Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Segunda parte. La corona de la creación » Monólogo junto a un pozo cegado

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MONÓLOGO JUNTO A UN POZO CEGADO

Llegué a duras penas a aquella vieja aldea por un camino destrozado por las lluvias primaverales. Por suerte, nuestro decrépito coche de policía se paró definitivamente junto a una hacienda rodeada de poderosos arces y encinas. Vine a visitar a Maria Fedótovna Velichko, cantora y narradora popular muy conocida en la región de Polesie.

En el patio de la casa me encontré a sus hijos. Nos presentamos: el mayor, Matvéi, era maestro, y el menor, Andréi, ingeniero. Intervienen animados en la charla y, como descubro por la conversación, todos andan alterados por el inminente traslado.

—Un invitado llega y en cambio la dueña se ha de ir. Nos llevamos a mamá a la ciudad. Estamos esperando el coche. ¿Qué libro dice que está escribiendo?

—¿Sobre Chernóbil?

—Ahora tiene su interés recordar Chernóbil. Yo estoy al tanto de lo que escriben en los periódicos sobre el tema. Aunque libros aún hay pocos. Yo, como maestro, he de estar enterado, pues nadie nos enseña cómo hablar del tema a los niños. A mí no me preocupa la física. Doy clases de literatura. A mí me preocupan cuestiones como la siguiente: ¿Por qué el académico Legásov, uno de los que dirigió los trabajos de liquidación de la avería, acabó suicidándose? Regresó a casa a Moscú y se pegó un tiro. Y el ingeniero jefe de la central atómica se volvió loco. Que si partículas beta, partículas alfa… Que si cesio, que si estroncio… Elementos que se descomponen, se diluyen, se trasladan… Todo esto está muy bien, pero con el hombre ¿qué pasa?

—¡Pues yo estoy a favor del progreso! ¡De la ciencia! Porque ninguno de nosotros puede renunciar ya a la bombilla eléctrica. Ahora se han puesto a comerciar con el miedo. Venden miedo a Chernóbil, porque ya no nos queda nada más que vender en el mercado internacional. Esta es nuestra nueva mercancía: vendemos nuestros sufrimientos.

—Han evacuado centenares de aldeas. Decenas de miles de personas. Toda una Atlántida campesina… que se ha diseminado por toda la ex Unión Soviética y que ya no se puede reunir de nuevo. No hay modo de salvarla. Hemos perdido todo un mundo. Un mundo así ya no lo habrá nunca más, no se va a repetir. Escuche, escuche a nuestra madre.

Una conversación que inesperadamente había comenzado tan seriamente, para mi desgracia, no prosiguió. A esta gente le esperaba una tarea llena de zozobra… Comprendí que abandonaban para siempre su casa natal.

Pero en aquel momento apareció la dueña de la casa. Esta me abrazó como si fuera su hija. Y me besó.

Hija mía, ya ves, dos inviernos que llevo sola aquí. La gente no venía…, en cambio, los animales, sí. Una vez se me presentó una zorra, me vio y se extrañó. En invierno, el día es largo y la noche dura toda una vida. Con gusto te cantaría y te contaría cuentos. La gente mayor está ya aburrida de la vida, y la conversación es su trabajo. En cierta ocasión me vinieron a ver de la ciudad unos estudiantes, me grabaron en un magnetófono. Esto sucedió hace mucho. Antes de Chernóbil.

¿Qué quieres que te cuente? Y eso si tengo tiempo. Hace unos días estuve mirando mi suerte en el agua y vi que me esperaba el camino. Nuestras raíces abandonan su tierra. Aquí vivieron nuestros abuelos y tatarabuelos. En estos bosques se instalaron y se fueron turnando aquí durante siglos, pero ahora ha llegado un tiempo en que la desdicha nos echa de nuestras tierras. Una desdicha que ni en los cuentos se cuenta y que nadie antes conoció.

Te recordaré, hija mía, cómo cuando éramos jóvenes adivinábamos el porvenir. Te recordaré algo bueno. Alegre. Cómo empezó aquí nuestra vida. Mi madre y mi padre llevaban alegres a cuestas sus diecisiete años cuando tuvieron que casarse. Llamaron a un casamentero para que les cantara.

En verano se adivinaba en el agua y en invierno en el humo; hacia el lado que se fuera el humo, de esa dirección te vendría el marido. A mí me gustaba adivinar con el agua. En el río. El agua es lo primero que hubo en la tierra, ella lo sabe todo. Y te puede descubrir tu futuro. Se llevaban unas velas al río, se vertía en el agua la cera. Si la vela flotaba es que el amor no estaba lejos, pero si la vela se hundía, aquel año también te quedabas soltera. De doncella te quedabas.

¿Dónde se escondía tu suerte? ¿Dónde mi dicha? Adivinábamos de muchos modos. Unas tomaban un espejo y se iban al baño, donde se pasaban toda la noche, y si en el espejo aparecía alguien, había que dejarlo de inmediato sobre la mesa, porque si no de allí saldría el diablo. Al diablo le gusta venir a este mundo por la puerta del espejo. Por ella.

Adivinábamos en las sombras. Sobre un vaso de agua se quemaba un papel y se miraba la sombra que se formaba en la pared. Si aparece una cruz, es que te espera la muerte; si la cúpula de una iglesia, una boda. Unos lloran, otros ríen. A cada cual su suerte. Por la noche nos quitábamos el calzado y guardábamos una bota debajo de la almohada. Puede que por la noche venga tu prometido a descalzarte, tú entonces le miras y te acuerdas de su cara. A mí me vino a ver otro, no mi Andréi, uno alto y de cara blanca, en cambio mi Andréi no era alto de estatura. Tenía las cejas negras y todo él era risas: «Oh, mi querida señora. Mi señora querida…». [Se ríe]. Vivimos juntos, el uno con el otro, sesenta añitos. Y tres hijos trajimos al mundo. Cuando nos dejó el abuelo, los hijos le llevaron a descansar. Antes de morir me besó por vez postrera y me dijo: «Oh, mi querida señora…, sola te vas a quedar».

¿Qué es lo que sé? Si vives mucho, hasta la vida se te olvida e incluso el amor se te borra. Ya ves, hija mía. ¡Alabado sea Dios! Aún de doncella, me metía dentro de la almohada un peine. Te soltabas el pelo y a dormir. Y vendrá tu prometido disfrazado en sueños. Te pide agua para beber o para saciar la sed de su caballo.

Sembramos amapolas alrededor del pozo. Un círculo hacíamos, y al atardecer nos reuníamos y gritábamos al interior del pozo: «¡suerte, uh, uh, uh…! ¡Suerte, oh, oh, oh…!». Y regresaba el eco y cada una lo entendía a su modo. Aún hoy quisiera ir al pozo. Para preguntar por mi suerte. Aunque poca es la suerte que me queda. Migajas. Un granito seco. Y, además, los soldados han cegado todos nuestros pozos. Los han tapado con tablones. Son pozos muertos. Cegados. Solo ha quedado una fuente de hierro junto a la oficina del koljós. Vivía en la aldea una curandera que también te adivinaba la suerte, pero también ella se fue a la ciudad a casa de su hija. Unos sacos… Dos sacos de los de patatas se llevó consigo llenos de hierbas medicinales. ¡Alabado sea Dios! Ya ve. Las viejas ollas en las que preparaba sus pócimas. Las telas blancas. ¿A quién le harían falta allí en la ciudad? En la ciudad lo que se hace es ver la tele y leer libros. Eso nosotros aquí… Como los pájaros, leíamos las señales en la tierra, en la hierba o en los árboles. Si la tierra se abre mucho tiempo en primavera y no se descongela, puedes esperar sequía en verano. Si la luna brilla mortecina, oscura, el ganado se pondrá a parir. Si las cigüeñas se retiran pronto, esperad frío. [La mujer cuenta y se balancea al ritmo de sus palabras].

Tengo unos buenos hijos y unas nueras cariñosas. Y los nietos también. Pero ¿con quién te pondrás a hablar en la ciudad? Todos te son extraños. Es un lugar vacío para el corazón. ¿Qué podrás recordar con gente extraña? Me gustaba ir al bosque, vivíamos de él, y allí siempre me encontraba acompañada. Como entre la gente. Pero al bosque no te dejan ir. Allí están los guardias, vigilando la radiación.

Dos años. ¡Alabado sea Dios! Dos años se pasaron mis hijos tratando de convencerme: «Mamá, vente a la ciudad». Y al fin me han convencido. Al fin. Qué lugares tan buenos los nuestros; bosques y, alrededor, lagos. Lagos limpios, con sus ondinas.

La gente anciana contaba que las niñas que mueren pronto se convierten en ondinas. Y les dejan en las ramas ropa, camisas de mujer. Se colgaba en los arbustos y en cuerdas. Y las ondinas salían del agua y corrían entre las cuerdas.

¿Me crees? Hubo un tiempo en que la gente se lo creía todo. Y obedecía. Entonces no había televisión, aún no la habían inventado. [Se ríe]. Ya ves.

¡Qué tierra más hermosa la nuestra! Aquí hemos vivido; en cambio los nuestros ya no van a vivir aquí. Nooo…

Me gusta este tiempo. El sol se eleva alto por el cielo, las aves han regresado ya. Estaba ya harta del invierno. Por la noche no hay modo de salir de casa. Los jabalíes triscan por la aldea, ni que estuvieran en el bosque. Ya he recogido la patata. Quería plantar cebolla. Porque hay que trabajar, no te vas a quedar sentada, cruzada de brazos, esperando que te llegue la muerte. Entonces nunca vendría.

Pues en cuanto me acuerdo del duende… Porque hace mucho que vive en casa. No sé muy bien por dónde, pero sale del horno. Vestido de negro, con una zamarra negra y con los botones brillantes. No tiene cuerpo, pero se mueve. En un tiempo pensé que era mi hombre que me venía a ver. Ya ve. Pero no. Es el duendecillo. Sola vivo y con nadie puedo hablar, de manera que por la noche me cuento el día que ha quedado atrás: «He salido de temprano. Y el solecito brillaba talmente que lo miraba y me asombraba de la hermosura de este mundo. Me sentía alegre. Tanta dicha había en mi corazón». Ahora en cambio ya ve: hay que partir. Abandonar tu tierra.

El Domingo de Ramos siempre cortaba unas ramas de sauce. Y como no teníamos santo padre, me iba al río y allí yo misma las bendecía. Una la colocaba en mi puerta. También en casa las ponía y con ellas la adornaba. Las colocaba en las paredes, en las puertas, en el techo. Y, mientras las repartía por la casa, salmodiaba: «Oh, ramita, salva a mi vaca. Para que el cereal crezca alto y el manzano me dé buenos frutos. Que tenga muchos pollitos y las ocas muchos polluelos». Hay que recorrer así la casa y pronunciar largo rato el encanto.

Antes recibíamos la primavera con alegría. Tocábamos, cantábamos. Empezábamos a partir del día en que las mujeres sacaban a las vacas por primera vez al prado. Entonces se tenía que expulsar a las brujas. Para que estas hechiceras no le echasen mal de ojo a las reses, no las ordeñábamos, porque si no se iban corriendo a casa ordeñadas. Y asustadas. No lo olvides, porque puede que todo esto regrese de nuevo, así se dice en los libros santos.

Cuando en el pueblo teníamos pope, este nos leía los libros sagrados. La vida puede acabar, pero puede empezar desde el principio. Escucha lo que te digo. Son pocos los que lo recuerdan, y pocos los que te lo puedan contar.

Delante del primer rebaño, conviene extender en el suelo un mantel blanco para que el ganado pase por encima de él, y luego han de pasar por encima las pastoras. Y, cuando pasen, han de pronunciar las palabras siguientes: «Bruja malvada, cómete ahora esta piedra. Cómete la tierra. En cambio, vosotras, vaquitas, podéis correr tranquilas por los prados y los charcos. Y no temáis a nadie, ni a las gentes taimadas ni a las fieras feroces». En primavera, no solo la hierba sale de la tierra, todo se mueve. También todo lo malo. En el desván se esconde al calor. Del lago se viene a la casa y, al llegar la mañana, se arrastra por el rocío. ¡Y el hombre se ha de defender! Es bueno enterrar la tierra de un hormiguero delante de la cancela, pero lo más seguro es enterrar junto a la puerta un viejo candado. Y así cerrarles la boca a todas las bichas. La boca y la panza. ¿Y la tierra? A la tierra no le basta con el arado y la grada, también ella necesita protegerse. De los espíritus malignos. Para eso hay que recorrer por dos veces tu campo, ir y decir el conjuro: «Siembro, siembro, siembro el grano. Y espero una buena cosecha. Que los ratones no se me coman el grano».

¿Qué quieres que te recuerde más? La cigüeña también requiere su respeto. Hay que darle las gracias por haber regresado a su viejo nido. Pues esta ave te protege de los incendios y trae nuestras criaturas. Así se llama a la cigüeña: «Kle, kle, kle. Ven, avecilla. ¡Ven con nosotros!». Y los jóvenes recién casados, piden por su lado: «Kle, kle, kle. ¡Ven, avecilla, con nosotros, con nosotros! Para que reine entre nosotros el amor y la armonía. Y para que los niños crezcan sanos y suaves, como el sauce».

Por Pascua, todos pintábamos huevos. Huevos rojos, azules, amarillos. Y si alguien tenía un difunto en casa, pintaba un huevo negro. Un huevo de llanto. Para llorar su tristeza. El rojo es para el amor; el azul, para una larga vida.

Ya ves, hija. Como te cuento. Vivo y vivo. Tantos años que ya lo sé todo: lo que vendrá en primavera y lo que pasará en verano. En otoño y en invierno. Pero ¿para qué vivo? Miro el mundo que me rodea. Y no te diré que no me alegro. Pero, hija mía…

Oye también esto que te voy a contar. Colocas por Pascua un huevo rojo en el agua, que se quede allí unos días, y tú lávate con esa agua y la cara se te pondrá hermosa. Limpia. Si quieres que alguno de los tuyos te venga en sueños, uno de tus difuntos me refiero, ve a su tumba, deja rodar un huevo por el suelo y di: «Mamita mía, ven a verme, que quiero llorar tu suerte». Y le cuentas tus penas. Tu vida. Y si tu marido te ofende, ella te aconsejará como es debido. Pero, antes de echar a rodar el huevo, mantenlo un rato en la mano. Cierra los ojos y piensa. No tengas miedo de las tumbas, que solo asustan cuando se lleva a un difunto. Se cierran ventanas y las puertas para que la muerte no entre volando.

La muerte siempre va de blanco, toda de blanco y con una guadaña. Yo no la he visto, pero la gente me lo ha contado. Los que se han encontrado con ella. Pero mejor que no te cruces en su camino. [Y se ríe]: Ja, ja, ja…

Cuando voy a visitar a mis difuntos, llevo dos huevos: uno rojo y otro negro. Uno con el color del lamento. Me siento junto a mi marido, allí en la losa está su foto, un retrato ni de viejo ni de joven, una buena foto: «He venido a verte, Andréi. Charlemos un rato». Le comunico todas las novedades. Y de pronto alguien me llama. Y me llega de allí una voz: «Oh, mi querida señora».

Después de visitar a Andréi, me voy a ver a mi hijita, que murió a los cuarenta años; fue el cáncer que se le metió dentro, y a pesar de los muchos lugares adonde la llevamos, nada le fue de ayuda. Y se fue a descansar tan joven como era. Y guapa.

De todo se va al otro mundo: tanto gente vieja como gente joven. Gente guapa y gente fea. Y hasta criaturas pequeñas. Pero ¿quién les llama? ¿Qué podrán contar de este mundo en el otro? No lo comprendo. Aunque tampoco la gente sabia lo entiende. Los profesores de la ciudad, por ejemplo. Puede que el padre de la iglesia. Cuando lo encuentre, se lo pregunto. Ya ves. Y con mi hijita hablo de esta manera: «¡Hijita mía! ¡Preciosa mía! ¿Con qué pajarillos vendrás volando desde tierras lejanas? ¿Con los ruiseñores o con los cuclillos? ¿De qué lado he de esperarte?».

Así le canto y espero. Por si de pronto se presenta. O por si me manda alguna señal. Pero no hay que quedarse junto a las tumbas hasta la noche. A las cinco… después de comer… hay que marcharse. El sol aún debe estar bien alto, pues cuando empieza a bajar, a rodar cuesta abajo…, cuesta abajo…, hay que despedirse. Pues los difuntos quieren quedarse a solas. Como nosotros. De igual modo.

Los muertos llevan su vida, como nosotros. No lo sé, pero me lo imagino. Así lo creo. Porque si no… Y te diré otra cosa. Cuando un hombre muere y sufre mucho y en la casa hay mucha gente, todos han de salir al patio, para que el pobre se quede solo. Hasta el padre y la madre han de salir, y los niños.

Hoy he estado dando vueltas desde el amanecer, recorro el patio, el huerto y recuerdo mi vida. Tengo unos buenos hijos, fuertes como robles. He sido feliz, pero poco, toda la vida me la he pasado trabajando.

¿Cuántas patatas han pasado por estas manos? ¿Cuántas patatas? ¿Cuánto habré sembrado y segado… [Repite]: sembrado y segado… hasta hoy? Sacaré el cedazo con las simientes. Pues me han quedado semillas de judías, girasoles… Los tiraré aquí mismo sobre la tierra desnuda. Que sigan vivas. Y las semillas de las flores las tiraré por el patio. Porque no sabes cómo huelen al llegar el otoño. El guisante de olor. Pero ha llegado un tiempo, hija mía, que no puedes tocar la simiente; la arrojas al suelo y te crece, cobra fuerza, pero no es buena para el hombre.

Ya ves qué tiempos. Dios nos ha mandado una señal. Y el día en que se produjo este Chernóbil maldito yo soñé con abejas, vi muchas, muchas abejas. Abejas que, una colmena tras otra, se iban volando muy lejos, muy lejos. Y cuando sueñas con abejas es que habrá un incendio. La tierra que se va a incendiar. Dios nos mandó la señal de que el hombre ya no vive en la tierra como en su propia casa, sino que es un huésped. Somos unos invitados de ella. [Se echa a llorar].

—Mamá —se oyó la voz de uno de los hijos—. ¡Mamá! Ha llegado el coche.

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