Vanessa

Vanessa


Capítulo 14

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Capítulo 14

Le quedaban un par de días en Londres y el ambiente en casa de Sir Johnson era agobiante. De todos modos, debían aparentar. La palabra apariencia comenzaba a atragantarse en la garganta de Vanessa y ni los tés especiales de Henriet lograban apaciguarla.

Tenía ganas de salir a gritar la verdad: Soy bastarda, el que dijo ser mi padre es impotente; mi verdadero padre, un cobarde, y mi marido y yo estamos completamente fundidos.

La presión podía con ella, y el carácter que antes creyó Cleveland, pero que comprendió que era por completo Johnson, salía a flote. Como William estaba ocupado, y lo hacía en completo secretismo —en vano, porque ella sabía que trataba de encontrar al culpable del incendio—, decidió que las señoritas, perdón, señoras americanas debían de cumplir la función de consuelo.

El lugar de reunión en esa ocasión fue la mansión Bridport, pues el vientre de Miranda le permitía poca movilidad, sin contar con que la sociedad consideraba de mala educación mostrar a una mujer en estado de gestación, sin corsé y con sus curvas maternales.

Durante el trayecto, utilizó la furia que llevaba dentro para escribir un nuevo artículo del Doctor C. relacionado a las apariencias en torno a la maternidad y paternidad, y cómo eso parecía ser considerado éxito o fracaso, como si los seres humanos se limitaran a la procreación. Robert podía no haberla gestado, pero eso no era excusa para no ser padre, pues Johnson era un claro ejemplo de que se podía gestar y no ser padre. También podía recurrir al ejemplo de Amy, huérfana, que había hallado esa figura en los Richmond y de ese modo, convertido en una mujer más abierta a los sentimientos que ella, que tenía dos padres a falta de uno.

Llena de tinta —escribir en el carruaje no era tarea fácil—, con ojeras y vestida con poco esmero se presentó en la residencia de su amiga. Antes de que alguna de ellas dijera algo, alzó la mano, se dejó caer en un sofá y expresó:

—Ya lo sé, me veo fatal. Por favor, Miranda, dime que el embarazo te antoja tanto como a Cameron y esta casa está repleta de pasteles… necesito pasteles en cantidades obscenas.

—Hay pasteles… —Hizo sonar la campañilla. Cameron y Emily la miraban en silencio, el mutismo fue roto por la californiana.

—También hay rumores, y por tu aspecto, deben ser ciertos.

—¡Demonios!, ¡maldición y más demonios! —exclamó Vanessa—, con el esfuerzo que hago. Grrr…

—¿Entonces, son ciertos? —preguntó Cameron—, ¿están en la bancarrota?

—Tanto como eso no… todavía. Es… complicado. Hemos perdido parte de las semillas en un incendio. Pero no se preocupen, los duendes lo están solucionando.

—¿Los qué? —Miranda dejó que sus ojos verdes mostraran el estupor.

—Oh, nada, una tontería de Will…iam —se apresuró a corregirse, tarde, sus amigas habían oído. Emily, una vez más, fue quien rompió la armonía.

—Vanessa, ¡Por Dios!, si es dinero…

—Ni se le ocurra, Lady Webb. —Vanessa se enderezó como si le hubieran ajustado el corsé de golpe—. No vine a recibir limosnas ni penas, solo a comer inmensas cantidades de pastel y a buscar un poco de paz. De verdad…

—¿Por qué no dejas que te ayudemos? —preguntó Miranda.

—Porque… porque… ¡No! Y punto. —Cruzó los brazos sobre su pecho en un gesto algo chiquilín, que zanjaba el asunto. Sus amigas sabían que, si presionaban, se volvería un puercoespín y lastimaría a todos a su alrededor. La verdad quedaría oculta por un tiempo más, hasta que la palabra «confianza» se afianzara en ella junto a «amor». Dos términos que William le inculcaba a diario con paciencia y contención. Su orgullo no aceptaba la ayuda de sus amigas, necesitaba hacerlo por sus medios, con sus atributos. Necesitaba sentirse útil, creer que ella bastaba, para William, para el condado y para sí misma. Tenía que rehacer a Vanessa, a la muchacha que ahora no llevaba apellido, y quería hacerlo con las bases de lo que creía eran sus mejores dones: la inteligencia y el trabajo duro. No volvería a recibir migajas de los demás, no volvería a deber ni dinero, ni afecto, ni apariencias.

—Bien —dijo Emily, con un claro ademán de reproche—, yo sigo disfrutando de los pasteles, no voy a quejarme, me deleito tanto de lo dulce como de las historias de amor inesperadas. Así que, si no piensas contarnos de tus deudas, entonces tendrás que hacerlo de tu romance…

—No me presiones, Grant…

—Webb, Lady Webb para usted, Lady Witthall.

—¡Oh, altamar la ha cambiado por completo!, sabía que tantas horas sobre un barco no le harían bien —intentó bromear.

—Vamos, Vanessa. —La sonrisa de Emily demostraba que comenzaba a disfrutar de esos intercambios. Con un poco más de experiencia en los sentimientos, amores y desamores, comprendía mejor a la bostoniana y cualquier rencor por sus modos había quedado en el pasado. En el mundo existían las Lady Anne, arpías manipuladoras que hacían de todo por dinero y poder, y luego… luego estaban las Vanessas, que ponían ese don al servicio de muchachas inocentes como había sido ella, que se comían a las arpías malas y que solo el orgullo desmedido era capaz de despedazarlas. Pero ese era el secreto de la naturaleza, la cadena alimenticia se replicaba en la sociedad, y el rol de las muchachas como ella era comerse el orgullo de Vanessa para que no la matara y así mantener el bello equilibrio de las cosas—. Las dos sabemos que no me cambió el viaje en barco, sino la compañía. ¿Será el efecto de los lores?... mmm, no, porque también lo veo en Cameron. ¿De los hombres?, mmm, creo que he conocido a muchos y no… no es cualquier hombre. Creo que es… ¿Miranda? —pidió que se sumara. La sonrisa de la neoyorquina era brillante.

—¿Esposos?

—No —intervino Cameron—, muchas mujeres casadas y pocas así… yo creo que es…

—¡Pasteles! —gritó Vanessa al unísono de sus amigas:

—¡Amor!

***

Lo único que los retenía en Londres era el precio de las semillas. Como bien habían dicho las muchachas americanas, el rumor había corrido como pólvora y empujado a los lores a la especulación financiera. La desesperación se veía plasmada en el costo del producto, y Vanessa maldijo a todo el mundo. Los muy sinvergüenzas, cuando les convenía, se podían convertir en los más letales burgueses.

—Eso es una estafa, Will —se quejó Lady Witthall en la intimidad de la recámara asignada en casa de los Johnson.

—Sabíamos que esto podía suceder.

—Sí, pero… ¿Otra esposa conquistada con tus poemas?, ¿otro favor?, ¿algún noble que haga honor al título con nobleza?

—No, mi querida condesa. Hasta donde pude averiguar, su «nobleza» llega a aceptar que siga ejerciendo mi lugar en la cámara de lores aun sin tierras.

—¿Qué?, ¿eso es todo lo que harán para salvar su aristocracia? Estoy a un paso de volverme napoleónica, si ese maldito no hubiera perdido la guerra —espetó, molesta. William le sonrió.

—Ya encontraremos el modo, por lo demás, Peter Hanson cree que es Sebastián Dunne el culpable, aunque aún no poseemos pruebas. Lo está manejando en total discreción, a modo de favor…

—Y Hanson resultó más noble que los nobles.

—Es un buen hombre, muy correcto y moral. No lo hace por mí, lo hace porque cree en la ley y en la justicia.

—Por desgracia, los Sebastián Dunne existen porque los amorales son más que los éticos —se quejó la muchacha. Le dio la espalda a William para que la ayudara con el corsé, la camisa ya había sido dejada a un lado, al igual que la falda. La tarea de desvestirse mutuamente se volvía una de las más placenteras rutinas nocturnas. Se trataba del condado con más sirvientes que no hacía uso de ellos. Vanessa contaba todavía con dos doncellas, que terminaban haciendo cualquier otra labor, pues la condesa ni se gastaba en sujetar su cabello con algo más elaborado que una simple trenza o un poco rebuscado moño en la nuca.

Una vez en camisola, se encargó de la tarea de desnudar a su marido. Sonrió con picardía al notar el deseo en él, y el modo en que pese al cansancio y a que la novedad de los primeros encuentros quedaba en el pasado, sus cuerpos reaccionaban a la cercanía de un modo natural que no menguaba. Le sucedía lo mismo, y William pudo comprobarlo cuando las caricias se volvieron osadas.

Hicieron el amor hasta sentir que parte del pesar remitía. Desnudos, abrazados bajo las sábanas, retomaron la conversación.

—Nosotros también somos buenos —le dijo a su esposo mientras acariciaba su pecho firme—, somos morales y éticos, y queremos justicia. Tenemos que hacer algo.

—Según Hanson, todo se limita a conseguir pruebas.

—Lo haremos —prometió con esa luz a la cual se hacía cada día más adicta, la de la fe—. Lo haremos y conseguiremos lo mejor para todos los que dependen de nosotros. Ya lo verás. —El sueño la venció en el momento en que los labios de William le prometían que sí y le repetían que la amaban.

A falta de gallos, Vanessa se despertó con el sonido de un carruaje y su cochero que maldecía la helada. El trajín de Londres le ponía los pelos de punta, extrañaba el campo, los animales que alojaban en su salón de baile, el sonido de los gallos y el andar de todas esas personas a las que ya recordaba por nombre. No solo eso, también tenía presente a sus familias, sus pesares, las historias, las enfermedades y males que los aquejaban, hasta alguna que otra confesión de amor entre ellos.

Abrió los ojos para encontrar la cama vacía, y se lamentó de inmediato. Empezar un día sin William significaba que debía reemplazarlo con café, una infusión que le daba energía, la despabilaba y la ayudaba a pensar… solo que no le brindaba felicidad. Por lo que estaría el resto de la mañana de un humor de perros, algo que se potenciaba bajo el techo de Sir Johnson.

Philip no la esquivaba, solo respetaba la distancia impuesta. Se acercaba a comprobar si su hija estaba dispuesta al diálogo, y al notar el muro de piedra que la rodeaba, se refugiaba en la biblioteca o en su despacho. Era lo mínimo que podía hacer, brindarle su techo en Londres y no presionarla. Los pesares de la muchacha corrían todos por su cuenta, los afectivos, por el abandono, los económicos, por insistir en que se casara con Witthall cuando sabía el estado de sus cuentas. El egoísmo, siempre el egoísmo lo había regido.

Antes de escabullirse para dejar el salón comedor a disposición de Vanessa —había desayunado en compañía de Witthall— su yerno fue franco, como solo él podía ser.

—¿Recuerda mi cena aquí, cuando comencé con el cortejo? —preguntó el hombre, dotando a su voz de un tono casual.

—¿Se refiere a la del amor?

—A esa misma. En ese entonces lo dije por Vanessa, fue en ella en quien noté esa carencia. Ahora me doy cuenta de que es usted quien necesita verlo con más claridad… —Sir Johnson no quería consejos del conde loco, ¿o sí?, ese hombre hacía feliz a su hija, había conseguido lo que nadie antes, que abriera su corazón. ¿Podía su orgullo permitirle lo mismo?, creía que por Vanessa valía la pena intentarlo.

—El amor es posible e imposible, todo eso…

—No, no esa parte, la de mis poemas. Nos han sembrado una idea de amor que es fácil de repetir y difícil de hallar. Vamos por la vida buscando mariposas en el estómago, sacrificios mortales, pieles que se erizan, dolores eternos… —Tras un silencio que William llenó con té y pan tostado, prosiguió—: Se cree que el taoísmo buscaba crear la fórmula de la inmortalidad, ¿sabía?

—Leí poco de taoísmo —coincidió Sir Johnson, tratando de recordar sus conocimientos de cultura China y a la vez seguir con los divagues del conde.

—Pues bien, parece que mientras perseguían ese fin altruista y superior, mezclaron carbón, azufre y nitrato de potasio…

—E inventaron la pólvora —completó Johnson, reconociendo la fórmula.

—Exacto, inventaron o descubrieron, vaya uno a saber. En definitiva, tuvieron en sus manos el poder de algo grandioso, algo que marcó un punto de inflexión en la humanidad, algo que se puede utilizar para excavar y encontrar riquezas, para propulsar motores, para activar movimientos mecánicos y…

—Y para crear armas y matar.

—Eso es lo malo de las cosas poderosas, Sir Johnson. Dígame, ¿conoce algo más poderoso que la pólvora?, ¿algo que bien usado pueda ser grandioso y mal usado, peligroso?, ¿algo que debemos manejar con altruismo para no herir? —Sin esperar la respuesta, exclamó—: ¡Pero mire la hora que es!, y yo divagando. Lo dejo con algo en qué pensar, yo tengo cosas mundanas a las cuales atender con urgencia —y se marchó dejándolo en la soledad de sus pensamientos.

Ensimismado, con la idea de que su amor por Vanessa la había lastimado, se marchó del salón comedor en el preciso instante en que Henriet se hacía presente. Era la señal de que su hija también lo haría en breve.

Su presunción fue acertada. La muchacha solicitó café negro en lugar de té, y se sentó junto a Henriet, quien leía el último artículo del Doctor C.

—¿Quién será este ocurrente doctor? —bromeó la mujer—, al parecer no se cansa de generar revuelo. Ha sacado a la luz uno de los peores trapos sucios de la sociedad: la bastardía.

—¿En qué se inspirará? —masculló.

—Difícil de saber, querida, son tantos los que se esconden en las apariencias.

—Ni que lo digas, pero la nobleza no deja de sorprenderme para mal. Si te contara la última… —Ante el asentimiento de la mujer, Vanessa se explayó en la determinación de la cámara de lores de sostener a un conde sin tierra. No harían nada por las personas que dependían del condado, por las familias sin empleo. No, solo les preocupaba su maldita aristocracia y el título empolvado de su marido.

Henriet acompañó el relato con sus propias exclamaciones de malestar. Al fin de cuentas, ella no era de la nobleza. Sabía que le habían abierto las puertas gracias a la admiración de la Reina Victoria por los logros académicos de su hijo, sin embargo, en su vejez, no podía evitar cavilar en el peso de los mismos, que le habían dado una condecoración y le habían quitado una hija.

El vínculo familiar roto tiraba más de Henriet que los esnobs, y hacia allí quería apuntar.

—Querida, según mis palabras con tu esposo antes de que se marchara, él se iba a encargar de Patinson, de buscar un par de libras más. Me gustaría que tú me acompañaras a otro lugar…

—¿A dónde?

—A comprar las semillas.

—Henriet, no quiero acusar a tu vejez de los delirios, así que recurriré a la locura Witthall y su alto contagio —expresó Vanessa. Temía que la edad le impidiera a la mujer entender el precio de la semilla y lo impagable que resultaba para ellos.

—Vanessa, ahora que somos francas y no hay secretos entre nosotras… ¿no notas el parecido que nos une?

—Si no es la demencia, ni la edad, entonces…

—Tengo un plan. Ven, ayúdame a abrigarme, que debemos salir antes del cierre del mercado.

Se dejó arrastrar por la anciana producto de la sorpresa y la desconfianza. Creía que Henriet era muy capaz de meterse en problemas graves, porque, como bien había dicho, se parecían demasiado. ¿Acaso ella no había tejido mil maquinaciones por las personas a quienes quería?, claro que sí, hasta le había dado un tónico a Miranda para que adormeciera a su marido la noche de bodas con el fin de ayudarla. Ella, que nada sabía de relaciones, había sabido lo mejor para su amiga. La respuesta estaba allí, porque si abrimos el corazón, si elevamos el amor a algo superior y no lo descendemos hasta el egoísmo, entonces siempre sabremos qué es lo mejor para nuestros seres queridos.

Con la incógnita en su rostro, subió al carruaje junto a Henriet que llevaba una carpeta y un bolso tan firme en sus manos que pensó que le dejaría las articulaciones duras.

—Ahora, pequeña —ordenó al llegar al mercado—, cúbrete con el velo este. —Extrajo dos paños negros, como los que llevaba para ir al servicio religioso, y ambas taparon sus rostros para pasar desapercibidas—. No digas una palabra y no delates tu identidad.

Dicho eso, descendieron del carruaje y se encontraron de inmediato con otras dos mujeres mayores, de aspecto elegante, a quienes saludaron con una reverencia.

—Querida Henriet, los años no pasan para ti.

—Ni para ustedes, se ven radiantes.

—Son los aires de campo, desde que dejamos Londres, abandonamos el paso de los años. Esta ciudad nos quita la vida…

—No puedo estar más de acuerdo, aquí, esta bella muchacha, me ha prometido unas merecidas vacaciones en el campo, pero antes…

—Antes debemos salvar ese campo, ¿no es así… milady? —Las tres mujeres le sonrieron enigmáticas, y Vanessa no supo qué contestar. Por primera vez en la vida, se había quedado sin palabras.

—Oh, lo siento, es que no han sido presentadas. Lady Witthall, ella es Lady Victoria Richmond y la señorita Cornelia Spark, su dama de compañía.

—U…Un gusto —repitió la reverencia, y clavó los ojos en los de Henriet, exigiendo una explicación. Conocía los rumores sobre esas dos mujeres, la madre del actual marqués de Shropshire y su pareja de toda la vida. Un escándalo que databa de varios años antes de su llegada a Londres y que no se comparaba con nada de lo que las díscolas americanas pudieran hacer. Las admiraba por el valor de amarse, y cuando comprendió que peor que los obstáculos financieros eran los del corazón, se sintió feliz y dichosa de contar con su esposo: William Witthall.

—Pues bien, querida. Al parecer las semillas tienen un coste distinto para el conde de Dorset que para el marqués de Shropshire —explicó la marquesa madre—, por lo que lo compraremos a nuestro nombre.

—Lo siento, milady, de verdad agradezco su ayuda, pero el condado no está en condiciones de afrontar ninguna deuda. Me temo que entre nuestros acreedores está su hijo, y si bien nos ha dado un plazo…

—Oh, querida, no nos deberás nada, lo pagaremos con tu dinero.

—¿Con qué dinero? —Miró a ambos lados, como si de pronto pudieran materializarse los malditos duendes en los que creía William y trajeran sus ollas llenas de oro del final del arcoíris.

—Con este… —Henriet alzó su bolso lleno de joyas. Vanessa miró con los ojos fuera de sus cuencas.

—No. De ninguna manera, no puedo aceptar…

—Tendrá que hacerlo —intervino Lady Victoria—, pues llevo tres décadas envidiando el brazalete de Henriet Johnson, ese de las esmeraldas, y no pienso saborear mi tesoro e irme sin él.

—Nunca quise decirlo, porque su vanidad no merece ser alimentada —alzó la disputa la señora Johnson—, pero es que las esmeraldas son su piedra.

—¿Henriet? —Vanessa apenas podía emitir un sonido por el nudo en la garganta.

—Querida, ¿para qué quiero yo un par de joyas viejas e inservibles?, deja que Lady Victoria luzca las esmeraldas de mi brazalete, que a mí ni siquiera me agrada, y permíteme hacer algo bueno con los años que cargo, como ayudar a la nueva generación.

A Vanessa le hubiese gustado discutir un poco más, no le fue posible. La subasta se abrió, los carteles se alzaron y pronto, los murmullos disminuyeron cuando una voz se alzó en la multitud: La marquesa viuda de Shropshire a la una… a las dos…

Lady Victoria alzaba su propio cartel de puja, con Cornelia a su lado, sonrientes ante la idea de sacarle las semillas a esos sátrapas. Sin duda, darían mucho de que hablar en la sección de sociales de The Times. Como siempre. Y al igual que siempre, no les importaría. Se refugiarían en Shropshire House, en mutua compañía y con el corazón contento al saber que habían colaborado con una de las tantas personas que no le dieron la espalda cuando el escándalo se desató.

—Vendido a Lady Victoria Richmond…

Tras el alboroto, las cuatro mujeres se acercaron a realizar el pago y dictaminar los pormenores. El hombre de la subasta se veía nervioso y cohibido, al punto de apenas notar a las otras dos señoras que se cubrían el rostro con un velo.

—Bien… eh… entonces usted firma aquí y… eh…

—Sí, sí, conozco los pormenores. —Plasmó su nombre en el final del documento de pertenencia.

—La entrega…

—Aguarde un segundo, antes del asunto de la entrega. Con esto las semillas ya son mías, ¿verdad?

—Sí, sí, por supuesto.

—¿Y puedo hacer con ellas lo que me plazca?

—En general se reservan hasta el tiempo de siembra, pero… sí, son suyas, puede tirarlas al Támesis si quiere. —El hombre la miraba cada vez con más asombro, y evaluaba la posibilidad de que la marquesa madre estuviera loca de remate. ¿Para qué quería semillas si no era para sembrar?

—Pues bien… —Extrajo de su bolso otro documento—, Lady Witthall, ¿podría hacer el honor de firmar aquí?, no sé, creo que he comprado esas semillas en un arrebato sin sentido. ¿Para qué quiero yo semillas?

—¿Lady Witthall? —El hombre palideció al comprender la treta ante sus ojos. El rumor en nombre del condado de Dorset había sido regado por Sebastián Dunne y todos sabían que podían especular con la venta. Quiso pensar en una forma de cancelar la transacción, y comenzó a sudar al percatarse de que tenía un documento firmado, y no por cualquiera, por la madre del marqués de Shropshire.

—Sí, oh, claro, no la he reconocido por el velo. Yo diría, querida, que te lo quites, puede que yo me llame Victoria, pero si alguien tiene el rostro para dicho nombre esta mañana, esa eres tú.

En los labios de Vanessa se dibujó una grande y radiante sonrisa. ¡Tenía sus semillas!, y las habían pagado a un precio razonable. Claro que le debía a Henriet el valor de un par de joyas, pero estaba segura de poder pagárselo. Plantó su firma en el documento de Lady Victoria, Henriet entregó la bolsa con las joyas, y el rematador extendió, rendido, el documento de pertenencia de las semillas a la marquesa que ya no las poseía.

—A esto le llamo un negocio redondo, ¿no es así, mi querida Henriet?

—Claro que sí.

—Por cierto, señor, de más está decirle que las semillas se entregarán en el condado de Dorset. ¿Qué despistada?, menos mal que me pude deshacer de ellas a tiempo, que, si mi hijo se entera, me reduce la asignación… —fingió lamentarse. Unió su brazo al de Cornelia, le brindó una sonrisa satisfecha y llena de amor, y emprendió a paso lento la retirada—. Lady Witthall, Henriet, si no les molesta, ¿acompañarían a estas aburridas damas a un té?, Londres es agradable solo con buena compañía.

—Sin duda —accedió Henriet y empujó a Vanessa—, y les puedo asegurar que Lady Witthall es lo mejor que hallarán para conversar, en cuanto recupere el habla, claro.

Vanessa rio con la emoción aleteando en su pecho. Era cierto, esas mujeres le habían quitado la palabra, pues sus acciones valían mil veces más que millones de vocablos sueltos al azar. Sin embargo, ella poseía un as, uno que era tiempo de utilizar.

—Mi abuela tiene razón, siempre y cuando no les horrorice hablar de política en la hora del té.

La pareja sonrió complacida. Henriet, en cambio, se secó una lágrima de emoción. No había joyas que pudieran comprar eso… ser abuela al fin.

***

—Promete que en cuanto mejore el clima viajarás —demandó Vanessa a Henriet. La oferta de pasar una temporada en el campo seguía en pie. Sabía que a la mujer no le molestaría lo excéntrico de la casa de Dorset ni de las curiosas asignaciones de sirvientes—. Además, tu presencia justificará el exceso de doncellas que aún tengo.

—Oh, creo que he convencido a Lady Helen de que necesita a una de tus doncellas. Me temo que te robarán otra empleada…

—Mientras sea con toda su familia.

Henriet volvió a brindarle un abrazo, más emocionada de lo que le hubiera gustado a su edad. Desde que Vanessa le decía abuela que la palabra familia la hacía lagrimear como una tontuela.

—Los vamos a extrañar —confesó e incluyó a Philip. Vanessa alzó la vista hacia él y asintió con la cabeza, distante. Se sentía con fuerzas de llegar alguna vez al perdón, pero no incluía tal objetivo en sus prioridades. Sir Johnson no se lo merecía, ella lo hacía. Y si le brindaba tal oportunidad era por la necesidad personal de sanar, de aceptar su pasado y forjarse un futuro con cimientos fuertes.

—¿Quién dice? —intervino William—, quizá la próxima cosecha nos encuentre con un baile en el salón de Dorset.

—¡Si sacamos a los animales de allí!

—Y los reemplazamos por otros…

—¡Menos mansos! —agregaron a coro, y rieron de su propia ocurrencia. Philip y Henriet los miraban como lo que eran: Lord y Lady Demente.

Los preparativos estaban listos, el carruaje esperaba, las semillas viajaban en un vagón camino a Dorset y entre sus pertenencias acarreaban con el último pago de Patinson. Con eso llegarían a la primavera, a la nueva temporada social y a la posibilidad de renovados negocios.

Un lacayo intervino antes de que terminaran de subir los baúles.

—Lord Witthall, una nota para usted.

—Muchas gracias.

El sobre no llevaba remitente, ni sello. Era apenas un papel plegado escrito con trazo desigual.

Sé que eres W. Wallace, al igual que sé que tu esposa es el Doctor C.

Si no quieren que toda Inglaterra conozca su secreto, y se corra el rumor de que uno de los condados más antiguos se sostiene apenas y gracias a las tareas propias de la clase burguesa, entonces pagarán mil libras cada seis meses a este servidor.

No dejen Londres aún… las instrucciones del pago llegarán a la residencia de Sir Johnson.

Sin firma, sin evidencias… solo con la certeza irrefutable de su autor: Sebastián Dunne.

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