Underworld

Underworld


Capítulo 8

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Capítulo 8

En el gran salón la atmósfera era refinada, civilizada. El Das Wohltemperierte Klavier de Bach sonaba suavemente como música de fondo mientras la élite del aquelarre daba la bienvenida a sus distinguidos visitantes de Norteamérica. La bebida carmesí, de un pedigrí especialmente delicado y servida en unos cálices de cristal destellante, fluía por la recepción con largueza. Las damas y los caballeros vampiros, ataviados con sus mejores y más elegantes galas, flirteaban decorosamente con sus honrados invitados.

Kraven hubiera debido de sentirse en su elemento. La recepción de gala era precisamente la clase de evento elegante y refinado en la que se sentía como pez en el agua. Pero en cambio ahora, mientras aguardaba junto a la entrada del salón, recibiendo los exagerados cumplidos de los dignatarios extranjeros y devolviéndolos a su vez, estaba distraído y se veía incapaz de divertirse. Sus ojos examinaban sin descanso los rostros de los presentes tratando de encontrar a una vampiresa concreta pero Selene no se encontraba a la vista.

¡Que el Diablo se lleve a esa mujer!, pensó mientras le ocultaba su creciente frustración a los distinguidos invitados con los que estaba conversando. ¿Dónde demonios se ha metido ahora?

Dirigió la mirada hacia un vampiro alto y de cabello negro que estaba observando la recepción desde un discreto rincón de la estancia. Era Soren, la imponente cabeza de la policía no-del-todo-secreta de Kraven. Aunque supuestamente era tan antiguo como el propio Viktor, Soren tenía la ventaja de ser muy poco ambicioso y prefería poner su considerable fuerza y falta de escrúpulos a disposición del líder de su elección. Irlandés de ascendencia, poseía los anchos hombros y la mirada siniestra propia de sus ancestros. Soren había sido antaño el guardaespaldas personal de Viktor; ahora lo era de Kraven.

El gigantesco jenízaro parecía un poco fuera de lugar en medio de aquella reunión de vividores, pero Kraven se sentía mejor cuando sabía que Soren y su grupo de vampiros escogidos se encontraban cerca por si ocurría algo inesperado. Hacía tiempo que había comprendido que le era necesario contar con una fuerza de seguridad propia, independiente de los obsesivos y a menudo intratables Ejecutores y Soren —pragmático, implacable y brutal cuando era necesario— había demostrado ser el vampiro apropiado para llevar a la práctica las partes más draconianas de los planes de Kraven.

Por desgracia, parecía que ni siquiera Soren era capaz de garantizar que Selene hiciera acto de presencia en un acontecimiento de semejante importancia. Lanzó a Soren una mirada interrogativa pero el pétreo guardaespaldas sacudió la cabeza de manera casi imperceptible. Kraven resistió el impulso de dirigirse corriendo a los aposentos de Selene y arrastrarla hasta allí en persona. Ya he tenido más que de sobra de su testarudez e insubordinación, pensó en silencio, enfurecido. Mi paciencia se está agotando.

Un enjuto y epiceno vampiro que llevaba un pañuelo de seda roja sobre el esmoquin tomó el centro de la sala y golpeó el cáliz con la fina uña de su dedo índice para pedir silencio a los congregados. Kraven reconoció a Dimitri, el más viejo de los enviados de Amelia. El inmortal embajador esperó pacientemente a que las conversaciones de la sala remitieran y a continuación se aclaró la garganta. Kraven comprendió, con cierta impaciencia, que el viejo idiota iba a dar un discurso.

—Puede que nuestras nobles casas estén separadas por un gran océano —dijo Dimitri con voz sonora— pero ambas están igualmente consagradas a la supervivencia de nuestros sagrados linajes. Cuando la ilustre Amelia, a quien me honro de servir, llegue para despertar de su sueño a Marcus, dentro de dos noches, volveremos a estar unidos como un solo aquelarre.

Alzó su cáliz para emplazar a los demás aristócratas a hacer un brindis.

Vitam et sanguinem —recitó.

Vida y sangre.

Un coro de tintineos de cristal secundó el brindis y Kraven levantó su propia copa, dando gracias a que el pomposo enviado hubiese sido parco en su discurso. Kraven echó un vistazo a la puerta, esperando ver a Selene haciendo una entrada tardía pero se vio decepcionado una vez más. ¡Juro, pensó lleno de justa indignación, que de no haberla elegido para ser mi reina, nunca le permitiría semejante afrenta!

Una mano fría le dio un suave tirón en el codo y al volverse se encontró con la misma criada estúpida de antes —Erika— a su lado. Llevaba, tal como demanda la ocasión, un vestido oscuro de lentejuelas, con guantes negros hasta los codos, que no parecían demasiado llamativos en medio de la deslumbrante generosidad en el adorno de que hacían gala los demás vampiros. ¿Qué demonios quiere ésta ahora?, se preguntó Kraven, enojado por la intrusión.

La delicada doncella se llevó un dedo recatado a los labios y a continuación señaló el oído de Kraven. Carcomido por la curiosidad, Kraven se inclinó y permitió que le susurrara al oído. Su enfado contra la criada se vio al instante ahogado por una furia volcánica dirigida contra otra persona. ¡No me lo puedo creer!, pensó, estupefacto. ¿Cómo se atreve?

Sin molestarse en ofrecerle sus disculpas a sus estimados invitados, salió hecho una furia del salón. Subió de dos en dos los peldaños de la escalera imperial de la mansión hasta llegar a la puerta de roble que guardaba los aposentos de Selene. La abrió de par en par y entró sin anunciarse. En efecto, la habitación estaba tan vacía como Erika le había asegurado.

En el exterior se encendió el motor de un coche y Kraven llegó corriendo a la ventana justo a tiempo de ver cómo salía el Jaguar de Selene por la puerta exterior y se perdía en la oscuridad de la noche.

¡Maldición! Enfurecido, hizo rechinar los dientes mientras las luces traseras del Jaguar desaparecían en la distancia. Consultó su reloj. Eran más de las cinco de la madrigada. El sol se alzaría en cuestión de horas. Así que, en el nombre de Hades, ¿dónde se cree que va tan deprisa, se preguntó, presa de una furia incontenible, y precisamente esta noche entre todas las noches?

Se apartó de la ventana, perplejo y gravemente ofendido. Al examinar la habitación en busca de alguna pista para el inexcusable comportamiento de Selene, vio que su portátil estaba todavía encendido sobre la mesa. Aparentemente, en su apresuramiento había dejado el aparato encendido.

Congelada en la pantalla se veía la imagen de un insignificante mortal, extraída aparentemente de una base de datos de empleados de un hospital. La foto en color de un joven de cabello castaño venía acompañada por el nombre del humano, Michael Corvin, y diversos fragmentos de información: edad, nacionalidad, dirección y cosas así.

Kraven advirtió con desdén que el tal Corvin no tenía más que veintiocho años. Era un cachorro hasta para los mortales.

¿Quién…? Kraven recordaba vagamente que Selene había dicho algo ridículo sobre que los licanos estaban siguiendo a un humano, pero no terminaba de imaginar qué era lo que podía tener de importante un vulgar mortal. ¿Por éste, pensó indignado, me ha dejado sin acompañante en mi propia recepción?

Fuera quien fuese aquel Michael Corvin, Kraven sentía hacia él una profunda antipatía.

El viejo edificio de apartamentos estaba a años luz de la majestuosa elegancia de la mansión. El vestíbulo enmoquetado necesitaba desesperadamente los servicios de una aspiradora, mientras que las paredes enyesadas estaban manchadas y cubiertas de grietas en algunas zonas. En el techo zumbaba y crepitaba un fluorescente de luz áspera.

Bien, pensó Selene. Aquella era exactamente la clase de vivienda de clase baja en la que podría encontrarse un estudiante de medicina. Debe de ser el lugar correcto.

Según su ficha de empleado, el misterioso Michael Corvin vivía en el último piso de aquel edificio de apartamentos de cinco plantas, que se encontraba a un corto paseo de la estación de metro de la Plaza Ferenciek. Recorrió el pasillo vacío contando los números de las puertas hasta llegar al apartamento de Corvin, el 510. Unos números de cobre deslustrado, clavados en una puerta de madera contrachapada, le confirmaron que había llegado al lugar que estaba buscando.

Se detuvo al otro lado de la puerta y consultó su reloj.

Las cinco y cincuenta. Quedaba menos de una hora hasta el amanecer.

Con tan poco tiempo como tenía, no podía perder unos minutos preciosos forzando la cerradura. En lugar de hacerlo, abrió la puerta sin esfuerzo de una patada.

A diferencia de los vampiros del mito y las películas, ella no necesitaba ser invitada para entrar en el apartamento.

En la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Karolyi reinaba un desagradable olor a antiséptico. Pierce daba gracias a que en su forma humana su olfato no estuviera ni de lejos tan aguzado como cuando era un lobo.

Taylor y él habían llegado al hospital disfrazados con los característicos uniformes azules de los policías húngaros para buscar al esquivo Michael Corvin. Pierce estaba impaciente por tener éxito allí donde Raze había fracasado: capturar al humano, complacer a Lucian y por consiguiente mejorar su posición y la de Taylor en el seno de la manada.

Por desgracia, parecía que Corvin se había marchado ya y su colega, un humano de aspecto cansino llamado Lockwood, no estaba siéndoles de gran ayuda.

—Lo siento —les dijo el larguirucho médico mientras se encogía de hombros—. Han debido de cruzarse con él al llegar.

Pierce le había explicado que su compañero «agente» y él no querían más que hacer a Corvin algunas preguntas más sobre el incidente del metro. El licano se había recogido la larga melena en una cola de caballo para pasar más fácilmente por policía.

—¿Sabe dónde podemos encontrarlo?

Lockwood levantó las manos.

—Tiene un turno partido. Tendrán que probar en su casa o esperar a que regrese.

Con el ceño fruncido, Pierce intercambió una mirada impaciente con Taylor. El otro licano seguía teniendo un feo corte en la mejilla, recuerdo de la batalla que habían librado en su guarida. Pierce recordaba haberle hecho aquella herida con sus propias y ensangrentadas garras y lamentaba que Lucian hubiera detenido la pelea antes de que alguno de los dos hubiera podido reclamar la victoria. ¡Sé que le hubiera vencido!, pensó salvajemente. ¡Mis fauces eran fuertes, mis colmillos estaban manchados de rojo!

Puede que Lockwood reparara en la avidez de sangre que brillaba en sus ojos o puede que sólo captara el nerviosismo tenso de los dos licanos; en cualquier caso, un tono de preocupación se insinuó en su voz:

—Michael no estará metido en un lío, ¿verdad?

A pesar de lo temprano de la hora, Michael Corvin no se encontraba en casa. Para Selene no supuso ninguna sorpresa. Sabía que los estudiantes de medicina trabajaban muchas veces con horarios insólitos. Más o menos como los vampiros, pensó con ironía.

Aquélla no era la única cosa que tenía en común con Corvin. Al igual que sus propios aposentos en Ordoghaz, el apartamento del humano trasmitía una sensación de severo utilitarismo. El mobiliario era funcional, no decorativo, y las paredes desnudas y encaladas ofrecían muy pocas pistas sobre su personalidad y sus gustos. El neutro apartamento, carente de rasgos distintivos, casi hubiera podido pasar por una habitación de hotel.

¿Por qué pueden los licanos estar interesados en este humano? Selene se aprovechó de la ausencia de Corvin para registrar su apartamento con la esperanza de descubrir algún indicio sobre el misterio. Con precisión casi quirúrgica llevó a cabo un exhaustivo recorrido por sus escasos efectos personales. No tuvo que encender la luz; la visión vampírica era lo único que necesitaba para sondear los oscuros rincones del piso.

Un montón de correspondencia en una mesita lateral no contenía nada sospechoso, sólo facturas y publicidad. La estantería era igualmente inocua y en ella no encontró más que varios textos médicos, un diccionario Inglés-Húngaro y unas cuantas de novelas de bolsillo, en inglés, naturalmente. De misterio y terror, sobre todo. Nada digno de mención. Ni siquiera los típicos ejemplares de Drácula o Un hombre Lobo en París.

En el apartamento no había tampoco armas, drogas, pornografía ni ninguna otra cosa ilícita o peligrosa en alguna medida. Nada de balas de plata, estacas de madera, ajo… nada. Su pequeña nevera no contenía más que comida congelada; ni plasma ni carne humana. Michael Corvin parecía ser exactamente lo que aparentaba: un ser humano normal y corriente, aunque un poco lejos de casa.

Entonces, ¿por qué buscándolo estaban Raze y los demás licanos?

Estaba a punto de abandonar su búsqueda cuando topó por puro accidente con un sobre de manila arrugado guardado en el fondo de un cajón, que se le había pasado por alto en su anterior registro. Lo abrió cuidadosamente y descubrió en su interior un montón de fotografías en color.

Una cabalgata de rostros desconocidos le sonrió. Los amigos y familiares de Corvin, supuso. El propio joven de cabello castaño aparecía en muchas de las fotos, con su sonriente rostro capturado en multitud de contextos poco sospechosos: fiestas de cumpleaños, graduaciones, acampadas, días de playa, viajes de esquí y cosas por el estilo.

Las alegres imágenes, radiantes de calidez y diversión y camaradería, provocaron una peculiar melancolía en la resuelta vampiresa. Se le hizo un nudo en la garganta mientras examinaba las despreocupadas fotos, que de improviso se le antojaban un recuerdo de la humanidad que había perdido con el paso del tiempo. Se acordó del retrato amarillento que descansaba sobre su propia mesa y se preguntó por qué guardaría Corvin aquellos recuerdos dorados donde no estaban a la vista de nadie.

¿Acaso no se da cuenta de lo afortunado que es?

Llegó a una conmovedora fotografía en la que Corvin posaba con una mujer desconocida, abrazados frente a una puesta de sol que quitaba el aliento, una de esas que Selene no había visto desde que aprendiera a temer al sol. El afecto y la complicidad que había entre la pareja resultaban innegables. Se profesaban un amor profundo, feliz, inevitable.

Selene sintió un anhelo casi físico. Sus ojos castaños se humedecieron. ¿Había conocido alguna vez un amor como aquél? Lo cierto era que no, tuvo que admitir. No era más que un jirón de niña, de rostro fresco y virginal, cuando Viktor la convirtiera, hacía siglos. Desde entonces, su existencia inmortal había sido consumida en tal medida por la guerra sagrada contra los licanos que había terminado por olvidar los sencillos y mundanos placeres de la amistad y la familia.

Y del amor.

La misma mujer, morena y radiante, aparecía en varias fotografías. ¿La novia de Corvin? ¿Su chica? ¿Su amante? ¿Su esposa? Selene sintió un súbito e irracional ataque de celos.

Ya basta, se dijo con firmeza. Estaba perdiendo el tiempo. Estaba claro que aquellas fotografías inocentes no contenían explicación alguna para el incomprensible interés de los licanos por Corvin.

Tras dejar caer las fotos al suelo como si fueran basura, regresó a la estantería abarrotada de Corvin para asegurarse de que no se le había pasado nada por alto en su anterior registro. Pasó un dedo enguantado sobre los lomos de los libros y una vez más no encontró más que un montón de libros de medicina. ¿Es posible que los licanos estén tratando de reclutar a un médico?, especuló. Alguien tenía que sacarles las balas de plata de sus mugrientos cuerpos. ¿Pero por qué Corvin? ¿Y por qué ahora?

Un estetoscopio colgaba de un clavo no muy lejos de la estantería. Pasó el dedo por la goma con aire meditabundo, mientras se preguntaba cuánto tiempo iba a esperar a que Corvin regresara a casa. El amanecer se acercaba y estaba lejos de la mansión…

El teléfono sonó y la sobresaltó.

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