Una breve historia de casi todo

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IV. Un planeta peligroso » 14. El fuego de abajo

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14  EL FUEGO DE ABAJO

EN EL VERANO DE 1917, un joven geólogo llamado Mike Voorhies andaba explorando en una tierra de cultivo cubierta de hierba del este de Nebraska, cerca de la pequeña población de Orchard donde se había criado. Cuando pasaba por una garganta de paredes empinadas, localizó un brillo curioso en la maleza de arriba y subió a echar un vistazo. Lo que había visto era el cráneo perfectamente conservado de un joven rinoceronte, que habían sacado a la superficie lluvias recientes.

Y resultó que unos metros más allá se hallaba uno de los yacimientos de fósiles más extraordinarios que se han descubierto en Norteamérica: un abrevadero seco que había servido de tumba colectiva a gran cantidad de animales, rinocerontes, caballos tipo cebra, ciervos de dientes de sable, camellos, tortugas. Habían muerto todos a causa de algún misterioso cataclismo hace justamente menos de doce millones de años, en una época que se conoce en geología como el Mioceno. En aquella época, Nebraska se hallaba sobre una enorme y cálida llanura muy parecida al Serengueti del África actual. Los animales se encontraban enterrados bajo una capa de ceniza volcánica de hasta tres metros de profundidad. Lo desconcertante del asunto era que en Nebraska no había volcanes y nunca los había habido.

El lugar donde se hallaba el yacimiento descubierto por Voorhies se llama hoy Parque Estatal del Lecho de Fósiles de Ashfall. Hay en él un centro para visitantes y un museo nuevo y elegante, con exposiciones serias sobre la geología de Nebraska y la historia de los yacimientos de fósiles. El centro cuenta también con un laboratorio que tiene una pared de cristal, a través de la cual los visitantes pueden ver a los paleontólogos limpiando huesos. Trabajando solo en el laboratorio en la mañana que yo pasé por allí había un tipo alegremente entrecano con una gastada camisa azul al que reconocí como Mike Voorhies por un documental de la serie Horizon de la BBC en el que actuaba. En el Parque Estatal del Lecho de Fósiles de Ashfall no es que reciban un enorme número de visitantes (queda un poco en medio de ninguna parte) y a Voorhies pareció gustarle poder enseñarme todo aquello. Me llevó al sitio donde había hecho su primer hallazgo, en lo alto de una quebrada de seis metros de altura.

—Era un lugar bastante tonto para buscar huesos[1] —dijo alegremente—. Pero yo no estaba buscando huesos. Estaba pensando por entonces hacer un mapa geológico del este de Nebraska, y estaba en realidad más que nada echando un vistazo por allí. Si no hubiese subido por aquella quebrada o si las lluvias no hubiesen dejado al descubierto en aquel momento aquel cráneo, habría seguido mi camino y nunca se habría encontrado esto.

Le pregunté en qué sentido era un sitio bastante tonto para buscar huesos.

—Bueno, si buscas huesos, necesitas en realidad roca que esté al descubierto. Ésa es la razón de que la paleontología se haga principalmente en sitios cálidos y secos. No es que en esos sitios haya más huesos. Es sólo que allí tienes cierta posibilidad de localizarlos. En un entorno como éste —dijo indicando la enorme e invariable pradera—, no sabrías por dónde empezar. Podría haber cosas realmente magníficas por ahí, pero no dispones de ninguna clave en la superficie que te indique por dónde puedes empezar a buscar.

Al principio pensaron que los animales habían quedado enterrados vivos[2], y eso fue lo que dijo Voorhies en 1981 en un artículo publicado en National Geographic.

—El artículo llamaba al lugar del hallazgo una «Pompeya de animales prehistóricos» —me explicó—, lo cual fue desafortunado porque poco después comprendimos que los animales no habían muerto súbitamente ni mucho menos. Padecían todos ellos de una cosa llamada osteodistrofia pulmonar hipertrófica, que es lo que te podría pasar a ti si respirases mucha ceniza abrasiva… y debieron de respirar muchísima porque había unos 30 centímetros de espesor de ceniza en un radio de 160 kilómetros.

Cogió un trozo de tierra grisácea y arcillosa y la desmenuzó en mi mano. Era polvorienta pero un poco arenosa.

—Un material desagradable si tienes que respirarlo —continuó—, porque es muy fino pero es también muy agudo. Así que, en realidad, los animales vinieron a este abrevadero a refugiarse y murieron miserablemente. La ceniza lo había enterrado todo. Había enterrado toda la hierba y cubierto todas las hojas y convertido el agua en un caldo grisáceo que no se podía beber. No debió de ser nada agradable, la verdad.

En el documental de Horizon se indicaba que era una sorpresa la existencia de tanta ceniza en Nebraska. En realidad hacía mucho tiempo que se sabía que en Nebraska había grandes depósitos de ceniza. Se habían extraído cenizas a lo largo de casi un siglo para hacer polvos para la limpieza doméstica como Ajax. Pero, curiosamente, a nadie se le había ocurrido preguntarse de dónde procedía toda aquella ceniza.

—Me da un poco de vergüenza decírtelo —confesó Voorhies con una breve sonrisa—, pero la primera vez que pensé en ello fue cuando un director de National Geographic me preguntó de dónde procedía toda aquella ceniza y tuve que confesarle que no lo sabía. Nadie lo sabía.

Voorhies envió muestras a colegas de todo el oeste de Estados Unidos preguntándoles si había algo en aquello que identificasen. Varios meses más tarde, un geólogo llamado Bill Bonnichsen, del Servicio Geológico de Idaho, se puso en contacto con él y le explicó que la ceniza se correspondía con la del yacimiento volcánico de un lugar del suroeste de Idaho llamado Bruneau-Jarbidge. El suceso en el que perecieron los animales de las llanuras de Nebraska fue una explosión volcánica de una envergadura inconcebible hasta entonces… pero lo suficientemente grande para dejar una capa de ceniza de tres metros de profundidad a unos 1.600 kilómetros de distancia, en el este de Nebraska. Resultó que bajo el oeste de Estados Unidos había un inmenso caldero de magma, un punto caliente volcánico colosal, que entraba en erupción cataclismáticamente cada 600.000 años o así. La última de esas erupciones se produjo hace unos 600.000 años. El punto caliente aún sigue allí. En la actualidad le llamamos Parque Nacional de Yellowstone.

Sabemos asombrosamente poco sobre lo que sucede debajo de nuestros pies. Es bastante notable pensar que Ford ha estado fabricando coches y los comités del Nobel otorgando premios durante más tiempo del que hace que sabemos que la Tierra tiene un núcleo. Y, por supuesto, la idea de que los continentes andan moviéndose por la superficie como nenúfares hace bastante menos de una generación que es de conocimiento público. «Aunque pueda parecer extraño —escribió Richard Feynman—, tenemos una idea más clara de la distribución de la materia en el interior del Sol de la que tenemos del interior de la Tierra[3]».

La distancia desde la superficie de la Tierra hasta el centro de ésta es de 6.370 kilómetros, que no es tantísimo[4]. Se ha calculado que si abrieses un pozo que llegase hasta el centro de la Tierra y dejases caer por él un ladrillo, sólo tardaría 45 minutos en llegar al fondo (aunque, cuando lo hiciese, sería ingrávido porque toda la gravedad de la Tierra estaría arriba y alrededor y no ya debajo de ella). Nuestros propios intentos de penetrar hacia el centro han sido en realidad modestos. Hay una o dos minas surafricanas de oro que llegan hasta una profundidad de más de tres kilómetros, pero la mayoría de las minas del planeta no llegan más allá de unos cuatrocientos metros por debajo de la superficie. Si la Tierra fuese una manzana, aún no habríamos atravesado toda la piel. Aún nos faltaría bastante para a llegar a eso, en realidad.

Hasta hace poco menos de un siglo, lo que los científicos mejor informados sabían sobre el interior de la Tierra no era mucho más de lo que sabía el minero de una mina de carbón… es decir que podías cavar en el suelo hasta una cierta profundidad y que luego habría roca y nada más. Más tarde, en 1906, un geólogo irlandés llamado R. D. Oldham se dio cuenta, cuando estaba examinando las lecturas de un sismógrafo correspondientes a un terremoto que se había producido en Guatemala, que ciertas ondas de choque habían penetrado hasta un punto situado muy profundo dentro de la Tierra y habían rebotado luego en un ángulo como si se hubiese encontrado con una especie de barrera. Dedujo de eso que la Tierra tenía un núcleo. Tres años después, un sismólogo croata llamado Andrija Mohorovichic estaba estudiando gráficos de un terremoto que se había producido en Zagreb y localizó una reflexión extraña similar, pero a un nivel más superficial. Había descubierto la frontera entre la corteza y la capa situada a continuación, el manto; esta zona se ha conocido desde entonces como la discontinuidad de Mohorovichic, o Moho para abreviar.

Estábamos empezando a tener una vaga idea del interior en capas de la Tierra… pero sólo era en realidad una vaga idea. Hasta 1936 no descubrió un científico danés llamado Inge Lehmann, cuando estudiaba sismografías de terremotos que se habían producido en Nueva Zelanda, que había dos núcleos, uno más interior, que hoy creemos que es sólido, y otro exterior (el que había detectado Oldham), que se cree que es líquido y que constituye la base del magnetismo.

En ese mismo periodo en que Lehmann estaba depurando nuestra visión básica del interior de la Tierra a través del estudio de las ondas sísmicas de los terremotos, dos geólogos del Instituto Tecnológico de California estaban buscando un medio de establecer comparaciones entre un terremoto y el siguiente. Estos geólogos eran Charles Richter y Beno Gutenberg, aunque, por razones que no tienen nada que ver con la justicia, la escala pasó a llamarse casi inmediatamente sólo de Richter. (No tuvo tampoco nada que ver con Richter, un hombre honesto que nunca se refirió a la escala por su propio nombre[5], sino que siempre la llamó «la escala de magnitud»).

La escala de Richter ha sido siempre bastante malinterpretada por los no científicos, aunque esto suceda algo menos ahora que en sus primeros tiempos. La gente que visitaba la oficina de Richter solía preguntarle si podía enseñarles su famosa escala, creyendo que era algún tipo de máquina. La escala es, claro está, más una idea que una cosa, una medida arbitraria de los temblores de la Tierra que se basa en mediciones de superficie. Aumenta exponencialmente[6], de manera que un temblor de 7,3 es 50 veces más potente que un terremoto de 6,3 y 2.500 veces más que uno de 5,3.

Teóricamente al menos, no hay un límite superior para un terremoto… ni tampoco hay, en realidad, uno inferior. La escala es una simple medición de fuerza, pero no dice nada sobre los daños. Un terremoto de magnitud 7, que se produzca en las profundidades del manto (a, digamos, 650 kilómetros de profundidad), podría no causar absolutamente ningún daño en la superficie, mientras que otro significativamente más pequeño, a sólo seis o siete kilómetros por debajo de la superficie, podría provocar una devastación considerable. Depende mucho también de la naturaleza del subsuelo, de la duración del terremoto, de la frecuencia y la gravedad de las réplicas y de las características de la zona afectada. Todo esto significa que los terremotos más temibles no son necesariamente los más potentes, aunque la potencia cuente muchísimo, claro está.

El terremoto más grande desde que se inventó la escala fue —según la fuente a la que se preste crédito— uno centrado en el estrecho del Príncipe Guillermo de Alaska que se produjo en marzo de 1964 y que alcanzó una magnitud de 9,2 en la escala Richter, o uno que se produjo en el océano Pacífico, frente a las costas de Chile, en 1960, al que se asignó inicialmente una magnitud de 8,6 en la escala pero que se revisó más tarde al alza por fuentes autorizadas (incluido el Servicio Geológico de Estados Unidos) hasta una magnitud verdaderamente grande: de 9,5. Como deducirás de todo esto, medir terremotos no siempre es una ciencia exacta, sobre todo cuando significa que hay que interpretar lecturas de emplazamientos lejanos. De todos modos, ambos terremotos fueron tremendos. El de 1960 no sólo causó daños generalizados a lo largo de la costa suramericana, sino que provocó también un maremoto gigantesco que recorrió casi 10.000 kilómetros por el Pacífico y arrasó gran parte del centro de Hiro, Hawai, destruyendo 500 edificios y matando a sesenta personas. Oleadas similares causaron más víctimas aún en lugares tan alejados como Japón y Filipinas.

Pero, por lo que se refiere a devastación pura y concentrada, el terremoto más intenso que se ha registrado históricamente es muy probable que haya sido el que afectó a Lisboa, Portugal, el día de Todos los Santos (1 de noviembre) de 1755, y la hizo básicamente pedazos. Justo antes de las diez de la mañana se produjo allí una sacudida lateral súbita que se calcula hoy que tuvo una magnitud de 9 y que se prolongó ferozmente durante siete minutos completos. La fuerza convulsiva fue tan grande que el agua se retiró del puerto de la ciudad y regresó en una ola de más de 15 metros de altura, que aumentó la destrucción. Cuando cesó al fin el temblor, los supervivientes gozaron sólo de tres minutos de calma, tras los cuales se produjo un segundo temblor, sólo un poco menos potente que el primero. Dos horas después se produjo el tercero y último temblor. Al final, habían muerto sesenta mil personas[7] y habían quedado reducidos a escombros casi todos los edificios en varios kilómetros a la redonda. El terremoto que se produjo en San Francisco en 1906, por su parte, se calcula que alcanzó sólo una magnitud de 7,8 en la escala de Richter y duró menos de treinta segundos.

Los terremotos son bastante frecuentes. Hay como media a diario dos de magnitud 2, o mayores, en alguna parte del planeta, lo que es suficiente para que cualquiera que esté cerca experimente una sacudida bastante buena. Aunque tienden a concentrarse en ciertas zonas (sobre todo en las orillas del Pacífico), pueden producirse casi en cualquier lugar. En Estados Unidos, sólo Florida, el este de Texas y la parte superior del Medio Oeste parecen ser (por el momento) casi totalmente inmunes. Nueva Inglaterra ha tenido dos terremotos de magnitud 6 o mayores en los últimos doscientos años. En abril de 2002, la región experimentó una sacudida de magnitud 5,1 por un terremoto que se produjo cerca del lago Champlain, en la frontera de los estados de Nueva York y de Vermont, que causó grandes daños en la zona y —puedo atestiguarlo— tiró cuadros de las paredes y niños de sus camas en puntos tan alejados como New Hampshire.

Los tipos más comunes de terremotos son los que se producen donde se juntan dos placas, como en California a lo largo de la Falla de San Andrés. Cuando las placas chocan entre sí, se intensifican las presiones hasta que cede una de las dos. Cuanto mayores sean los intervalos entre las sacudidas, más aumenta en general la presión acumulada y es por ello mayor la posibilidad de un temblor de grandes dimensiones. Esto resulta especialmente inquietante para Tokio, que Bill McGuire, un especialista en riesgos del Colegio Universitario de Londres, describe como «la ciudad que está esperando la muerte[8]» (no es un lema que se encuentre uno en los folletos turísticos). Tokio se encuentra en el punto de unión de tres placas tectónicas, en un país bien conocido por su inestabilidad sísmica. En 1995, como sin duda recordarás, la ciudad de Kobe, situada casi 500 kilómetros al oeste, se vio afectada por un terremoto de una magnitud de 7,2, en el que perecieron 6.394 personas. Los daños se calcularon en 99.000 millones de dólares. Pero eso no fue nada (bueno, fue relativamente poco) comparado con lo que le puede pasar a Tokio.

Tokio ha padecido ya uno de los terremotos más devastadores de los tiempos modernos. El 1 de septiembre de 1923, poco antes del mediodía, se abatió sobre la ciudad el terremoto Gran Kanto, diez veces más potente que el de Kobe. Murieron 200.000 personas. Desde entonces, Tokio se ha mantenido extrañamente tranquilo, lo que significa que la tensión lleva ochenta años acumulándose en la superficie. Tiene que acabar estallando. En 1923 Tokio tenía una población de unos tres millones de habitantes. Hoy se aproxima a los treinta millones. Nadie se ha interesado por calcular cuántas personas podrían morir, pero el coste económico potencial sí se ha calculado y parece ser que podría llegar a los 7.000 millones de dólares[9].

Son todavía más inquietantes, porque sabemos menos de ellos y pueden producirse en cualquier lugar en cualquier momento, los temblores menos frecuentes denominados endoplacales. Éstos se producen fuera de las fronteras entre placas, lo que los hace totalmente imprevisibles. Y como llegan de una profundidad mucho mayor, tienden a propagarse por áreas mucho más amplias. Los movimientos de tierra de este tipo más tristemente célebres que se han producido en Estados Unidos fueron una serie de tres en Nuevo Madrid, Misuri, en el invierno de 1811-1812. La aventura se inició inmediatamente después de medianoche, el 16 de diciembre en que despertó a la gente, primero, el ruido del ganado presa del pánico —el desasosiego de los animales antes de los terremotos no es ningún cuento de viejas, sino que está en realidad bien demostrado, aunque no haya llegado a entenderse del todo el porqué— y, luego, por un terrible ruido desgarrador que llegaba de las profundidades de la Tierra. La gente salió de sus casas y se encontró con que el suelo se movía en olas de hasta un metro de altura y se abría en grietas de varios metros de profundidad. El aire se llenó de un olor a azufre. El temblor duró cuatro minutos con los habituales efectos devastadores para las propiedades. Entre los testigos estaba el pintor John James Audubon, que se hallaba por casualidad en la zona. El seísmo irradió hacia fuera con tal fuerza que derribó chimeneas en Cincinnati, a más de 600 kilómetros de distancia, y, al menos según una versión, «hizo naufragar embarcaciones en puertos de la costa atlántica y… echó abajo incluso andamiajes que había instalados en el edificio del Capitolio de la ciudad de Washington[10]». El 23 de enero y el 4 de febrero se produjeron más terremotos de magnitud similar. Nuevo Madrid ha estado tranquilo desde entonces…, pero no es nada sorprendente porque estos episodios no se tiene noticia de que se hayan producido dos veces en el mismo sitio. Se producen, por lo que sabemos, tan al azar como los rayos. El siguiente podría ser debajo de Chicago, de París o de Kinsasa. Nadie es capaz de empezar siquiera a hacer conjeturas. ¿Y qué es lo que provoca esos enormes desgarrones endoplacales? Algo que sucede en las profundidades de la Tierra. Eso es todo lo que sabemos.

En los años sesenta, los científicos se sentían tan mal por lo poco que sabían del interior de la Tierra que decidieron hacer algo al respecto. Se les ocurrió concretamente la idea de efectuar perforaciones en el lecho del mar (la corteza continental era demasiado gruesa), hasta la discontinuidad de Moho, y extraer un trozo del manto de la Tierra para examinarlo con calma. La idea era que, si conseguían conocer la naturaleza de las rocas del interior, podrían empezar a entender cómo interactuaban y tal vez podrían predecir así los terremotos y otros desagradables acontecimientos.

El proyecto pasó a conocerse, casi inevitablemente, como el Mohole[*][11], y resultó bastante desastroso. Se tenía la esperanza de poder sumergir una perforadora hasta una profundidad de 4.000 metros en el Pacífico, cerca de la costa de México, y perforar unos 5.000 metros a través de una corteza rocosa de relativamente poco espesor. Perforar desde un barco en alta mar es, según un oceanógrafo, «como intentar hacer un agujero en una acera de Nueva York desde el Empire State utilizando un espagueti[12]». Acabó todo en un fracaso. La profundidad máxima a la que llegaron fue de sólo unos 180 metros. El Mohole pasó a llamarse No Hole. En 1966, exasperado por unos costes en constante aumento y ningún resultado, el Congreso estadounidense canceló el proyecto.

Cuatro años después, científicos soviéticos decidieron probar suerte en tierra firme. Eligieron un punto de la península Kola, cerca de la frontera rusa con Finlandia, y empezaron a trabajar con la esperanza de poder perforar hasta una profundidad de 15 kilómetros. La tarea resultó más dura de lo esperado, pero los soviéticos demostraron una tenacidad encomiable. Cuando se dieron finalmente por vencidos, diecinueve años después, habían perforado hasta una profundidad de 12.262 metros. Teniendo en cuenta que la corteza de la Tierra representa sólo el 0,3 % del volumen del planeta[13] y que el agujero de Kola no había recorrido ni siquiera un tercio del camino previsto a través de la corteza terrestre, difícilmente podemos pretender haber llegado al interior.

Pero, aunque el agujero era modesto, casi todo lo que reveló la perforación sorprendió a los investigadores. Los estudios de las ondas sísmicas habían llevado a los científicos a predecir, y con bastante seguridad, que encontrarían rocas sedimentarias a una profundidad de 4.700 metros, seguidas de granito en los 1.300 metros siguientes y basalto a partir de allí. En realidad, la capa sedimentaria era un 50 % más profunda de lo esperado y nunca llegó a encontrarse la capa basáltica. Además, el mundo era allá abajo mucho más cálido de lo que nadie había supuesto, con una temperatura de 180 °C a 10.000 metros, casi el doble de lo previsto. Lo más sorprendente de todo era que la roca estaba saturada de agua, algo que no se había considerado posible.

Como no podemos ver dentro de la Tierra, tenemos que utilizar otras técnicas, que entrañan principalmente la lectura de ondas cuando viajan a través del interior, para descubrir lo que hay allí. Sabemos un poquito sobre el manto por lo que se denominan tubos de kimberlita[14], en los que se forman los diamantes. Lo que sucede es que se produce una explosión en las profundidades de la Tierra que dispara, digamos, balas de cañón de magma hacia la superficie a velocidades supersónicas. Es un suceso que se produce totalmente al azar. Podría estallar un tubo de kimberlita en el huerto trasero de tu casa mientras estás leyendo esto. Como surgen de profundidades de hasta 200 kilómetros, los tubos de kimberlita suben hasta la superficie todo tipo de cosas que no se encuentran normalmente en ella ni cerca de ella: una roca llamada peridotita, cristales de olivino y —sólo de vez en cuando, más o menos en un tubo de cada 100— diamantes. Con las eyecciones de kimberlita sale muchísimo carbono, pero la mayor parte se evapora o se convierte en grafito. Sólo de cuando en cuando surge un trozo de él justo a la velocidad precisa y se enfría con la suficiente rapidez para convertirse en un diamante. Fue uno de esos tubos el que convirtió Johannesburgo en la ciudad diamantífera más productiva del mundo, pero puede haber otros más grandes aún de los que no tenemos noticia. Los geólogos saben que, en algún punto de las proximidades del noreste de Indiana, hay pruebas de la presencia de un tubo o un grupo de tubos que pueden ser verdaderamente colosales. Se han encontrado diamantes de 20 quilates o más en puntos dispersos de esa región. Pero nadie ha encontrado aún la fuente. Como dice John McPhee, puede estar enterrado bajo suelo depositado por glaciares, como el cráter de Manson, de Iowa, o bajo las aguas de los Grandes Lagos.

¿Cuánto sabemos, pues, sobre lo que hay en el interior de la Tierra? Muy poco. Los científicos están en general de acuerdo[15] en que el mundo que hay debajo de nosotros está compuesto de cuatro capas: una corteza exterior rocosa, un manto de roca caliente viscosa, un núcleo exterior líquido y un núcleo interior sólido[*]. Sabemos que, en la superficie, predominan los silicatos, que son relativamente ligeros y no pesan lo suficiente para explicar la densidad global del planeta. Por tanto, tiene que haber en el interior material más pesado. Sabemos que para que exista nuestro campo magnético tiene que haber en algún lugar del interior un cinturón concentrado de elementos metálicos en estado líquido. Todo eso se acepta de forma unánime. Casi todo lo demás (cómo interactúan las capas, qué hace que se comporten como lo hacen, qué pueden hacer en cualquier momento del futuro) plantea en algunos casos cierta incertidumbre y en la mayoría, mucha.

Hasta la única parte que podemos ver, la corteza, es objeto de una polémica bastante estridente. Casi todos los textos de geología explican que la corteza continental tiene de 5 a 10 kilómetros de espesor bajo los océanos, unos 40 kilómetros de espesor bajo los continentes y de 65 a 95 kilómetros de espesor bajo las grandes cordilleras. Pero hay muchas variaciones desconcertantes dentro de estas generalizaciones. Por ejemplo, la corteza debajo de las montañas californianas de Sierra Nevada tiene sólo de 30 a 40 kilómetros de grosor, y nadie sabe por qué. Según todas las leyes de la geofísica[16], esas montañas deberían estar hundiéndose, como si estuviesen sobre arenas movedizas. (Algunos creen que puede ser que esté pasando eso).

Cómo y cuándo se formó la corteza terrestre son cuestiones que dividen a los geólogos en dos grandes campos: los que creen que sucedió bruscamente, al principio de la historia de la Tierra, y quienes creen que fue de forma gradual y bastante más tarde. En cuestiones como éstas influye mucho la fuerza del sentimiento. Richard Armstrong, de Yale, propuso una teoría de estallido inicial en la década de 1960, y luego dedicó el resto de su carrera a combatir a quienes no estaban de acuerdo con él. Murió de cáncer en 1991, pero poco antes «arremetió contra sus críticos en una revista australiana de ciencias de la Tierra en una polémica en que les acusaba de perpetuar mitos», según un reportaje de la revista Earth de 1998. «Murió amargado», informaba un colega.

La corteza terrestre y parte del manto exterior se denominan litosfera (del griego litos, que significa «piedra»). La litosfera flota sobre una capa de roca más blanda llamada astenosfera (del griego «sin fuerza»), pero esos términos nunca son plenamente satisfactorios. Decir que la litosfera flota encima de la astenosfera indica un grado de fácil flotabilidad que no es del todo correcto. También es engañoso pensar que las rocas fluyen de alguna forma parecida a como pensamos que fluyen los materiales en la superficie. Las rocas son viscosas, pero sólo a la manera que lo es el cristal[17]. Puede que no lo parezca, pero todo el cristal de la Tierra fluye hacia abajo, bajo la fuerte atracción de la gravedad. Retira un paño de cristal muy antiguo del ventanal de una catedral europea y verás que es visiblemente más grueso en la parte inferior que en la superior. Ése es el tipo de «fluidez» de que hablamos. La manecilla de las horas de un reloj se mueve unas diez mil veces más deprisa que las rocas «fluyentes» del manto terrestre.

Los movimientos no sólo se producen lateralmente[18], como cuando las placas de la Tierra se mueven por la superficie, sino también hacia arriba y hacia abajo, cuando las rocas se elevan y caen en el proceso de batido llamado convección. El primero que dedujo la existencia del proceso de convección fue el excéntrico conde Von Rumford a finales del siglo XVIII. Sesenta años más tarde, un vicario inglés llamado Osmond Fisher afirmó clarividentemente[19] que el interior de la Tierra podría ser lo bastante fluido para que sus contenidos se moviesen de un lado a otro, pero semejante idea tardó muchísimo tiempo en recibir apoyo.

Los geofísicos se hicieron cargo de cuánta agitación había ahí abajo hacia 1970 y la noticia causó una considerable conmoción. Según cuenta Shawna Vogel en el libro Naked Earth: The New Geophysics [Tierra al desnudo: la nueva geofísica]: «Fue como si los científicos se hubiesen pasado décadas considerando las capas de la atmósfera de la Tierra (troposfera, estratosfera y demás), y luego, de pronto, hubiesen descubierto el viento[20]».

A qué profundidad se produce el proceso de convección ha sido desde entonces objeto de debate. Hay quien dice que empieza a 650 kilómetros de profundidad. Otros creen que a más de 3.000 kilómetros por debajo de nosotros. Como ha comentado James Trefil, el problema es que «hay dos series de datos, de dos disciplinas distintas[21], que no se pueden conciliar». Los geoquímicos dicen que ciertos elementos de la superficie del planeta no pueden proceder del manto superior, que tienen que haber llegado de más abajo, de zonas más profundas del interior de la Tierra. Por tanto, los materiales del manto superior y el inferior deben mezclarse, al menos ocasionalmente. Los sismólogos insisten en que no hay prueba alguna que sustente esa tesis.

Así que sólo cabe decir que, cuando nos dirigimos hacia el centro de la Tierra, hay un punto un tanto indeterminado en el que dejamos la astenosfera y nos sumergimos en manto puro. Considerando que el manto abarca el 82 % del volumen de la Tierra y constituye el 65 % de su masa[22], no atrae demasiada atención, principalmente porque las cosas que interesan a los geocientíficos, y a los lectores en general por igual, da la casualidad de que o están más abajo (como es el caso del magnetismo) o más cerca de la superficie (como son los terremotos). Sabemos que a una profundidad de unos 150 kilómetros, el manto consiste predominantemente en un tipo de roca llamado peridotita, pero lo que llena los 2.650 kilómetros siguientes no se sabe bien qué es. Según un artículo de Nature, no parece ser peridotita. Pero eso es todo lo que sabemos.

Debajo del manto están los dos núcleos: un núcleo interno sólido y otro externo líquido. Lo que sabemos sobre la naturaleza de esos núcleos es indirecto, por supuesto, pero los científicos pueden postular algunas hipótesis razonables. Saben que las presiones en el centro de la Tierra son lo suficientemente elevadas (algo más de tres millones más que las de la superficie[23]) para solidificar cualquier roca que haya allí. También saben, por la historia de la Tierra (entre otras cosas), que el núcleo interno retiene muy bien el calor. Aunque es poco más que una conjetura, se cree que en unos 4.000 millones de años la temperatura del núcleo no ha disminuido más que 110 °C. Nadie sabe con exactitud la temperatura del núcleo terrestre, pero los cálculos oscilan entre poco más de 4.000 °C y más de 7.000 °C, aproximadamente lo mismo que la superficie del Sol.

Se sabe todavía menos en muchos sentidos del núcleo exterior, aunque todo el mundo está de acuerdo en que es fluido y que es la sede del magnetismo. La teoría la expuso E. C. Bullard, de la Universidad de Cambridge, en 1949. Según ella, esa parte fluida del núcleo terrestre gira de tal forma que se convierte prácticamente en un motor eléctrico, que crea el campo magnético de la Tierra. Se supone que los fluidos de convección de la Tierra actúan de forma parecida a las corrientes en los cables. No se sabe exactamente qué pasa, pero se cree que está relacionado con el hecho de que el núcleo gire y con el de que sea líquido. Los cuerpos que no tienen un núcleo líquido (la Luna y Marte, por ejemplo) no tienen magnetismo.

Sabemos que la potencia del campo magnético de la Tierra cambia de valor de vez en cuando: durante la era de los dinosaurios, era tres veces mayor que ahora[24]. Sabemos que se invierte cada 500.000 años más o menos, como media, aunque esas medias entrañan un enorme grado de imprecisión. La última inversión se produjo hace 750.000 años. A veces se mantiene invariable millones de años (el periodo más largo parece ser de 37 millones[25]) y en otras ocasiones se ha invertido al cabo de sólo veinte mil años. En los últimos cien millones de años, se ha invertido en total unas doscientas veces, y no tenemos ninguna idea concreta del porqué. A esto se le llama «la mayor pregunta sin respuesta de las ciencias geológicas[26]».

Quizás estemos ahora en una inversión. El campo magnético de la Tierra ha disminuido puede que hasta en un 6 % sólo en el último siglo. Es probable que cualquier disminución de la fuerza magnética sea una mala noticia, porque el magnetismo —aparte de permitirnos pegar notas en la puerta de la nevera y mantener nuestras brújulas señalando hacia donde deben—, desempeña un papel esencial en la tarea de mantenernos con vida. El espacio está lleno de peligrosos rayos cósmicos que, si no hubiese protección magnética, nos atravesarían el cuerpo dejando buena parte de nuestro ADN hecho briznas inútiles. El campo magnético impide cuando opera que esos rayos lleguen a la superficie de la Tierra, conduciéndolos a dos zonas del espacio próximo denominadas «cinturones Van Allen». Interactúa además con las partículas de la atmósfera exterior para crear esos velos luminosos hechizantes, que llamamos auroras boreales y australes.

Nuestra ignorancia se debe en buena medida a que se han hecho tradicionalmente escasos esfuerzos para coordinar lo que está sucediendo en la parte de arriba de la Tierra con lo que pasa en su interior. Según Shawna Vogel: «Los geólogos y los geofísicos raras veces asisten a las mismas reuniones[27] o colaboran en la solución de los mismos problemas».

Quizá no haya nada que evidencie mejor nuestro insuficiente conocimiento de la dinámica interior de la Tierra que lo mucho que nos sorprende cuando nos juega una mala pasada; y sería difícil dar con un recordatorio más saludable de lo limitado que es nuestro conocimiento, que la erupción del monte St. Helens del estado de Washington en 1980.

Por entonces, los 48 estados de la Unión situados más abajo llevaban sesenta y cinco años sin ver una erupción volcánica, así que la mayoría de los vulcanólogos oficiales a quienes se encargó controlar y prever la conducta del St. Helens sólo había visto en acción volcanes hawaianos y resultó que aquél no tenía nada que ver con ellos.

El St. Helens inició sus estruendos amenazadores el 20 de marzo. Al cabo de una semana, estaba expulsando magma, aunque en cantidades modestas, hasta cien veces al día, y se estremecía con movimientos de tierra constantes. Se evacuó a la población a 13 kilómetros, una distancia que se consideró segura. Cuando aumentaron los estruendos, la montaña se convirtió en una atracción turística internacional. Los periódicos informaban a diario de cuáles eran los mejores sitios para contemplar el espectáculo. Los equipos de televisión efectuaban varios vuelos al día en helicóptero hasta la cima e incluso se veía gente escalando la montaña a pie. En un solo día volaron sobre la cima más de setenta helicópteros y aeroplanos ligeros. Pero, a medida que fue pasando el tiempo sin que llegase a convertirse en un acontecimiento espectacular, la gente empezó a perder la paciencia y se generalizó la idea de que el volcán no entraría en realidad en erupción.

El 19 de abril empezó a hincharse visiblemente el lado norte de la montaña. Lo más curioso es que ninguna de las personas que ocupaban cargos de responsabilidad se dio cuenta de que eso anunciaba una explosión lateral. Los sismólogos basaban sus conclusiones categóricamente en el comportamiento de los volcanes hawaianos[28], en los que no se dan los estallidos laterales. La única persona que creyó que podría ocurrir algo grave fue Jack Hyde, un profesor de geología de una escuela politécnica de Tacoma. Indicó que el St. Helens no tenía chimenea abierta como los volcanes hawaianos, así que cualquier presión que se acumulase en su interior tenía que liberarse de forma espectacular y tal vez catastrófica. Sin embargo, Hyde no formaba parte del equipo oficial y sus comentarios despertaron escaso interés.

Todos sabemos lo que pasó después. El domingo 18 de mayo a las 8:32 de la mañana, el lado norte del volcán se desmoronó, lanzando ladera abajo una enorme avalancha de tierra y roca a casi 250 kilómetros por hora. Era el mayor deslizamiento de tierras de la historia humana[29] y arrastró material suficiente para enterrar todo Manhattan a una profundidad de 120 metros. Un minuto después, con el flanco gravemente debilitado, el St. Helens entró en erupción con la potencia de 500 bombas atómicas del tamaño de la de Hiroshima[30], lanzando una nube caliente asesina a más de 1.050 kilómetros por hora, una velocidad demasiado elevada, sin duda, para que pudiesen escapar los que estuviesen cerca. Resultaron alcanzadas muchas personas que se creía que estaban a salvo en zona segura, y en muchos casos en lugares desde los que ni siquiera se veía el volcán. Hubo cincuenta y siete muertos[31] y veintitrés de los cadáveres no se encontraron. El número de víctimas habría sido mucho mayor si no hubiese sido domingo. Cualquier otro día de la semana habrían estado trabajando en la zona mortal muchos forestales. De todos modos, murieron algunas personas que se encontraban a 30 kilómetros de distancia.

La persona que tuvo más suerte ese día fue un estudiante graduado llamado Harry Glicken. Había estado controlando un puesto de observación a nueve kilómetros de la montaña, pero tenía una entrevista en la universidad, en California, el 18 de mayo, y tuvo que dejar el puesto un día antes de la erupción. Le sustituyó David Johnston, que fue el primero que informó de la erupción del volcán. A los pocos segundos, había muerto. Su cadáver nunca apareció. Pero, por desgracia, la suerte de Glicken fue temporal. Once años después fue uno de los cuarenta y tres científicos y periodistas que perecieron en una erupción mortífera de roca fundida, gases y cenizas (lo que se llama flujo piroclástico) en el monte Unzen de Japón, debido a la interpretación errónea y catastrófica de la conducta de otro volcán.

Los vulcanólogos pueden ser o no los peores científicos del mundo haciendo predicciones, pero lo que es indiscutible es que son los peores en lo de darse cuenta de lo malas que son sus predicciones. Menos de dos años después de la catástrofe del Unzen, otro grupo de observadores de volcanes, dirigido por Stanley Williams de la Universidad de Arizona, se adentró por la periferia de un volcán activo llamado Galeras, en Colombia. A pesar de las muertes de los últimos años, sólo dos de los dieciséis miembros del equipo de Wiliams llevaban cascos de seguridad u otros medios de protección. El volcán entró en erupción y mató a seis científicos, y a tres turistas que los habían seguido, e hirió de gravedad a algunos más, incluido Williams.

En un libro extraordinariamente poco autocrítico titulado Surviving Galeras [Sobrevivir al Galeras], Williams decía que sólo pudo «mover la cabeza asombrado[32]» cuando se enteró después de que sus colegas del mundo de la vulcanología habían comentado que había pasado por alto o desdeñado importantes señales sísmicas y había actuado de forma imprudente. «Es muy fácil criticar después de los hechos, aplicar el conocimiento que tenemos ahora a los acontecimientos de 1993», escribió. Sólo se consideraba responsable de haber tenido la mala suerte de acudir allí cuando el volcán «se comportó de forma caprichosa, como suelen hacer las fuerzas naturales. Me equivoqué y asumiré la responsabilidad. Pero no me siento culpable de la muerte de mis colegas. No hay culpas. Se produjo una erupción».

Pero volvamos a Washington. El monte St. Helens perdió 400 metros de cima y quedaron devastados 600 kilómetros cuadrados de bosque. Quedaron calcinados árboles suficientes como para construir unas 150.000 casas (o 300.000, según otros informes). Los daños se calcularon en 2.700 millones de dólares. Surgió una columna de humo y cenizas que alcanzó una altura de 18.000 metros en menos de diez minutos. Un aparato de unas líneas aéreas, que se encontraba a 48 kilómetros de distancia, informó que había sido víctima de una granizada de rocas[33].

Noventa minutos después de la explosión empezó a caer ceniza sobre Yakima, Washington, una comunidad de 50.000 personas situada a unos 130 kilómetros de distancia. Como es natural, la ceniza oscureció el día y lo cubrió todo, atascando motores, generadores y equipo eléctrico, asfixiando a los peatones, bloqueando los sistemas de filtración y paralizando toda actividad. Hubo que cerrar el aeropuerto y las autopistas de entrada y salida de la ciudad.

Hay que tener en cuenta que todo eso pasaba en la dirección del viento de un volcán que llevaba dos meses gruñendo de una forma amenazadora. Sin embargo, Yakima no contaba con sistemas de emergencia[34] para posibles erupciones. El sistema de radio de emergencia de la ciudad, que debía entrar en acción teóricamente en una situación crítica, no lo hizo porque «el personal del domingo por la mañana no sabía manejarlo». Yakima estuvo paralizado y completamente aislado durante tres días, con el aeropuerto cerrado y las vías de acceso bloqueadas. La población quedó cubierta por una capa de ceniza (1,5 centímetros) tras la erupción del volcán. Imagínate ahora, por favor, lo que sería una erupción en Yellowstone.

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