Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de cómo dos ángeles se encontraron con la pequeña olia

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MONÓLOGO ACERCA DE CÓMO DOS ÁNGELES SE ENCONTRARON CON LA PEQUEÑA OLIA

Tengo bastante material. Todas las estanterías de casa están llenas de grandes carpetas. Sé tantas cosas que ya no puedo escribir. Siete años recogiéndolo: recortes de periódico, instrucciones…, panfletos…, mis notas. Dispongo de cifras. Se lo daré todo. Puedo luchar: organizar manifestaciones, piquetes, conseguir medicinas, visitar a los niños enfermos, pero no escribir. Hágalo usted.

Estoy tan llena de sentimientos, que no podré dominarlos. Los sentimientos me paralizan, me impiden… Chernóbil ya tiene sus Stálker[59] escritores. Pero yo no quiero formar parte de los que explotan este tema. Si uno escribe honestamente… Escribirlo todo. [Se queda pensativa].

Aquella lluvia caliente de abril. Siete años que recuerdo aquella lluvia. Las gotas corrían como el mercurio. Dicen que la radiación es incolora. Pero los charcos eran o verdes o de un amarillo chillón. Una vecina me informó en voz baja de que por Radio Svoboda habían informado sobre la avería en la central atómica de Chernóbil. Yo entonces no le di ninguna importancia. Estaba absolutamente convencida de que si hubiera sido algo serio nos lo habrían comunicado. Existen unos procedimientos técnicos especiales, señales especiales, refugios antiaéreos. Nos avisarán, pensaba. ¡Estábamos convencidos de ello! Todos pasamos por los cursos de defensa civil. Yo misma impartía las lecciones. Y hacía los exámenes.

Pero, por la noche de aquel mismo día, la vecina me trajo unos polvos. Se los dio un familiar, que le explicó cómo tomarlos (trabajaba en el Instituto de Física Nuclear), pero le hizo prometer que no diría ni una palabra. ¡Que callaría como un pez! ¡Como una piedra! Temía sobre todo las conversaciones y las preguntas hechas por teléfono.

Entonces vivía conmigo mi nieto pequeño. ¿Y yo? Yo de todos modos no creía en el peligro. Creo que nadie se tomó aquellos polvos. Éramos muy confiados. No solo la generación mayor, sino también los jóvenes.

Recuerdo las primeras impresiones, los primeros rumores. Cómo pasaba de un tiempo a otro, de un estado a otro. De allá para acá. Dado que me dedico a escribir, he reflexionado sobre estos tránsitos, me interesaban. Como si en mí hubiera dos personas: una anterior y otra posterior a Chernóbil. Pero ahora resulta difícil restablecer este «antes» con toda fidelidad. Mi manera de ver las cosas ha cambiado.

He viajado a la zona desde los primeros días. Recuerdo que me paraba en algún pueblo y lo que me impresionaba era ¡el silencio! Ni pájaros ni nada se oía. Ibas por la calle… Y silencio. De acuerdo, las casas se han quedado vacías, la gente no está, se ha marchado, pero todo alrededor estaba callado, ni un solo pájaro. Fue la primera vez que vi la tierra sin pájaros. Sin mosquitos. No volaba nada.

Un día llegamos a la aldea Chudiani: 150 curios. En la aldea Malínovka, 59 curios… La población recibía dosis cientos de veces superiores a las que recibían los soldados que vigilaban las zonas donde se realizaban los experimentos de las bombas atómicas. Los polígonos atómicos. ¡Cientos de veces superiores! El dosímetro zumbaba; la aguja se salía de la escala. Y en las oficinas de los koljoses veías colgados unos anuncios firmados por los radiólogos del distrito en los que se aseguraba que las cebollas, las lechugas, los tomates y los pepinos se podían comer. Todo crecía y todos comían.

¿Qué es lo que dicen ahora estos radiólogos del distrito? ¿Los secretarios de los comités de distrito del Partido? ¿Cómo se justifican?

En todas las aldeas nos encontrábamos con muchas personas borrachas. Incluso las mujeres andaban bebidas; sobre todo las ordeñadoras y las encargadas del ganado. Cantaban una canción. Una canción de moda por entonces: «Nos da igual… Nos da lo mismo…». En una palabra, todo les importaba un pepino. Era de la película El brazo de brillantes.

En aquella misma aldea, Malínovka (distrito de Chérikov), entramos en una guardería. Los niños corrían por el patio. Los más pequeños jugaban en la arena. La directora nos explicó que cambiaban la arena cada mes. La traían de alguna parte. Se puede usted imaginar de dónde la traían. Los niños se veían tristes. Bromeamos y ellos no sonrieron. La educadora se echó a llorar: «No se esfuercen. Nuestros niños no sonríen. Y en sueños lloran».

En la calle nos encontramos a una mujer con un recién nacido.

—¿Quién le ha autorizado para dar a luz aquí? Con cincuenta y nueve curios.

—Vino una médico radióloga. Me aconsejó que no secara los pañales en la calle.

Persuadían a la gente para que no se marchara. ¡Pues claro! Era mano de obra. Incluso cuando trasladaron a la población. Evacuaron la aldea. Para siempre. Pero, de todos modos, traían a gente para los trabajos del campo. A recoger la patata.

¿Y qué dicen ahora los secretarios de los comités locales y regionales? ¿Cómo se justifican? ¿De quién, según ellos, es la culpa?

He guardado muchas instrucciones. Ultrasecretas. Se las daré todas. Escriba un libro honesto. Por ejemplo: «Instrucciones para el tratamiento de las piezas de pollo contaminadas». En las plantas de elaboración se exigía ir vestido igual que en los territorios contaminados cuando se está en contacto con elementos radiactivos. Con guantes de goma, batas de goma, botas y demás. Si la pieza contiene tantos curios, se la debe hervir en agua salada, echar el agua al desagüe, y emplear aquella carne en los patés y embutidos. Si tiene tantos otros curios: emplearla para harina de carne o para piensos de animales. De este modo se cumplían los planes de producción de carne.

Los terneros de zonas contaminadas se vendían a bajo precio en otros lugares. En zonas sin contaminar. Los conductores que trasladaban a estos terneros contaban que aquel ganado daba risa: el pelaje les llegaba al suelo y que tenían tanta hambre que se lo comían todo, los trapos, el papel. ¡Era fácil alimentarlos! Los vendían a los koljoses; pero, si alguien quería, se los podía quedar. Llevarse los animales a su establo. ¡Eso es un crimen! ¡Un crimen!

Por el camino nos encontramos con un camión. El coche marchaba lentamente, como en un entierro. Cuando se lleva a un difunto. Lo paramos. Al volante, un chico joven. Le pregunto:

—¿Seguramente te resulta molesto ir tan despacio?

—No, porque llevo tierra radiactiva.

Pero ¡el calor! ¡El polvo!

—¡Te has vuelto loco! —le grito—. ¡Si aún has de casarte, tener hijos!

—¿Y dónde más voy a ganar cincuenta rublos por viaje?

Por cincuenta rublos, con los precios de entonces, te podías comprar un buen traje. Se hablaba más de las pagas extras que de la radiación. Pagas extras y unos miserables complementos. Míseros, si los comparamos con el valor de la vida.

Detalles cómicos mezclados con lo trágico.

Dos abuelas sentadas en un banco junto a su casa. Los niños corretean. Medimos la radiación: 70 curios.

—¿De dónde son los niños?

—De Minsk, han venido a pasar el verano.

—¡Pero no ven que aquí tienen mucha radiación!

—¡Para qué nos recalcas la radiación! ¡Bien que la hemos visto!

—¡Pero si no se puede ver!

—Pues mira, ¿ves aquella casa a medio construir? Sus habitantes la han abandonado y se han marchado. Por miedo. La otra noche fuimos a verla y miramos dentro. Por la ventana. Y allí estaba, bajo una viga, la radiación esa. ¡Con una cara de mala y los ojos encendidos! ¡Negra, negra!

—¡No puede ser!

—¡Te lo juramos! ¡Por lo más sagrado!

Y se persignan. Se persignan, la mar de alegres. ¿Se ríen de ellas mismas o de nosotros?

Después de algún viaje, nos reunimos en la redacción.

—¿Cómo va todo? —nos preguntamos los unos a los otros.

—¡Todo va normal!

—¿Cómo que normal? Mírate en el espejo. ¡Has regresado con el pelo blanco!

Empezaron a circular los chistes. Chistes sobre Chernóbil. El más corto: «Qué buen pueblo fue, el de los bielorrusos».

Me han encargado escribir sobre la evacuación. En Polesie existe la creencia de que si quieres regresar a casa tienes que plantar un árbol junto a una carretera de largo recorrido. Llego al lugar. Entro en el patio de una casa, en otro… Todos están plantando árboles. Entro en una tercera casa, me siento y me echo a llorar. Y la dueña de la casa me explica: «Mi hija, con el yerno, ha plantado un guindo; la segunda hija, un serbal negro; el hijo mayor, un sauquillo, y el más pequeño, un sauce. Y yo con mi hombre, un manzano». Me despido y ella me ruega: «Mira cuántos fresones; toda la huerta. Llévate unos pocos». Quería dejar algún rastro de su paso por este mundo.

Poco es lo que he conseguido escribir. Poco. Lo he ido dejando. Un día me sentaré y lo recordaré todo. Cuando me vaya de vacaciones.

Ya ve. Ahora me ha venido a la memoria… un cementerio de pueblo. Junto a la entrada, un cartel: ALTA RADIACIÓN. PROHIBIDA LA ENTRADA. Ni siquiera al otro mundo, como quien dice, te dejan irte. [De pronto se echa a reír. La primera vez en nuestra larga conversación].

¿Le he contado que estaba rigurosamente prohibido hacer fotografías junto al reactor? Solo se podían hacer con un permiso especial. Te retiraban las cámaras. Antes de partir, registraban a los soldados, como en Afganistán, no fuera a ser que se filtrara alguna foto. No fuera a ser que quedara alguna prueba. A los cámaras de televisión, la KGB les retiraba las cintas. Y se las devolvían veladas. Cuántos documentos destruidos. Cuántos testimonios. Perdidos para la ciencia. Para la historia. Sería bueno encontrar ahora a los que dieron aquellas órdenes.

¿Qué se inventarían ahora? ¿Cómo se justificarían?

Yo nunca los perdonaré. ¡¡Nunca!!

Aunque solo sea por una sola niña… La niña bailaba en el hospital. Bailaba una «polquita». Tenía unos nueve años. Bailaba tan bien… A los dos meses me llamó su madre: «¡Olia se está muriendo!». No tuve fuerzas para ir aquel día al hospital. Y luego ya fue tarde. Olia tenía una hermana pequeña. La niña se despertó una mañana y dijo: «Mamá, he visto en sueños cómo llegaban volando dos ángeles y se llevaban a nuestra Olia. Han dicho que allá Olia estará bien. Que no le dolerá nada. Mamá, dos ángeles se han llevado a nuestra Olia…».

Nunca lo podré perdonar.

IRINA KISELIOVA, periodista

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