Una breve historia de casi todo

Una breve historia de casi todo


VI. El camino hasta nosotros » 29. El mono inquieto

Página 42 de 49

29  EL MONO INQUIETO

EN ALGÚN MOMENTO DE HACE APROXIMADAMENTE millón y medio de años, algún genio olvidado del mundo homínido hizo algo inesperado. Ese homínido (o muy posiblemente ésa) cogió una piedra y la utilizó cuidadosamente para dar forma a otra. El resultado fue una sencilla hacha manual en forma de lágrima, pero fue la primera pieza de tecnología punta del mundo.

Era tan superior a las herramientas existentes que pronto hubo otros que siguieron el ejemplo del inventor y se pusieron a hacer hachas de mano por su cuenta. Con el tiempo habría sociedades enteras que da la impresión de que hacían poco más que eso.

—Las hacían a miles[1] —dijo Ian Tattersall—. Hay algunas zonas de África donde casi no puedes moverte sin pisarlas. Es extraño porque son objetos que exigen mucha concentración para hacerlos. Es como si las hubiesen hecho por el puro placer de hacerlas.

Tattersall bajó de una estantería de su soleada habitación de trabajo un molde enorme, puede que de medio metro de longitud y 20 centímetros de anchura en su parte más ancha, y me lo pasó. Tenía la forma de una punta de lanza, pero el tamaño de una de esas piedras que se colocan en arroyos y riachuelos aflorando del agua para poder cruzar pisando por ellas sin mojarse. Como era de fibra de vidrio, no pesaba más que unas onzas, pero el original, que se había encontrado en Tanzania, pesaba 11 kilos.

—Era completamente inútil como herramienta —dijo Tartersall—. Habrían hecho falta dos personas para levantarla adecuadamente e incluso entre dos habría resultado agotador intentar darle a algo con ella.

—¿Para qué se utilizaba, entonces?

Tattersall se encogió de hombros jovialmente, complacido con lo misterioso del asunto.

—Ni idea. Debía de tener una función simbólica pero no sabemos muy bien cuál.

Las hachas acabaron llamándose instrumentos achelenses, por Saint Acheul, un barrio de Amiens, en el norte de Francia, donde se encontraron en el siglo XIX los primeros ejemplos, y son diferentes de los utensilios más antiguos y más simples, conocidos como olduvaienses, hallados en principio en la garganta de Olduvai, en Tanzania. Los útiles de Olduvai que aparecen en los manuales más antiguos suelen ser piedras de tamaño manual, redondeadas y sin filo. De hecho, los paleoantropólogos tienden ahora a creer que las partes instrumentales de las piedras de Olduvai eran las piezas arrancadas de esas piedras de mayor tamaño, que podían utilizarse luego para cortar.

Y ahí está el misterio. Cuando los humanos modernos primitivos (los que acabarían convirtiéndose en nosotros) empezaron a irse de África, hace más de 100.000 años, la tecnología preferida eran los útiles achelenses. A estos primitivos Homo sapiens les encantaban además sus útiles achelenses. Los transportaban a lo largo de grandes distancias. A veces hasta llevaban con ellos piedras sin trabajar para convertirlas en utensilios más tarde. Estaban, en resumen, consagrados a la tecnología. Pero aunque se han encontrado útiles achelenses por África, Europa y Asia occidental y central, casi nunca se encuentran en Extremo Oriente. Esto es sumamente desconcertante.

En la década de los cuarenta, un paleontólogo de Harvard que se llamaba Hallum Movius trazó la denominada línea Movius, que separaba la parte con útiles achelenses de la que carecía de ellos. La línea atraviesa, en una dirección suroriental, Europa y Oriente Próximo hasta llegar a las proximidades de la Calcuta y el Bangladesh actuales. Al otro lado de la línea de Movius, por todo el sureste asiático y China, sólo se han hallado los utensilios olduvaienses más simples. Sabemos que el Homo sapiens fue mucho más allá de ese punto, así que ¿por qué portaría una tecnología lítica avanzada a la que daba gran valor hasta el borde de Extremo Oriente y la abandonaría luego sin más?

—A mí eso me preocupó durante mucho tiempo —recordó Alan Thorne, de la Universidad Nacional Australiana de Camberra, cuando fui a verlo—. La antropología moderna se edificó toda ella en torno a la idea de que los humanos salieron de África en dos oleadas: una primera de Homo erectus, que se convirtió en el hombre de Java y el hombre de Pekín y similares, y otra oleada posterior más avanzada de Homo sapiens, que desplazó a la primera. Pero, para poder aceptar eso, tienes que aceptar que el Homo sapiens llegó a un territorio tan alejado con su tecnología más moderna y luego, por la razón que fuese, prescindió de ella. Resultaba todo muy desconcertante, como mínimo.

Como se vio después, habría muchos más motivos para el desconcierto, y uno de los hallazgos más desconcertantes de todos llegaría de la parte del mundo del propio Thorne, del interior casi despoblado de Australia. En 1968, un geólogo llamado Jim Bowler andaba husmeando por el lecho de un lago llamado Mungo que llevaba seco mucho tiempo, en un rincón calcinado y solitario de la parte occidental de Nueva Gales del Sur, cuando le llamó la atención algo muy inesperado. De un montículo de arena en forma de media luna, de un tipo que se denomina lunette, sobresalían unos huesos humanos. Por entonces se suponía que los humanos no llevaban presentes en Australia más que 8.000 años, pero Mungo llevaba seco 12.000. ¿Qué estaba haciendo entonces alguien en un lugar tan inhóspito?

La respuesta, aportada por la datación con carbono 14, fue que el propietario de los huesos había vivido allí cuando el lago Mungo era un hábitat mucho más agradable, tenía 20 kilómetros de longitud, estaba lleno de agua y de peces y rodeado de gratos bosquecillos de casuarinas. Para asombro de todo el mundo, resultó qué los huesos tenían una antigüedad de 23.000 años. Otros huesos hallados cerca de allí resultó que tenían una antigüedad de hasta 60.000 años. Esto era algo tan inesperado que parecía casi imposible. Australia era ya una isla desde antes que aparecieran por primera vez homínidos en la Tierra. Todos los seres humanos que llegaron allí tuvieron que hacerlo por mar, en número suficiente para iniciar una población que pudiera perpetuarse, después de cruzar 100 kilómetros o más de alta mar, sin tener medio alguno de saber que les aguardaba tierra firme. La gente de Mungo había recorrido, después de desembarcar, unos 3.000 kilómetros tierra adentro desde la costa norte de Australia (que se supone que fue el punto de acceso), lo que indica, según un informe de las Proceedings of the National Academy of Sciences, «que la llegada de seres humanos debió de iniciarse mucho antes de hace 60.000 años[2]».

Cómo llegaron allí y por qué lo hicieron son interrogantes que no podemos aclarar. Según la mayoría de los textos de antropología, no hay ningún testimonio de que hubiese gente capaz siquiera de hablar hace 60.000 años, mucho menos de realizar el tipo de tareas cooperativas necesarias para construir embarcaciones aptas para navegar por el océano y colonizar continentes insulares.

—Hay sencillamente muchísimas cosas que no sabemos sobre los desplazamientos humanos anteriores a la historia documentada[3] —me dijo Alan Thorne—. ¿Sabes que cuando llegaron por primera vez antropólogos del siglo XIX a Papúa Nueva Guinea encontraron gente en las tierras altas del interior, en algunos de los lugares más inaccesibles de la Tierra, que cultivaba batatas? Las batatas son originarias de Suramérica. Así que, ¿cómo llegaron a Papúa Nueva Guinea? No lo sabemos. No tenemos la más remota idea. Pero lo que es seguro es que la gente lleva desplazándose de un lugar a otro con una seguridad considerable desde mucho antes de lo que tradicionalmente se creía, y es casi indudable que compartían genes además de información.

El problema es, como siempre, el registro fósil.

—Son muy pocas las partes del mundo incluso vagamente propicias para la preservación a largo plazo de restos humanos —dijo Thorne, un hombre de ojos vivaces, perilla blanca y actitud resuelta pero cordial—. Si no fuese por unas cuantas zonas productivas de África oriental, como Hadar y Olduvai, nuestra información sería terriblemente escasa. Y cuando consideras otras zonas la información es terriblemente escasa. La India, toda ella, sólo ha aportado un fósil humano antiguo, de hace unos 300.000 años. Entre Irak y Vietnam, es decir, una distancia de unos 5.000 kilómetros, sólo ha habido dos hallazgos: uno en la India y un neandertal en Uzbequistán —y añadió sonriendo—. No es que sea gran cosa para poder trabajar. Te ves en la situación de que dispones de unas cuantas zonas productivas de fósiles humanos, como el Gran Valle del Rift en África y Mungo aquí en Australia, y muy poco en medio. No es nada sorprendente que los paleontólogos tengan problemas para relacionar las pruebas.

La teoría tradicional para explicar los desplazamientos humanos (y la única que acepta la mayoría de los especialistas en la materia) es que los humanos se propagaron por Eurasia en dos oleadas. La primera estaba compuesta por Homo erectus y abandonó África con notable rapidez (casi en cuanto surgieron como especie) a partir de hace casi dos millones de años. Con el tiempo estos primitivos erecti evolucionaron diferenciándose en dos tipos: el hombre de Java y el hombre de Pekín en Asia, Homo heidelbergensis y, por último, Homo neanderthalensis en Europa.

Luego, hace unos 100.000 años, surgió en las llanuras africanas una especie de criatura más ágil e inteligente (los ancestros de todos los que vivimos hoy) y empezó a irradiar desde allí en una segunda oleada. Fuesen a donde fuesen, de acuerdo con esta teoría, esos nuevos Homo sapiens desplazaron a sus predecesores, menos adaptados. Cómo lo hicieron exactamente ha sido siempre motivo de polémica. Nunca se han hallado testimonios de matanzas, así que la mayoría de las autoridades en la materia cree que simplemente ganaron los nuevos homínidos, aunque puedan haber influido también otros factores.

—Tal vez les contagiamos la viruela —sugirió Tattersall—. Pero la verdad es que no hay modo de saberlo. Lo único seguro es que nosotros estamos ahora aquí y ellos no.

Estos primeros humanos modernos son sorprendentemente misteriosos. Es muy curioso el hecho de que sepamos menos de nosotros mismos que casi de cualquier otro linaje de homínidos. Resulta realmente extraño, como comenta Tattersall «que el acontecimiento importante más reciente de la evolución humana, la aparición de nuestra propia especie, sea tal vez el más oscuro de todos[4]». Nadie puede siquiera estar seguro de dónde aparecieron por primera vez en el registro fósil humanos verdaderamente modernos. Muchos libros sitúan esa aparición unos 120.000 años atrás, en la forma de restos hallados en la desembocadura del río Klasies, en Suráfrica, pero no todo el mundo acepta que esos restos correspondiesen a humanos plenamente modernos. Tattersall y Schwartz sostienen que «aún no se ha aclarado definitivamente si algunos o todos ellos son representantes de nuestra especie[5]».

La primera aparición indiscutible de Homo sapiens es la que se produce en el Mediterráneo oriental, en torno al Israel actual, donde empiezan a aparecer hace unos 100.000 años, pero incluso allí se les describe (lo hacen Trinkaus y Shipman) como «extraños, difíciles de clasificar y escasamente conocidos[6]». Los neandertales estaban ya bien establecidos en la región y tenían un tipo de juego de herramientas conocido como musteriense, que es evidente que los humanos modernos consideraron bastante digno de tomar prestado. No se han encontrado nunca restos de neandertales en el norte de África, pero sus juegos de herramientas aparecen allí por todas partes[7]. Alguien debe de haberlos llevado allí y los humanos modernos son los únicos candidatos. Se sabe también que neandertales y humanos modernos coexistieron de algún modo durante decenas de miles de años en Oriente Próximo.

—No sabemos si compartieron temporalmente el mismo espacio o si vivían en realidad unos al lado de otros —dijo Tattersall—, pero los modernos continuaron utilizando gustosamente el utillaje neandertal (un hecho que no evidencia precisamente una superioridad aplastante). No es menos curioso que se hayan encontrado en Oriente Próximo herramientas achelenses de hace bastante más de un millón de años, mientras que en Europa apenas se han hallado que sean anteriores a hace 300.000 años. Es también un misterio por qué los que tenían la tecnología no llevaron con ellos el utillaje.

Durante mucho tiempo se creyó que los cromañones, que es como se acabaron denominando los humanos modernos de Europa, habían ido empujando delante de ellos a los neandertales en su avance a través del continente, y que habían acabado arrinconándolos en los márgenes occidentales de éste, donde no habían tenido al final más opción que caer al mar o extinguirse. Hoy sabemos que, en realidad, los cromañones estaban en el extremo oeste de Europa más o menos en la misma época en que iban avanzando también desde el este.

—Europa era un lugar bastante vacío en aquella época —dijo Tattersall—. Puede que no se encontrasen entre ellos con tanta frecuencia, pese a todas sus idas y venidas.

Una cosa curiosa de la llegada de los cromañones es que se produjo en una época conocida por la paleoclimatología como el intervalo de Boutellier[8], en que tras un periodo de clima relativamente suave Europa estaba precipitándose en otro periodo de frío riguroso. No se sabe cuál fue la causa que les arrastró a Europa, pero desde luego no fue la bondad del clima.

En cualquier caso, la idea de que los neandertales se desmoronaron ante la competencia de los recién llegados cromañones no casa demasiado bien con los datos de que disponemos. Es indiscutible que los neandertales no eran precisamente gente débil. Durante decenas de miles de años soportaron condiciones de vida que ningún humano moderno ha experimentado, salvo unos cuantos científicos y exploradores polares. Durante lo peor de los periodos glaciales eran frecuentes las tormentas de nieve y los vientos huracanados. Era habitual que las temperaturas bajasen hasta -45 °C. Los osos polares se paseaban por los valles nevados de la Inglaterra meridional. Los neandertales retrocedieron, como es lógico, dejando atrás las regiones más inhóspitas, pero, a pesar de ello, tuvieron que soportar un clima que era como mínimo tan duro como un invierno siberiano moderno. No cabe duda de que padecieron mucho (un neandertal que superase bastante la treintena era realmente afortunado), pero como especie fueron espléndidamente resistentes y casi indestructibles. Sobrevivieron 100.000 años como mínimo, y tal vez el doble[9], en una zona que se extendía desde Gibraltar hasta Uzbequistán, lo que es un historial bastante distinguido para cualquier especie de seres.

Sigue siendo motivo de dudas y discrepancias quiénes y qué eran exactamente. La visión antropológica aceptada del neandertal fue, hasta mediados del siglo XX, la de un ser corto de luces, encorvado, simiesco, que andaba arrastrando los pies, la quintaesencia del cavernícola. Fue sólo un doloroso accidente lo que indujo a los científicos a reconsiderar ese punto de vista. En 1947, un paleontólogo francoargelino llamado Camille Arambourg, que estaba haciendo trabajo de campo en el Sahara[10], buscó refugio del sol del mediodía bajo el ala de su aeroplano ligero. Cuando estaba allí sentado, uno de los neumáticos del aparato reventó a causa del calor y el aeroplano se desplomó hacia un lado súbitamente, asestándole un doloroso golpe en la parte superior del cuerpo. Más tarde, en París, fue a hacerse una radiografía del cuello y comprobó cuando se la entregaron que tenía las vértebras alineadas exactamente como las del encorvado y fornido neandertal. O bien era fisiológicamente primitivo o se había descrito mal la apariencia del neandertal. Era esto último en realidad. Las vértebras de los neandertales no tenían nada de simiescas. Eso cambió por completo nuestra visión de ellos… pero al parecer sólo durante un tiempo.

Sigue siendo frecuente que se afirme que los neandertales carecían de la inteligencia o la fuerza de carácter necesarias para competir en condiciones de igualdad con el recién llegado Homo sapiens, más esbelto y cerebralmente más dotado[11]. He aquí un comentario característico de un libro reciente: «Los humanos modernos neutralizaron esa ventaja [el físico considerablemente más vigoroso del neandertal] con mejor vestimenta, mejores fuegos y mejores albergues[12], los neandertales, por su parte, estaban lastrados por un cuerpo demasiado grande cuyo mantenimiento exigía una mayor cantidad de alimentos». Dicho de otro modo, los mismos factores que les habían permitido sobrevivir con éxito durante un centenar de miles de años se convirtieron de pronto en un obstáculo insuperable.

Hay, sobre todo, una cuestión que casi nunca se aborda y es la de que los neandertales tenían un cerebro significativamente mayor que el de los humanos modernos (1,8 litros los primeros frente a 1,4 de los últimos, según un cálculo[13]). Es una diferencia mayor que la que se da entre el Homo sapiens moderno y el Homo erectus tardío, una especie que consideramos sin problema casi humana. El argumento que se utiliza es que, aunque nuestro cerebro fuese más pequeño, era por alguna razón más eficiente. Creo que no me equivoco si digo que en ningún otro punto de la evolución humana se ha utilizado ese argumento.

Así que, por qué entonces, es muy posible que preguntes, si los neandertales eran tan fuertes y adaptables y estaban cerebralmente tan bien dotados no están ya con nosotros. Una respuesta posible (aunque muy discutida) es que quizá lo estén. Alan Thorne es uno de los principales propulsores de una teoría alternativa, llamada la hipótesis multirregional, que sostiene que la evolución humana ha sido continua, que lo mismo que los australopitecinos evolucionaron convirtiéndose en Homo habilis y Homo heidelbergensis se convirtió con el tiempo en Homo neanderthalensis, el moderno Homo sapiens surgió simplemente a partir de formas de Homo más antiguas. Según este punto de vista, el Homo erectus no es una especie diferenciada sino una fase de transición. Así, los chinos modernos descienden de antiguos antepasados Homo erectus de China, los europeos modernos de antiguos Homo erectus europeos, etcétera.

—Salvo que para mí no hay ningún Homo erectus —dijo Thorne—. Yo creo que es un término que ya no tiene utilidad. Para mí, el Homo erectus no es más que una parte más antigua de nosotros. Yo creo que no abandonó África más que una especie de humanos y que esa especie es el Homo sapiens.

Los adversarios de la teoría multirregional la rechazan, en primer lugar, basándose en que exige una cuantía inverosímil de evolución paralela de homínidos por todo el Viejo Mundo (en África, China, Europa, las islas más lejanas de Indonesia, en los lugares en que aparecieron). Algunos creen también que el multirregionalismo estimula una visión racista de la que a la antropología le costó mucho tiempo liberarse. A principios de los años sesenta, un famoso antropólogo llamado Carleton Coon, de la Universidad de Pensilvania, sugirió que algunas razas modernas tienen orígenes diferentes, con la idea implícita de que algunos de nosotros venimos de un linaje superior a otros. Esto rememoraba incómodamente creencias anteriores de que algunas razas modernas, como los «bosquimanos» de África (más propiamente los sans del Kalahari) y los aborígenes australianos eran más primitivos que otros.

Independientemente de lo que pudiese haber pensado Coon, lo que eso implicaba para mucha gente era que había algunas razas que eran intrínsecamente más avanzadas y que algunos humanos podían constituir en realidad especies distintas. Ese punto de vista, tan instintivamente ofensivo hoy, fue muy popular en lugares respetables hasta fechas bastante recientes. Tengo ante mí un libro de divulgación publicado por Time-Life Publications en 1961, titulado The Epic of Man [La epopeya del hombre], que está basado en una serie de artículos de la revista Life. En él se pueden encontrar comentarios como «el hombre de Rhodesia… vivió hace sólo 25.000 años y puede haber sido un antepasado de los negros africanos[14]. El tamaño de su cerebro estaba próximo al de Homo sapiens». En otras palabras, los africanos negros tenían por antepasados recientes a criaturas que estaban sólo próximas a Homo sapiens.

Thorne rechaza rotundamente (y yo creo que es sincero) la idea de que su teoría sea en alguna medida racista. Y explica la uniformidad de la evolución humana indicando que hubo mucho movimiento y mucho intercambio entre culturas y regiones.

—No hay ningún motivo para suponer que la gente fuese sólo en una dirección —dijo—. Se desplazaban por todo el territorio y, donde se encontraban, es casi seguro que compartían material genético a través de cruces. Los recién llegados no sustituían a las poblaciones indígenas, se unían a ellas. Se hacían miembros de ellas.

La situación le parece comparable a la de cuando Cook o Magallanes se encontraron con pueblos remotos por primera vez.

—No eran encuentros de especies diferentes, sino de miembros de la misma especie con algunas diferencias físicas.

Lo que en realidad se ve en el registro fósil, insiste Thorne, es una transición suave e ininterrumpida.

—Hay un cráneo famoso de Petralona, Grecia, al que se ha asignado una antigüedad de unos 300.000 años, que ha sido motivo de disputa entre los tradicionalistas porque parece en ciertos aspectos un Homo erectus pero, en otros, un Homo sapiens. Pues bien, lo que nosotros decimos es que esto es exactamente lo que esperarías encontrar en especies que, en vez de estar siendo desplazadas, estuviesen evolucionando.

Algo que ayudaría a aclarar las cosas sería que se encontrasen pruebas de cruces, pero eso no resulta nada fácil de probar, ni de refutar, a partir de fósiles. En 1999, unos arqueólogos de Portugal encontraron el esqueleto de un niño de unos cuatro años que murió hace 24.500. Era un esqueleto absolutamente moderno, pero con ciertas características arcaicas, posiblemente neandertales: huesos de las piernas insólitamente robustos, dientes con una pauta distintiva «en pala» y (aunque no todo el mundo esté de acuerdo) una hendidura en la parte posterior del cráneo denominada fosa suprainiaca, un rasgo exclusivo de los neandertales. Erik Trinkaus de la Universidad de Washington, San Luis, la principal autoridad en neandertales, proclamó que el niño era un híbrido, una prueba de que neandertales y modernos se cruzaron. Otros, sin embargo, consideraron que los rasgos neandertales y modernos no estaban tan mezclados como debieran. Como dijo un crítico: «Si miras una mula, no ves que la parte delantera parezca de un asno y la trasera de un caballo[15]». Para Ian Tattersall no era más que «un niño moderno fornido». Él acepta que es muy posible que haya habido «jueguecitos» entre neandertales y modernos, pero no cree que eso pudiese haber conducido a vástagos reproductivamente aptos[*].

—No conozco ningún caso de dos organismos de cualquier reino de la biología que sean tan distintos y, pese a ello, pertenezcan a la misma especie —dijo.

Al ser tan escasa la ayuda del registro fósil, los científicos han recurrido cada vez más a los estudios genéticos, en especial a la parte conocida como ADN mitocondrial.

El ADN mitocondrial no se descubrió hasta 1964, pero, a mediados de los años ochenta, ciertas almas ingeniosas de la Universidad de California, Berkeley, se dieron cuenta de que había dos características que lo hacían especialmente útil como una especie de reloj molecular: se transmite sólo por línea femenina, por lo que no se mezcla con el ADN paterno en cada nueva generación, y muta unas veinte veces más deprisa que el ADN nuclear normal, lo que facilita la detección y el seguimiento de pautas genéticas a lo largo del tiempo. Rastreando los índices de mutación se podían determinar las historias genéticas y las relaciones de grupos completos de individuos.

En 1987, el equipo de Berkeley, dirigido por el difunto Allan Wilson, hizo un análisis de ADN mitocondrial de 147 individuos y proclamó que los humanos anatómicamente modernos habían surgido en África en los últimos 140.000 años y que «todos los humanos actuales descienden de aquella población[16]». Era un golpe serio para los multirregionalistas. Pero luego se empezaron a examinar los datos con más detenimiento[17]. Uno de los puntos más extraordinarios (en realidad, casi demasiado extraordinario para creerlo) era que los «africanos» utilizados en el estudio eran en realidad afroamericanos, cuyos genes habían sido sometidos evidentemente a cambios considerables en los últimos cientos de años. No tardaron en surgir también dudas sobre los supuestos índices de mutaciones.

En 1992, el estudio estaba prácticamente desacreditado. Pero las técnicas de análisis genético siguieron perfeccionándose; en 1997, científicos de la Universidad de Múnich consiguieron extraer y analizar ADN del hueso del brazo del hombre de Neandertal original[18] y esta vez quedó demostrado. Según el estudio de Múnich el ADN neandertal era diferente a cualquier ADN hallado en la Tierra hoy, lo que indicaba rotundamente que no había ninguna relación genética entre neandertales y humanos modernos. Esto era, sin duda, un golpe para el multirregionalismo.

Luego, a finales de 2000, Nature y otras publicaciones informaron sobre un estudio sueco del ADN mitocondrial de cincuenta y tres personas que indicaba que todos los humanos modernos surgieron en África en los últimos 100.000 años y procedían de un grupo reproductor de no más de 10.000 individuos[19]. Poco después, Eric Lander, director del Centro Whitehead/MIT, proclamó que los europeos modernos, y tal vez gente de más lejos, proceden de «nada más que unos cuantos centenares de africanos que dejaron su tierra natal en fecha tan reciente como hace sólo 25.000 años».

Como hemos indicado en otra parte del libro, los seres humanos modernos muestran una variabilidad notablemente escasa (una autoridad en la materia ha dicho que hay más diversidad en un grupo social de cincuenta y cinco chimpancés que en toda la población humana[20]) y eso explicaría por qué. Como somos descendientes recientes de una pequeña población fundadora no ha habido tiempo suficiente para aportar una fuente de gran variabilidad. Parecía un golpe bastante serio contra el multirregionalismo. «Después de esto —explicó al Washington Post un profesor de la Universidad Penn State—, la gente no se interesará demasiado por la teoría multirregional, que puede aportar muy pocas pruebas».

Pero todo esto pasaba por alto la capacidad más o menos infinita de sorpresa que brindaba la antigua gente de Mungo, en el oeste de Nueva Gales del Sur. A principios de 2001 Thorne y sus colegas de la Universidad Nacional Australiana comunicaron que habían recuperado ADN de los especímenes más antiguos de Mungo[21] (a los que se asigna una antigüedad de 62.000 años) y que se trataba de un ADN «genéticamente diferenciado».

El hombre de Mungo era, de acuerdo con estos descubrimientos, anatómicamente moderno (exactamente igual que tú y que yo), pero portaba un linaje genético extinto. Su ADN mitocondrial, que debería estar presente en los humanos actuales, no lo está, no se encuentra ya en humanos actuales como debería encontrarse si, como todos los demás humanos modernos, descendiese de individuos que hubiesen abandonado África en el pasado reciente.

—Eso volvió a ponerlo todo patas arriba —dijo Thorne con evidente satisfacción.

Luego empezaron a aparecer anomalías aun más curiosas. Rosalind Harding, una genetista de las poblaciones del Instituto de Antropología Biológica de Oxford, descubrió, cuando estudiaba genes de betaglobina humana en individuos modernos, dos variantes que son comunes entre los asiáticos y los aborígenes de Australia, pero que apenas aparecen en África. Harding está segura de que esa variante surgió hace más de 200.000 años, no en África sino en el este de Asia… mucho antes de que el Homo sapiens moderno llegase a la región. El único modo de explicar la presencia de esos genes es aceptar que entre los ancestros de la gente que hoy vive en Asia figuraban homínidos arcaicos (el hombre de Java y otros similares). Curiosamente, esa misma variante genética (el gen del hombre de Java, como si dijésemos) aparece en poblaciones modernas de Oxfordshire.

Desconcertado por todo esto, fui a ver a la señora Harding al instituto, emplazado en un viejo chalé de ladrillo de Banbury Road, Oxford. Harding es una australiana oriunda de Brisbane, pequeña y alegre, con una extraña habilidad para ser divertida y seria al mismo tiempo.

—No sé —dijo inmediatamente, sonriendo, cuando le pregunté cómo la gente de Oxfordshire podía tener secuencias de betaglobina que no debían aparecer allí.

—En general —continuó en un tono más sombrío—, el registro genético apoya la hipótesis del origen africano[22]. Pero luego encuentras esos grupos genéticos de los que la mayoría de los genetistas prefiere no hablar. Hay inmensas cantidades de información que tendríamos disponible si pudiésemos interpretarlos, pero que aún no podemos. Apenas hemos hecho más que empezar.

Se negó a abordar la cuestión de lo que puede significar la existencia de genes de origen asiático en Oxfordshire, limitándose a decir que la situación es claramente complicada.

—Lo único que podemos decir en esta etapa es que es todo muy irregular y no sabemos en realidad por qué.

Por la época en que nos vimos, a principios de 2002, otro científico de Oxford llamado Bryan Sykes acababa de publicar un libro de divulgación titulado Las siete hijas de Eva en el que, basándose en estudios de ADN mitocondrial, afirmaba que había podido rastrear el origen de casi todos los europeos actuales y que se remontaba a una población fundadora de sólo siete mujeres (las «hijas de Eva» del título) que vivieron entre hace 10.000 y 45.000 años, en el periodo conocido por la ciencia como el Paleolítico. Sykes asignó un nombre a cada una de esas mujeres (Ursula, Xenia, Jasmine, etcétera). Y les atribuyó incluso una detallada historia personal («Ursula era la segunda hija de su madre. A la primera la había matado un leopardo cuando no tenía más que dos años…»).

Cuando le pregunté a Harding por el libro, esbozó una sonrisa amplia pero prudente, como si no estuviese del todo segura de adónde quería llegar con su respuesta.

—Bueno, creo que hay que otorgarle cierto crédito por ayudar a divulgar un tema difícil —dijo, e hizo una pausa reflexiva—. Y existe la posibilidad remota de que tenga razón.

Se echó a reír y luego continuó en un tono más entusiasta:

—La verdad es que los datos de un solo gen cualquiera no pueden decirnos nada tan definitivo. Si rastreases el ADN mitocondrial, podría llevarte a un lugar determinado… a una Ursula, una Tara o lo que sea. Pero si cogieses cualquier otro fragmento de ADN, cualquier gen que sea, y rastreases hacia atrás, te llevaría a un lugar completamente distinto.

Llegué a la conclusión de que aquello se parecía un poco a seguir un camino al azar partiendo de Londres y encontrarte con que acabas en John O’Groats, y sacar de ello la conclusión de que todos los de Londres tienen que haber llegado del norte de Escocia. Podrían haber llegado de allí, claro, pero podrían haber llegado igualmente de otro centenar de sitios cualesquiera. En ese sentido, según Harding, cada gen es una carretera diferente y apenas hemos hecho más que empezar a cartografiar las rutas.

—Un solo gen nunca va a contarte toda la historia —dijo.

—¿No se puede confiar entonces en los estudios genéticos?

—Bueno, no, puedes confiar bastante en ellos, hablando en términos generales. En lo que no puedes confiar es en las conclusiones radicales que la gente suele relacionar con ellos.

Ella cree que el origen africano es «probablemente correcto en un 95 %», pero añade:

—Yo creo que ambas partes han hecho un mal servicio a la ciencia al insistir en que debe ser una cosa o la otra. Es probable que las cosas no sean tan sencillas como los dos bandos quieren que pienses. Las pruebas están empezando claramente a indicar que hubo múltiples migraciones y dispersiones en diferentes partes del mundo que iban en todas direcciones y que provocaron una mezcla general del patrimonio genético. Es un problema que no va a resultar fácil de resolver.

Justo por entonces hubo también una serie de informes que ponía en duda la fiabilidad de las afirmaciones relacionadas con la recuperación de ADN muy antiguo. Un académico había comentado, en un artículo publicado en Nature, que un paleontólogo al que un colega había preguntado si creía si un cráneo antiguo estaba o no estaba barnizado, había lamido la parte superior de él y había proclamado que lo estaba[23]. «Al hacer eso —indicaba el artículo de Nature— se habían transferido al cráneo grandes cantidades de ADN humano moderno», haciéndolo inviable para un futuro estudio. Le pregunté a Harding por esto.

—Bueno, es casi seguro que estaría contaminado ya —dijo—. El simple hecho de manejar un hueso lo contamina. Respirar sobre él lo contamina. La mayoría del agua de nuestros laboratorios lo contamina. Estamos todos nadando en ADN ajeno. Para conseguir un espécimen que se pueda confiar en que está limpio, tienes que excavarlo en condiciones estériles y hacerle pruebas in situ. Es dificilísimo, en realidad, no contaminar un espécimen.

—¿Hay que dudar, por tanto, de esas afirmaciones? —le pregunté.

La señora Harding asintió solemnemente:

—Mucho —dijo.

Si quieres comprender inmediatamente por qué sabemos tan poco como sabemos sobre los orígenes humanos, tengo el lugar ideal para ti. Se encuentra en Kenia, un poco más allá del borde de azules montañas Ngong, al sur y al oeste de Nairobi. Sal de la ciudad por la carretera principal hacia Uganda y experimentarás un momento glorioso y fascinante cuando el suelo desaparezca a tus pies y se te otorgue una vista como desde un ala delta de llanura africana sin límites de un verde pálido.

Se trata del Gran Valle del Rift[*], que se extiende en un arco de casi 5.000 kilómetros por el este de África, señalando la ruptura tectónica que hace romper amarras a África de Asia. Allí, a unos 65 kilómetros de Nairobi, siguiendo el tórrido lecho del valle, hay un antiguo yacimiento llamado Olorgesailie, que se hallaba en otros tiempos al lado de un lago grande y bello. En 1919, mucho después de que el lago se hubiese esfumado, un geólogo llamado J. W. Gregory andaba explorando la zona en busca de minerales cuando cruzó una extensión de terreno despejado llena de unas anómalas piedras oscuras a las que era evidente que había dado forma la mano del hombre. Había encontrado uno de los grandes yacimientos de manufactura de herramientas achelense del que me había hablado Ian Tattersall.

Inesperadamente, en el otoño de 2002 me convertí en un visitante de ese lugar extraordinario. Estaba en Kenia con un objetivo completamente distinto, visitando unos proyectos de la organización benéfica CARE Internacional, pero mis anfitriones, que conocían mi interés por los orígenes humanos en relación con este libro, habían incluido en el programa una visita a Olorgesailie[24].

Después de que el geólogo Gregory lo descubriese, Olorgesailie permaneció intacto durante dos décadas más, hasta que el famoso equipo de marido y mujer formado por Louis y Mary Leakey inició una excavación que aún no está terminada. Lo que los Leakey encontraron fue un yacimiento que tenía unas cuatro hectáreas de extensión, donde se habían hecho herramientas en número incalculable durante un millón de años aproximadamente, desde hace 1,2 millones de años hasta unos doce mil años atrás. Hoy los depósitos de útiles están protegidos de los peores efectos de los elementos bajo grandes cobertizos de lata y vallados con tela metálica para disuadir a los visitantes carroñeros, pero los útiles se dejan por lo demás donde los dejaron sus creadores y donde los encontraron los Leakey.

Jillani Ngalli, un aplicado joven del Museo Nacional de Kenia, que había sido enviado para que sirviera de guía, me explicó que las piedras de cuarzo y de obsidiana de las que se habían hecho las hachas no se encontraban en el lecho del valle.

—Tuvieron que transportar las piedras desde allí —dijo.

Indicó un par de montañas en el nebuloso segundo plano, en direcciones opuestas respecto al yacimiento: Olorgesailie y Ol Esakut. A unos diez kilómetros de distancia cada una de ellas, una distancia larga para acarrear una brazada de piedras.

La razón de que la antigua gente de Olorgesailie se tomara tantas molestias es algo sobre lo que sólo podemos aventurar hipótesis, claro está. No sólo arrastraron grandes piedras a distancias considerables hasta la orilla del lago, sino que organizaron el trabajo. Las excavaciones de los Leakey revelaron que había zonas donde se hacían hachas y otras donde las que estaban desafiladas se afilaban. Olorgesailie era, en suma, una especie de fábrica, una fábrica que había estado funcionando un millón de años.

Diversas reproducciones efectuadas han mostrado que las hachas eran objetos complicados y que exigían mucho trabajo (incluso con práctica se tardaba varias horas en hacer una) y lo más curioso es que no eran demasiado buenas para cortar ni picar ni raspar ni ninguna otra de las tareas para las que presumiblemente se usaban. Así que nos encontramos ante el hecho de que, durante un millón de años (mucho, muchísimo más incluso de lo que lleva existiendo nuestra especie y aún más de lo que lleva dedicada a tareas de cooperación continuadas), esa gente antigua acudía en número considerable a aquel lugar concreto a hacer una cantidad estrambóticamente grande de herramientas que parecen haber sido bastante inútiles.

¿Y quién era esa gente? En realidad, no tenemos la menor idea. Suponemos que se trataba de Homo erectus porque no hay ningún otro candidato conocido, lo que significa que en su periodo de apogeo los trabajadores de Olorgesailie habrían tenido el cerebro de un niño pequeño moderno. Pero no hay ninguna evidencia material sobre la que basar una conclusión. Pese a más de sesenta años de búsqueda, nunca se ha encontrado un hueso humano ni en Olorgesailie ni en sus cercanías. Por mucho tiempo que pasasen dando forma a las piedras, parece ser que iban a morir a otro sitio.

—Es todo un misterio —me dijo Jillani Ngalli, sonriendo muy feliz.

La gente de Olorgesailie desapareció de escena hace unos 200.000 años, cuando se secó el lago y el valle del Rift empezó a convertirse en el lugar cálido y duro que es hoy. Pero, por entonces, sus días como especie estaban ya contados. El mundo estaba a punto de conseguir su primera raza auténticamente dominante: el Homo sapiens. Las cosas nunca volverían a ser igual.

Ir a la siguiente página

Report Page