Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de la libertad y del deseo de una muerte corriente

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MONÓLOGO ACERCA DE LA LIBERTAD Y DEL DESEO DE UNA MUERTE CORRIENTE

Aquello era la libertad. Allí me sentí un hombre libre. ¿Le asombra lo que digo? Ya lo veo. Está usted sorprendida. Eso solo lo puede entender alguien que haya estado en la guerra. Esos tipos se ponen a beber, me refiero a los que han combatido, y recuerdan. Los he escuchado, y hasta hoy sienten añoranza. Recuerdan aquella libertad, aquella sensación de volar. ¡Ni un paso atrás!, era la orden de Stalin. Los batallones de contención[55]. Ya se sabe. Eso ya es historia. Tú en cambio vas disparando, sobrevives y recibes tus merecidos 100 gramos de vodka, el tabaco… Puedes morir mil veces, salir volando en mil pedazos, pero si te empeñas y engañas al diablo, al demonio, a tus jefes, a aquel que lleva un casco ajeno, una bayoneta ajena, si engatusas al mismísimo Altísimo, ¡puedes salir con vida!

Yo he estado en el reactor. Estuve allí como en una trinchera de primera línea. ¡El miedo y la libertad! Vives a todo trapo. En la vida corriente esto no se puede comprender. Ni captar. ¿Recuerda cómo no paraban de repetir: vendrá la guerra? Y sin embargo nuestra conciencia resultó no estar preparada. Yo no estaba preparado.

Aquel día… Me disponía a ir aquella noche con mi mujer al cine. En la fábrica se presentaron dos militares. Me llamaron a mí: «¿Sabes distinguir el disolvente de la gasolina?». Y yo les pregunto:

—¿Adónde me mandáis?

—¿Cómo que adónde? De voluntario a Chernóbil.

Mi profesión militar es especialista en combustible para cohetes. Una especialidad secreta. Se me llevaron directamente de la fábrica, con solo lo puesto, no me dejaron ni pasar por casa. Se lo pedí:

—He de avisar a mi mujer.

—Ya se lo comunicaremos.

En el autobús éramos unas quince personas, oficiales de la reserva. Los compañeros me gustaron. Que nos llaman, pues en marcha; que hace falta hacer tal cosa, pues manos a la obra. Nos mandan al reactor, pues nos subimos al techo del reactor.

Junto a las aldeas evacuadas se alzaban unas torres; soldados armados sobre ellas. Las armas cargadas. Barreras. Carteles: «El arcén está contaminado. Se prohíbe terminantemente entrar y detenerse». Árboles de un blanco grisáceo, rociados de líquido de desactivación. Un líquido blanco. Como la nieve. ¡Y no te das cuenta que se te nubla la sesera!

Los primeros días nos daba miedo sentarnos en el suelo, sobre la hierba, no andábamos sino que corríamos; en cuanto pasaba un coche, nos enfundábamos los respiradores. Acabado el turno de trabajo, nos metíamos en las tiendas de campaña. ¡Ja, ja, ja!

Pero al cabo de un par de meses, aquello ya era algo normal, ya era tu vida cotidiana. Arrancábamos las ciruelas, pescábamos, había unos lucios que ni le cuento. Y bremas. Las secábamos para acompañar la cerveza. Seguramente ya lo habrá escuchado. Jugábamos al fútbol. Nos bañábamos. ¡Ja, ja, ja! [Se vuelve a reír].

Creíamos en nuestra suerte; en el fondo de nuestra alma todos somos fatalistas, y no boticarios. No racionalistas. La mentalidad eslava. ¡Yo confiaba en mi buena estrella! ¡Ja, ja, ja! Y hoy soy un inválido de segundo grado. Enfermé enseguida. Los malditos «rayos». Ya se sabe. Hasta entonces no tenía ni siquiera una ficha en la clínica. ¡Que los parta un rayo! Y no era yo solo. La mentalidad.

Yo, un soldado, he cerrado una casa ajena, he allanado una casa ajena. Es un sentimiento que… Es como si espiaras a alguien. O la tierra en la que no se puede sembrar. Una vaca que da con el morro en la verja, pero la valla está cerrada; la casa, bajo candado. La leche le gotea al suelo. ¡Es un sentimiento que…!

En las aldeas que aún no habían evacuado, los campesinos se dedicaban a fabricar samogón. Era su manera de ganarse la vida. Y nos lo vendían. Y nosotros, que llevábamos los bolsillos llenos: el triple del sueldo te pagaban y las dietas también eran triples. Luego dictaron una orden: a los que beban, los dejarán un segundo reemplazo. ¿Entonces, en qué quedamos, era o no una ayuda el vodka? Aunque fuera psicológica. Allí creíamos a ciegas en aquella receta. Ya se sabe.

La vida campesina transcurría como de ordinario: se plantaba, se cultivaba y se recogía, y el resto seguía su curso. A aquella gente le importaban un rábano los asuntos de la corte, los líos del poder. Las cosas del primer secretario del Partido o del presidente. Las naves espaciales, las centrales atómicas y los mítines en la capital. Y no se podían creer que en un día el mundo se había puesto patas arriba y que vivían en uno distinto. En el mundo de Chernóbil. ¿Acaso ellos se habían movido de sus lugares?

La gente enfermaba por el impacto de la conmoción. No se resignaban; querían seguir viviendo como lo habían hecho siempre. Se llevaban la leña a escondidas. Arrancaban los tomates verdes. Los envasaban. Los botes explotaban y los volvían a hervir. ¿Cómo se puede destruir todo esto, enterrarlo, convertirlo en basura? Que era a lo que justamente nos dedicábamos nosotros. Es decir a destruir su trabajo, el secular sentido de su vida. Nosotros éramos para ellos sus enemigos.

Yo, en cambio, tenía unas ganas locas de ir al reactor. «Calma, no tengas prisa —me prevenían—, que el último mes antes de acabar verás como nos mandan a todos al tejado». Estuvimos allí seis meses. Y exactamente al quinto mes, nos trasladaron justo al lado del reactor.

Se hacían todo tipo de bromas, aunque también se hablaba en serio de que de un momento a otro nos mandarían a atravesar el techo. Y que después de aquello quizá aguantaríamos cinco años. O siete. O diez. Ya se sabe. La cifra que más se repetía era, no sé por qué, el cinco. ¿De dónde había salido? Pero nada de follones, sin pánico.

«¡Los voluntarios, un paso adelante!». Y toda la unidad daba un paso adelante. Ante el jefe había un monitor, lo enchufaba y en la pantalla aparecía el tejado del reactor; pedazos de grafito, alquitrán fundido. «Mirad aquí, muchachos, ¿veis estos cascotes? Pues limpiad eso. Y aquí, en este cuadrado, abrid un agujero».

La duración era de cuarenta o cincuenta segundos. Eso decían las instrucciones. ¡Pero era algo imposible! Se necesitaban al menos unos cuantos minutos. Ida y vuelta, hacías una carrera y tirabas la carga. Unos cargaban las parihuelas. Otros arrojaban la carga. Allá abajo, con los demás cascotes, por el orificio. Tirabas los cascotes, pero que no se te ocurriera mirar abajo, estaba prohibido. Algunos, de todos modos, se asomaban.

En los periódicos decían: «El aire sobre el reactor está limpio». Leíamos aquello y nos reíamos, no sin dedicarles algunas maldiciones. El aire está limpio, y nosotros metiéndonos unas dosis de órdago.

Nos dieron dosímetros. Uno, que medía cinco roentgen, se ponía a 100 al minuto; y otro, como una pluma, para 100 roentgen, también en algunos lugares se salía de madre. Cinco años de vida, nos dijeron, y que no podríamos tener hijos. Si en cinco años no cascamos. ¡Ja, ja, ja! [Se ríe]. Se hacían todo tipo de bromas. Pero sin meter ruido, nada de pánico. Cinco años. Y yo ya he vivido diez. ¡Ja, ja, ja! [Se ríe].

Nos entregaron todos esos diplomas. Yo tengo dos. Con todos esos cromos: Marx, Engels, Lenin. Banderas rojas.

Un chaval desapareció; pensamos que se había largado. Al cabo de dos días lo encontraron entre unos arbustos. Se había colgado. No sabe usted cómo nos sentimos. Ya me comprende. Entonces, el responsable político pronunció unas palabras diciendo que esto y aquello, que el muchacho había recibido una carta de casa, que la mujer lo había engañado. Cualquiera sabe. Al cabo de una semana nos soltarían. En cambio a él lo encontraron entre los arbustos.

Teníamos un cocinero, pasaba tanto miedo que no vivía en la tienda, sino en el almacén, donde se excavó un refugio debajo de las cajas de mantequilla y de conservas de carne. Se llevó allí la colchoneta, la almohada. Vivía bajo tierra. Un día vinieron a formar un nuevo equipo para mandarlo al tejado. ¡A ver, que busquen a más gente! Pero ya habíamos estado allí todos. De manera que lo pescaron. Subió una sola vez. Y se ganó el segundo grado de invalidez.

Me llama a menudo. No hemos perdido el contacto, nos ayudamos los unos a los otros, mantenemos vivo el recuerdo, que perdurará mientras nosotros sigamos con vida. Escríbalo así mismo.

Los periódicos mienten. Mienten sin parar. No he leído en ninguna parte cómo nos hacíamos las armaduras. Unas camisas de plomo. Calzoncillos. Nos daban unas batas de goma impregnadas de plomo. Pero los taparrabos nos los hacíamos nosotros, con plomo. Controlábamos el asunto. Ya se sabe. En una aldea nos enseñaron dos casas de citas clandestinas. Ya comprende, unos hombres lejos de casa, seis meses sin mujeres: una situación límite. Todos iban. Y las chicas del lugar se dejaban de todos modos; lloraban y decían que pronto nos moriríamos. Esos calzones de plomo. Nos los poníamos encima de los pantalones. Escríbalo.

Y cuántos chistes. Ahí tiene uno. Mandan un robot estadounidense al tejado, trabaja cinco minutos y va y se para. El robot japonés también trabaja nueve minutos y se para. En cambio, el robot ruso se pone a trabajar y está dos horas. Y en eso que se oye por la radio: «¡Soldado Ivanov, puede bajar para un descanso!». ¡Ja, ja, ja! [Se ríe].

Antes de dirigirnos al reactor, el jefe nos dio las instrucciones. Estábamos formados. Y algunos muchachos se amotinaron: «Ya hemos estado allí; deben mandarnos a casa». Mi campo de trabajo, por ejemplo, es el combustible, la gasolina, en cambio también a mí me mandaron al tejado. Y a pesar de todo no dije nada. Yo mismo quería ir. Me resultaba interesante. En cambio ellos se rebelaron. Entonces, el comandante dice: «Solo irán al tejado los voluntarios; el resto salgan de la formación, que tendrán una charla con el fiscal». Y los muchachos esos se lo pensaron, hablaron entre ellos y aceptaron. ¿No has prestado el juramento? ¿No has besado la bandera? Te has arrodillado ante ella. Pues apechuga. Me parece que ninguno de nosotros dudó de que te podían enchironar unos cuantos años. Se filtró el rumor de que te podían caer de dos a tres años.

Si un soldado recibía más de 25 roentgen, podían encerrar al jefe de su unidad por irradiar al personal. De manera que nadie tenía más de 25 roentgen. Todos recibían menos. ¿Comprende?

Pero la gente me gustaba. Dos se pusieron enfermos y encontraron a un sustituto, él mismo se ofreció: «¡Va, voy yo!». Y eso que aquel día ya había subido una vez al tejado. El tipo se ganó el respeto. Un premio de 500 rublos. Otro se subió al tejado a perforar el agujero; ya le tocaba bajar, pero el tipo seguía. Nosotros le hacíamos señas: «¡Baja!». Pero el hombre, de rodillas, seguía machacando. Había que agujerear el techo en este lugar para introducir un canalón y así poder tirar por ahí los residuos. Hasta que no lo perforó no se levantó. De premio, 1000 rublos. Con este dinero entonces se podía comprar dos motos. Ahora tiene la invalidez de primer grado. Ya se sabe. Pero, por si acaso, nos pagaban al momento.

Y le llega la hora de morir. Se está muriendo. Sufre lo indecible. Por entonces lo visitaba los días de fiesta.

—¿A ver si sabes cuál es mi mayor deseo?

—¿Cuál?

—Una muerte corriente y no como las de Chernóbil.

Tenía cuarenta años. Le gustaban las mujeres. Tenía una esposa hermosa.

Llegó el último día. Nos subimos a los coches. Y mientras recorrimos la zona, nos pasamos todo el rato dándole a la bocina. Recuerdo como si fuera hoy aquellos días. Estuve presente ante algo… algo fantástico. Me faltan las palabras. Y todas estas expresiones de «gigantesco», «fantástico» no trasmiten lo suficiente aquello. Sentías algo… ¿Como qué? [Se queda pensativo].

Una sensación que no he experimentado ni siquiera en el amor.

ALEXANDR KUDRIAGUIN, liquidador

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