eso. Mi mujer me escucha. Y luego me dice con voz queda: «Te quiero, pero no te daré a mi hijo. No se lo daré a nadie. Ni a Chernóbil, ni a Chechenia. ¡A nadie!». También en ella se ha instalado ya este miedo.

SERGUÉI VASÍLIEVICH SÓBOLEV, vicepresidente de la asociación republicana Escudo para Chernóbil

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