Veo una voz
Prefacio
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PREFACIO
Hace tres años no sabía nada de la situación de los sordos ni había pensado jamás que pudiese aportar luz a tantos campos, y sobre todo al del lenguaje. Cuando empecé a informarme sobre la historia de los sordos y sobre los extraordinarios retos (lingüísticos) a que se enfrentan quedé asombrado, y me asombré igualmente cuando empecé a estudiar un lenguaje completamente visual, la Seña, un lenguaje diferente en la forma de mi propio lenguaje, el Habla. Es muy fácil considerar el idioma, el propio idioma, algo natural que se da por sentado; tal vez sea preciso enfrentarse a otro lenguaje, o más bien a otra forma de lenguaje, para sorprenderse, para que el asombro nos invada.
Cuando empecé a leer acerca de las personas sordas y sobre su peculiar forma de lenguaje, la Seña, sentí el impulso de iniciar una exploración, un viaje. Este viaje me llevó a los sordos y sus familias; a las escuelas para sordos y a Gallaudet, la única universidad para sordos del mundo; me llevó a Martha’s Vineyard, donde existía una sordera hereditaria y donde todo el mundo (oyentes y sordos) hablaba por señas; me llevó a pueblos como Fremont y Rochester, donde existe una notable interconexión de comunidades sordas y oyentes. Me llevó a los grandes investigadores del lenguaje de señas y de la condición de los sordos, investigadores inteligentes y apasionados que me transmitieron su emoción, su sensación de regiones inexploradas y de nuevas fronteras.[6] Mi viaje me llevó también a analizar el lenguaje, la naturaleza del habla y de la enseñanza, el desarrollo del niño, el desarrollo y el funcionamiento del sistema nervioso, la formación de comunidades, mundos y culturas, de un modo completamente nuevo para mí y que ha constituido un aprendizaje y un gozo. Me proporcionó, ante todo, un punto de vista completamente nuevo de problemas seculares, un enfoque nuevo e inesperado del lenguaje, la biología y la cultura…, me hizo considerar extraño lo familiar y familiar lo extraño.
Mis viajes me dejaron subyugado y asombrado a la vez. Fue una sorpresa comprobar el gran número de personas sordas que nunca llegan a aprender a expresarse bien (ni a pensar bien) y la existencia desdichada que les aguarda.
Pero me percaté, casi inmediatamente, de otra dimensión, de otro mundo de consideraciones, no biológicas sino culturales. Muchas personas sordas que conocí no sólo habían aprendido a expresarse bien sino a hacerlo en un lenguaje completamente distinto, un lenguaje que no sólo servía a las facultades del pensamiento (y que permitía en realidad un tipo de percepción que los oyentes no pueden imaginar del todo), sino que servía de medio a una comunidad y una cultura de gran vitalidad. Aunque nunca olvidé la condición «médica» de los sordos, tuve que pasar a verles con un enfoque nuevo, «étnico», como un pueblo con un lenguaje diferenciado, con una sensibilidad y una cultura propias.[7]
La historia y el estudio de los sordos y de su lenguaje puede parecer algo de interés muy limitado. Pero yo no creo en absoluto que lo sea. Aunque los sordos congénitos sólo constituyen un 0,1 por ciento de la población, las reflexiones que plantea ese 0,1 por ciento son importantes, amplias y profundas. El estudio de los sordos nos demuestra que gran parte de lo que es en nosotros característicamente humano (el habla, el pensamiento, la comunicación y la cultura) no se desarrolla de un modo automático; no son funciones puramente biológicas sino también, en principio, funciones sociales e históricas; son el legado (el más maravilloso de todos) que una generación transmite a otra. Y eso nos revela que la Cultura es tan fundamental como la Naturaleza.
La existencia de un lenguaje visual, la Seña, y el asombroso aumento de la percepción y de la inteligencia visual que aporta su aprendizaje, nos revelan que existen en el cerebro posibilidades ricas e insólitas, nos muestran la flexibilidad casi ilimitada y los inmensos recursos del sistema nervioso, del organismo humano, cuando se enfrenta a una situación nueva y tiene que adaptarse. Aunque el tema pone de manifiesto lo vulnerables que somos y que podemos perjudicarnos a nosotros mismos (con frecuencia involuntariamente), nos muestra también nuestras fuerzas desconocidas e insospechadas, los infinitos recursos de supervivencia y trascendencia que nos han otorgado conjuntamente la Naturaleza y la Cultura. Así pues, aunque tengo la esperanza de que las personas sordas y sus familiares, profesores y amigos consideren este libro de especial interés, también espero que el público en general descubra en él una perspectiva insospechada de la condición humana.
El libro tiene tres partes. La primera se escribió en 1985 y 1986, y comenzó como la recensión de un libro sobre la historia de los sordos, When the Mind Hears, de Harlan Lane. La recensión se había convertido ya en un ensayo cuando se publicó (en la New York Review of Books, 27 de marzo de 1986) y ha sido ampliada y revisada aún más después. De todos modos, he dejado algunas tesis y algunas frases con las que no estoy ya totalmente de acuerdo porque me pareció que debía mantener el original, pese a sus defectos, para mostrar lo que pensaba al principio sobre el tema. La tercera parte la propició la rebelión de los estudiantes de Gallaudet en 1988 y se publicó en la New York Review of Books del 2 de junio de 1988. También ha sido considerablemente revisada y ampliada para incorporarla al libro. La segunda parte se escribió más tarde, en el otoño de 1988, pero es, en algunos sentidos, el núcleo del libro, o al menos el enfoque más sistemático, aunque también más personal, de todo el tema. Debería añadir que nunca he podido explicar una historia y seguir una vía de razonamiento sin realizar innumerables viajes o excursiones laterales en ruta, que hicieran mucho más provechoso el viaje.[8] He de subrayar que soy un advenedizo en este campo: no soy sordo, no hablo por señas, no soy intérprete ni profesor, no soy especialista en el desarrollo infantil, tampoco historiador ni lingüista. Se trata, como se verá pronto, de un campo problemático (a veces amurallado) donde han combatido a lo largo de siglos tendencias apasionadas. Soy un intruso, sin información ni experiencia específicas, pero creo que también sin ningún prejuicio, sin nada que defender, sin ninguna animosidad.
No podría haber hecho este viaje, y aún menos haber escrito sobre él, sin la ayuda y la inspiración de innumerables personas; primero y ante todo personas sordas (pacientes, sujetos de experimentación, colaboradores, amigos), que eran las únicas que podían facilitarme una visión desde dentro; y las más directamente relacionadas con ellas, sus familiares, intérpretes y maestros. Quiero dejar constancia aquí en particular de la enorme ayuda que me prestaron Sarah Elizabeth y Sam Lewis, y su hija Charlotte Deborah Tannen, de la Universidad de Georgetown; y el personal de la Escuela California para Sordos de Fremont, la Escuela para Sordos de Lexington y muchas otras escuelas e instituciones para sordos, sobre todo la Universidad Gallaudet. Merecen mención especial David de Lorenzo, Carol Erting, Michael Karchmer, Scott Liddell, Jane Norman, John Van Cleve, Bruce White y James Woodward, entre muchos otros.
He contraído una gran deuda con los investigadores que consagraron su vida a entender y estudiar a las personas sordas y su lenguaje, sobre todo con Ursula Bellugi, Susan Schaller, Hilde Schlesinger y William Stokoe, que compartieron conmigo plena y generosamente sus ideas y observaciones y que estimularon las mías. Jerome Bruner, que con tanta profundidad ha reflexionado sobre el desarrollo mental y lingüístico de los niños, ha sido para mí en todo momento un guía y un amigo inestimable. Mi amigo y colega Elkhonon Goldberg me sugirió nuevas formas de abordar las bases neurológicas del lenguaje y del pensamiento y las formas especiales que pueden adoptar en los sordos. He tenido además la satisfacción de conocer este año a Harlan Lane y a Nora Ellen Groce, cuyos libros tanto me inspiraron en 1986, cuando inicié mi viaje, y a Carol Padden, cuyo libro tanto me influyó en 1988: sus puntos de vista sobre los sordos han ampliado mi propia concepción. Varios colegas, entre ellos Ursula Bellugi, Jerome Bruner, Robert Johnson, Harlan Lane, Helen Neville, Isabelle Rapin, Israel Rosenfield, Hilde Schlesinger y William Stokoe, leyeron el manuscrito de este libro en diversas etapas de su elaboración y me brindaron comentarios, críticas y estímulos que les agradezco particularmente. A todos ellos, y a muchos otros, les debo inspiración e intuiciones (aunque mis opiniones, y mis errores, sean sólo míos).
En marzo de 1986, Stan Holwitz, de la University of California Press, respondió inmediatamente a mi primer ensayo y me instó y me alentó a ampliarlo; conté con su paciente ayuda y su estímulo durante los tres años que me llevó materializar su sugerencia. Paula Cizmar leyó los sucesivos borradores del libro y me hizo también muchas sugerencias valiosas. Shirley Warren fue guiando el manuscrito a lo largo del proceso de edición, bregando con paciencia con un número creciente de notas al pie y cambios de última hora.
Quiero dar las gracias también a mi sobrina Elizabeth Sacks Chase, que sugirió el título, que procede de las palabras de Píramo a Tisbe: «Veo una voz…».
Una vez terminado el libro, he hecho lo que quizás debería haber hecho al principio: he empezado a aprender a hablar por señas. He de dar las gracias a mi profesora, Janice Rimler, de la New York Society for the Deaf, y a mis tutores, Amy y Mark Trugman, por luchar valerosamente con un principiante lento y problemático… y por convencerme de que nunca es demasiado tarde para empezar.
Quiero, por último, dejar constancia de la deuda que contraje con las cuatro personas (dos colegas y dos editores) sin cuya decisiva aportación no me habría sido posible trabajar y escribir. En primer lugar con Bob Silvers, editor de la New York Review of Books, que fue quien me envió el libro de Harlan Lane diciéndome: «En realidad, nunca has meditado sobre el lenguaje; este libro te obligará a hacerlo…». Y así fue. Bob Silvers tiene un sentido clarividente de qué es lo que la gente aún no ha analizado y debería analizar; y luego les ayuda a dar a luz sus pensamientos aún nonatos con su don obstétrico característico.
La segunda de esas personas es Isabelle Rapin, que ha sido mi amiga más íntima y mi colega en el Albert Einstein College of Medicine durante veinte años, y que ha trabajado también con personas sordas y ha meditado también sobre ellas durante medio siglo. Isabelle me presentó a pacientes sordos, me llevó a escuelas para sordos, compartió conmigo su experiencia con niños sordos y me ayudó a comprender los problemas de los sordos como no habría podido comprenderlos nunca sin su ayuda. [También ella escribió una recensión-ensayo extenso (Rapin, 1986), basado principalmente en When the Mind Hears.]
Conocí a Bob Johnson, director del departamento de lingüística de Gallaudet, la primera vez que fui allí, en 1986, y fue él quien me inició en el lenguaje de señas y en el mundo de los sordos, un idioma y una cultura a los que quienes son ajenos a ellos difícilmente pueden acceder y que difícilmente pueden concebir. Si Isabelle Rapin y Bob Silvers me lanzaron a este viaje, Bob Johnson se hizo cargo de mí luego y me hizo de guía y acompañante.
Kate Edgar ha desempeñado finalmente un papel único como colaboradora, amiga, editora y organizadora, impulsándome siempre a pensar y a escribir, a ver todos los aspectos del problema, pero a mantenerme siempre en su centro focal.
A esas cuatro personas les dedico, pues, este libro.
O. W. S.
Nueva York, marzo de 1989