Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca del soldado mudo

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MONÓLOGO ACERCA DEL SOLDADO MUDO

Ya no voy a regresar a lo que es la zona, aunque antes me tiraba… Si veo de nuevo todo esto, si vuelvo a pensar en ello, me pondré enferma y me moriré. Morirán mis fantasías.

¿Se acuerda de la película sobre la guerra Ve y mira[58]? No pude terminarla de ver, me desmayé. En ella mataban una vaca. Aparecía una pupila que ocupaba toda la pantalla. Una pupila… Cómo mataban a la gente; yo ya no lo miré. ¡No! ¡El arte es amor, estoy absolutamente convencida de ello!

No quiero encender la televisión ni leer los periódicos de ahora. Matan y matan… En Chechenia, en Bosnia… En Afganistán… Pierdo la razón, se me echa a perder la vista. El horror… Se ha vuelto algo acostumbrado, hasta banal. Y nosotros hemos cambiado tanto que el horror que aparece en la pantalla hoy ha de ser más pavoroso que el de ayer. Si no, ya no da miedo. Nos hemos pasado de la raya.

Ayer iba en el trolebús. Esta es la escena: un chico no le cede el asiento a un viejo. Y el anciano le reconviene:

—Cuando seas mayor, tampoco a ti te cederán el asiento.

—Yo nunca seré viejo —replica el chaval.

—¿Por qué?

—Porque pronto moriremos todos.

No se habla de otra cosa que de la muerte. Los niños piensan en la muerte. Cuando es algo en lo que se piensa al final de la vida, no cuando esta comienza.

Veo el mundo en pequeñas escenas. La calle es para mí un teatro, mi casa es un teatro. Nunca me acuerdo de un hecho por entero. Sino que los capto en algunos detalles o gestos.

Todo se ha mezclado en mi memoria, todo se ha revuelto. No sé si lo he visto en el cine, en los periódicos… O lo habré oído, visto o vislumbrado en alguna parte.

Veo cómo por una calle abandonada de un pueblo se mueve una zorra que se ha vuelto loca. Se la ve calmada, buenecita. Como un niño. Se acerca cariñosa a los gatos asilvestrados, a las gallinas.

Silencio… ¡Hay allí un silencio! Nada que ver con el de aquí. Y de pronto dentro de este silencio se oye una extraña voz humana: «Gosha es bueno. Gosha es bueno». Sobre un viejo manzano se balancea una jaula oxidada con la portezuela abierta. Un papagayo domesticado habla consigo mismo.

Empieza la evacuación. Han sellado la escuela, la oficina del koljós, el sóviet local. Durante el día, los soldados sacan las cajas fuertes, los documentos. Y, por la noche, los lugareños desvalijan la escuela, se llevan todo lo que queda en ella. Los libros de la biblioteca, los espejos, las sillas, los lavabos, un globo enorme… Uno de los últimos en llegar… Llega por la mañana y ya no queda nada. Se lleva las probetas vacías del laboratorio de química.

Aunque todos saben que dentro de tres días a ellos también se los llevarán. Y todo esto se quedará aquí.

¿Para qué recojo todo esto, para qué lo guardo? Nunca montaré una obra sobre Chernóbil. Como no he puesto en escena ninguna obra sobre la guerra. Nunca en mis obras mostraré en escena a un hombre muerto. Ni siquiera un animal o un pájaro muertos.

En el bosque, me acerco a un pino y veo algo blanco. Me había parecido que eran setas, en cambio me he encontrado con unos gorriones caídos con el pecho hacia arriba. Allí, en la zona…

Yo no comprendo qué es la muerte. Ante ella me detengo, para no volverme loca. Para no irme al otro lado… Al otro lado de la vida. La guerra se debería mostrar de forma tan pavorosa que hiciera vomitar a la gente. Hasta ponerla enferma. Esto no es un espectáculo.

Durante los primeros días… Aún no se había mostrado ni una foto, y yo ya me imaginaba los tejados desmoronados, las paredes derruidas, el humo, los cristales rotos. No se sabe adónde se llevan a unos niños callados. Una cadena de coches. Los mayores lloran, pero los niños no. Aún no habían publicado ni una fotografía. Seguramente, si preguntásemos a la gente, veríamos que no disponemos de otra imagen del Apocalipsis: explosiones, incendios, cadáveres, pánico.

Esto es lo que recuerdo de mi infancia… [Calla]. Pero de esto, más tarde… Aparte…

Lo que ha pasado es algo desconocido. Es otro miedo. No se oye, no se ve, no huele, no tiene color; en cambio nosotros cambiamos física y psíquicamente. Se altera la fórmula de la sangre, varía el código genético, cambia el paisaje. Pensemos lo que pensemos, hagamos lo que hagamos… Por ejemplo, yo por la mañana me levanto, tomo un té. Voy a los ensayos. Con los estudiantes. Y este algo pende sobre mí. Como un signo. Y como un interrogante. No tengo con qué compararlo. Los recuerdos de mi infancia no se parecen en nada a esto.

Solo he visto una buena película sobre la guerra. He olvidado el título. Es un filme sobre un soldado mudo. No abre la boca en toda la película. Lo acompaña una alemana embarazada, preñada por otro soldado ruso. Y nace un niño. La mujer pare en el camino, sobre un carro. El soldado alza a la criatura, la sujeta con las manos, y el niño hace pipí en su fusil. El hombre ríe. Estas son como si dijéramos sus palabras: su risa. Mira al niño, a su fusil y se ríe. Fin de la película. En ella no hay rusos, no hay alemanes. Solo aparece un monstruo: la guerra. Y un milagro: la vida.

Pero ahora, después de Chernóbil, todo ha cambiado. También esto. Ha cambiado el mundo, que ahora ya no nos parece eterno, como lo ha sido hasta hace muy poco. De pronto la Tierra se ha vuelto pequeña. Nos hemos visto privados de la inmortalidad. Esto es lo que nos ha pasado. Hemos perdido el sentido de la eternidad. En cambio, por el televisor veo cómo cada día se mata. Gente que dispara. Hoy disparan unos hombres sin inmortalidad. Un hombre mata a otro hombre. Después de Chernóbil.

Lo recuerdo muy vagamente, como algo lejano… Tenía tres años cuando a mi madre y a mí nos deportaron a Alemania. A un campo de concentración. Recuerdo que todo era bonito. Puede que esta fuera mi manera de ver las cosas. Una montaña alta. No sé si llovía o nevaba. La gente reunida en un gran semicírculo negro, todos con un número. Un número en el calzado. Muy claramente, con una pintura de un amarillo chillón en los zapatos. En la espalda. Por todas partes, números y más números. Y el alambre de espino. Sobre una torre se alza un hombre con casco, corren unos perros, que ladran muy fuerte. Y ni gota de miedo. Dos alemanes, uno grande, gordo, de negro, y el otro, pequeño, en traje marrón. El que va de negro señala con la mano hacia alguna parte. Del oscuro semicírculo sale una sombra negra y se convierte en una persona. El alemán de negro la empieza a pegar. Y cae la lluvia o la nieve. Cae…

Recuerdo a un italiano alto y guapo. Cantaba sin parar. Mi madre lloraba y los demás también lloraban. Yo no podía comprender por qué lloraban todos cuando el hombre cantaba algo tan hermoso.

Escribí unas escenas sobre la guerra. Probé a hacer algo con ellas. No me salió nada. Nunca montaré una obra sobre la guerra. No me saldría.

Una vez llevamos a la zona de Chernóbil un espectáculo alegre: «Pozo, danos agua». Es un cuento. Llegamos a Jotimsk, un centro de distrito. Allí hay un orfanato, una casa para niños huérfanos. No los sacaron de allí.

Durante la representación, al llegar el entreacto, los niños no aplauden. No se levantan. Callan. Y al acabar la obra. Tampoco aplauden. Ni se levantan. Siguen callados.

Mis estudiantes están desesperados, al borde del llanto. Nos reunimos tras el telón: ¿Qué les pasa a estos críos? Lo comprendimos luego: los niños se creían todo lo que pasaba en la escena. En la obra se esperaba que de un momento a otro se produjera un milagro. Los niños normales, los que tienen casa, entendían que aquello era teatro. Estos, en cambio, esperaban que el milagro ocurriera.

Nosotros, los bielorrusos, nunca hemos tenido nada eterno. Ni siquiera hemos tenido una tierra eterna, siempre alguien nos la arrancaba y borraba las huellas de nuestro pueblo. Y no podíamos vivir en un tiempo ilimitado, como en el Antiguo Testamento: este ha engendrado al otro, el otro a un tercero… La cadena, los eslabones. No sabemos tampoco qué hacer con esta eternidad, no sabemos vivir con ella. Somos incapaces de entenderla.

Pero finalmente esta eternidad nos ha sido dada. Nuestra eternidad es Chernóbil. Esto es lo que nos ha salido.

Y nosotros, ¿qué hacemos? Nosotros, pues nos reímos. Como en la antigua anécdota. La demás gente se compadece de aquel al que se le ha quemado la casa o el cobertizo. Todo ha ardido y, en cambio, al bielorruso se le ocurre decir: «¿Y el montón de ratas que se te han frito?», y se echa a reír a mandíbula batiente. ¡Esto es un bielorruso! La risa a través del llanto.

Pero nuestros dioses no ríen. Nuestros dioses son mártires. Los griegos sí que tenían dioses que reían, unas divinidades alegres. ¿Y las fantasías, me dirá usted, los sueños, los chistes, que también son textos? ¿O no tratan también sobre quiénes somos? Lo malo, sin embargo, es que no sabemos leerlos.

En todas partes solo oigo una melodía. Que suena y suena. Aunque más que una melodía, más que una canción, es un llanto de plañidera. Es que nuestro pueblo, viene a decir, está programado para soportar cualquier desgracia. Una inacabable espera de la desgracia.

¿Y la felicidad? La felicidad es algo pasajero, casual. El pueblo suele decir: «Una desgracia no es desgracia», «Con la desdicha no hay palo que valga», «Así revientes, la desgracia te da en los dientes», «Cuando en casa reina la desdicha no estás para coplas». Aparte de los sufrimientos, no tenemos nada más. Ni tenemos otra historia, ni otra cultura que la del dolor.

Y, sin embargo, mis estudiantes se enamoran, tienen hijos. Aunque sus niños son callados, endebles.

Después de la guerra regresé del campo de concentración. ¡Regresé viva! Entonces era lo único importante: sobrevivir; mi generación hasta hoy se asombra de haber sobrevivido. En lugar de beber agua, yo podía comer nieve; durante el verano podía no salir del río, zambullirme cientos de veces. Sus hijos no pueden comer nieve. Ni siquiera la nieve más limpia, siquiera la nieve más limpia, la más blanca. [Se queda ensimismada].

¿Cómo me imagino el espectáculo? Porque no he dejado de pensar en él. Pienso todo el rato.

De la zona me trajeron un guion. Un cuento actual.

Un viejo y una vieja se han quedado en una aldea. Durante el invierno el viejo muere. La vieja lo entierra ella sola. Se pasa una semana cavando un hoyo en el cementerio. Envuelve al hombre en una pelliza caliente, para que no tenga frío, lo acuesta sobre un trineo de niño y lo lleva al cementerio. Y mientras recorre el camino, va rememorando su vida juntos.

Para el funeral, la mujer asa la última gallina. Y al olor de la carne, acude arrastrándose hasta la vieja un cachorrillo famélico. Así la anciana tiene con quien conversar y llorar.

Un día incluso se me apareció en sueños este futuro espectáculo mío.

Vi una aldea desierta, los manzanos en flor. Florecen las lilas. Frondosas. Elegantes. En el cementerio florecen los perales silvestres.

Por las calles cubiertas de hierba corren los gatos con las colas levantadas. No hay nadie. Los gatos hacen el amor. Todo florece. Somos seres de la tierra, no del cielo. Nuestro monocultivo es la patata; cavamos los huertos, la plantamos y miramos todo el tiempo al suelo. Al valle. ¡Hacia abajo! Y si el hombre alza la cabeza no es nunca más arriba de un nido de cigüeña. Incluso esto es para él muy alto, este nido es para él el cielo. Pero no tenemos el cielo que llamamos cosmos, esto no existe en nuestra conciencia. Entonces, tomamos algo de la literatura rusa… De la polaca… Así, a los noruegos les hizo falta Grieg; a los judíos, Shalom-Alekhem, creadores de una especie de centros de cristalización alrededor de los cuales ellos podían unirse y reconocerse a sí mismos. Este papel lo ha desempeñado con nosotros Chernóbil… Chernóbil está plasmando algo de nosotros. Está creando algo. Ahora nos hemos convertido en un pueblo. En el pueblo de Chernóbil. No somos el camino de Rusia a Europa o de Europa a Rusia, no. Ahora solo…

El arte es memoria. Es el recuerdo de aquello que fuimos.

Yo tengo miedo. Tengo miedo de una cosa, de que en nuestra vida el miedo ocupe el lugar del amor.

LILIA MIJÁILOVNA KUZMENKOVA, profesora de la Escuela de Arte y Cultura de Moguiliov, directora de teatro

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