Veo una voz

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Capítulo segundo

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Pero los mayores fortalecimientos se observaron en individuos sordos que hablaban por señas. En ellos el fortalecimiento de los potenciales evocados se propagaba curiosamente hacia adelante, hacia el lóbulo temporal izquierdo, al que suelen atribuirse funciones puramente auditivas. Se trata de un descubrimiento muy notable y yo sospecho que fundamental, pues indica que áreas normalmente auditivas se reasignan para funciones visuales en los individuos sordos que hablan por señas. Se trata sin duda de una de las pruebas más asombrosas de lo moldeable que es el sistema nervioso y de su capacidad de adaptación a una forma sensorial distinta.[116]

Este descubrimiento plantea también interrogantes fundamentales respecto a en qué medida el sistema nervioso, o al menos el córtex cerebral, se halla rigurosamente determinado por condiciones genéticas innatas (con centros fijos y localización fija, con áreas que tienen el «soporte físico» preciso para funciones específicas, que están «predestinadas» o «preprogramadas» para esas funciones) y en qué medida es moldeable y pueden modificarlo las particularidades de la experiencia sensorial. Los famosos experimentos de Hubel y Wiesel han demostrado que los estímulos visuales pueden modificar considerablemente el córtex visual, pero no aclaran qué cuantía de estimulación sólo activa potenciales que estaban presentes, y qué cuantía específica los moldea y conforma. Los experimentos de Neville indican una adecuación de la función a la experiencia, ya que no podemos pretender que el córtex auditivo haya estado «esperando» la sordera o la estimulación visual para hacerse visual y cambiar de carácter. Es muy difícil explicar estos hechos, salvo que se haga con una teoría radicalmente distinta, una teoría que no considere el sistema nervioso una máquina universal preprogramada y con el soporte material preciso para (potencialmente) todo, sino un hacerse distinto, con libertad para adoptar formas completamente distintas, dentro de los límites de lo posible desde el punto de vista genético.

Para entender el significado de estos datos hemos de enfocar también de una forma distinta los hemisferios cerebrales y sus diferencias y papeles dinámicos en relación con las tareas cognoscitivas. Elkhonon Goldberg y sus colegas exponen este nuevo enfoque en una serie de artículos experimentales y teóricos.[117] Según la opinión clásica, los dos hemisferios cerebrales tienen funciones fijas (o «encomendadas») que se excluyen mutuamente: lingüísticas/no lingüísticas, sucesivas/simultáneas y analíticas/gestálticas. Éstas son algunas de las dicotomías propuestas. Tal punto de vista choca con dificultades evidentes cuando lo confrontamos con un lenguaje espacio-visual.

Goldberg amplió primero el campo del «lenguaje» al de los «sistemas descriptivos» en general. Según su planteamiento estos sistemas descriptivos son superestructuras impuestas a sistemas elementales de «percepción de rasgos» (por ejemplo, los del córtex visual) y en la cognición normal operan diversos sistemas (o «códigos») de este tipo. Uno de estos sistemas es, claro está, el lenguaje natural; pero puede haber muchos más, por ejemplo los lenguajes matemáticos formales, la notación musical, juegos, etcétera (siempre que estén codificados mediante notaciones especiales).

Es característico de todos ellos el que se aborden primero de un modo tanteante y vacilante y que se adquiera luego una perfección automática. Así pues, puede haber con ellos, y con todas las tareas cognoscitivas, dos vías de aproximación, dos «estrategias» cerebrales y un cambio (con el aprendizaje) de una a otra. En este planteamiento el papel del hemisferio derecho es decisivo para afrontar situaciones nuevas, para las que aún no existe ningún código o sistema descriptivo establecido… y se considera también que participa en el ensamblaje de estos códigos. Cuando un código de este tipo ha sido ensamblado o se lo ha hecho aflorar hay una transferencia de función del hemisferio derecho al izquierdo, pues este último controla todos los procesos que se organizan de acuerdo con estas gramáticas o códigos. (Así, una tarea lingüística nueva, pese a ser lingüística, la efectuará en principio predominantemente el hemisferio derecho, y sólo después se regularizará como función del izquierdo. Y en una tarea espacio-visual, por el contrario, pese a ser espacio-visual, si puede fijarse en una notación o código, habrá un predominio del hemisferio izquierdo.)[118]

Con este enfoque (tan distinto de las teorías clásicas de las especificidades hemisféricas fijas) podemos entender el papel de la experiencia y el desarrollo del individuo cuando pasa de sus primeros tanteos (en las tareas lingüísticas o en otras tareas cognoscitivas) al dominio y la perfección.[119] (Ninguno de los dos hemisferios es «mejor» o «más avanzado» que el otro; están sólo adaptados a etapas de elaboración de datos y a dimensiones distintas. Los dos son complementarios, interactuantes; y permiten entre los dos el dominio de nuevas tareas). Con este planteamiento se explica claramente, sin paradojas, cómo la seña (pese a ser espacio-visual) puede convertirse en función del hemisferio izquierdo, y cómo aptitudes visuales de muchos otros tipos (desde la percepción del movimiento a la de modelos, desde la percepción de la relación espacial a la de las expresiones faciales), al participar en el lenguaje de señas, acaban arrastradas con éste, cuando se asienta, convirtiéndose también en funciones del hemisferio izquierdo. Podemos entender así por qué el que habla por señas se convierte en una especie de «experto» visual en diversos sentidos, y no sólo en las tareas lingüísticas sino también en las no lingüísticas; cómo puede desarrollarse no sólo el lenguaje visual sino también una inteligencia y una sensibilidad visuales específicas.

Necesitamos pruebas más sólidas del desarrollo de una visualidad «superior», de un estilo visual, comparables a las que presentaron Bellugi y Neville del fortalecimiento de funciones cognoscitivo-visuales «inferiores» en los sordos.[120] Hasta ahora contamos más que nada con anécdotas y descripciones; pero las descripciones son extraordinarias y exigen un examen detenido. Hasta Bellugi y sus colegas, que raras veces se apartan de la descripción rigurosamente científica, se sintieron obligados a incluir, de pasada, en su libro What the Hands Reveal about the Brain, esta breve descripción.[121]

La primera vez que apreciamos plenamente esta cualidad cartográfica del lenguaje de señas fue cuando un amigo sordo que estaba de visita nos explicó su reciente traslado a un piso nuevo. Durante unos cinco minutos describió la casa de campo con jardín a la que se había ido a vivir: habitaciones, distribución, mobiliario, ventanas, paisaje, etcétera. Lo describió todo con exquisito detalle y con un lenguaje de señas tan explícito que teníamos la sensación de que había esculpido ante nosotros la casa entera, el jardín, las colinas, los árboles, todo.

Es difícil que los demás entendamos plenamente lo que se cuenta aquí: hay que verlo. Se parece mucho a lo que explican de Charlotte sus padres, de que es capaz de recrear un paisaje real (o de ficción) con tanta precisión, tan detalladamente, con tanto vigor, que embelesa y transporta al espectador. El dominio de esta capacidad pictórica, gráfica, llega con el uso del lenguaje de señas, aunque la seña en sí no sea en absoluto un «lenguaje-pintura».

La otra cara de esta pericia lingüística, y visual en general, es la función intelectual y lingüística trágicamente pobre que puede aquejar a gran número de niños sordos. Es evidente que esa competencia lingüística y esa competencia visual tan elevadas de los sordos que tienen un desarrollo normal hacen que se establezca una intensa lateralización cerebral, con un cambio de funciones lingüísticas (y también de funciones cognoscitivo-visuales en general) a un hemisferio izquierdo bien desarrollado. Pero ¿cuál es, neurológicamente, la situación de los sordos con un desarrollo deficiente?

A Rapin le asombró «una deficiencia lingüística sorprendente» de muchos niños sordos con los que trabajaba; se trataba en concreto de la incapacidad para entender las formas interrogativas, para entender la estructura de las frases, la incapacidad para manipular el código lingüístico. Schlesinger nos muestra otras dimensiones de esta deficiencia, dimensiones que la amplían de lo lingüístico a lo intelectual: al sordo de escasa instrucción no sólo le resulta difícil, según ella, entender las preguntas sino que sólo alude a objetos del entorno inmediato, no concibe lo remoto ni las contingencias, no formula hipótesis, no se eleva a categorías de rango superior, y está en general encerrado en un mundo preconceptual y perceptual. Según ella, sus expresiones son bastante deficientes desde el punto de vista sintáctico y desde el semántico, pero lo son también claramente en un sentido mucho más profundo.

¿Cómo deberíamos caracterizar, pues, su deficiencia? Necesitamos una descripción de otro tipo, que trascienda las categorías habituales de sintaxis, semántica, fonética. Nos la proporciona también Goldberg con sus reflexiones sobre el «lenguaje del hemisferio derecho aislado»[122]. El lenguaje del hemisferio derecho permite relaciones de referencia ad hoc (señalar, denominar, esto-aquí-ahora), permite establecer una base de referencia de un código lingüístico, pero no puede ir más allá y permitir manipulaciones del código, ni derivaciones internas dentro del mismo. En términos más generales, la actuación del hemisferio derecho queda limitada a la organización de lo que se percibe y no puede pasar a la organización categorial, léxica, basada en definiciones; es sólo «experiencial» (según el término de Zaidel) y no puede abarcar lo «paradigmático».[123]

Este proceso de referencia, con ausencia absoluta de manipulación de reglas, es precisamente lo que vemos en las personas sordas lingüísticamente deficientes. Su lenguaje, su organización léxica, es como la de los individuos con habla del hemisferio derecho. Esta condición suele acompañar a lesiones del hemisferio izquierdo que aparecen en una etapa tardía de la vida, pero podría también surgir como un percance del desarrollo, al no producirse el paso de la actividad léxica inicial del hemisferio derecho a la actividad lingüística madura sintácticamente desarrollada del hemisferio izquierdo.

¿Hay alguna prueba de que suceda esto en concreto con individuos sordos lingüísticamente deficientes que no alcanzan la capacidad plena? Lenneberg se preguntaba si no habría un elevado número de sordos congénitos con lateralización cerebral poco asentada, a pesar de que por entonces (1967) no se había hecho aún una diferenciación precisa de los caracteres y capacidades léxicas diferenciales de los hemisferios en condiciones de aislamiento. Neville, que ha abordado el problema desde su punto de vista neurofisiológico, escribe: «Si la experiencia del lenguaje influye en el desarrollo cerebral, tiene que haber aspectos de la especialización cerebral diferentes en los sujetos sordos y en los oyentes cuando lean en inglés». De hecho comprobó que en la mayoría de los sordos a los que investigó no aparecía el tipo de especialización del hemisferio izquierdo que se observaba en los oyentes. Y pensó que esto se debía a que no tenían una competencia gramatical plena en inglés. Luego constató que cuatro sujetos sordos congénitos que dominaban perfectamente la gramática inglesa mostraban una especialización «normal» del hemisferio izquierdo. Dedujo, en consecuencia, que «la competencia gramatical es condición necesaria y suficiente para la especialización del hemisferio izquierdo… si se alcanza pronto».

Las descripciones fenomenológicas de Rapin y Schlesinger y los datos neurofisiológicos y de conducta de Neville muestran claramente que la experiencia del lenguaje puede alterar de forma notoria el desarrollo cerebral, y que una deficiencia grave en ella, o aberrante en cualquier sentido, puede retrasar la maduración del cerebro e impedir un normal desarrollo del hemisferio izquierdo, limitando así al individuo a un tipo de lenguaje del hemisferio derecho.[124]

No está claro lo que pueden perdurar estos retrasos; las observaciones de Schlesinger indican que si no se previenen pueden durar toda la vida. Pero se pueden mitigar y hasta invertir la dirección de la tendencia con una intervención adecuada más tarde, en la adolescencia[125]. Así, Braefield, una escuela primaria, presenta un panorama deprimente, pero unos años después esos mismos estudiantes (o muchos de ellos), adolescentes ya, pueden desenvolverse mejor, por ejemplo, en Lexington, una escuela de enseñanza secundaria. (Y, de un modo completamente distinto de la «intervención», puede haber un descubrimiento tardío del mundo de los sordos, y esto puede aportar una comunidad y una cultura y una intimidad lingüísticas, un «llegar a casa» al fin, que puede compensar en parte el aislamiento previo).

Éstos son, pues, en términos muy generales, los riesgos neurológicos de la sordera congénita. Ni el lenguaje ni las formas superiores de desarrollo cerebral se producen «espontáneamente», dependen del contacto con el lenguaje, de la comunicación y el uso adecuado de éste. Si los niños sordos no tienen un temprano contacto con una comunicación o un lenguaje adecuados, puede producirse un retraso (y hasta un bloqueo) de la maduración cerebral, con predominio continuado de los procesos del hemisferio derecho y retraso en el «cambio» hemisférico. Pero si se puede introducir en la pubertad un lenguaje, un código lingüístico, no parece importar la forma del código (habla o seña); sólo importa que sea lo suficientemente bueno para que pueda haber manipulación interna, y pueda producirse el paso normal al predominio del hemisferio izquierdo. Y si el lenguaje primario es la seña, habrá, además, varios tipos de reforzamiento de la capacidad cognoscitivo-visual, todo ello acompañado de un paso del predominio hemisférico derecho al izquierdo.[126]

Se han hecho muy recientemente algunos estudios fascinantes sobre la actuación del cerebro en relación con el lenguaje de señas cuando el individuo entra en contacto con él: en particular, la tendencia del cerebro hacia formas tipo ameslán o (en términos más generales) tipo lenguaje de señas, sea cual sea la forma del lenguaje de señas con que entre en contacto. Así, James Paul Gee y Wendy Goodhart han demostrado convincentemente que cuando se pone a los niños sordos en contacto con formas de inglés por señas (inglés codificado manualmente), pero no con el ameslán, «tienden a innovar introduciendo formas tipo ameslán aunque tengan poco conocimiento de ese lenguaje e incluso ninguno».[127] Es un hecho asombroso que un niño que no conoce el ameslán elabore a pesar de ello formas similares a él.

Elissa Newport y Ted Supalla han demostrado que los niños estructuran un ameslán gramaticalmente perfecto aunque se les ponga en contacto (como suele suceder tan a menudo) con un ameslán muy poco perfecto…, claro ejemplo de una competencia gramatical innata del cerebro.[128] Los descubrimientos de Gee y de Goodhart van más allá, pues demuestran que el cerebro tiende inevitablemente hacia formas tipo lenguaje de señas, y que «convertirá» incluso formas no similares al lenguaje de señas en formas similares a él. «La seña está más próxima al lenguaje de la mente», dice Edward Klima, y es por ello más «natural» que cualquier otro lenguaje cuando el niño que se encuentra en el proceso de desarrollo ha de construir un lenguaje del modo manual.

Sam Supalla ha aportado una confirmación independiente de estos estudios[129]. Centrándose en concreto en el tipo de instrumentos que se utilizan para indicar relaciones gramaticales (en el ameslán estos elementos son todos espaciales, pero en el inglés por señas, como en el inglés hablado, completamente secuenciales), ha descubierto que niños sordos que entran en contacto sólo con el inglés por señas reemplazan los instrumentos gramaticales de éste por otros «similares que se dan en ameslán y en otros lenguajes de señas naturales». Supalla dice que estos instrumentos se «crean [o evolucionan] espontáneamente».

Hace años ya que se sabe que el inglés por señas es engorroso e impone una tensión a los que lo utilizan: «Las personas sordas —escribe Bellugi— nos han informado de que si bien pueden procesar cada elemento cuando aparece, les resulta difícil procesar el contenido del mensaje global cuando se expresa en el total de la información en un flujo de señas como elementos secuenciales.»[130] Estas dificultades, que no disminuyen con el uso, se deben a limitaciones neurológicas de base; concretamente a la memoria a corto plazo y al proceso cognoscitivo. Con el ameslán no se plantea ninguno de estos problemas, ya que sus instrumentos espaciales están perfectamente adaptados a la forma visual y puede expresarse en señas y entenderse bien a gran velocidad.

La sobrecarga de la memoria a corto plazo y de la capacidad cognoscitiva que produce el inglés por señas en los adultos sordos significa para éstos una dificultad y una tensión. Pero en los niños sordos, que aún tienen capacidad para crear estructuras gramaticales (según la hipótesis de Supalla), las dificultades cognoscitivas que plantea el intentar aprender el habla por señas les fuerza a crear estructuras lingüísticas propias, a crear o desarrollar una gramática espacial.

Supalla ha demostrado además que si los niños sordos entran en contacto sólo con inglés por señas pueden mostrar un «potencial mermado para el aprendizaje del lenguaje natural y para su manejo», una merma de su capacidad para crear y entender la gramática, a menos que consigan crear estructuras lingüísticas propias. Afortunadamente, siendo como son niños, y estando aún en una edad «chomskiana», son capaces de crear estructuras lingüísticas propias, una gramática espacial propia. Recurren a esto para asegurarse una supervivencia lingüística.

Estos descubrimientos sobre la génesis espontánea de la seña o de estructuras lingüísticas tipo seña en los niños pueden aclararnos muchas cosas sobre el origen y la evolución de la seña en general. Porque parece que el sistema nervioso, dadas las limitaciones del lenguaje en un medio visual, y las limitaciones fisiológicas de la memoria a corto plazo y de la elaboración cognoscitiva, tiene que desarrollar el tipo de estructuras lingüísticas, el tipo de organización espacial, que vemos en la seña. Y aporta pruebas circunstanciales firmes en favor de esto el hecho de que las lenguas de señas naturales (y hay varios cientos en el mundo que se han desarrollado de forma diferenciada e independiente donde ha habido grupos de sordos)[131] tienen todas, en gran medida, la misma estructura espacial. Ninguna se asemeja lo más mínimo al inglés por señas o al habla por señas. Todas tienen, independientemente de sus diferencias específicas, alguna similitud genérica con el ameslán. No hay ninguna lengua por señas universal pero parece ser que hay elementos universales en todas las lenguas de señas. Universales no de significado sino de forma gramatical.[132]

Hay buenas razones para suponer (aunque las pruebas sean más circunstanciales que directas) que la competencia lingüística general se halla determinada genéticamente y es en realidad la misma en todos los seres humanos. Pero la forma particular de gramática (lo que Chomsky llama gramática «de superficie», sea la gramática del inglés, la del chino o la del lenguaje de señas) la determina la experiencia del individuo; no es aporte genético, es logro epigenético. Se «aprende», o quizás debiéramos decir, pues se trata de algo primitivo y preconsciente, evoluciona mediante la interacción de una competencia lingüística general (o abstracta) y las particularidades de la experiencia; una experiencia que en los sordos es característica, verdaderamente excepcional, ya que adopta forma visual.

Lo que Gee, Goodhart y Samuel Supalla nos muestran es una evolución, una modificación sorprendente (y radical) de formas gramaticales, por influencia de esta necesidad visual. Describen un cambio, la forma gramatical cambia visiblemente ante los ojos, espacializándose, cuando el inglés por señas se «convierte» en un idioma tipo ameslán. Nos describen una evolución de formas gramaticales, pero una evolución que se produce en el transcurso de unos cuantos meses.

El lenguaje se modifica activamente, el propio cerebro se modifica activamente, cuando desarrolla esa capacidad completamente nueva de «lingüistizar» el espacio (o espacializar el lenguaje). Y el cerebro desarrolla simultáneamente todos los demás fortalecimientos cognoscitivo-visuales, pero no lingüísticos, que han descrito Bellugi y Neville. Tiene que haber cambios fisiológicos y anatómicos (ojalá pudiésemos verlos) y reorganizaciones de la microestructura del cerebro. Neville cree que el cerebro tiene, en principio, una gran sobreabundancia de neuronas y que es muy maleable y que la experiencia lo «poda» luego, fortaleciendo en unos casos sinapsis, conexiones entre células nerviosas, inhibiendo o eliminando en otros, según las presiones contrapuestas de las distintas corrientes de mensajes sensoriales. Es evidente que la dotación genética no puede explicar por sí sola toda la complejidad conectiva del sistema nervioso; sean cuales sean las constantes predeterminadas, la diversidad adicional aflora durante el desarrollo. Este desarrollo posnatal, o epigénesis, es el tema básico de la obra de Jean-Pierre Changeux.[133]

Pero Gerald Edelman ha planteado recientemente una propuesta más radical, ha propuesto en realidad una forma de pensar completamente nueva.[134] Para él, la unidad de selección es la neurona individual; la unidad de selección de Edelman es el grupo neuronal, y la evolución (como fenómeno distinto del mero crecimiento o desarrollo) puede decirse que se produce sólo a este nivel, con selección de diferentes grupos o poblaciones neuronales bajo presiones competitivas. Esto permite a Edelman obtener un modelo que es de naturaleza esencialmente biológica, darwiniana en realidad, frente al de Changeux, que es esencialmente mecánico.[135] Darwin cree que la selección natural se produce en las poblaciones como reacción a las presiones ambientales. Edelman considera que esto continúa en el organismo (habla, en este caso, de «selección somática») y que determina el desarrollo individual del sistema nervioso. El hecho de que participen poblaciones (de células nerviosas) aporta potenciales de cambio mucho más complejos.

La teoría de Edelman incluye un cuadro detallado de cómo pueden formarse «mapas» neuronales que permiten a un animal adaptarse (sin instrucción) a cambios perceptuales completamente nuevos, crear o construir categorizaciones y formas perceptuales nuevas, orientaciones nuevas, enfoques nuevos del mundo. Esto es precisamente lo que sucede en el caso del niño sordo: se ve encerrado en una situación perceptiva (y cognoscitiva y lingüística) en la que no hay precedente genético ni instrucción que le ayuden; y sin embargo, si se le da media oportunidad, elaborará formas radicalmente nuevas de organización neural, trazará mapas neurales que le permitirán dominar el mundo-lenguaje y articularlo de forma completamente original. Es difícil encontrar un ejemplo más espectacular de selección somática, de darwinismo neural, en acción.[136]

Ser sordo, nacer sordo, emplaza a un individuo en una situación extraordinaria; le expone a una gama de posibilidades lingüísticas, y en consecuencia intelectuales y culturales, que las demás personas, como hablantes naturales en un mundo de habla, apenas podemos imaginar siquiera. No nos vemos ni privados ni retados lingüísticamente como los sordos: nunca corremos el peligro de quedarnos sin lenguaje, ni de una incompetencia lingüística grave; pero tampoco descubrimos, ni creamos, un lenguaje asombrosamente nuevo.

El incalificable experimento del faraón Psamético (que hizo criar a dos niños por unos pastores que no les hablaban nunca, para ver qué lenguaje hablarían de modo natural, si es que hablaban alguno) se repite potencialmente con todos los niños que nacen sordos.[137] Un pequeño número de ellos, quizás el 10 por ciento, nacen de padres sordos, entran en contacto con la seña desde el principio, y serán hablantes naturales por señas. El resto ha de vivir en un mundo auditivo-oral que no está bien equipado ni biológica ni lingüística ni emotivamente para tratar con ellos. La desgracia no es la sordera en sí; la desgracia llega con el fracaso de la comunicación y del lenguaje. Si no se establece comunicación, si el niño no tiene contacto con un diálogo y un lenguaje adecuados, se presentan todos los problemas que describe Schlesinger, problemas que son a la vez lingüísticos, intelectuales, emotivos y culturales. Estos problemas acechan, en mayor o menor grado, a la mayoría de los que nacen sordos: «La mayoría de los niños sordos», como dice Schein, «se crían como extraños en sus propios hogares.»[138]

Pero no tiene por qué pasar nada de esto. Aunque los peligros que acechan a un niño sordo sean muy grandes, son por suerte perfectamente prevenibles. Para ser padres de un niño sordo, de mellizos, de un niño ciego o de uno prodigio hacen falta un ingenio y una flexibilidad especiales.[139] Muchos padres de sordos se sienten impotentes frente a esa barrera de comunicación que tienen con sus hijos y dice mucho en favor de la adaptabilidad, tanto de los padres como de los hijos, que esa barrera, generalmente terrible, se supere. Por último, aún con demasiada poca frecuencia, hay sordos que se desenvuelven bien, al menos en el sentido de que pueden desarrollar sus capacidades innatas. Es decisivo para esto que se aprenda el lenguaje a una edad temprana «normal»; este primer lenguaje puede ser la seña o el habla (como vemos en los casos de Charlotte y de Alice), porque lo que activa la competencia lingüística y, con ella, la competencia intelectual, es el lenguaje, más que un lenguaje concreto. Lo mismo que los padres de los niños sordos tienen que ser, en cierto modo, «superpadres», los propios niños sordos tienen que ser, aún más notoriamente, «superniños». Así, Charlotte, que tiene seis años, lee ya con facilidad, con una pasión por la lectura sincera y no forzada. Es, con seis años, una niña bilingüe y bicultural, mientras que la mayoría de nosotros nos pasamos toda la vida en un lenguaje y una cultura. Las diferencias pueden ser positivas y creadoras, pueden enriquecer la cultura y la naturaleza humana. Y éste es, sin duda, el otro aspecto de la sordera: los poderes especiales de la visualidad y el lenguaje de señas. La gramática del lenguaje de señas se aprende casi del mismo modo, y casi a la misma edad, que la del habla, por lo que la estructura profunda de ambas puede considerarse idéntica. La capacidad proposicional es idéntica en ambas. Sus propiedades formales son idénticas, aunque entrañen, como dicen Petitto y Bellugi, tipos diferentes de señales, tipos diferentes de información, diferentes sistemas sensoriales, estructuras mnemotécnicas diferentes y quizás estructuras neurales diferentes.[140] Las propiedades formales de la seña y el habla son idénticas, y es también idéntico su contenido comunicativo. Sin embargo, ¿son, o pueden ser, en algún sentido, profundamente distintas?

Chomsky nos recuerda que Humboldt «introdujo una distinción más entre la forma de un lenguaje y lo que él llama su “carácter”… [el cual] viene determinado por la forma en que el lenguaje se utiliza, por lo que debe diferenciarse así de su estructura sintáctica y semántica, que corresponde a la forma, no al uso».

Existe realmente cierto peligro (lo señalaba Humboldt) de que al examinar cada vez más detenidamente la forma de un lenguaje lleguemos a olvidarnos de que tiene un significado, un carácter, un uso. El lenguaje no es sólo un instrumento formal (aunque sea sin duda el instrumento formal más admirable que existe), sino la expresión más exacta de nuestros pensamientos, nuestras aspiraciones, nuestra visión del mundo. El «carácter» de un lenguaje, en el sentido a que alude Humboldt, es por naturaleza esencialmente creador y cultural, tiene un carácter genérico, es su «espíritu», no sólo su «estilo». El inglés tiene, en este sentido, un carácter distinto del alemán, y el lenguaje de Shakespeare un carácter distinto del de Goethe. La identidad cultural o personal es diferente. Pero la seña difiere del habla más que ningún idioma hablado de otro. ¿Podríamos hablar de una identidad «orgánica» radicalmente distinta?

Basta observar a dos personas hablando por señas para darse cuenta de que la seña tiene una cualidad festiva, un estilo completamente diferente del que tiene el habla. Los que hablan por señas tienden a improvisar, a jugar con las señas, a incorporar todo su humor, su imaginación, su personalidad, de manera que hablar por señas no es simplemente manipular símbolos de acuerdo con normas gramaticales sino que es, irremisiblemente, la voz del que hace señas; una voz a la que se asigna una fuerza especial porque se expresa, de modo muy inmediato, con el cuerpo. Podemos tener o imaginar un habla desencarnada, pero no podemos tener seña desencarnada. El que habla por señas expresa continuamente cuando lo está haciendo, su cuerpo y su alma, su identidad humana única.

Quizás la seña tenga un origen distinto del habla, dado que surge del gesto, de la representación emotivo-motriz espontánea.[141] Y aunque la seña está plenamente formalizada y gramaticalizada, es sumamente icónica, conserva muchos rasgos de sus orígenes representativos. Los sordos, escriben Klima y Bellugi,[142] […] tienen una profunda conciencia de los matices y sugerencias de iconicidad de su vocabulario […] cuando se comunican entre ellos, o cuando cuentan algo, suelen ampliar, acrecentar o exagerar las propiedades miméticas. La manipulación de los aspectos icónicos de las señas se produce también en usos especiales intensificados del lenguaje (la poesía por señas y las señas artísticas) […] Así, el ameslán sigue siendo un lenguaje bifacetado: estructurado formalmente y sin embargo miméticamente libre en aspectos significativos.

Si bien la estructura profunda de la seña, sus propiedades formales, permiten expresar las proposiciones y conceptos más abstractos, sus aspectos icónicos o miméticos hacen que sea extraordinariamente concreta y evocadora de un modo que quizás no pueda serlo ningún habla. El habla (y la lengua escrita) se han distanciado de lo icónico; la poesía oral nos resulta evocadora por asociación, no por representación; puede conjurar talantes e imágenes, pero no puede retratarlos (salvo a través de onomatopeyas o ideofonías «accidentales»). La seña conserva una capacidad directa de retrato que no tiene analogía alguna en el lenguaje hablado, que no puede traducirse a él; por otra parte, utiliza menos la metáfora.

La seña aún conserva, y destaca, sus dos caras (la icónica y la abstracta por igual, de forma complementaria) y, si bien es capaz de elevarse hasta las proposiciones más abstractas, hasta la reflexión más generalizada sobre la realidad, también puede evocar simultáneamente una materialidad concreta, una vivacidad, una realidad, una corporeidad, que los lenguajes hablados han dejado atrás hace ya mucho, si es que las tuvieron alguna vez.[143]

El «carácter» de un lenguaje es para Humboldt esencialmente cultural; el lenguaje expresa (y quizás determina en parte) cómo piensa y siente todo un pueblo y a lo que aspira. En el caso de la seña, lo distintivo del lenguaje, su «carácter», es también biológico, pues está enraizado en el gesto, en lo icónico, en una visualidad radical, que lo diferencia de cualquier lengua hablada. El lenguaje surge (biológicamente) de abajo, de la necesidad irreprimible que tiene el ser humano de pensar y comunicarse. Pero se genera también y se transmite (culturalmente) desde arriba, es una encarnación viva e indispensable de la historia, las visiones del mundo, las imágenes y las pasiones de un pueblo. La seña es para los sordos una adaptación única a otra forma sensorial; pero es también y al mismo tiempo la encarnación de su identidad personal y cultural. Pues, como dice Herder, en el lenguaje de un pueblo «reside todo su dominio mental, su tradición, su historia, su religión y la base misma de su vida, toda su alma y todo su corazón». Esto es particularmente cierto en el caso de la seña, que no es sólo biológica sino cultural e insondablemente la voz de los sordos.

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