Voces de Chernóbil
Primera parte. La tierra de los muertos » Tres monólogos acerca de un terror antiguo y de por qué un hombre callaba mientras hablaban las mujeres
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TRES MONÓLOGOS ACERCA DE UN TERROR ANTIGUO Y DE POR QUÉ UN HOMBRE CALLABA MIENTRAS HABLABAN LAS MUJERES
Hablan: Familia K-v. Madre e hija. Y un hombre, que no abrió la boca (el marido de la hija).
La hija:
Al principio lloraba día y noche. Quería llorar y hablar… Somos de Tayikistán, de Dushanbé[14]. Allí hay guerra…
No puedo hablar de eso… Espero un niño, estoy embarazada. Pero le contaré…
Entran un día unos en el autobús para comprobar los pasaportes. Gente corriente, solo que con metralletas. Miran los pasaportes y van echando del autobús a los hombres. Y allí mismo, junto a las portezuelas… Disparan… Ni siquiera se los llevan de allí… Nunca lo hubiera creído. Pero lo he visto. Vi cómo sacaron a dos hombres, uno joven aún, guapo, que les gritaba algo. En tayiko, en ruso. Les gritaba que su mujer había parido hacía poco, que tenía tres críos pequeños en casa. Y ellos no hacían otra cosa que reírse; eran también jóvenes, muy jóvenes. Gente corriente, solo que con ametralladoras. El joven cayó. Les besaba las zapatillas. Todos callaban. Todo el autobús. En cuanto nos pusimos en marcha, ta-ta-ta… Me dio miedo mirar atrás. [Llora].
No debo hablar de esto. Espero un niño. Pero le contaré… Solo le pido una cosa: no diga mi apellido; el nombre, sí: Svetlana. Hemos dejado parientes allí. Los matarían.
Antes pensaba que nunca más tendríamos guerra. Era un gran país, nuestro querido país. ¡El más poderoso del mundo! Antes nos decían que en la Unión Soviética vivíamos pobremente, con escasos medios, porque habíamos pasado una gran guerra, el pueblo había sufrido; en cambio, ahora teníamos un ejército poderoso y nadie se metería con nosotros. ¡Nadie nos podría vencer!
Así que nos empezamos a matar los unos a los otros. Ahora no es una guerra como la de antes. El abuelo recordaba aquella guerra; él llegó hasta Alemania. Hasta Berlín. Ahora, el vecino dispara contra el vecino; chicos que han estudiado juntos en la escuela se matan entre ellos, violan a las chicas con las que se habían sentado en la misma clase. Todos se han vuelto locos.
Nuestros maridos callan. Los hombres callan. Y no le dirán nada.
Mientras escapaban, les gritaban que huían como mujeres, ¡cobardes! Traidores a la patria. Pero ellos, ¿qué culpa tienen? ¿Qué culpa tienen si no pueden disparar? ¿Si no quieren?
Mi marido es tayiko; tenía que ir a la guerra y matar. Él, en cambio, me decía: «Vayámonos de aquí. No quiero ir a la guerra. No necesito para nada un arma». Le gusta trabajar de carpintero, cuidar los caballos. No quiere disparar. Tiene un corazón así… Tampoco le gusta la caza. Allí está su tierra, pero se ha marchado, porque no quiere matar a otro tayiko, a otro como él. A una persona a la que conoce y que no lo ha ofendido en nada. Allí, ni siquiera escuchaba la tele. Se tapaba los oídos.
Pero aquí se siente solo; allá están sus hermanos, que luchan; a uno ya lo han matado. Allí vive su madre. Las hermanas. Llegamos aquí en el tren de Dushanbé, en un vagón sin cristales, con un frío terrible, sin calefacción. No disparaban contra nosotros, pero por el camino nos tiraban piedras contra las ventanillas; se rompieron los cristales. «¡Rusos, largo de aquí! Invasores. Basta de robarnos». Y él, un tayiko, tenía que oír todo eso.
Nuestros hijos también lo oían. Nuestra hija estudiaba en la primera clase[15], estaba enamorada de un niño. Un tayiko. Un día, viene de la escuela y me pregunta: «Mamá, ¿yo qué soy, tayika o rusa?». Y no hay modo de podérselo explicar.
No debo hablar de eso. Pero le contaré…
Allí, los tayikos del Pamir luchan contra los tayikos de Kuliab. Todos son tayikos; tienen un solo Corán, la misma fe, pero los de Kuliab matan a los del Pamir, y los del Pamir matan a los de Kuliab. Primero se reunían en la plaza; gritaban y rezaban. Yo quería comprender y también fui allí. Y pregunté a los viejos: «¿Contra quién estáis?». Y me contestaron: «Contra el Parlamento. Nos han dicho que este Parlamento es mala gente».
Luego, la plaza se quedó vacía y empezaron a disparar. Y al instante el país se convirtió en algo distinto, desconocido. ¡Oriente! En cambio, hasta entonces creíamos que vivíamos en nuestra tierra. Según las leyes soviéticas. Han quedado allí tantas tumbas rusas, y nadie para llorar a los muertos. En los cementerios rusos sueltan a pacer el ganado. Las cabras. Los ancianos rusos recorren los basureros en busca de alguna cosa.
Yo trabajaba en la maternidad, de enfermera. Una noche que estaba de guardia, una mujer que estaba dando a luz paría con dificultad, gritaba. En eso entra corriendo una auxiliar. Con guantes sin esterilizar, la bata tampoco. ¿Qué ha pasado? ¿Qué había sucedido para que alguien entre así en una sala de partos?
—¡Chicas, bandidos! —grita.
En eso, entran unos con máscaras negras, armados. Y se lanzan contra nosotras:
—¡Dadnos las drogas! ¡Queremos alcohol!
—¡No tenemos drogas, y tampoco hay alcohol!
El médico, a punta de fusil, contra la pared.
—¡A ver!
Y en eso, que la mujer que estaba de parto lanzó un grito de alivio. Un grito de alegría. Y la criatura rompió a llorar: justo acababa de aparecer. Me incliné sobre el recién nacido, ni siquiera hoy recuerdo si era niño o niña. Aún no tenía ni nombre ni nada. Y estos bandidos que se vienen contra nosotros y nos preguntan que quién era, si de Kuliab o del Pamir. No si era niño o niña, sino si era de Kuliab o de Pamir. Nos quedamos calladas. Y aquellos que gritan:
—¡Que de quién es!
Seguimos calladas. Entonces, agarraron a aquella criatura, que llevaría unos cinco o diez minutos en este mundo, y lo tiraron por la ventana… Soy enfermera y he visto más de una vez la muerte de un niño. Pero eso… El corazón casi se me escapa del pecho… No debo recordar aquello… [Llora de nuevo].
Después de aquel suceso, se me cubrieron las manos de eccema. Se me hincharon las venas. Y me entró una apatía hacia todo que… Ni quería levantarme de la cama. Me encaminaba hacia el hospital y daba media vuelta. Yo misma esperaba un bebé. ¿Cómo vivir? ¿Cómo podía parir allí? Nos vinimos aquí. A Belarús. A Narovlia, una ciudad tranquila, pequeña. Y ya no me pregunte más. Se lo he contado todo, que no me toquen. [Calla].
Espere… Quiero que sepa una cosa… Yo no temo a Dios. A mí lo que me da miedo son los hombres.
Al principio, preguntábamos a la gente de aquí: «¿Dónde está esa radiación?». «Allí donde estéis, allí habrá radiación». ¿Entonces qué, es por todo el país? [Se seca las lágrimas]. La gente se ha marchado. Por miedo.
A mí, en cambio, no me da tanto miedo como me daba allí. Nos hemos quedado sin patria, no somos de ninguna parte. Todos los alemanes[16] se han marchado a Alemania; los tártaros[17], cuando les dejaron, se marcharon a Crimea; a los rusos, en cambio, nadie los quiere.
¿En qué confiar? ¿Qué esperar? Rusia nunca ha protegido a los suyos, porque es un país grande, infinito. Si he de serle sincera, yo no siento que mi patria sea Rusia; nos hemos educado de otro modo: nuestra patria era la Unión Soviética.
Y ahora, ya lo ve, ya ni sabes cómo salvar tu alma. Al menos aquí no hay tiros; menos mal. Nos han dado casa, mi marido tiene trabajo.
Hasta escribí a unos conocidos. Ayer llegaron. A quedarse para siempre. Llegaron de noche y tenían miedo de salir del edificio de la estación. Con los niños agarrados, se pasaron la noche sobre las maletas. Esperando la mañana. Y luego, miran y ven que la gente anda por la calle, ríe y fuma. Les indicaron la calle donde vivimos y los acompañaron hasta la misma puerta.
No había modo de que recobraran la calma, porque allí se desacostumbra uno a la vida normal, a la vida en paz. A que por las noches puedes andar por las calles. A que te puedas reír… Luego se dirigieron por la mañana a una tienda y vieron que había mantequilla, crema de leche y allí mismo, sin salir de la tienda —me lo han contado ellos—, compraron cinco botellas de crema y se la bebieron al momento. La gente los miraba como si se hubieran vuelto locos. Cuando la verdad es que no habían visto la mantequilla ni la crema de leche en dos años. Allí no compras ni el pan… Allí hay guerra. Es algo que no se puede explicar a una persona que no ha visto hoy lo que es una guerra. Que la ha visto solo en el cine.
Allí tenía el alma muerta. ¿A quién hubiera dado a luz allí, con el alma muerta? Aquí hay poca gente. Las casas están vacías. Vivimos junto al bosque. Tengo miedo cuando hay mucha gente. Como en la estación. Durante la guerra. [Rompe a llorar entre sollozos y se queda callada].
La madre:
Yo solo le hablaré de la guerra. Solo le puedo hablar de la guerra. ¿Por qué hemos venido aquí? ¿A las tierras de Chernóbil? Porque de aquí ya no nos echarán. De esta tierra, no. Porque ya no es de nadie. Solo es de Dios. Los hombres la han abandonado.
En Dushanbé trabajaba de segundo jefe de estación; también había otro segundo, un tayiko. Nuestros hijos crecieron y estudiaron juntos, nos sentábamos en la misma mesa durante las fiestas: en Año Nuevo, el Primero de Mayo. En el Día de la Victoria… Juntos bebíamos vino y comíamos plov[18]. Él se dirigía a mí diciéndome: «Eres mi hermana. Mi hermana rusa». Y en esto que llega un día —trabajábamos en el mismo despacho—, se para delante de mi mesa y me grita:
—¡Cuándo te largarás a tu Rusia! ¡Esta es nuestra tierra!
En aquel momento pensé que iba a perder la razón. Pero me levanté de un salto y le dije:
—¿La chaqueta que llevas de dónde es?
—De Leningrado —me contestó sin pensar, por la sorpresa.
—¡Quítate esta chaqueta rusa, miserable! —Y le arranqué la chaqueta—. ¿Y esta gorra? ¿No decías que te la habían traído de Siberia? Bien orgulloso que estabas de ella. ¡Pues ahora quítatela, maldito! ¡A ver, tu camisa! ¡Los pantalones! ¿O no es de una fábrica de Moscú? ¡Pues también son rusos!
Lo hubiera dejado en calzoncillos. Era un tipo enorme; yo le llegaba a los hombros. Lo cierto es que, en aquel instante, no sé cómo, pero me sentí con fuerzas suficientes para quitárselo todo. La gente se arremolinó a nuestro alrededor. Y el hombre se puso a chillar:
—¡Déjame en paz, te has vuelto loca!
—¡Nada de eso, dame todo lo mío, todo lo que es ruso! ¡Me llevaré todo lo mío! —Creí que perdía la chaveta—. ¡Quítate los calcetines! ¡Los zapatos!
Trabajábamos día y noche. Los convoyes iban repletos. La gente huía. Muchos rusos dejaban sus casas. ¡Miles de personas! ¡Decenas de miles! ¡Centenares de miles! Era otra Rusia más. Un día, a las dos de la madrugada, después de dar la salida al expreso de Moscú, vi que en la sala se habían quedado dos niños de Kurgán-Tiubé, que perdieron el tren. Los encerré en la sala, los escondí. En eso que se me acercan dos. Con fusiles.
—Chicos, pero ¿qué hacéis aquí? —Y mientras tanto, el corazón en un puño.
—Tú tienes la culpa, has dejado las puertas abiertas.
—He ido a dar la salida al tren. No he tenido tiempo de cerrarlas.
—¿Qué niños son estos?
—Son de aquí, de Dushanbé.
—¿No serán de Kurgán? ¿O de Kuliab?
—No, no. Son de los nuestros.
Los tipos se fueron. Pero ¿y si hubieran entrado en la sala? ¡Los hubieran matado a todos, y a mí, de propina, una bala en la frente! Allí solo reina un poder: el del hombre armado. A la mañana, los subí al tren de Ástrajan; les dije a las chicas que los metieran en el vagón de las sandías, y con las puertas bien cerradas. [Primero calla. Luego llora durante largo rato].
¿Hay algo más pavoroso que el hombre? [Calla de nuevo].
Incluso aquí, cuando iba por la calle, a cada momento miraba para los lados; me parecía que a mis espaldas alguien ya estaba a punto de… Que me estaba esperando. Porque allí no había día en que no pensara en la muerte. Cada día salía de casa con toda la ropa limpia, con la blusa y la falda, la ropa interior, recién lavadas. ¿Y si de pronto me matan?
Ahora, en cambio, ando sola por el bosque y no le tengo miedo a nadie. En el bosque no hay gente, ni un ser vivo. Voy paseando y me pregunto: ¿Será cierto o no lo que me ha sucedido? A veces, das con algún cazador: con su escopeta, el perro y el dosímetro. También son gente armada, pero es otra cosa, no persiguen a los hombres. Si oigo algún tiro, sé que están cazando cornejas o alguna liebre. [Calla].
Por eso aquí no tengo miedo. No puedo tenerle miedo a la tierra, al agua. A quien temo es al hombre. Allí, en el mercado, por cien dólares te puedes comprar una ametralladora.
Recuerdo a un muchacho. Era tayiko. Perseguía a otro chico. ¡Quería dar caza a otro hombre! Por la manera de correr, de respirar, enseguida comprendí que quería matarlo. Pero el otro se escabulló. Huyó. En eso que el primero regresa, pasa a mi lado y me pregunta:
—Oiga, ¿dónde puedo beber agua por aquí? —Y me lo pregunta como si tal cosa, con toda normalidad. En la estación teníamos un bidón con agua, y le indiqué dónde estaba. Entonces lo miro a los ojos y le digo…, le digo:
—¿Por qué os perseguís los unos a los otros? ¿Por qué os matáis?
El muchacho hasta sintió vergüenza:
—No hable tan alto.
Pero cuando van juntos, son otros. De haber sido tres y hasta dos, me hubieran puesto contra el paredón. Con una sola persona aún se puede hablar.
De Dushanbé llegamos a Tashkent, y de ahí debíamos dirigirnos a Minsk. No había billetes. No hay billetes y punto. Lo tienen bien montado; hasta que no los untas no subes al avión; se meten con todo: que si el peso, que si el tamaño; esto está prohibido, esto no se puede llevar. Dos veces me mandaron a la báscula, por poco no caigo en la cuenta, le di a uno dinero bajo mano. Entonces me dice:
—A buenas horas te despiertas, a qué tanto discutir.
Y todo arreglado en un santiamén. Pero antes de eso, llevábamos un contenedor, dos toneladas, y nos lo hicieron descargar.
—Vienen ustedes de una zona caliente; a lo mejor llevan armas. Hachís…
Dos días nos estuvieron mareando. De modo que fui a ver al jefe y allí, en la recepción, di con una buena mujer; ella fue la primera en aclararme las cosas:
—No va usted a conseguir nada, y si se pone a reclamar un trato justo lo único que conseguirá es que tiren su contenedor al campo y que allí le desvalijen hasta el último trapo.
¿Qué hacer? Nos pasamos una noche en vela, sacaron para ver todo lo que llevábamos: ropa, colchones, nuestros viejos muebles, la vieja nevera, dos sacos de libros.
—¿No serán libros de valor?…
Miraron: Qué hacer, de Chernishevki, Tierras roturadas, de Shólojov[19], y se nos rieron en la cara.
—¿Cuántas neveras llevan?
—Una, y además nos la han roto.
—¿Por qué no pidieron una declaración de carga?
—¿Y quién nos la iba a dar? Es la primera vez que huimos de una guerra.
Hemos perdido dos patrias a la vez: nuestro Tayikistán y la Unión Soviética.
Me voy a andar por el bosque y pienso en mis cosas. Los demás, todos están delante de la tele, a ver qué pasa por allí. ¿Qué sucede? Pero yo no quiero saberlo.
Hubo una vida… Otra vida. Se me consideraba una persona importante; hasta tengo un grado militar: teniente coronel de las tropas de ferrocarriles. Aquí he estado, parada, hasta que encontré un trabajo de mujer de la limpieza en el ayuntamiento. Friego suelos.
Una vida ha quedado atrás. Y para otra ya no me quedan fuerzas.
Aquí unos se compadecen de nosotros, otros están descontentos: «Los refugiados roban las patatas. Las desentierran por la noche».
En la otra guerra, como recordaba mi madre, la gente se compadecía más de los demás.
Hace poco encontraron en el bosque un caballo salvaje. Estaba muerto. En otro lugar, una liebre. No los habían matado, sino que estaban muertos. Y ha cundido el temor. Pero un día se encontraron a un vagabundo muerto y el hecho pasó casi desapercibido.
En todas partes, la gente se ha acostumbrado a ver personas muertas…
Lena M., de Kirguistán. En el umbral de la puerta, como para una fotografía; junto a ella se sentaban sus cinco hijos y el gato Metelitsa, que se trajeron consigo:
Nos fuimos como si huyéramos de una guerra. Agarramos las cosas, el gato nos siguió los pasos hasta la estación, de modo que nos lo llevamos también. Viajamos en tren doce días; durante los últimos dos, solo nos quedaron unos botes de col agria y agua hervida. Unos con una estaca, otros con un martillo, hicimos guardia junto a la puerta. Y le diré lo siguiente. Una noche nos asaltaron unos bandidos. Casi nos matan. Hoy te pueden matar por un televisor o por una nevera.
Viajamos como quien huye de la guerra, aunque en Kirguistán, allí donde estábamos, entonces aún no había tiros. Hubo matanzas en la ciudad de Osh. Entre kirguises y uzbekos. Pero la cosa se calmó enseguida. En apariencia. Aunque en el ambiente había un no sé qué por las calles… Le diré la verdad, había miedo. Nosotros éramos rusos y hasta aquí todo está claro, pero es que hasta los propios kirguises tenían miedo de eso. Eso sí, en sus colas por el pan, nos gritaban: «¡Rusos, largaos a vuestra casa! ¡Kirguistán para los kirguises!». Y nos echaban de la cola. Y algo más en kirguís, bueno algo así como que con el poco pan que tienen y aún tenían que repartirlo con nosotros. Entiendo mal su lengua, he aprendido unas palabras, para regatear en el mercado y comprar algo.
Antes teníamos una patria, ahora ya no la tenemos. ¿Quién soy yo? Mi madre era ucraniana; mi padre, ruso. Nací y me crie en Kirguistán, me he casado con un tártaro. Entonces, mis hijos, ¿qué son? ¿Qué nacionalidad tienen?
Nos hemos mezclado todos, llevamos muchas sangres mezcladas. En el pasaporte tengo a los hijos inscritos como rusos; pero nosotros no somos rusos. ¡Somos soviéticos! Aunque el país en el que yo nací ya no existe.
No existe ni el lugar que nosotros llamábamos nuestra patria. Ahora somos como los murciélagos.
Tengo cinco hijos: el mayor va a la octava clase; la pequeña, al jardín de infancia. Los he traído aquí. Nuestro país no existe, pero nosotros sí.
Yo he nacido allí; allí he crecido. Construí una fábrica, trabajé en ella. «Vete a tu tierra, porque aquí todo esto es nuestro». No dejaban que me llevara nada, salvo los hijos. «Aquí todo es nuestro». ¿Y lo mío dónde está? La gente huye. Se pone en marcha. Todo gente rusa. Soviética. Pero sobran en todas partes. En ninguna parte les espera nadie.
Yo en otro tiempo fui feliz. Todos mis hijos son fruto del amor. Así los fui pariendo: un niño, otro, luego un tercero, después una niña, y otra niña. No voy a seguir hablando. Me voy a poner a llorar. [Pero añade unas palabras más]:
Vamos a vivir en Chernóbil. Ahora esto es nuestra casa. Chernóbil es nuestra casa, nuestra patria. [De pronto sonríe]. Aquí los pájaros son iguales que en todas partes. Hasta hay un monumento a Lenin.
[Y ya junto a la valla, despidiéndose]: Por la mañana temprano oigo en la casa vecina unos martillazos y veo que alguien quita las tablas de las ventanas. Me encuentro a una mujer:
—¿De dónde son?
—De Chechenia.
Y no dice nada. Lleva un pañuelo negro.
La gente que me encuentro… se asombra. No entiende. ¿Qué haces con tus hijos —me repiten—; es que los quieres matar? ¡Eres una suicida! Yo no los mato, yo los estoy salvando. Míreme, con cuarenta años y con el pelo completamente blanco. ¡Cuarenta años! En una ocasión me vino a ver un periodista alemán y me preguntó: «¿Habría llevado usted a sus hijos donde hubiera peste y cólera?». Qué peste ni qué cólera. Este miedo de aquí yo no lo conozco. No lo veo. Y no lo tengo en mi memoria.
A quien temo es a los hombres. A la gente armada.