Una breve historia de casi todo

Una breve historia de casi todo


V. La vida misma » 23. La riqueza del ser

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El mundo es un sitio realmente grande. Lo fácil que resulta viajar en avión y otras formas de comunicación nos han inducido a creer que el mundo no es tan grande, pero a nivel de suelo, que es donde deben trabajar los investigadores, es en realidad enorme… lo suficientemente enorme como para estar lleno de sorpresas. Hoy sabemos que hay ejemplares de okapi, el pariente vivo más cercano de la jirafa, en número sustancial en las selvas de Zaire (la población total se estima en unos 30.000), pero su existencia ni siquiera se sospechó hasta el siglo XX. La gran ave no voladora de Nueva Zelanda llamada takahe[39] se había considerado extinta durante doscientos años hasta que se descubrió que vivía en una zona abrupta del campo de la isla Sur. En 1995, un equipo de científicos franceses y británicos, que estaban en el Tíbet, se perdieron en una tormenta de nieve en un valle remoto y se tropezaron con una raza de caballos, llamada riwoche, que hasta entonces sólo se conocía por dibujos de cuevas prehistóricas. Los habitantes del valle se quedaron atónitos al enterarse de que aquel caballo se consideraba una rareza en el mundo exterior[40].

Algunos creen que pueden aguardarnos sorpresas aún mayores. «Un destacado etnobiólogo británico —decía The Economist en 1995— cree que el megaterio, una especie de perezoso gigante que erguido puede llegar a ser tan alto como una jirafa[41]… puede vivir oculto en las espesuras de la cuenca amazónica». No se nombraba, tal vez significativamente, al etnobiólogo; tal vez aún más significativamente, no se ha querido decir nada más de él ni de su perezoso gigante. Pero nadie puede afirmar con seguridad que no haya tal cosa hasta que se hayan investigado todos los rincones de la selva, y estamos muy lejos de lograr eso.

De todos modos, aunque formásemos miles de trabajadores de campo y los enviásemos a los cuatro extremos del mundo, no sería un esfuerzo suficiente, ya que la vida existe en todos los lugares en que puede existir. Es asombrosa su extraordinaria fecundidad, gratificante incluso, pero también problemática. Investigarla en su totalidad exigiría alzar cada piedra del suelo, hurgar en los lechos de hojas de todos los lechos de los bosques, cribar cantidades inconcebibles de arena y tierra, trepar a todas las copas de los árboles e idear medios mucho más eficaces de investigar los mares. E incluso haciendo eso podrían pasarnos desapercibidos ecosistemas enteros. En la década de los ochenta, exploradores de cuevas aficionados entraron en una cueva profunda de Rumania, que había estado aislada del mundo exterior durante un periodo largo pero desconocido, y encontraron 33 especies de insectos y otras pequeñas criaturas (arañas, ciempiés, piojos…) todos ciegos, incoloros y nuevos para la ciencia. Se alimentaban de los microbios de la espuma superficial de los charcos, que se alimentaban a su vez del sulfuro de hidrógeno de fuentes termales.

Ante la imposibilidad de localizarlo todo es posible que tendamos a sentirnos frustrados y desanimados, y hasta que nos sintamos muy mal, pero también puede considerarse eso algo casi insoportablemente emocionante. Vivimos en un planeta que tiene una capacidad más o menos infinita para sorprendernos. ¿Qué persona razonable podría, en realidad, querer que fuese de otro modo?

Lo que resulta casi siempre más fascinante, en cualquier recorrido que se haga por las dispersas disciplinas de la ciencia moderna, es ver cuánta gente se ha mostrado dispuesta a dedicar su vida a los campos de investigación más suntuosamente esotéricos. Stephen Jay Gould nos habla, en uno de sus ensayos, de un héroe llamado Henry Edward Crampton que se pasó cincuenta años, desde 1906 a 1956 en que murió, estudiando tranquilamente un género de caracol de tierra, llamado Partula, en la Polinesia. Crampton midió una y otra vez, año tras año, hasta el mínimo grado (hasta ocho cifras decimales) las espiras y arcos y suaves curvas de innumerables Partula, compilando los resultados en tablas meticulosamente detalladas. Una sola línea de texto de una tabla de Crampton[42] podía representar semanas de cálculos y mediciones.

Sólo ligeramente menos ferviente, y desde luego más inesperado, fue Alfred C. Kinsey, que se hizo famoso por sus estudios sobre la sexualidad humana en las décadas de 1940 y 1950. Antes de que su mente se llenara de sexo, como si dijésemos, Kinsey era un entomólogo, y un entomólogo obstinado además. En una expedición que duró dos años recorrió 4.000 kilómetros para reunir una colección de 300.000 avispas[43]. No está registrado, desgraciadamente, cuántos aguijones recogió de paso.

Algo que había estado desconcertándome era la cuestión de cómo asegurabas una cadena de sucesión en esos campos tan arcanos. Es evidente que no pueden ser muchas las instituciones del mundo que necesiten o estén dispuestas a mantener especialistas en percebes o en caracoles marinos del Pacífico. Cuando nos despedíamos en el Museo de Historia Natural de Londres, pregunté a Richard Fortey cómo garantiza la ciencia que, cuando una persona muere, haya alguien listo para ocupar su puesto.

Se rió entre dientes con ganas ante mi ingenuidad.

—Siento decirte que no es que tengamos sustitutos sentados en el banco en algún sitio, esperando a que los llamen para jugar. Cuando un especialista se jubila o, más lamentable aún, cuando se muere, eso puede significar que queden paralizadas cosas en ese campo, a veces durante muchísimo tiempo.

—Y supongo que es por eso por lo que valoras a alguien que es capaz de pasarse cuarenta y dos años estudiando una sola especie de planta, aunque no produzca nada que sea terriblemente nuevo.

—Exactamente —dijo él—. Exactamente.

Y parecía decirlo muy en serio.

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