Viaje por la historia

Viaje por la historia


Había una vez una princesa...

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Había una vez una princesa...

Diana de Gales

La brusca muerte de Diana de Gales, el 31 de agosto de 1997, conmocionó al mundo y de un modo especial a la sociedad británica, que exhibió gestos que rompían la flema tradicional de los ciudadanos del Reino Unido. Fallecía una princesa con una vida intensa, propia de un best seller de corte sentimental. Diez años después, pocas personas acuden a visitar la mansión de Althorp en la que está enterrada y en París no hay ninguna señal en el fatídico túnel donde se estrelló el coche en el que viajaban ella y Dodi Al Fayed.

Parte telenovela, parte reality show, la vida y muerte de la princesa Diana se convirtió en el éxito mediático más grande de la historia, porque contó con un elemento por el que las masas de famosos suspiran, pero jamás podrán emular: el toque mágico de un cuento de hadas. La joven tímida y bella que se enamora del Príncipe; la boda del siglo; los diamantes y los rubíes; los vestidos más caros del mundo; las vacaciones en Gstaad, en Mónaco y en el crucero de la Reina; la amarga separación; la docena de amantes, ricos y pobres; la tristeza de los principitos; los suegros gruñones; el marido mezquino; la “otra mujer”... Todos los ingredientes del best seller se reunieron de tal manera que si fuera una historia de ficción nadie la creería.

Y como colofón, el escenario donde se llevó a cabo el desenlace trágico, el acto final de la historia: París, la ciudad del amor y la moda; el barroco y dorado Hotel Ritz; la orilla del río Sena. Pero cuando uno va al lugar concreto de los hechos, la imagen cambia; la realidad colisiona con el mito.

Un poco pasada la medianoche del 31 de agosto de 1997, tras cenar en la suite imperial del Ritz con Dodi al Fayed, cocainómano hijo de un multimillonario egipcio con el que había iniciado un affair hacía seis semanas, la Princesa de Gales se subió con él y un guardaespaldas a un Mercedes Benz conducido por un empleado de Al Fayed, que estaba borracho. El Mercedes salió disparado del Ritz, en la elegante Place Vendôme –templo dedicado a Napoleón, Dior y Cartier–, hacia la Place de la Concorde, donde guillotinaron en 1793 a Luis XVI y a su esposa María Antonieta. El coche dio media vuelta a la plaza, pasó de lado la entrada a los Campos Elíseos y cogió la siguiente a la derecha, bordeando el río Sena, con la Torre Eiffel iluminada y visible ahora enfrente y a la izquierda. El coche, que iba al doble de la velocidad permitida, entró en un túnel y salió; entró en un segundo túnel, y nunca salió. Un lugar más anónimo para morir, en circunstancias más banales (el guardaespaldas era el único que tenía puesto el cinturón de seguridad y fue el único que sobrevivió), sería difícil de imaginar.

Uno recorre el túnel, de unos 150 metros, hoy, y lo que menos se le ocurre es asociarlo con romance o glamour. Nada en su interior –ni una X en la columna central contra la que el coche se estrelló–conmemora el trágico episodio de aquella noche. Las paredes blancas descoloridas recordarían el servicio público de una estación de tren si no fuera por el maquillaje naranja chillón de las luces del techo. Sobre la salida del túnel por la que el Mercedes hubiera emergido si no hubiera chocado, junto al Pont de l’Alma, que cruza el Sena, hay una escultura de una llama dorada. Muchos de los turistas que acuden al lugar suponen que la escultura es un homenaje a la Princesa. Y por eso, paseando por allí este mes, veo cuatro rosas marchitas y un par de ramos de flores en el suelo, alrededor de la base. Sin embargo, la escultura ya estaba ahí la noche en que Diana murió, a los 36 años. La Flamme de la liberté (La llama de la libertad) es una réplica de la antorcha de la Estatua de la Libertad que vigila la entrada al puerto de Nueva York, y que Francia regaló a Estados Unidos en 1886.

El único recuerdo auténtico de la Princesa cerca del lugar donde murió lo ofrece un muro cubierto de graffitis que fácilmente se podría entender como una competición para ver quién escribe las líneas más cursis sobre ella. Hay mensajes de California, Filipinas, Chile, Honduras y Pakistán; en italiano, japonés, hindú, francés, por supuesto inglés, y también en español. Puede leerse: “Una Princesa en la Tierra / Una reina en el cielo”. “Tu belleza es eterna”. “Diana, que duermas en paz... ¡qué pérdida para este mundo!”; y, en español: “Lo hemos conseguido. Por fin te dejamos una nota de tres vasquitas bien majas. Lady, que te vaya bien bonito allá donde estés”.

En agosto los turistas pululan por París, pero la verdad es que no había más de diez curiosos a mediodía en la escena del accidente de coche más televisado de la historia, todos extranjeros. En cuanto a los parisienses, la historia de Diana parece haberse quedado en una anécdota. Tras atravesar el Canal de la Mancha en tren descubro que para los ingleses también. O, al menos, que quedan pocos rastros visibles de la histeria que se desató en la semana entre su muerte y su entierro. En la abadía de Westminster, donde se llevó a cabo el funeral en el que el hermano menor de la princesa fustigó a la familia real, se recuerda a Shakespeare y a Dickens, pero no a Diana. En la plaza al lado de la abadía, Parliament Square, y debajo del Big Ben están a punto de descubrir una estatua de Nelson Mandela junto a la de Winston Churchill. Pero ninguna señal de la princesa de corazones, o la princesa del puebloPeople’s Princess, como la bautizó Tony Blair–.

El palacio de Kensington, hogar londinense de la esposa del heredero al trono inglés, casi desapareció bajo 10.000 toneladas de flores en los días posteriores al accidente. Pero hoy el único vestigio que se ve de lo que algunos detractores de aquellos tiempos denominaron “el fascismo floral” es una mesa alrededor de la que están sentadas cuatro mujeres y cuatro niños. Están pintando de oro unas hojitas metálicas que formarán parte de una escultura, una planta, diente de león. A la entrada del austero palacio, construido de ladrillo rojo en la época en la que del otro lado del canal Luis XIV, el Rey Sol, construía extravagancias como la de Versalles, hay un cartel que invita a voluntarios a participar en el laborioso trabajo de pintar las hojitas. La idea es tener hechas a tiempo para el aniversario de la muerte de Diana 10 esculturas que “hagan eco de las miles de flores que dejaron los dolientes hace 10 años”. El diente de león, explica el cartel, es la flor indicada porque “como muchas veces se dice, las semillas del diente de león transportan pensamientos y sueños a los seres queridos”.

Hay ingleses que siguen expresándose así cuando piensan en Diana, y sin duda los veremos en nuestros televisores la noche del 31 de agosto, pero no quedan muchos. ¿Cómo explicar, entonces, el contraste entre esta relativa pasividad y el estallido de llanto nacional que provocó la muerte de la princesa? El consenso general en su momento fue que los ingleses habían abandonado aquel estreñimiento emocional que los ha caracterizado, que por fin habían liberado su largamente reprimido lado latino. Y con Diana como catalizador. Como dijo el siempre faciloide Tony Blair a la autora de uno de los seis nuevos libros sobre Diana que se han publicado con motivo del décimo aniversario (sólo uno de los cuales ha vendido moderadamente bien), “Diana nos enseñó una nueva forma de ser británicos”.

Bueno. Up to a point, como dirían los británicos de toda la vida. Hasta cierto punto. Lo que es verdad es que los británicos son gente inhibida que sufre en el intento de relacionarse de manera natural con los demás. Por eso todavía no tienen claro los hombres si se deben de dar la mano cuando se ven (es verdad: lo hagan o no lo hagan, se sienten incómodos); por eso se emborrachan, para poder dar rienda suelta a sus sentimientos; por eso son tan irónicos, el reflejo nacional por reírse de todo esconde el terror que tienen a mostrarse como realmente son. Y por eso el rasgo que los define (vean las películas de Hugh Grant) es la vergüenza, el estar incómodos, sentirse en apuros.

Los ingleses saben que son así y les duele. Y por eso la Diana que tocaba a los leprosos y lloraba con pacientes con sida moribundos se convirtió en la imagen idealizada, la fantasía hecha carne, de cómo les gustaría ser, a diferencia de la imagen más auténtica que presentaba el resto de la familia real. Empezando por la reina madre, una adicta al gin–tonic que murió cinco años después de Diana a los 101 años: se hubiera cortado las venas antes de dar un beso en público a un homosexual agonizando en un hospital.

El problema es que la “nueva forma de ser británicos” no ha calado. Blair se ha ido, considerado un farsante por gran parte de la gente que una vez votó por él, y en su lugar, ante la satisfacción general del público, se ha instalado un sombrío calvinista escocés. Nunca caló. Cuando los ingleses perdieron a Diana no perdieron a un ser humano; la que murió fue un personaje en una novela, o una película. Como las lágrimas que caen al final de Love Story. No dejan huella. Aunque el recuerdo del desbordado sentimentalismo que exhibieron los ingleses aquellos días no se olvida. Un largo artículo en The Guardian este mes sobre este tema comenzó con estas tajantes palabras: “Se ha convertido en un recuerdo vergonzante...”.

Pero en aquel momento la gente se lo creyó. Por eso, al principio los habitantes del pueblo más cercano al lugar de la campiña inglesa donde está enterrada Diana temían verse asediados por las hordas, que su pacífico entorno rural se iba a convertir en un circo permanente al estilo de Lourdes en Francia, o Graceland, la casa de Elvis Presley. Se equivocaron. Muestra de lo fugaz que fue el fenómeno Diana lo da el hecho de que los terrenos ancestrales de la familia Spencer no atraen hoy ni la mitad de devotos que atrajeron en 1998. Althorp House, cien kilómetros al norte de Londres, fue el lugar al que llevaron el cuerpo de Diana la tarde del 6 de septiembre, inmediatamente después de la ceremonia oficial de la abadía de Westminster. La casa, casi tan grande como el palacio de Kensington y 200 años más antigua, es fiel al gusto tradicional de la aristocracia inglesa: grandes salones alfombrados unidos por largos pasillos que rebosan pinturas de caballos, perros y lores y ladies de los siglos XVIII y XIX, en algunos casos vestidos de toga romana color púrpura.

Lo que distingue a Althorp de las docenas de casas señoriales de este tipo en Inglaterra son tres cosas: la pequeña isla arbolada en el medio de un lago que oculta la tumba de Diana; la exhibición permanente llamada A Diana Celebration y la tienda donde uno puede comprar jabones, pendientes y relojes conmemorativos autorizados por el hermano de Diana, Charles, el noveno conde Spencer, que está presente el día que voy, firmando copias de su último libro, sobre sus ancestros. Un cartel pone que Spencer estará disponible para firmar entre las 13.15 y las 15.00. Pero a las 13.25 ya no hay más cola. Diez señoras compraron el libro y nadie más. Tampoco está lleno a rebosar el complejo turístico, del tamaño de 10 campos de fútbol, en el que Spencer ha convertido la finca familiar. Es un sábado soleado de agosto, pero el total de visitantes en el recinto cabrían tranquilamente en un par de autobuses.

Habría menos interés todavía en Althorp si no fuera por el papel protagonista que tuvo Charles Spencer en el funeral de su hermana, si no hubiera dado el discurso en el que contrastó la severidad emocional de la familia real con la calidez de su hermana, que él definió (carteles en Althorp nos lo recuerdan, por si lo hemos olvidado) como una mujer “única, compleja, extraordinaria, irremplazable”; que fue “la esencia de la compasión, del deber, del estilo, de la belleza”. El hermano se ha apoderado de su legado sentimental, además de los pingües beneficios turísticos que le ha brindado Althorp House. Sin embargo, varios libros y artículos de prensa denuncian una clara hipocresía detrás de este oportuno cometido. Cuando Diana estaba en su momento más vulnerable, recién separada de su marido Carlos, llamó a su hermano para pedirle que le dejara una de sus casas en la enorme finca familiar, pero él se la negó, argumentado que no soportaría el inevitable lío mediático que se generaría en su vecindad. Diana lloró desconsoladamente al recibir la respuesta, por carta. Pero no se debería de haber sorprendido. La relación que tuvieron los dos hermanos siempre fue fría, distante, inglesa.

Pero en esto no habrán reparado las señoras que hacían cola en la tienda de Althorp para que el conde Spencer les firmará su libro. Además, ¿por qué hacerlo? La vida privada de Diana fue tan banal, tan poco extraordinaria, como su último amante, el heredero Dodi, que –como ella–tampoco tuvo que trabajar nunca para ganarse el pan; o como su propia muerte, a manos de un conductor borracho en un túnel parisiense cualquiera. No nos dejó ningún recuerdo sólido: ninguna canción, como Elvis; ninguna película, como Marilyn Monroe. Donde ella se realizó y donde su público la adoró fue en el espejo en el que se miraba, en la telenovela donde actuó, en su efímero cuento de hadas.

RUTA DE VIAJE | Uniforme colegial y traje de boda

La entrada a la exhibición permanente Diana, a Celebration cuesta 20 euros. Es un minimuseo, mitad capilla, cuya primera oferta es una secuencia de antiguas películas familiares en las que Diana juega a los cinco o seis años con un conejito, o construye castillos en la playa, o se sube a una bicicleta en el jardín. Después está el uniforme que llevó en el colegio, blazer rojo y falda gris, aunque no se hace mención de que con 16 años suspendió todas las asignaturas. Más adelante, entre muchas cosas más, está el menú de una cena de cumpleaños para la princesa Margarita en el Hotel Ritz de París en 1980, y en el que ella escribió, a mano: “Estaba sentada al lado del príncipe Carlos”; está el vestido que llevó el día, un año después, en el que se casó; la letra de la canción que le cantó su gran amigo Elton John (luego gran amigo de David y Victoria Beckham, los herederos de Diana en el imaginario colectivo inglés) en el funeral en la abadía de Westminster, transmitido en vivo y en directo por todo el planeta, y la versión original del discurso que leyó en aquella ocasión su hermano, Charles, con una línea tachada a última hora que ponía: “Damos gracias a Dodi al Fayed por haber hecho que las últimas semanas de Diana fueran tan felices”.

John Carlin

17/08/2007

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