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7. Está colgada en el muro occidental

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—Pero ¿por qué? ¿No se ha atormentado usted nunca hasta llegar casi a… casi a la enajenación… con esa sola pregunta? ¿Por qué? —Se le había apagado el cigarro. Hizo una pausa para encenderlo de nuevo—. No es —prosiguió— como si fuera insólito en ningún sentido supernatural. No es que haya sumos pontífices con secretos que se hubieran perdido para el resto del mundo y que ellos hubieran guardado celosamente desde el alborear de los tiempos, generación tras generación.

Nada de curas universales ni siquiera panaceas para el sufrimiento humano. Apenas puede hablarse de Vheissu como de un lugar sosegado. Hay allí barbarie, insurrección, feudalismo sanguinario. No se diferencia en nada de cualquier otra región remota y olvidada. Los ingleses han andado haciendo correrías por regiones como Vheissu durante siglos. Si no fuera por…

Victoria le había estado mirando. La sombrilla apoyada contra el banco, el mango escondido entre la hierba húmeda.

—Los colores. Tantos colores —tenía los párpados apretados, la frente descansando sobre el borde arqueado de una mano.

—En los árboles que rodean la casa del chamán principal hay monos araña que son iridiscentes. Cambian de color con el sol. Todo cambia. Las montañas, las tierras bajas no tienen el mismo color de una hora a otra. Ninguna secuencia de colores es la misma de un día al otro. Como si se viviera en el interior del caleidoscopio de un loco. Hasta los sueños se inundan de colores, con formas que ningún occidental ha visto jamás. No formas reales, formas que tengan sentido. Sino formas aleatorias simplemente, como las nubes que cambian sobre un paisaje de Yorkshire.

A ella le cogió de sorpresa: su risa cobró unos tonos agudos y quebradizos. Él no la oyó.

—Se le quedan a uno —prosiguió—, no son corderos lanudos ni perfiles mellados. Son, son Vheissu, su indumentaria, quizás su piel.

—¿Y debajo?

—Se refiere usted al alma ¿verdad? Claro que al alma. Me pregunté qué pasaba con el alma de aquel sitio. Si tenía alma. Porque su música, su poesía, sus leyes y ceremonias no se aproximan más al alma. Son piel también. Como la piel de un salvaje tatuado. A menudo me lo expongo así a mí mismo… como una mujer. Espero no ofender.

—Está bien.

—Los civiles tienen ideas curiosas acerca de los militares, pero espero que en este caso haya algo de justicia en lo que piensan de nosotros. Esa idea del subalterno dejado a su aire en algún punto muy remoto, que reúne para sí un harén de mujeres de tez oscura. Me atrevo a decir que a muchos de nosotros nos anima este sueño, aunque nunca me he cruzado con nadie que lo haya realizado. Y no voy a negar que yo mismo haya dado en este modo de pensar. Di en este modo de pensar en Vheissu. De una cierta manera, allí… —se arrugó su frente— los sueños, no es que estén más próximos al mundo de la vigilia, sino que en cierto modo parecen ser, creo yo, más reales. ¿Tiene sentido para usted lo que le estoy contando?

—Siga. —Le observaba como transportada.

—Pero como si el sitio fuera… fuera una mujer que se hubiera encontrado por alguna parte lejos de allí, una mujer oscura tatuada de los pies a la cabeza. Y de algún modo te has apartado de la guarnición y te encuentras incapaz de volver atrás, de modo que tienes que quedarte con ella, junto a ella, día tras día…

—Y estaba enamorado de ella.

—Al principio. Pero pronto aquella piel, la abigarrada y horrible orgía de líneas y colores comenzaba a interponerse entre tú y lo que quiera que hubiese en ella y que tú creías amar. Y pronto, quizás sólo en cuestión de días, empezabas a implorar a cualquier dios que conocieras para que le enviase un poco de lepra. Que flagelara aquel tatuaje hasta convertirlo en un montón de restos rojo, púrpura y verde, que dejara las venas y ligamentos desnudos, temblorosos y abiertos al fin para tus ojos y tu tacto. Perdone. —No la miraba. El viento entró lluvia por encima del muro—. Quince años. Fue directamente después de nuestra entrada en Jartum. Había visto alguna bestialidad en mis campañas orientales, pero nada comparable con aquello. Acudíamos en socorro del general Gordon… ¡ah!, supongo que usted era entonces una chiquilla, pero seguro que lo ha leído. Lo que los mahdi hicieron con aquella ciudad. Lo que le hicieron al general Gordon y a sus hombres. Estaba mal, con fiebre por aquellos días y sin duda era de ver toda aquella carroña y la desolación que había por todas partes. De repente quise irme de allí; era como si un mundo de cuadrados nítidos y huecos y de elegantes contramarchas se hubiera deteriorado convirtiéndose en desorden o negligencia. Siempre tenía amigos en los Estados Mayores de El Cairo, Bombay, Singapur. Y al cabo de dos semanas surgió el asunto de la exploración y yo estaba en él. Yo andaba siempre enredando, comprende, en alguna función de ésas donde no se esperaría encontrar personal naval. Esta vez se trataba de escoltar a un equipo de ingenieros civiles que se desplazaba a uno de los peores países de la tierra. Bueno, salvaje, romántico. Trazar los contornos y las señales de sondeo, poner sombreados y colores donde antes sólo había en el mapa espacios en blanco. Todo por el Imperio. Este tipo de reflexiones debía de andarme bullendo en la parte posterior de la cabeza. Pero en aquel momento lo único que sabía es que quería marcharme de donde estaba. Estaba muy bien todo eso de gritar por San Jorge y de que no hay cuartel en el Oriente, pero luego resulta que el Ejército mahdista había estado farfullando exactamente lo mismo, de veras, sólo que en árabe, y realmente en Jartum lo habían dicho en serio.

Misericordiosamente no alcanzó a ver la peineta.

—¿Levantaron mapas de Vheissu?

Vaciló.

—No —dijo—. Jamás llegó ningún dato, ni al F.O. ni a la Geographic Society. Únicamente un informe del fracaso. Tenga una cosa en cuenta: era mal país. Entramos en él trece de nosotros y salimos tres. Yo, mi segundo en el mando, y un civil cuyo nombre he olvidado y que, que yo sepa, se ha desvanecido de la superficie de la tierra sin dejar rastro.

—¿Y su segundo en el mando?

—Está, está en el hospital. Retirado ya —hubo un silencio—. Nunca hubo una segunda expedición —prosiguió el viejo Godolphin—. ¿Razones políticas? ¿Quién sabe? A nadie le preocupaba. Salí de ello impune. No había sido culpa mía, me dijeron. Recibí incluso una felicitación encomiástica y personal de la reina, aunque se le echó tierra a todo ello.

Victoria golpeaba distraídamente el suelo con el pie.

—¿Y todo esto tiene algo que ver con sus, ejem, actuales actividades de espionaje?

De repente parecía más viejo. El cigarro se había vuelto a apagar. Lo tiró a la hierba; la mano le temblaba.

—Sí —hizo un ademán de impotencia que abarcaba la iglesia, los muros grises—. Por lo que sé usted podría… puede que yo haya sido indiscreto.

Dándose cuenta de que tenía miedo de ella, echó el busto hacia adelante, con decisión.

—Los que vigilan los cafés ¿proceden de Vheissu? ¿Emisarios?

El viejo comenzó a morderse las uñas; despacio y metódicamente, utilizando los incisivos superiores centrales y los inferiores laterales para hacer diminutos cortes siguiendo un segmento de arco perfecto.

—Usted ha descubierto algo sobre ellos —dijo Victoria en tono suplicante—, algo que no puede revelar —compasiva y exasperada su voz resonaba en el jardincillo—. Tiene que dejarme que le ayude. —Clic, clic. La lluvia se detuvo—. ¿Qué clase de mundo es éste si no hay por lo menos una persona a la que pueda acudir si está usted en peligro? —Clic, clic. Seguía sin contestar—. ¿Cómo sabe que el cónsul general no puede hacer nada? Por favor, déjeme que intente alguna cosa.

Entró el viento, ahora sin lluvia, por encima del muro. Algo cayó perezosamente en el agua del estanque. La muchacha proseguía su arenga al viejo Godolphin mientras éste terminaba con la mano derecha y empezaba con la izquierda. Por encima de sus cabezas el cielo comenzó a oscurecerse.

5

El piso octavo de Piazza della Signoria 5 estaba oscuro y olía a calamares fritos. Evan, jadeante por el esfuerzo de subir los tres últimos tramos de escalera, tuvo que encender cuatro cerillas antes de dar con la puerta de su padre. Sujeta a ella, en vez de la tarjeta de visita que había esperado encontrar, había una nota en un papel con los bordes desgarrados en la que se leía simplemente «Evan». La examinó con curiosidad. Exceptuando la lluvia y los crujidos de la casa, el corredor estaba en silencio. Se encogió de hombros y probó la puerta. Se abrió. Entró a tientas, encontró el gas, lo encendió. La habitación estaba apenas amueblada. Unos pantalones habían sido echados de cualquier manera sobre el respaldo de una silla; encima de la cama había una camisa blanca con las mangas extendidas. No había ningún otro signo de que alguien viviera allí: ni armarios ni papeles. Perplejo se sentó en la cama y trató de pensar. Se sacó el telegrama del bolsillo y lo leyó de nuevo. Vheissu. La única clave que tenía para seguir adelante. ¿Había acabado el viejo Godolphin por creer de verdad que existía ese sitio?

Evan —incluso de niño— nunca le había insistido a su padre para que le contara detalles. Era consciente de que la expedición había sido un fracaso, captó quizás un cierto sentimiento de culpa o implicación personal en la voz monótona y amable que narraba aquellas historias. Pero eso era todo: no había hecho ninguna pregunta; se había limitado a sentarse y escuchar, como si presintiera que algún día tendría que renunciar a Vheissu y que esa renuncia sería mucho más fácil si no ponía en aquel lugar ninguna confianza. Muy bien: su padre se encontraba tranquilo hacía un año, cuando Evan le viera por última vez; algo tenía por tanto que haber ocurrido en la Antártida. O en el camino de vuelta, quizás aquí en Florencia. ¿Por qué había dejado el viejo una nota en la que únicamente estaba escrito el nombre de su hijo? Dos posibilidades: a) que no fuera una nota sino más bien un letrero y Evan el primer alias que se le había ocurrido al capitán Hugh, o b) que quisiera que Evan entrase en la habitación. Con una súbita corazonada Evan cogió los pantalones y registró los bolsillos. Sacó tres soldi y una pitillera. Abrió la pitillera y encontró cuatro pitillos todos ellos liados a mano. Se rascó la tripa. Recordó las palabras: imprudente decir demasiado por telegrama. Suspiró.

—Muy bien, joven Evan —se murmuró a sí mismo—, tendremos que seguir este juego hasta el final. Entra en escena Godolphin, el veterano espía —examinó detenidamente la pitillera en busca de muelles ocultos: tanteó el forro para comprobar si se había metido algo debajo. Nada. Comenzó a registrar la habitación, doblando el colchón y escrutándolo en busca de costuras recientemente recosidas. Registró minuciosamente el armario, encendió cerillas en los rincones oscuros, miró a ver si había algo pegado con cinta adhesiva bajo los asientos de las sillas. Al cabo de veinte minutos no había hallado todavía nada y comenzaba a sentirse inepto como espía. Se dejó caer desconsolado sobre una silla, cogió uno de los pitillos de su padre, encendió una cerilla—. Espera —dijo. Sacudió la cerilla para apagarla, acercó una mesa, se sacó un cortaplumas del bolsillo y con cuidado cortó longitudinalmente cada uno de los pitillos, sacudiendo el tabaco al suelo. Al tercer intento tuvo éxito. Escrito a lápiz en el interior del papel se leía: «Descubierto aquí. Scheissvogel’s 10 noche. Ten cuidado. PADRE».

Evan consultó su reloj. En fin ¿a qué demonios venía todo esto? ¿Por qué tan complicado? ¿Había andado el viejo tonteando con la política o era una segunda infancia? No podía hacer nada, al menos en unas cuantas horas. Esperaba que ocurriera algo de verdad, aunque sólo fuera para aliviar el tedio de su exilio, pero se disponía a verse decepcionado. Tras apagar el gas salió al corredor, cerró tras de sí la puerta y comenzó a descender por las escaleras. Se estaba preguntando dónde podría estar un establecimiento llamado Scheissvogel, cuando repentinamente cedió la escalera bajo su peso y cayó, tratando en el aire de asirse frenéticamente a algo. Se agarró a la barandilla que se desgajó en la parte inferior y cedió hacia afuera, dejándole colgado sobre el hueco de la escalera con una profundidad de siete pisos. Así colgado escuchó cómo los clavos iban saliendo lentamente del extremo superior de la barandilla. «Soy», pensó, «el zoquete más zoquete del mundo. Ese trasto está a punto de ceder en cualquier instante». Miró a su alrededor preguntándose qué hacer. Los pies le colgaban a unos dos metros de distancia y a unos centímetros por encima de la barandilla siguiente. El tramo de escalera destrozado que acababa de dejar quedaba separado unos treinta centímetros de su hombro derecho. El trozo de pasamanos al que estaba agarrado se balanceaba peligrosamente. «¿Qué puedo perder?», pensó. «Sólo espero que aún no me haya llegado la hora». Con precaución levantó el antebrazo derecho hasta que pudo apoyar la palma de la mano contra el costado de la escalera: luego se dio a sí mismo un fuerte impulso. Salió proyectado por encima del hueco de la escalera, oyó encima de él el chirrido de los clavos al desclavarse totalmente de la madera en el momento en el que alcanzaba el punto extremo de su trayectoria, lanzó el pasamanos lejos de sí, cayó limpiamente a horcajadas de la siguiente barandilla y se deslizó por ella hacia atrás, llegando al piso séptimo justamente en el momento en que el trozo de pasamanos desprendido se estrellaba abajo contra el suelo. Se apeó de la barandilla, temblando, y se sentó en los escalones. «Muy elegante», pensó. «Bravo, chaval. Serías útil como acróbata o algo por el estilo». Pero un instante después de haber estado a punto de devolver entre sus rodillas, pensó: «¿Ha sido esto puramente accidental? Esas escaleras estaban perfectamente cuando subí por ellas». Sonrió con nerviosismo. Se estaba volviendo casi tan chalado como su padre. Para cuando alcanzó la calle se le habían pasado ya casi los temblores. Se paró un momento delante de la casa, tratando de orientarse.

Antes de que se diera cuenta tenía al lado dos policías.

—Su documentación —dijo uno de ellos.

Evan se dio por ofendido y protestó automáticamente.

—Son las órdenes que tenemos, cavaliere.

Evan captó una ligera nota de desprecio en el cavaliere. Sacó su pasaporte; los guardias asintieron a la vez con la cabeza al ver su nombre.

—Les importaría decirme… —empezó Evan.

Lo sentían, no podían dar ninguna información. Tendría que acompañarles.

—Exijo ver al cónsul inglés.

—Pero, cavaliere, ¿cómo sabemos nosotros que es usted inglés? El pasaporte podría estar falsificado. Puede usted ser de cualquier país del mundo. Incluso de un país del que nunca hayamos oído hablar.

Se le empezó a poner carne de gallina en el pescuezo. Le asaltó súbitamente la idea demencial de que estaban hablando de Vheissu.

—Sus superiores pueden ofrecer una explicación satisfactoria —dijo—, estoy a disposición de ustedes.

—Sin duda, cavaliere.

Atravesaron la plaza y doblaron una esquina tras la que esperaba un carruaje. Uno de los policías cortésmente le desembarazó del paraguas y empezó a examinarlo detenidamente.

Avanti —gritó el otro, y salieron a galope bajando por el Borgo di Greci.

6

Más temprano, aquel mismo día, el consulado venezolano estuvo alborotado. Al mediodía, en la valija diaria y a través de Roma, había llegado un mensaje cifrado que advertía de un aumento de las actividades revolucionarias en torno a Florencia. Varios de los contactos locales habían informado ya que una figura alta y misteriosa con un sombrero de ala ancha había estado merodeando por las cercanías del consulado los últimos días.

—Sea razonable —encareció Salazar, el vicecónsul—. Lo peor que podemos temer es una manifestación o dos. ¿Qué pueden hacer? ¿Romper unas cuantas ventanas?, ¿pisotearnos los arbustos?

—Bombas —chilló Ratón, su jefe—. Destrucción, pillaje, violación, caos. Pueden apoderarse de nosotros, organizar un golpe, establecer una junta. ¿Qué mejor sitio? En este país recuerdan a Garibaldi. Mire Uruguay. Tendrán muchos aliados. ¿Qué tenemos nosotros? Usted, yo, un cretino de empleado y la mujer de la limpieza.

El vicecónsul abrió el cajón de su mesa y extrajo una botella de Rufina.

—Mi querido Ratón —dijo—, cálmese. Ese ogro del sombrero ancho puede que sea uno de nuestros propios hombres, enviado desde Caracas para tenernos vigilados —echó vino en dos vasos altos y le dio uno a Ratón—. Además el communiqué de Roma no decía nada definido. Ni siquiera mencionaba a ese enigmático personaje.

—Está metido en esto —dijo Ratón sorbiendo el vino—. He investigado. Sé su nombre y sé que sus actividades son oscuras e ilegales. ¿Sabe cómo le llaman? —Hizo una pausa dramática, como dudando—. El Gaucho.

—Los gauchos están en la Argentina —observó Salazar tranquilizador.

—Y puede que el nombre sea una corrupción del francés gauche. Quizás sea zurdo.

—Es todo lo que tenemos para seguir adelante —dijo Ratón obstinadamente—. Es el mismo continente ¿no es así?

Salazar emitió un suspiro.

—¿Qué es lo que se propone hacer?

—Solicitar ayuda de la policía gubernamental de aquí. ¿Qué otra vía nos queda?

Salazar volvió a llenar los vasos.

—En primer lugar —dijo— complicaciones internacionales. Puede haber un problema de jurisdicción. El área que ocupa este consulado es legalmente suelo venezolano.

—Podríamos hacer que establecieran un cordón de guardie a nuestro alrededor, fuera del terreno de nuestra propiedad —dijo Ratón haciendo gala de su astucia—. De ese modo estarían reprimiendo un alboroto en territorio italiano.

—Es posible —se encogió de hombros el vicecónsul—. Pero en segundo lugar, podría significar una pérdida de prestigio ante las jerarquías superiores en Roma, en Caracas. Podríamos ponernos en ridículo, actuando con precauciones tan complicadas sobre la base de meras sospechas, de meras fantasías.

—¡Fantasías! —exclamó Ratón—. ¿Es que acaso no he visto yo a esa siniestra figura con mis propios ojos? —Uno de los lados de su bigote estaba mojado de vino. Se lo estrujó irritado—. Hay algo en marcha —siguió diciendo—, algo más gordo que una simple insurrección, más que un solo país. El Ministerio del Exterior de este país nos tiene puesto el ojo encima. No puedo hablar naturalmente con demasiada indiscreción, pero llevo más tiempo que usted en el caso, Salazar, y déjeme que le diga que tendremos mucho más de qué apurarnos que de los arbustos pisoteados, antes de que haya acabado este asunto.

—Naturalmente —dijo Salazar quisquilloso— si ya no participo de sus confidencias…

—No debía saberlo. Quizás no lo sepan en Roma. Lo descubrirá usted todo a su debido tiempo. Muy pronto —añadió sombríamente.

—Si se tratara sólo de su puesto, yo diría: muy bien, llame a los italianos, a los ingleses y también a los alemanes, a mí qué más me da. Pero si su glorioso golpe no se materializa, voy a salir igual de mal librado.

—Y entonces —rió Ratón entre dientes— ese idiota de empleado puede hacerse cargo del puesto de los dos.

Salazar se apaciguó.

—Me pregunto —dijo pensativo— qué clase de cónsul general sería.

Ratón frunció el ceño.

—Sigo siendo su superior.

—En ese caso, muy bien, Excelencia… —y extendiendo sus manos ante lo irremediable— espero sus órdenes.

—Póngase inmediatamente en contacto con la policía gubernamental. Expóngales la situación. Haga hincapié en la urgencia. Solicite la celebración de una conferencia lo más pronto posible. Es decir, antes de la puesta del sol.

—¿Es eso todo?

—Puede requerirles que pongan a ese gaucho bajo arresto.

Salazar no respondió. Después de un momento de quedarse mirando a la botella de Rufina, Ratón se dio media vuelta y abandonó el despacho. Salazar mordió meditativo el extremo de su pluma. Era mediodía. Miró por la ventana, al otro lado de la calle, a la Galería de los Uffizi. Observó que las nubes se acumulaban sobre el Arno. Quizás lloviera.

Finalmente dieron con el Gaucho en los Uffizi. Había estado recostado contra una pared de la sala de Lorenzo Mónaco, mirando de soslayo el Nacimiento de Venus. Estaba de pie en la mitad de lo que parecía ser una concha de coquina; gruesa y rubia, y el Gaucho, siendo un germano de espíritu, sabía apreciar esto. Pero no entendía qué ocurría en el resto del cuadro. Parecía existir una disputa en cuanto a si debía estar desnuda o vestida: a la derecha una figura femenina, de ojos vidriosos y forma de pera, intentaba cubrirla con una manta y, a la izquierda, un joven irritado, con alas, trataba de apartar la manta mientras que una muchacha, que apenas llevaba nada encima, se enlazaba a él, tratando probablemente de engatusarle para llevárselo de nuevo a la cama. Mientras esta curiosa dotación disputaba entre sí, Venus permanecía impávida mirando a Dios sabía dónde, cubierta por los largos cabellos. Nadie parecía estar mirando a nadie. Un cuadro confuso. El Gaucho no tenía la menor idea de por qué lo quería el signor Mantissa, pero ése no era asunto suyo. Se rascó la cabeza bajo el sombrero de ala ancha y se volvía con una sonrisa entre apacible y tolerante, para ir a encontrarse con cuatro guardie que entraban en la galería y se dirigían hacia él. Su primer impulso fue echar a correr, el segundo saltar por una ventana. Pero se había estado familiarizando con el terreno y ambos impulsos fueron frenados casi instantáneamente.

—Es él —anunció uno de los guardie—; avanti! —El Gaucho se afianzó en su terreno, ladeándose el sombrero y apoyando los puños en las caderas.

Le rodearon, y un teniente con barba le informó que tenían que ponerle bajo arresto. Era lamentable, es cierto, pero sin duda le dejarían en libertad en unos días. El teniente le aconsejó que no creara problemas.

—Podría apresaros yo a los cuatro —dijo el Gaucho.

Su mente trabajaba a toda prisa, planeando tácticas, calculando ángulos por donde atacar. ¿Había hablado tanto il gran signore Mantissa como para conseguir que le detuvieran? ¿Había habido alguna queja por parte del consulado venezolano? Tenía que guardar la calma y no admitir nada hasta que no viera cómo estaban las cosas. Le escoltaron a lo largo de los Ritratti diversi; luego dos giros breves a la derecha para desembocar en un largo pasadizo. No lo recordaba del plano de Mantissa.

—¿A dónde conduce esto?

—Sobre el Ponte Vecchio a la Galeria Pitti —dijo el teniente—. Es para turistas. Nosotros no vamos tan lejos.

Una ruta de escape perfecta. ¡El idiota de Mantissa! Pero a medio camino del puente salieron a la trastienda de un estanco. La policía parecía familiarizada con esta salida; no resultaba tan buena en ese caso. Pero ¿a qué tanto secreto? Ningún gobierno local tomaba nunca tantas precauciones. Así pues, tenía que tratarse del asunto venezolano. En la calle había un landó cerrado pintado de negro. A empujones lo metieron dentro de él y partieron hacia la orilla derecha. Sabía que no se dirigirían directamente a su destino. Y en efecto: una vez atravesado el puente comenzó el cochero a zigzaguear, a describir círculos, a retroceder sobre el camino recorrido.

El Gaucho se echó hacia atrás en el asiento, pidió un cigarrillo al teniente y examinó la situación. Si se trataba de los venezolanos estaba en un apuro. Había venido a Florencia específicamente para organizar a la colonia venezolana, que se concentraba en la parte nororiental de la ciudad, cerca de Via Cavour. Eran solamente unos pocos centenares: se encerraban en sí mismos y trabajaban en la fábrica de tabaco o en el Mercato Centrale, o bien como vivanderos del Cuarto Cuerpo de Ejército, que tenía sus instalaciones allí cerca. En dos meses el Gaucho los había encuadrado con rangos y uniformes, bajo el título colectivo de Figli di Machiavelli. No es que sintieran una particular afición por la autoridad; no es que fueran, políticamente hablando, sobremanera liberales o nacionalistas; era sencillamente que les gustaba armar un buen alboroto de vez en cuando, y si la organización marcial y la égida de Maquiavelo eran capaces de acelerar las cosas, tanto mejor. El Gaucho hacía ahora dos meses que les venía prometiendo una asonada, pero el momento no era aún favorable: las cosas estaban tranquilas en Caracas; no había más que alguna pequeña escaramuza en la jungla. Estaba a la espera de algún incidente de mayor importancia, un estímulo para el que podría proporcionar una respuesta antifonal estruendosa desde el fondo de la nave que formaba el Atlántico. Hacía, al fin y al cabo, tan sólo dos años desde el arreglo de la disputa fronteriza con la Guayana Británica, que había hecho que Inglaterra y los Estados Unidos casi llegaran a las manos. Sus agentes en Caracas continuaban dándole seguridades: se estaba preparando la escena, se estaban armando hombres, se estaba sobornando; era sólo cuestión de tiempo. Por lo visto algo había ocurrido. ¿Por qué si no, iban a echarle el guante? Tenía que idear algún modo de hacer llegar un mensaje a su segundo, el teniente Cuernacabrón. Su punto de cita habitual era el jardín de la cervecería de Scheissvogel, en la Piazza Vittorio Emmanuele. Y quedaba aún Mantissa con su Botticelli. Lo lamentaba mucho, pero ese asunto tendría que quedar para otra noche…

Imbecile! ¿No estaba el consulado de Venezuela situado a sólo unos cincuenta metros de los Uffizi? Si se estaba produciendo una manifestación, los guardias tendrían las manos ocupadas; puede que ni siquiera escucharan la explosión de la bomba. ¡Una maniobra de diversión! Mantissa, Cesare y la rubia gorda escaparían todos ellos limpiamente. Podría incluso darles escolta hasta el punto de la cita bajo el puente: como instigador no sería prudente que permaneciese en la escena del tumulto mucho tiempo.

Todo esto suponiendo, naturalmente, que tuviera habilidad suficiente en el interrogatorio para eludir todos los cargos que la policía intentaría obligarle a reconocer o, en su defecto, que consiguiera escaparse. Pero lo esencial en este preciso momento era hacérselo saber a Cuernacabrón. Notó que el coche empezaba a aminorar la marcha. Uno de los guardie sacó un pañuelo, lo dobló y lo redobló y se lo ató al Gaucho sobre los ojos. El landó se detuvo bruscamente. El teniente le cogió de un brazo y le condujo atravesando un patio, a través de un portal, doblando unas cuantas esquinas, bajando un tramo de escalera.

—Ahí dentro —ordenó.

—¿Puedo pedirle un favor? —preguntó el Gaucho fingiendo embarazo—. Con todo el vino que he bebido hoy, no he podido… Es decir, si he de responder a sus preguntas amigablemente y con honestidad, me sentiría más cómodo si…

—Está bien —gruñó el teniente—. Angelo, no le pierdas de vista.

El Gaucho sonrió dando las gracias. Recorrió el corredor en pos de Angelo, que le abrió la puerta.

—¿Puedo quitarme esto? —preguntó—. Al fin y al cabo un gabinetto è un gabinetto.

—Exacto —dijo el guardia—. Y las ventanas son opacas. Adelante.

Mille grazie.

El Gaucho se quitó la venda que le cubría los ojos y se sorprendió de encontrarse en un W.C. sofisticado. Había incluso retretes individuales. Sólo los americanos y los ingleses podían ser tan exigentes en cuestión de instalaciones sanitarias. Y afuera en el corredor, recordaba, había olido a tinta, papel y lacre; un consulado, sin duda. Tanto el cónsul americano como el británico estaban instalados en Via Tornabuoni, de modo que sabía que estaba más o menos tres bloques al oeste de la Piazza Vittorio Emmanuele. La cervecería de Scheissvogel estaba casi a distancia de un grito.

—Date prisa —dijo Angelo.

—¿Va usted a estar mirando? —preguntó el Gaucho, indignado—. ¿No puedo tener un poco de intimidad? Sigo siendo todavía un ciudadano florentino. Y esto fue una vez una república —sin esperar respuesta entró en uno de los retretes y cerró tras de sí la puerta—. ¿Cómo cree que voy a escaparme? —dijo en tono jovial desde dentro—. ¿Cree que me voy a ir por la taza al tirar de la cadena y que saldré nadando por el Arno?

Mientras orinaba se quitó el cuello y la corbata, garabateó una nota dirigida a Cuernacabrón en la vuelta del cuello, reflexionó en que a veces el zorro era tan útil como el león, se volvió a poner el cuello, la corbata y la venda y salió.

—Al final has decidido llevarla —dijo Angelo.

—Para probar mi capacidad para andar a tientas —los dos se echaron a reír. El teniente había situado a los otros dos guardie de centinelas junto a la puerta—. Ese hombre no tiene caridad —murmuró el Gaucho mientras le conducían de vuelta por el corredor.

Pronto estuvo en un despacho privado, sentado en una dura silla de madera.

—Quítese la venda —ordenó una voz con acento inglés.

Un hombre acartonado, de calvicie incipiente, le miraba parpadeando desde el otro lado de una mesa de despacho.

—Es usted el Gaucho —dijo.

—Podemos hablar en inglés si lo prefiere —dijo el Gaucho.

Tres de los guardie se habían retirado. El teniente y tres hombres de paisano que al Gaucho se le antojaron miembros de la policía del Estado se habían colocado en fila junto a las paredes.

—Es usted perceptivo —dijo el calvo incipiente.

El Gaucho decidió dar por lo menos la apariencia de honestidad. Todos los inglesi que conocía parecían poseer el fetichismo del juego de cricket.

—Lo soy —admitió—. Lo suficiente como para saber en qué sitio me encuentro, Excelencia.

El calvo incipiente sonrió pensativo.

—No soy el cónsul general —dijo—. Ése es el mayor Percy Chapman y se ocupa de otras cuestiones.

—Entonces yo diría —conjeturó el Gaucho— que es usted del Foreign Office inglés y que está colaborando con la policía italiana.

—Posiblemente. Y ya que parece usted pertenecer al círculo de los iniciados en estas cuestiones, imagino que sabe por qué se le ha traído aquí.

La posibilidad de llegar a un acuerdo privado con este hombre le pareció súbitamente plausible. Asintió.

—Y podemos hablar con honestidad.

El Gaucho volvió a asentir haciendo una mueca risueña.

—En ese caso, vamos a empezar —dijo el calvo incipiente— porque usted me diga todo lo que sepa de Vheissu.

El Gaucho, perplejo, se tiró de una oreja. Quizás había calculado erróneamente a pesar de todo.

—¿Venezuela, quiere usted decir?

—Creí que habíamos decidido no andar con evasivas. He dicho Vheissu.

Repentinamente el Gaucho, por primera vez desde que abandonara la jungla, sintió miedo. Al contestar lo hizo con una insolencia que le sonaba hueca incluso a él.

—No sé nada de Vheissu —dijo.

El calvo incipiente suspiró.

—Muy bien —revolvió un instante entre los papeles de la mesa—. Descendamos al odioso asunto del interrogatorio.

Hizo una señal a los tres policías, que se aproximaron con agilidad situándose en triángulo alrededor del Gaucho.

7

Cuando el viejo Godolphin despertó, lo hizo ante una gran pincelada de ocaso rojo que entraba a través de la ventana. Pasó un minuto o dos antes de que recordara dónde se hallaba. Sus ojos aletearon descendiendo del techo que se iba oscureciendo hacia un vestido bouffant floreado que colgaba sobre la hoja de la puerta de un armario; había una confusión de cepillos, frascos y tarros sobre el tocador, y luego recordó que ésta era la habitación de la muchacha, de Victoria. Le había llevado allí para que descansara un rato. Se incorporó en la cama, recorrió nerviosamente la habitación. Sabía que estaba en el Savoy, en la parte oriental de Piazza Vittorio Emmanuele. Pero ¿adónde había ido ella? Le había dicho que se quedaría, que se quedaría vigilando para que no le ocurriera ningún daño. Y ahora había desaparecido. Consultó su reloj, inclinando la esfera para que diera en ella la luz del sol poniente. Había dormido cosa de una hora. Y ella no había perdido el tiempo para marcharse. Se levantó, se acercó a la ventana, se quedó allí mirando a la plaza, contemplando cómo el sol se ponía. Le sobrevino la idea de que ella pudiera estar con el enemigo. Se revolvió furioso, cruzó la habitación, giró el picaporte de la puerta. Estaba cerrada. ¡Maldita debilidad, ese impulso de pedir confesión al primero que pasara! Sintió la traición brotando a su alrededor, ansiosa de anegar, de destruir. Había entrado en un confesonario y se encontraba ahora en una oubliette. Se dirigió apresuradamente al tocador en busca de algo con que forzar la puerta, y descubrió un mensaje, escrito con toda limpieza sobre papel perfumado y dirigido a él:

«Si valora usted su bienestar tanto como yo, por favor no intente marcharse. Entienda que le creo y que quiero ayudarle en su terrible necesidad. He ido a informar al Consulado británico de lo que usted me ha contado. He tenido alguna experiencia personal antes con ellos; sé que el Foreign Office es muy capaz y discreto. Volveré poco después de que anochezca».

Hizo una bola con el papel y la lanzó al otro lado de la habitación. Incluso adoptando un punto de vista cristiano de la situación, incluso asumiendo que lo hacía todo con buena intención y que no estaba ligada con los que vigilaban los cafés, informar a Chapman era un error fatal. No podía permitirse meter al F.O. en esto. Se dejó caer sentado en la cama con la cabeza colgando y las manos cruzadas, apretadas entre las rodillas. Remordimientos y torpe impotencia: habían sido buenos amigos, cabalgando arrogantes con sus charreteras como ángeles guardianes durante quince años.

—No ha sido culpa mía —protestó en voz alta en la habitación vacía, como si los cepillos de nácar, los encajes y la cotonía, las delicadas vasijas de esencia hubieran de algún modo roto a hablar y se concentraran a su alrededor—. No se contaba con que yo saliera vivo de aquellas montañas. Aquel pobre ingeniero civil, desaparecido de la faz de la tierra; Pike-Leeming, incurable, perdido el juicio en un asilo de Gales; y Hugh Godolphin… —Se levantó, se acercó al tocador y se quedó allí mirándose fijamente la cara en el espejo—. Para él sólo será una cuestión de tiempo.

Sobre la mesita del tocador había unos cuantos metros de percal y cerca de la tela un par de tijeras dentadas. La muchacha parecía hablar en serio en lo referente a su proyecto de la casa de modas. (Había sido bastante franca con él en relación con su pasado, no tanto movida por el estado de ánimo propicio a la confesión de él, como por querer darle algún indicio que preparase el camino hacia una confianza mutua. No le había impresionado la revelación de su asunto con Goodfellow en El Cairo. Pensó que había sido desafortunado: parecía haberle proporcionado a ella un punto de vista pintoresco y romántico sobre el espionaje). Cogió las tijeras, las examinó en la mano. Eran largas y relucientes. Los bordes dentados causarían una herida de mal cariz. Levantó los ojos hasta la altura de los de su imagen en el espejo con una mirada interrogante. La imagen del espejo sonrió lastimeramente.

—No —dijo en voz alta—. Todavía no.

Forzar la puerta con las tijeras no le llevó más de medio minuto. Bajó dos tramos por la escalera de atrás y salió por la puerta de servicio, encontrándose en la Via Tosinghi, un bloque al norte de la Piazza. Se dirigió hacia el este, alejándose del centro de la ciudad. Tenía que encontrar la forma de salir de Florencia. Saliera como saliera de esto, tendría que renunciar a su nombramiento y vivir a partir de ahora como fugitivo, ocupante temporal de cuartos de pensión, morador del mundo galante. Marchando a través del crepúsculo, vio su destino completo, premontado, inescapable. No importaba cuántos virajes, cuántas variaciones de rumbo, cuántos regates hiciera, no haría otra cosa que permanecer quieto mientras aquel escollo traicionero se aproximaba cada vez más con cada cambio de rumbo.

Torció a la izquierda y se dirigió hacia el Duomo. Paseaban los turistas, los coches de alquiler trapaleaban en la calzada. Se sentía aislado de una comunidad humana —incluso de una humanidad común— que hasta hacía poco había tenido por algo más que el concepto hipócrita que los liberales acostumbraban a utilizar en sus discursos. Contemplaba a los turistas embobados ante el Campanile, los observaba desapasionadamente sin esforzarse, con curiosidad exenta de toda identificación con el espectáculo. Reflexionó sobre el extraño fenómeno del turismo: ¿qué es lo que les arrastraba en rebaños crecientes de año en año hasta Thomas Cook & Son, para exponerse voluntariamente a las fiebres de la Campagna, a la sordidez del Levante, a los comistrajos de Grecia? Para volver a Ludgate Circus al final desolado de cada temporada tras acariciar la piel de cada lugar extraño, peregrinos o donjuanes de ciudades, pero tan incapaces de hablar del corazón de una amante como de dejar de llevar el interminable catálogo, ese non picciol’ libro. ¿Les debía a ellos, a los amantes de lo aparente, el no contar nada sobre Vheissu, el no dejarles siquiera sospechar el hecho suicida de que bajo el rutilante tegumento de toda tierra foránea hay un punto muerto de dolorosa verdad y que en todos los casos —incluso en el de Inglaterra— se trata de una verdad de la misma especie, que puede expresarse con idénticas palabras? Había vivido con este conocimiento desde junio, desde aquel temerario viaje al Polo, y ahora era capaz de controlarlo o reprimirlo casi a voluntad. Pero los humanos —ésos de los que, pródigo, se había apartado y de los que no le cabía esperar ninguna bendición futura— esas cuatro maestras de escuela que se relinchaban mutua y suavemente junto a los portales de la entrada sur del Duomo, ese lechuguino en traje de tweed, el bigote recortado, que pasaba apresurado, envuelto en nubes de lavanda, hacia Dios sabe qué cita, ¿tenían la más mínima noción de la grandeza interior que puede lograr un control semejante? La suya, lo sabía, estaba casi agotada. Bajó por Via dell’Orivolo, contando los espacios oscuros entre las farolas como una vez contara el número de soplos que necesitaba para apagar todas sus velas de cumpleaños. Este año, el año que quizás hubiera podido soñar; pero a casi todas las había soplado y habían quedado convertidas en pabilo negro y retorcido, y la fiesta de cumpleaños necesitaba muy escasa modulación para convertirse en el más dulce y radiante de los velatorios. Dobló a la izquierda hacia el hospital y la escuela de cirugía, diminuto y canoso, proyectando una sombra —sentía— excesivamente grande.

Pasos a su espalda. Al pasar junto a la siguiente farola vio las sombras alargadas de cabezas con casco enredándose en sus pies que aligeraban el paso. Guardie? Casi se dejó ganar por el pánico: le habían seguido. Se volvió para darles la cara, los brazos extendidos como las alas abatidas de un cóndor acorralado. No podía verlos.

—Se le requiere para ser interrogado —ronroneó una voz en italiano, saliendo de la oscuridad.

Sin que pudiera ver ninguna buena razón para ello, retornó a él la vida de repente, las cosas eran como habían sido siempre, en nada diferentes a mandar un escuadrón de renegados contra los mahdi, invadir Borneo en un bote ballenero, intentar llegar al Polo en pleno invierno.

—Iros al cuerno —dijo en tono alegre.

Se escabulló fuera del haz de luz en el que le habían atrapado y se metió con toda celeridad por una calle lateral estrecha y tortuosa. Oyó pasos, juramentos, gritos de «Avanti!» detrás de él: se hubiera echado a reír pero no podía malgastar el aliento. Cincuenta metros más adelante torció bruscamente por un callejón. Al final había un enrejado: se agarró a él, se aupó y comenzó a trepar. Espinas de rosal nacientes le pincharon las manos, el enemigo se acercaba. Alcanzó un balcón, se agarró con las manos a la barandilla y se volteó por encima, abrió de un puntapié una vidriera de dos hojas y entró en una alcoba en la que ardía una sola vela. Un hombre y una mujer se encogieron desnudos y confusos sobre la cama, sus caricias congeladas hasta quedar inmóviles.

Madonna! —gritó la mujer—. È il mio marito!

El hombre soltó un juramento y trató de meterse debajo de la cama. El viejo Godolphin, que atravesaba la habitación tropezando con las cosas, se echó a reír a carcajadas. «¡Dios mío!», pensaba fuera de propósito, «los he visto antes de ahora. He visto todo esto hace veinte años en un music hall». Abrió una puerta, encontró una escalera, lo dudó un instante y echó escaleras arriba. No cabía duda de que le embargaba un estado de ánimo romántico. Se hubiera abandonado a él de no haber oído un ruido de pasos sobre lo alto de los tejados. Cuando quiso alcanzar el tejado las voces de sus perseguidores se entremezclaban confusamente muy a su izquierda. Contrariado, recorrió dos o tres edificios más, encontró una escalera exterior y descendió a otro callejón. Durante diez minutos anduvo al trote corto, respirando profundamente, siguiendo un curso sinuoso. Por último atrajo su atención una ventana trasera brillantemente iluminada. Trepó hasta ella, se asomó. En el interior conferenciaban afanosamente tres hombres en medio de una jungla de flores, plantas y árboles de invernadero. A uno de ellos le reconoció y, asombrado, soltó una risita ahogada. «Es verdaderamente pequeño este planeta», pensó, «cuyo confín interior he visto». Tocó en la ventana.

—¡Raf! —llamó sin levantar la voz.

El signor Mantissa levantó la vista sorprendido.

¡Mingue! —dijo al ver la cara sonriente de Godolphin—. El viejo inglese. Dejadle entrar.

El florista, la cara roja y gesto de desaprobación, abrió la puerta trasera. Godolphin entró rápido, los dos hombres se abrazaron, Cesare se rascó la cabeza. El florista se retiró detrás de un miraguano después de reasegurar la puerta.

—Qué lejos queda Port Said —dijo el signor Mantissa.

—No tan lejos —dijo Godolphin— ni hace tanto.

La de ellos era una de esas amistades que jamás se enfrían, por muchas separaciones que se sucedan a través de los años, y que se evidencian aún más en ese instante de mutuo reconocimiento de afinidades, como el de una mañana de otoño cuatro años atrás en los muelles de carbón en la cabecera del canal de Suez. Godolphin impecable en uniforme de gala, preparado para inspeccionar su buque de guerra; Rafael Mantissa, el contratista, supervisando el embarque de una flota de botes vivanderos que había adquirido en estado de embriaguez en una partida de bacará jugada en Cannes el mes anterior. Ambos habrán cruzado las miradas y visto inmediatamente el uno en el otro idéntico desarraigo, similar desesperación universal. Antes de hablar ya eran amigos. Pronto salieron y se emborracharon juntos, contándose mutuamente sus vidas; intervinieron en peleas, encontraron, al parecer, un hogar temporal en el medio mundo que se extiende por detrás de los bulevares europeizados de Port Said. Nunca hubo necesidad de decir ninguna sandez sobre amistad eterna o hermandad de sangre.

—¿Qué ocurre, amigo mío? —dijo ahora el signor Mantissa.

—¿Recuerdas una vez —dijo Godolphin— un sitio del que te hablé: Vheissu?

No había sido lo mismo que contárselo a su hijo, o al Comité de Investigación, o a Victoria unas horas antes. Contárselo a Raf era como comparar notas con otro lobo de mar sobre un puerto que ambos hubieran visitado de permiso.

El signor Mantissa hizo un mohín comprensivo.

—Otra vez eso —dijo.

—Estás ocupado ahora. Te lo contaré más tarde.

—No, nada. Este asunto del árbol de Judas.

—No me queda ninguno —musitó Gadrulfi el florista—. Llevo una hora diciéndoselo.

—Se está resistiendo —dijo Cesare amenazadoramente—. Quiere doscientas cincuenta lire… esta vez.

Godolphin sonrió.

—¿Qué triquiñuela os traéis con la ley, que exija un árbol de Judas?

Sin vacilación el signor Mantissa se lo explicó.

—Y ahora —concluyó— necesitamos un duplicado que dejaremos que caiga en manos de la policía.

Godolphin emitió un silbido.

—Así que abandonas Florencia esta noche.

—Pase lo que pase, en la gabarra, a medianoche, sí.

—¿Y habría sitio para uno más?

—Amigo mío —el signor Mantissa le agarró por los bíceps—. ¿Para ti? —dijo. Godolphin asintió con la cabeza—. ¿Tienes problemas? Naturalmente. No tenías ni que haberlo preguntado. Si te hubieras venido con nosotros, incluso sin decir una palabra, le habría quitado la vida al patrón de la gabarra a la primera protesta.

El viejo sonrió. Por primera vez después de varias semanas comenzaba a sentirse por lo menos medio a salvo.

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