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CAPÍTULO IV

Arch Quinton frunció el ceño al mirar el expediente que tenía encima de su desgastada mesa de despacho, en el Departamento de Antropología de la Universidad. Luego descolgó el teléfono. Tras pulsar las teclas con rapidez y nerviosismo, aguardó impaciente que se estableciera la conexión. Un timbrazo. Hizo una mueca de alivio. La línea llevaba ocupada ya casi una hora. Probablemente Robin. ¡Esas adolescentes!, pensó tristemente Quinton.

Tras cuatro llamadas, oyó una voz sorprendida.

—¿Dígame?

—Robin, soy el doctor Quinton. Perdona por llamar tan tarde. ¿Está Robert en la cama?

—No, lo siento, doctor Quinton, pero él y mamá han salido esta noche. Han acudido a una fiesta en casa de los Dupres. ¿Quiere que le llame cuando regrese a casa?

—No, Robin, no hace falta. Me voy ahora mismo, ya son las…

Miró el reloj. ¡Dios mío, era ya más de medianoche!

—Es muy tarde… —prosiguió—. Le llamaré mañana, si él no lo hace antes.

—Sí, señor —replicó Robin—. Le dejaré la nota de que ha llamado usted. ¿Es algo importante?

—Más o menos —repuso Quinton, que no quería alarmarla—, pero nada que no pueda esperar hasta mañana. Tengo anotado algo nuevo en este expediente que creo le parecerá interesante. Buenas noches. Robin…

—Buenas noches, doctor Quinton.

Con un suspiro, Quinton colgó el aparato. Luego volvió al expediente etiquetado simplemente con la palabra «John».

Miró de nuevo las grandes y brillantes fotos, en primer plano, del jefe de los Visitantes, algunas de ellas marcadas con una cuadrícula numerada, hasta llegar a las instantáneas con infrarrojos que había en la última parte de la carpeta. Eran las más valiosas. Un fotógrafo especializado del periódico de la Universidad las había tomado y revelado, empleando un equipo especial y un teleobjetivo, durante una de las numerosas conferencias de Prensa dadas por el jefe de los Visitantes.

Quinton movió la cabeza con lentitud, pensativo, mientras estudiaba las pautas caloríficas que revelaban las fotos infrarrojas. No es normal —pensó—. Hay algo en el cráneo…, una deformidad… El hueso es demasiado recio…, especialmente en el occipucio… Me gustaría que estuviesen más claras, pues en ese caso sabríamos algo… Maxwell dirá que estoy loco

Frunció el ceño, al tiempo que sacaba una lupa y examinaba la foto con preocupada atención, ayudado por unas pautas en forma de rejilla.

Incluso en esta instantánea, las sombras indican anomalías en el hueso… Tengo que conseguir que lo vean por rayos X… Entonces no cabría la menor duda…

Tomando su vieja pipa, la apretó y la encendió, contemplando de nuevo, pensativamente, la carpeta. A continuación metió de nuevo las fotos en el expediente, con el rostro feliz y el eslogan que su ahijada, Polly, le había regalado: «Arqueología: ¿te gusta?»

Mientras permanecía sentado, notó que el cansancio se apoderaba de él, como si le hubiesen echado una manta. Sería mejor irse a casa, dormir toda la noche y pensar en todo aquello mañana. Eso fue lo que decidió. Golpeando la pipa contra el cenicero, se puso en pie, sintiendo las horas de intensivo estudio en los agarrotados músculos del cuello y la espalda. Notó ruidos en el estómago, lo cual le recordó la hamburguesa con queso que su ayudante le había traído para el almuerzo y que se encontraba ya a más de doce horas de distancia…

Preguntándose si estaba demasiado cansado como para detenerse a comer algo, se echó la chaqueta encima de los hombros y salió, cerrando con cuidado la puerta del despacho y luego la trasera. El aparcamiento se encontraba silencioso y desierto. Quinton se paró un momento en la puerta de atrás, mirando hacia las estrellas. Era una noche muy clara para Los Ángeles, y las estrellas resultaban muy visibles. Pudo localizar incluso la parte más densa de la Vía Láctea que se extendía por encima de su cabeza. Su mirada se dirigió hacia la parte Este del cielo, pero el Can Mayor no estaría visible, por lo menos, durante un mes. El Can Mayor, que contenía la estrella más brillante de los cielos, Sirio, con una magnitud de -1,58. Una deslumbrante estrella blanca, a unos 8,7 años-luz de distancia, muy cercana, si tenemos en cuenta las distancias galácticas.

Los ojos de Arch Quinton comenzaron a nublarse, y tuvo que frotárselos cansadamente. Sirio. Una estrella vecina hasta hacía un mes. Y ahora…, ¿qué?

Sus manos estaban frías a causa del viento nocturno, mientras hurgaba con las llaves en su «Granada». Tras abrir la portezuela, la cerró, puso el motor en marcha y se volvió para sacar el coche de su espacio en el aparcamiento.

Sentado en el asiento trasero se encontraba un hombre con mono rojo. Las luces del salpicadero reflejaron un mágico tono verdusco en sus oscuras gafas. Quinton abrió la boca para gritar…

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