Voces de Chernóbil
Segunda parte. La corona de la creación » Coro del pueblo
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CORO DEL PUEBLO
Klavdia Grigórievna Barsuk, esposa de un liquidador; Tamara Vasílievna Beloókaya, médico; Yekaterina Fiódorovna Bobrova, evacuada de la ciudad de Prípiat; Andréi Burtis, periodista; Iván Naúmovich Berguéichik, pediatra; Yelena Ilínichna Voronkó, habitante del poblado rural Braguin; Svetlana Góvor, esposa de liquidador; Natalia Maxímovna Goncharenko, evacuada; Tamara Ilínichna Dubikóvskaya, habitante del poblado rural Narovlia; Albert Nikoláyevich Zaritski, médico; Alexandra Ivánovna Kravtsova, médico; Eleonora Ivánovna Ladutenko, radiólogo; Irina Yúrievna Lukashévich, comadrona; Antonina Maxímovna Larivónchik, evacuada; Anatoli Ivánovich Polischuk, hidrometeorólogo; Maria Yákovlevna Savélieva, madre; Nina Jantsévich, esposa de liquidador.
Hace tiempo que no veo a mujeres embarazadas felices. Mamás felices. Mire, una de las que ha dado a luz ahora mismo, vuelve en sí y llama: «¡Doctor, enséñemelo! ¡Tráigamelo!». Le palpa la cabecita, la frente, todo el cuerpo. Cuenta los dedos de los pies y de las manos. Comprueba. Quiere estar segura: «Doctor, ¿mi niño ha nacido normal? ¿Todo está bien?». Se lo traen para que le dé de comer. Tiene miedo: «Vivo no lejos de Chernóbil. He ido allí a ver a mi madre. Me cayó encima aquella lluvia negra».
Te cuentan sus sueños: unas veces, una ternera que ha nacido con ocho patas, otras un cachorro con cabeza de erizo. Unos sueños tan extraños. Antes las mujeres no tenían sueños así. Yo no los había oído. Y eso que llevo treinta años de comadrona.
Toda mi vida la vivo en la palabra… Con la palabra… Enseño lengua y literatura rusa en la escuela. Sería, creo recordar, a principios de junio; había exámenes. De pronto, el director de la escuela nos reúne para anunciarnos: «Mañana venid todos con palas». Al fin se aclaró que debíamos arrancar la capa superior, la capa contaminada de la tierra en torno a los edificios de la escuela, y luego vendrían los soldados y lo asfaltarían. Preguntamos: «¿Qué medios de protección nos darán? ¿Nos traerán trajes especiales, respiradores?». Nos contestaron que no. «Tomad las palas y a cavar». Solo dos maestros jóvenes se negaron, el resto fue y se puso a cavar. Nos sentíamos deprimidos y a la vez con la sensación de cumplir con nuestro deber; es algo que está en nosotros: estar allí donde hay dificultades, donde hay peligro, defender la patria.
¿O no es esto lo que yo les enseño a los alumnos? Solo eso: dar un paso adelante, lanzarse al fuego, defender, sacrificarse. La literatura que yo enseñaba no trataba de la vida, sino de la guerra. Sobre la muerte. Shólojov, Serafimóvich, Fúrmanov, Fadéyev, Borís Polevói[43]…
Solo dos maestros jóvenes se negaron. Pero son de la nueva generación. Ya son otro tipo de personas.
Cavamos la tierra de la mañana a la noche. Cuando regresábamos a casa nos pareció raro ver que las tiendas estuvieran abiertas: las mujeres compraban medias, perfumes. Nosotros ya estábamos sumergidos en una sensación de guerra. Mucho más comprensible resultaba comprobar que de pronto aparecieron las colas para comprar el pan, la sal, las cerillas… Todos se pusieron a secar pan. Lavaban el suelo cinco y seis veces al día, tapaban las rendijas de las ventanas. Se pasaban el día escuchando la radio. Este comportamiento me resultó conocido, aunque he nacido después de la guerra. Yo intentaba analizar mis sentimientos y me asombré al descubrir la rapidez con que se había adaptado mi psique; de un modo que no alcanzo a comprender, la experiencia de la guerra me resultó ser familiar. Me podía imaginar cómo abandonaría la casa, cómo nos iríamos con los niños, qué cosas me llevaría y qué escribiría a mi madre. Aunque alrededor transcurría la vida pacífica de siempre y por la tele daban comedias. Pero nosotros siempre hemos vivido sumidos en el terror; sabemos vivir en el terror; es nuestro medio natural de vida.
Y en esto, nuestro pueblo no tiene igual.
Yo no he vivido una guerra. Pero todo esto me la recordó. Los soldados entraban en las aldeas y evacuaban a la gente. Las calles de los pueblos estaban a rebosar de maquinaria militar: blindados, camiones con lonas verdes, hasta tanques. La gente abandonaba sus casas en presencia de los soldados; y esto tenía un efecto deprimente, sobre todo para aquellos que han vivido la guerra. Primero culpaban a los rusos: «Ellos tienen la culpa; la central es suya». Pero luego: «La culpa la tienen los comunistas».
El corazón te latía presa de un terror inhumano.
Nos han engañado. Nos prometieron que regresaríamos a los tres días. Dejamos la casa, el baño, el pozo y el viejo jardín. Por la noche, antes de partir, salí al jardín y vi cómo se habían abierto las flores. Por la mañana cayeron todas. Mi madre no pudo soportar la evacuación. Murió al cabo de un año. A mí se me repiten dos sueños. En el primero veo nuestra casa vacía, y en el segundo, junto a nuestra cancela, se alza mi madre rodeada de georgianas. Mi madre viva. Y sonriente.
Todo el tiempo comparamos lo sucedido con la guerra. Pero la guerra se puede entender. Sobre la guerra me ha contado mi padre y he leído libros. ¿Pero esto? De nuestra aldea han quedado tres cementerios: en uno descansan los hombres, es el viejo; en otro, los perros y los gatos que hemos abandonado y que se han sacrificado, y en el tercero están nuestras casas.
Han enterrado incluso nuestras casas.
Cada día… Cada día recorro mis recuerdos. Voy por las mismas calles, junto a las mismas casas. Era una ciudad tan tranquila, una ciudad calmada. Nada de fábricas, solo una de caramelos.
Era domingo. Estaba tumbada, tomando el sol. Vino corriendo mamá: «Ha explotado Chernóbil; la gente anda escondiéndose en sus casas, y tú, hija mía, aquí, al sol». Me reí de ella: de Narovlia hasta Chernóbil había 40 kilómetros.
Por la noche, se detuvo un automóvil junto a nuestra casa. Entró una conocida mía con su marido: ella, en bata de casa; él, en chándal de deporte y con unas zapatillas viejas. Habían escapado de Prípiat, bosque a través, por caminos vecinales. Habían huido. En las carreteras, la milicia hacía guardia, había controles militares, no dejaban salir a nadie. Lo primero que me dijo a gritos: «¡Hay que buscar cuanto antes leche y vodka! ¡Ahora mismo!». Gritaba y gritaba: «Justo ahora que me había comprado los muebles, una nevera nueva. Me había hecho un abrigo de piel. Lo he dejado todo; lo he envuelto en plástico. No hemos dormido en toda la noche. ¿Qué va a pasar? ¿Qué va a pasar?». El marido la calmaba. Decía que los helicópteros sobrevolaban la ciudad, que los coches militares patrullaban por las calles echando una espuma al suelo. A los hombres los enrolaban por medio año en el ejército, como si estuviésemos en guerra. Se pasaban los días delante del televisor, esperando la intervención de Gorbachov.
Pero las autoridades callaban. Solo después de que se celebraran las fiestas, Gorbachov dijo: «No se preocupen, camaradas, la situación está bajo control. Es un incendio, un simple incendio. No es nada grave. Allí la gente vive, trabaja».
Y nosotros lo creíamos.
Tengo estas imágenes. Me daba miedo dormir por las noches. Cerrar los ojos.
Condujeron todo el ganado de las aldeas evacuadas a nuestro centro de distrito, a los lugares de recogida. Las vacas, las ovejas, los cerdos, los animales enloquecidos, corrían por las calles. Quien quería, los atrapaba. Desde la fábrica de productos cárnicos los camiones iban con las canales a la estación Kalínovichi, allí los cargaban para Moscú. Pero Moscú rechazó la carga. Y estos vagones, convertidos ya en sarcófagos, regresaron a nuestra ciudad. Convoyes enteros. Aquí los enterraron. El olor a carne podrida me perseguía por las noches. «¿Es posible que este sea el olor de una guerra atómica?», pensaba yo. La guerra debe oler a humo.
Los primeros días evacuaban a los niños por la noche; para que lo viera menos gente. Ocultaban la desgracia, la escondían. Pero de todos modos la gente se enteraba de todo. Unos sacaban a la carretera bidones con leche, otros cocían pan. Como durante la guerra. ¿Con qué más lo puedes comparar?
Reunión del Comité Ejecutivo Regional del Partido. Situación de guerra. Todos esperan la intervención del jefe de defensa civil, porque quien había logrado recordar algo sobre la radiación era a partir de algunos retazos del manual de física de la décima clase. El individuo aparece en la tribuna y empieza a decir lo que ya se sabía de los libros y de los manuales sobre la guerra atómica: que después de recibir 50 roentgen, un soldado debía abandonar el combate; sobre cómo construir refugios, cómo usar las máscaras antigás, sobre el radio de la explosión…
Pero esto no es ni Hiroshima ni Nagasaki, aquí todo es distinto. Ya empezamos a intuirlo.
Viajamos a la zona contaminada en helicóptero. Con el equipo que mandan las normas: sin ropa interior, un mono de algodón, como los cocineros, sobre el traje una película de protección, guantes y una mascarilla de gasa. Todos cubiertos de aparatos colgando. Descendemos del cielo junto a una aldea y vemos a unos chiquillos revolcándose en la arena, como los gorriones. En la boca un guijarro, una rama. Los críos sin pantalones, con el culo al aire. Pero las órdenes son que no tratemos con la gente para no provocar el pánico.
Y ya ve, ahora vivo con esto sobre mi conciencia.
De pronto empezaron a aparecer esos programas por la tele. Uno de los temas: una mujer ordeña una vaca, lo echa en un bote, el periodista se acerca con un dosímetro militar y lo pasa por el bote. Y le sigue el comentario siguiente: «Ya ven —te vienen a decir—, todo es completamente normal», cuando en realidad se encuentran a solo diez kilómetros del reactor. Te muestran el río Prípiat. La gente bañándose, tomando el sol. A lo lejos se ve el reactor y las volutas de humo que se alzan sobre él. Comentario: como pueden comprobar, las emisoras occidentales siembran el pánico, difunden descarados infundios sobre la avería. Y de nuevo con el dosímetro: ahora junto a un plato de sopa de pescado, luego con una pastilla de chocolate, y después sobre unos bollos en un quiosco al aire libre. Era un engaño. Los dosímetros militares de los que entonces disponía nuestro ejército no estaban preparados para medir alimentos, solo podían medir la radiación ambiental.
Un engaño tan increíble, semejante cantidad de mentiras asociadas a Chernóbil en nuestra conciencia, solo había podido darse en el 41. En los tiempos de Stalin.
Quería dar a luz un hijo fruto del amor. Esperábamos nuestro primer hijo. Mi marido quería un niño, y yo una niña. Los médicos me habían intentado convencer: «Debe decidirse a abortar. Su marido ha estado durante largo tiempo en Chernóbil». Es conductor y los primeros días lo llamaron para que fuera allí. Para transportar arena y hormigón. Pero yo no le hice caso a nadie. No quise creer a nadie. Había leído en los libros que el amor podía vencerlo todo. Incluso a la muerte.
La criatura nació muerta. Y sin dos dedos. Una niña. Y yo lloraba: «Si al menos tuviera todos los dedos. No ven que es una niña».
Nadie entendía qué había pasado. Llamé al servicio de reclutamiento. Nosotros, los médicos, siempre estamos en activo. Y me ofrecí voluntaria. No recuerdo su apellido, pero su rango era el de capitán, y me dijo: «Necesitamos gente joven». Yo intenté convencerle: «Los médicos jóvenes, primero, no están preparados, y segundo, para ellos es más peligroso, el organismo joven es más sensible al efecto de las radiaciones». Y él me contesta: «Las órdenes son reclutar a jóvenes».
Recuerdo que a los enfermos les empezaron a cicatrizar mal las heridas. Otra cosa: recuerdo aquella primera lluvia radiactiva después de la que los charcos se volvieron amarillos. Amarillos al sol. Ahora esta luz siempre que la veo me alarma. Por un lado, la mente no está preparada para nada parecido, y por otro, ¿acaso no somos los mejores? Los más extraordinarios. Vivimos en el país más poderoso. Mi marido, que es una persona con estudios superiores, es ingeniero, me quería convencer con toda seriedad de que se trataba de un acto terrorista. Un sabotaje perpetrado por el enemigo. Eso es lo que creíamos. Así nos habían educado. Yo, en cambio, recuerdo cómo, en un tren, hablando con un economista, este me contaba sobre la construcción de la central nuclear de Smolensk. Qué cantidades de cemento, madera, clavos, arena y demás desaparecían de la obra en dirección a las aldeas vecinas. A cambio de algún dinero o de una botella de vodka.
En las aldeas. En las fábricas. Intervenían los responsables del Partido, que viajaban a los lugares, se relacionaban con el pueblo. Pero ninguno de ellos era capaz de responder a preguntas como: ¿Qué es esto de la desactivación? ¿Cómo proteger a los niños? ¿Cuáles son los coeficientes de transmisión de los radionúclidos a las cadenas alimenticias? Sobre las partículas alfa, beta y gamma, sobre radiobiología, sobre las radiaciones ionizantes, ya por no hablar de los isótopos.
Para aquellos hombres, todo eso eran cosas de otro mundo. Pronunciaban discursos sobre el heroísmo del hombre soviético, los símbolos del valor militar, las añagazas de los servicios secretos occidentales.
Cuando un día intenté replicar en una reunión del Partido y preguntar: ¿dónde están los profesionales?, ¿dónde están los físicos?, ¿los radiólogos?, me amenazaron con retirarme el carné.
Hubo muchas muertes inexplicables. Inesperadas. A mi hermana le dolía el corazón. Y cuando oyó lo de Chernóbil presintió su final: «Vosotros sobreviviréis a esto, yo no». Murió al cabo de varios meses. Los médicos no se explicaban nada. Con su diagnóstico podía haber vivido muchos más años.
Contaban que a las ancianas les empezó a salir leche de los pechos, como a las parturientas. El término médico para este fenómeno es «relajación». Pero ¿y para los campesinos? Aquello era el fin del mundo. Un castigo de Dios. Algo parecido le pasó a una anciana que vivía sola. Sin marido. Sin hijos. Y le ocurrió que… iba por la aldea acunando un fardo en los brazos. Cantando una canción de cuna.
Me da miedo vivir en esta tierra. Me han dado un dosímetro, ¿y para qué me hace falta? Lavo la ropa, la tengo blanca como la nieve y, sin embargo, el dosímetro pita. Preparo la comida, hago una empanada: también pita. Hago la cama y pita. ¿Para qué lo quiero? Doy de comer a los niños y lloro. «¿Por qué lloras, mamá?».
Tengo dos niños. Dos chicos. Me paso los días con ellos en los hospitales. De médicos. El mayor no se sabe si es niño o niña. Calvito está. Lo he llevado a los médicos y a los profesores. También a las sanadoras. A los decidores, a los curanderos. Es el más pequeño de la clase. No puede correr, ni jugar; si alguien le da un golpe sin querer, le sale sangre. Se puede morir. Tiene la enfermedad de la sangre; hasta no me sale la palabra. Estoy con él en el hospital y pienso: «Se me va a morir». Luego he comprendido que no se puede pensar de esta manera, porque entonces lo oiría la muerte. Lloraba en el lavabo. Ninguna madre lloraba en las salas. Lo hacían en los lavabos, en el váter. Y luego salía con la cara alegre.
—Tienes las mejillas más sonrosadas. Te estás curando.
—Mamá, sácame del hospital. Aquí me moriré. Aquí todos se mueren.
¿Dónde puedo llorar? ¿En el lavabo? Allí hay cola. Y todas son como yo.
Por la Radunitsa… el día de los difuntos… nos dejaron ir al cementerio. A visitar las tumbas. Pero cuando queríamos entrar en nuestros patios, la milicia decía que estaba prohibido. Los helicópteros volando sobre nuestras cabezas. Al menos vimos de lejos nuestras casas. Les hicimos la señal de la cruz.
Me traigo una rama de lilas de mis tierras, y se me mantiene un año entero.
Ahora le contaré cómo es nuestra gente. Cómo es el hombre soviético.
La cosa transcurre en las «zonas sucias». Los primeros años llenaron las tiendas de alforfón, de carne de cerdo china en lata y la gente se sentía contenta; se felicitaban diciendo: «Ahora sí que no nos sacan de aquí. ¡Estamos bien!». La tierra se había contaminado de manera desigual. En un mismo koljós había campos «limpios» y «sucios». A los que trabajaban en los «sucios» les pagaban más, y todos querían ir allí. Y se negaban a ir a los «limpios».
Hace poco me vino a visitar un hermano del Lejano Oriente. «Sois —me dice— como las “cajas negras”. “Hombres-cajas negras”. Todos los aviones llevan “cajas negras”, en ellas se graba toda la información sobre el vuelo. Cuando un avión tiene un accidente se buscan sus “cajas negras”».
Nos creemos que vivimos. Andamos, trabajamos. Amamos. Pero ¡no! ¡Lo que estamos haciendo es apuntar información para el futuro!
Yo soy pediatra. Los niños lo ven todo diferente a los mayores. Por ejemplo, ellos no tienen noción de que el cáncer significa la muerte. Es una idea que no se les ocurre. Lo saben todo de sí mismos: el diagnóstico, el nombre de todos los tratamientos y las medicinas. Lo saben mejor que sus madres. ¿Y sus juegos? Corren por las salas del hospital uno tras otro y gritan: «¡Soy la radiación! ¡Soy la radiación!». Cuando mueren, ponen unas caras de tanto asombro. Parecen tan perplejos.
Yacen en sus camas con caras de tanta sorpresa.
Los médicos ya me han anunciado que mi marido va a morir. Tiene cáncer en la sangre. Se puso enfermo al regresar de la zona de Chernóbil. Al cabo de dos meses. Lo mandaron allí de la fábrica. Llega por la noche del turno y me dice:
—Por la mañana me voy.
—¿Qué vas a hacer allí?
—Trabajar en un koljós.
Recogían el heno en la zona de los 50 kilómetros. Recogían la remolacha, cavaban los huertos de patata.
Regresó. Y nos fuimos a ver a sus padres. Le estaba ayudando a su padre a enyesar la estufa. Y allí mismo se cayó. Llamamos a la ambulancia y se lo llevaron al hospital: una dosis mortal de leucocitos. Lo mandaron a Moscú.
Regresó de Moscú con una sola idea: «Me voy a morir». Se volvió más callado. Yo lo intentaba convencer. Le imploraba. Pero no creía en mis palabras. Le hice una hija, para que me creyera. Yo no interpreto mis sueños. Unas veces me llevan al cadalso, otras voy toda de blanco. No leo el Libro de los Sueños. Me despierto por la mañana y lo miro y pienso: «¿Cómo me voy a quedar sin él? Si al menos la niña consiguiera hacerse mayor y alcanzara a acordarse de él». Es pequeña, ha echado a andar hace poco. Y corre a su encuentro: «Paaa…». Ahuyento estos pensamientos.
De haber sabido que… Hubiera cerrado todas las puertas, me hubiera cruzado ante la entrada. Y hubiera cerrado la casa con diez candados.
Ya hace dos años que mi niño y yo vivimos en la clínica. Las niñas pequeñas, con sus batas de hospital, juegan a las muñecas. Sus muñecas cierran los ojos. Así mueren las muñecas.
—¿Por qué se mueren?
—Porque son nuestros hijos, y nuestros hijos no vivirán. Nacerán y se morirán.
Mi Artiom tiene siete años, pero le echan cinco.
El chico cierra los ojos y a mí me parece que se ha dormido. Entonces me pongo a llorar; creo que no me ve.
Pero el niño me dice:
—Mamá, ¿ya me estoy muriendo?
Se duerme y casi no respira. Me coloco a su lado, de rodillas. Junto a la cama.
—Artiom, abre los ojos. Dime algo…
«Aún estás calentito», me digo.
Abre los ojos y se vuelve a dormir. Y tan callado. Como si se hubiera muerto.
—Artiom, abre los ojos…
Yo no le dejo que se muera.
No hace mucho celebramos el Año Nuevo. Preparamos una buena mesa. Todo era nuestro: ahumados, tocino, carne, pepinillos marinados, solo el pan era de la tienda. Hasta el vodka era nuestro, hecho en casa. Todo nuestro, como se dice en broma, nuestro de Chernóbil. Con cesio y estroncio de propina. Porque, ¿de dónde podemos sacar todo esto? Las tiendas en los pueblos están vacías, y si aparece algo, con nuestras pensiones y salarios, una no puede ni soñar en comprarlo.
Vinieron los invitados. Nuestros buenos vecinos. Gente joven. Un maestro y el mecánico del koljós con su esposa. Bebimos. Comimos. Y luego nos pusimos a cantar. Sin proponérnoslo, cantamos canciones revolucionarias. Sobre la guerra. «Tiñe el alba dulcemente las murallas del Kremlin…», mi canción preferida. Y pasamos una buena velada, agradable. Como las de antes.
Le conté la fiesta a mi hijo. Está estudiando en la capital. Es estudiante. Y recibo la siguiente respuesta: «Mamá, me he imaginado la escena. La tierra de Chernóbil. Nuestra casa. Brilla el árbol de Año Nuevo. Y una gente sentada a la mesa cantando canciones revolucionarias, canciones de la guerra. Como si en su pasado no hubiera existido ni el gulag, ni Chernóbil».
Y sentí pánico. No por mí, sino por mi hijo. No tiene ya a dónde regresar.