Una breve historia de casi todo

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25  LA IDEA SINGULAR DE DARWIN

A FINALES DEL VERANO o principios del otoño de 1859, Whitwell Elwin, director de la respetada revista inglesa Quarterly Review, recibió un ejemplar de adelanto de un nuevo libro del naturalista Charles Darwin. Elwin leyó el libro con interés y reconoció que tenía mérito, pero temía que el tema fuese excesivamente especializado y no atrajese a un público amplio. Instó a Darwin a escribir un libro sobre palomas en vez de aquél. «Las palomas le interesan a todo el mundo[1]», comentó amablemente.

El sabio consejo de Elwin fue ignorado. On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life [El origen de las especies por selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida] se publicó a finales de noviembre de 1859, al precio de 15 chelines. La primera edición de 1.250 ejemplares se vendió el primer día. Nunca ha estado agotado, y casi siempre ha provocado controversias en el tiempo transcurrido desde entonces, lo que no está mal tratándose de un hombre cuyo otro interés principal eran las lombrices de tierra y que, si no hubiese sido por la decisión impetuosa de navegar alrededor del mundo, probablemente se habría pasado la vida como un párroco rural famoso por…, bueno, por su interés por las lombrices de tierra.

Charles Robert Darwin nació el 12 de febrero de 1809[*] en Shrewsbury, una población tranquila con mercado situada en la zona oeste de las Midlands. Su padre era un médico rico y bien considerado. Su madre, que murió cuando Charles contaba sólo ocho años de edad, era hija de Josiah Wedgwood, un famoso alfarero.

Darwin disfrutó de todas las ventajas de la educación, pero atribuló continuamente a su padre viudo con su rendimiento académico poco brillante. «De lo único que te preocupas es de andar cazando, de los perros y de matar ratas[2], y serás una desgracia para ti y para toda tu familia», escribía el viejo Darwin, es una cita que casi siempre aparece a esta altura en toda descripción de la primera parte de la vida de Charles Darwin. Aunque él se sentía inclinado hacia la historia natural, intentó estudiar medicina en la Universidad de Edimburgo por satisfacer a su padre, pero no fue capaz de soportar la sangre y el sufrimiento. La experiencia de presenciar una operación practicada a un niño comprensiblemente aterrado[3] (era en los tiempos en que no se utilizaban aún anestésicos, claro) le dejó traumatizado de por vida. Intentó estudiar derecho en vez de medicina, pero le pareció insoportablemente aburrido. Consiguió al final graduarse en teología en Cambridge, un poco como último recurso.

Parecía aguardarle una vida de vicario rural cuando surgió inesperadamente una oferta más tentadora. Darwin fue invitado a participar en una travesía del buque de investigación naval Beagle, básicamente como compañero en la mesa del comedor del capitán, Robert FitzRoy, cuyo rango le impedía socializar con alguien que no fuese un caballero. FitzRoy, que era muy raro, eligió a Darwin en parte porque le gustaba la forma de su nariz. (Creía que indicaba profundidad de carácter). No fue su primera elección, sino que le eligió después de que el acompañante preferido abandonase. Desde la perspectiva del siglo XXI, el rasgo más sorprendente que los dos hombres compartían era su extremada juventud. Cuando zarparon en su viaje, FitzRoy tenía sólo veintitrés años y, Darwin, veintidós.

La misión oficial que tenía FitzRoy era cartografiar aguas costeras, pero su afición (pasión, en realidad) era buscar pruebas para una interpretación bíblica literal de la creación. El que Darwin tuviese una formación eclesiástica fue básico en la decisión de FitzRoy de tenerle a bordo. El que Darwin resultase luego no ser del todo un ferviente devoto de los principios cristianos fundamentales daría motivo a roces constantes entre los dos.

El periodo que Darwin pasó a bordo del Beagle, de 1831 a 1836, fue obviamente la experiencia formativa de su vida, pero también una de las más duras. Compartía con su capitán un camarote pequeño, lo que no debió resultar fácil pues FitzRoy padecía arrebatos de furia seguidos de periodos de resentimiento latente. Darwin y él estaban constantemente enzarzados en disputas, algunas de las cuales «bordeaban la locura[4]», según recordaría más tarde Darwin. Las travesías oceánicas tendían a convertirse en experiencias melancólicas en el mejor de los casos (el anterior capitán del Beagle se había atravesado el cerebro de un balazo en un momento de pesimismo solitario), y FitzRoy procedía de una familia famosa por sus tendencias depresivas. Su tío, el vizconde de Castlereagh, se había cortado el cuello en la década anterior cuando era canciller del tesoro. (El propio FitzRoy se suicidaría por el mismo procedimiento en 1865). El capitán resultaba extraño e incomprensible hasta en sus periodos más tranquilos. Darwin se quedó estupefacto al enterarse, al final del viaje, de que FitzRoy se iba a casar casi inmediatamente con una joven con la que estaba prometido. En los cinco años que había pasado con él, no había insinuado que tuviese esa relación sentimental[5] ni había llegado a mencionar siquiera el nombre de su prometida.

Pero en todos los demás aspectos, la travesía del Beagle fue un éxito. Darwin pasó por aventuras suficientes como para toda una vida y acumuló una colección de especímenes que le bastaron para hacerse famoso y para mantenerle ocupado muchos años: encontró espléndidos fósiles gigantes antiguos, entre ellos el mejor Megatherium hallado hasta la fecha; sobrevivió a un mortífero terremoto en Chile; descubrió una nueva especie de delfín (a la que llamó servicialmente Delphinus fitzroyi); realizó diligentes y provechosas investigaciones geológicas en los Andes; y elaboró una teoría nueva y muy admirada sobre la formación de atolones coralinos, que sugería, significativamente, que los atolones necesitaban como mínimo un millón de años[6] para formarse, primer atisbo de su adhesión perdurable a la extrema antigüedad de los procesos terrestres. En 1836, a los veintisiete años, regresó a casa después de una ausencia de cinco años y dos días. Nunca volvió a salir de Inglaterra.

Una cosa que no hizo Darwin en el viaje fue proponer la teoría (o incluso una teoría) de la evolución. Para empezar, evolución como concepto tenía ya varias décadas de antigüedad en la de 1830. El propio abuelo de Darwin, Erasmus, había rendido tributo a los principios evolucionistas en un poema de inspirada mediocridad titulado «El templo de Natura» años antes de que Charles hubiese nacido siquiera. Hasta que el joven Charles no regresó a Inglaterra y leyó el Ensayo sobre el principio de la población de Thomas Malthus[7] (que postulaba que el aumento del suministro de alimentos nunca podría ser equiparable, por razones matemáticas, al crecimiento demográfico) no empezó a filtrarse en su mente la idea de que la vida es una lucha perenne y que la selección natural era el medio por el que algunas especies prosperaban mientras otras fracasaban. Lo que Darwin percibió concretamente fue que los organismos competían por los recursos y que los que tenían alguna ventaja innata prosperaban y transmitían esa ventaja a sus vástagos. Ése era el medio por el que mejoraban continuamente las especies.

Parece una idea terriblemente simple (y lo es), pero explicaba muchísimo y Darwin estaba dispuesto a consagrar su vida a ella. «¡Qué estúpido fui por no haberlo pensado!»[8], exclamó T. H. Huxley cuando leía Sobre el origen de las especies. Es una idea que ha ido repitiéndose desde entonces.

Conviene señalar que Darwin no utilizó la frase «supervivencia del más apto» en ninguna de sus obras (aunque expresase su admiración por ella). La expresión la acuñó, en 1864, cinco años después de la publicación de Sobre el origen de las especies, Herbert Spencer en su Principios de biología. Tampoco utilizó la palabra «evolución» en letra impresa hasta la sexta edición de Sobre el origen (época en la que su uso estaba ya demasiado generalizado para no utilizarla), prefiriendo en su lugar «descendencia con modificación». Y, sobre todo, lo que inspiró sus conclusiones no fue el hecho de que apreciase, en el tiempo que estuvo en las islas Galápagos, una interesante diversidad en los picos de los pinzones. La versión convencional de la historia (o al menos la que solemos recordar muchos) es que Darwin, cuando iba de isla en isla, se dio cuenta de que, en cada una de ellas, los picos de los pinzones estaban maravillosamente adaptados para el aprovechamiento de los recursos locales (en una isla, los picos eran fuertes, cortos y buenos para partir frutos con cáscara dura, mientras que, en la siguiente, eran, por ejemplo, largos, finos y muy bien adaptados para sacar alimento de hendiduras y rendijas) y eso le hizo pensar que tal vez aquellas aves no habían sido hechas así, si no que en cierto modo se habían hecho así ellas mismas.

Ciertamente, las aves se habían hecho a sí mismas, pero no fue Darwin quien se dio cuenta de ello. En la época del viaje del Beagle Darwin acababa de salir de la universidad y aún no era un naturalista consumado, por eso no fue capaz de darse cuenta de que las aves de las islas Galápagos eran todas del mismo tipo. Fue su amigo el ornitólogo John Gould[9] quien se dio cuenta de que lo que Darwin había encontrado había sido muchos pinzones con distintas habilidades. Por desgracia, Darwin no había reseñado, por su inexperiencia, qué aves correspondían a cada isla. (Había cometido un error similar con las tortugas). Tardó años en aclarar todas estas cosas.

Debido a estos diversos descuidos, y a la necesidad de examinar cajas y cajas de otros especímenes del Beagle, Darwin no empezó hasta 1842, cinco años después de su regreso a Inglaterra, a bosquejar los rudimentos de su nueva teoría. Los desarrolló dos años después en un «esbozo» de 230 páginas[10]. Y luego hizo una cosa extraordinaria: dejó a un lado sus notas y, durante la década y media siguiente, se ocupó de otros asuntos. Engendró diez hijos, dedicó casi ocho años a escribir una obra exhaustiva sobre los percebes («Odio el percebe como ningún hombre lo ha odiado jamás[11]», afirmó, y es comprensible, al concluir su obra) y cayó presa de extraños trastornos que le dejaron crónicamente apático, débil y «aturullado», como decía él. Los síntomas casi siempre incluían unas terribles náuseas, acompañadas en general de palpitaciones, migrañas, agotamiento, temblores, manchas delante de los ojos, insuficiencia respiratoria, vértigo y, como es natural, depresión.

No ha llegado a determinarse la causa de la enfermedad. La más romántica, y tal vez la más probable de las posibilidades propuestas, es que padeciese el mal de Chagas, una enfermedad persistente que podría haber contraído en Suramérica por la picadura de un insecto. Una explicación más prosaica es que su trastorno era psicosomático. De todos modos el sufrimiento no lo era. Era frecuente que no pudiese trabajar más de veinte minutos seguidos, y a veces ni siquiera eso.

Gran parte del resto del tiempo lo dedicaba a una serie de tratamientos cada vez más terribles: se daba gélidos baños de inmersión, se rociaba con vinagre, se ponía «cadenas eléctricas» que le sometían a pequeñas descargas de corriente… Se convirtió en una especie de eremita que raras veces abandonaba su casa de Kent, Down House. Una de las primeras cosas que hizo al instalarse en aquella casa fue colocar un espejo, por la parte de fuera de la ventana de su estudio, para poder identificar y, en caso necesario, evitar a los visitantes.

Darwin mantuvo en secreto su teoría porque sabía muy bien la tormenta que podía desencadenarse. En 1844, el año en que guardó sus notas, un libro titulado Vestiges of the Natural History of Creation [Vestigios de la historia natural de la Creación] enfureció a gran parte del mundo intelectual al sugerir que los seres humanos podrían haber evolucionado a partir de primates inferiores, sin la ayuda de un creador divino. El autor, previendo el escándalo, había tomado medidas cuidadosas para ocultar su identidad, manteniendo el secreto incluso con sus más íntimos amigos durante los cuarenta años siguientes. Había quien se preguntaba si el autor no podría ser el propio Darwin[12]. Otros sospechaban del príncipe Albert. En realidad, el autor era un escocés, un editor de prestigio y hombre en general modesto, se llamaba Robert Chambers y su resistencia a hacer pública la autoría del libro tenía una dimensión práctica además de la personal: su empresa era una importante editorial de biblias[*]. El libro de Chambers fue fogosamente atacado desde los púlpitos por toda Inglaterra y muchos otros países, pero provocó también una buena cuantía de cólera más académica. La Edimburg Review dedicó casi un número completo (85 páginas) a hacerlo pedazos. Hasta T. H. Huxley, que creía en la evolución, atacó el libro bastante venenosamente sin saber que el autor era un amigo suyo.

En cuanto al manuscrito de Darwin, podría haber seguido guardado hasta su muerte si no hubiese sido por un aviso alarmante que llegó de Extremo Oriente, a principios del verano de 1858, en forma de paquete, que contenía una amable carta de un joven naturalista, llamado Alfred Russel Wallace y el borrador de un artículo, «Sobre la tendencia de las variedades a separarse indefinidamente del tipo original», en que se esbozaba una teoría de la selección natural que era asombrosamente parecida a las notas secretas de Darwin. Había incluso frases que le recordaban las suyas. «No he visto nunca una coincidencia tan asombrosa —reflexionaba consternado Darwin—. Si Wallace tuviese el esbozo de mi manuscrito redactado en 1842, no podría haber hecho mejor un breve extracto[13]».

Wallace no apareció en la vida de Darwin de una forma tan inesperada como se dice a veces. Hacía tiempo que mantenían correspondencia y le había enviado generosamente más de una vez a Darwin especímenes que le parecía que podrían ser interesantes. En estos intercambios, Darwin había advertido discretamente a Wallace que consideraba el tema de la creación de las especies un territorio exclusivamente suyo. «Este verano hará veinte años (!) que abrí mi primer cuaderno de notas[14] sobre la cuestión de cómo y cuánto difieren entre sí las especies y las variedades —le había escrito tiempo atrás a Wallace—. Estoy preparando mi obra para la publicación», añadía, aunque en realidad no estaba haciéndolo.

Wallace no se dio cuenta de qué era lo que Darwin estaba intentando decirle… y, de todos modos, claro, no podría haber tenido la menor idea de que su propia teoría fuese casi idéntica a la que Darwin había estado, digamos, haciendo evolucionar desde hacía veinte años.

Darwin se hallaba ante un dilema torturante. Si corría a la imprenta para preservar su prioridad, estaría aprovechándose de un chivatazo inocente de un admirador lejano. Pero, si se hacía a un lado, como una conducta caballerosa se podía alegar que exigía, perdería el reconocimiento debido por una teoría que él había postulado independientemente. La teoría de Wallace era, según su propio autor confesaba, fruto de un ramalazo de intuición; la de Darwin era producto de años de pensamiento meticuloso, pausado y metódico. Era todo de una injusticia aplastante.

Para aumentar las desgracias, el hijo más pequeño de Darwin, que se llamaba también Charles, había contraído la escarlatina y estaba en un estado crítico. Murió en el punto álgido de la crisis, el 28 de junio. A pesar del desconsuelo que le causaba la enfermedad de su hijo, Darwin encontró tiempo para escribir cartas a sus amigos Charles Lyell y Joseph Hooker, ofreciendo hacerse a un lado pero indicando que hacerlo significaba que toda su obra, «tenga el valor que pueda tener, quedará hecha trizas[15]». Lyell y Hooker propusieron la solución de compromiso de presentar un resumen conjunto de las ideas de Darwin y de Wallace. Acordaron que se efectuaría en una de las reuniones de la Sociedad Linneana, que estaba por entonces luchando por recuperar la condición de entidad científica prestigiosa. El 1 de julio de 1838, se reveló al mundo la teoría de Darwin y Wallace. Darwin no estuvo presente. Ese mismo día, su esposa y él estaban enterrando a su hijo.

La presentación de la teoría de Darwin y Wallace fue una de las siete disertaciones de esa velada (una de las otras fue sobre la flora de Angola) y, si las treinta personas, más o menos, del público se dieron cuenta de que estaban siendo testigos del acontecimiento científico del siglo, no mostraron el menor indicio de ello. No hubo al final ningún debate. Tampoco atrajo el asunto mucha atención en otros círculos. Darwin comentó muy contento, más tarde, que sólo una persona, un tal profesor Haughton de Dublín, mencionó los dos artículos en letra impresa y su conclusión fue que «todo lo que era nuevo en ellos era falso y, todo lo que era verdad, era viejo[16]».

Wallace, aún en Extremo Oriente se enteró de estos acontecimientos mucho después de que se produjesen, pero fue notablemente ecuánime, y pareció complacerle el hecho de se le hubiese llegado a incluir. Hasta se refirió siempre a la teoría como «darwinismo».

Quien no se mostró tan bien dispuesto a aceptar la reivindicación de prioridad de Darwin fue un jardinero escocés llamado Patrick Matthew[17], que había planteado los principios de la selección natural más de veinte años antes, en realidad el mismo año en que Darwin se había hecho a la mar en el Beagle. Por desgracia, Matthew había expuesto esas ideas en un libro titulado Naval Timber and Arboriculture [Madera Naval y Arboricultura], y no sólo le había pasado desapercibido a Darwin sino a todo el mundo. Matthew armó un gran escándalo, a través de una carta a Gardener’s Chronicle, al ver que se honraba a Darwin en todas partes por una idea que en realidad era suya. Darwin se disculpó inmediatamente, aunque puntualizaba: «Creo que nadie se sorprenderá de que ni yo, ni al parecer ningún otro naturalista, se haya enterado de las ideas del señor Matthew, considerando la brevedad con que se expusieron y que aparecieron en el Apéndice a una obra sobre madera naval y arboricultura».

Wallace continuó otros cincuenta años en activo como naturalista y pensador, a veces muy bueno, pero fue perdiendo progresivamente prestigio en los medios científicos al interesarse por temas dudosos, como el espiritismo y la posibilidad de la existencia de vida en otras partes del universo. Así que la teoría pasó a ser, por defecto básicamente, sólo de Darwin.

A Darwin le atormentaron siempre sus propias ideas. Se calificaba a sí mismo de «capellán del diablo[18]» y decía que, al revelar la teoría, sintió «como si confesase un asesinato[19]». Aparte de cualquier otra consideración, sabía que apenaba profundamente a su amada y devota esposa. Aun así, se lanzó a trabajar inmediatamente ampliando su manuscrito en una obra con extensión de libro. La tituló provisionalmente Un extracto de un ensayo sobre el origen de las especies y las variedades a través de la selección natural… título tan tibio y vacilante que su editor, John Murray, decidió hacer una tirada de sólo 500 ejemplares. Pero después de recibir el manuscrito, y un título algo más atractivo, Murray reconsideró el asunto y aumentó el número de ejemplares de la tirada inicial hasta los 1.250.

Aunque El origen de las especies tuvo un éxito comercial inmediato, tuvo bastante menos éxito de crítica. La teoría de Darwin planteaba dos problemas insolubles. Necesitaba mucho más tiempo del que lord Kelvin estaba dispuesto a otorgarle y contaba con escaso apoyo en el testimonio fósil. ¿Dónde estaba, se preguntaban los críticos más sesudos, las formas transicionales que su teoría tan claramente exigía? Si la evolución estaba creando continuamente nuevas especies, tenía que haber, sin duda, muchísimas formas intermedias esparcidas por el registro fósil; y no las había[*]. En realidad, los testimonios fósiles con que se contaba entonces (y se contaría durante mucho tiempo después) no indicaban que hubiese habido vida antes de la famosa explosión cámbrica.

Pero ahora allí estaba Darwin, sin ninguna prueba, insistiendo en que los mares primitivos anteriores debían haber contado con vida abundante y que no se había encontrado aún porque no se había preservado, por alguna razón. Tenía que haber sido así sin duda, según Darwin. «De momento, la teoría ha de seguir sin poder explicarse[20]; y eso debe alegarse, ciertamente, como argumento válido contra las ideas que aquí se sostienen», admitía con la mayor sinceridad, pero se negaba a aceptar una posibilidad alternativa. A modo de explicación especulaba[21] (con inventiva, pero incorrectamente) que, tal vez, los mares precámbricos hubiesen estado demasiado limpios para dejar sedimentos y, por eso, no se hubiesen conservado fósiles.

Hasta los amigos más íntimos de Darwin se sentían atribulados por la poca seriedad que recelaban a su juicio algunas de sus afirmaciones. Adam Sedgwick, que había sido profesor suyo en Cambridge y le había llevado en una gira geológica por Gales en 1831, dijo que el libro le causaba «más dolor que placer». Louis Agassiz, el célebre paleontólogo suizo, lo desdeñó como una pobre conjetura. Hasta Lyell dijo lúgubremente: «Darwin va demasiado lejos[22]».

A T. H. Huxley no le agradaba la insistencia de Darwin en cantidades inmensas de tiempo geológico porque él era un saltacionista[23], lo que significa que creía en la idea de que los cambios evolutivos se producen no gradualmente sino de forma súbita. Los saltacionistas (la palabra viene del latín saltatio que significa «salto») no podían aceptar que pudiesen surgir órganos complicados en etapas lentas. ¿De qué vale, en realidad, un décimo de ala o la mitad de un ojo? Esos órganos, pensaban, sólo tienen sentido si aparecen completos.

Esa creencia resultaba un poco sorprendente en un espíritu tan radical como Huxley porque recordaba mucho una idea religiosa, muy conservadora, que había expuesto por primera vez el teólogo inglés Willian Paley en 1802, conocida como el argumento del diseño. Paley sostenía que, si te encuentras un reloj de bolsillo en el suelo, aunque fuese el primero que vieses en tu vida, te darías cuenta inmediatamente de que lo había hecho un ser inteligente. Lo mismo sucedía, según él, con la naturaleza: su complejidad era prueba de que estaba diseñada. La idea tuvo mucha aceptación en el siglo XIX y también le causó problemas a Darwin. «El ojo me da hasta hoy escalofríos[24]», reconocía en una carta a un amigo. En El origen de las especies acepta que «admito libremente que parece absurdo en el más alto grado posible» que la selección natural pudiese producir un instrumento así en etapas graduales[25].

Aun así, y para infinita exasperación de sus partidarios, Darwin no sólo insistió en que todo cambio era gradual, sino que casi cada nueva edición de El origen de las especies aumentaba la cantidad de tiempo que consideraba necesario para que la evolución pudiese progresar, lo que hacía que su propuesta fuese perdiendo cada vez más apoyo. «Al final —según el científico e historiador Jeffrey Schwartz—, Darwin perdió casi todo el apoyo que aún conservaba[26] entre las filas de sus colegas geólogos y naturalistas».

Irónicamente, si consideramos que Darwin tituló su libro El origen de las especies, la única cosa que no podía explicar era cómo se originaban las especies. Su teoría postulaba un mecanismo que explicaba cómo una especie podía hacerse más fuerte, mejor o más rápida (en una palabra, más apta) pero no daba indicio alguno de cómo podía producirse una especie nueva. Fleeming Jenkin, un ingeniero escocés, consideró el problema y apreció un fallo importante en el argumento de Darwin. Darwin creía que cualquier rasgo beneficioso que surgiese en una generación se transmitiría a las generaciones siguientes, fortaleciéndose así la especie. Jenkin señaló que un rasgo favorable en un progenitor se haría dominante en las generaciones siguientes, pero se diluiría en realidad a través de la mezcla. Si echas whisky en un vaso de agua, no reforzarás el whisky, lo harás más débil. Y si echas esa solución diluida en otro vaso de agua, se vuelve más débil aún. Así también, cualquier rasgo favorable introducido por un progenitor iría aguándose sucesivamente por los posteriores apareamientos hasta desaparecer del todo. Por tanto, la teoría de Darwin era una receta no para el cambio, sino para la permanencia. Podían producirse de vez en cuando casualidades afortunadas, pero no tardarían en esfumarse ante el impulso general a favor de que todo volviese a una situación de mediocridad estable. Para que la selección natural operase hacía falta un mecanismo alternativo no identificado.

Aunque ni Darwin ni nadie más lo supiera, a 1.200 kilómetros de distancia, en un tranquilo rincón de Europa central, un monje recoleto llamado Gregor Mendel estaba dando con la solución.

Mendel había nacido en 1822, en una humilde familia campesina de una zona remota y atrasada del Imperio austriaco situada en lo que es hoy la República Checa. Los libros de texto le retrataban en tiempos como un monje provinciano sencillo, pero perspicaz, cuyos descubrimientos fueron en gran medida fruto de la casualidad, resultado de fijarse en algunos rasgos interesantes de la herencia mientras cultivaba guisantes en el huerto del monasterio. En realidad, Mendel poseía formación científica (había estudiado física y matemáticas en el Instituto Filosófico de Olmütz y en la Universidad de Viena) y aplicó los criterios de la ciencia en todo lo que hizo. Además, el monasterio de Brno en el que vivió a partir de 1834 era reconocido como institución ilustrada. Tenía una biblioteca de 20.000 volúmenes y una tradición de investigación científica meticulosa[27].

Mendel, antes de iniciar sus experimentos, pasó dos años preparando sus especímenes de control, siete variedades de guisantes, para asegurarse de que los cruces eran correctos. Luego, con la ayuda de dos ayudantes que trabajaban a jornada completa, cruzó y recruzó híbridos de 30.000 plantas de guisantes. Era una tarea delicada, que obligaba a los tres a esforzarse todo lo posible para evitar una fertilización cruzada accidental y para que no les pasase desapercibida cualquier leve variación en el desarrollo y la apariencia de semillas, vainas, hojas, tallos y flores. Mendel sabía bien lo que estaba haciendo.

Él no utilizó nunca la palabra «gen» (no se acuñó hasta 1913, en un diccionario médico inglés) aunque sí inventó los términos «dominante» y «recesivo». Lo que él demostró fue que cada semilla contenía dos «factores» o elemente, como los llamaba él (uno dominante y otro recesivo) y que esos factores, cuando se combinaban, producían pautas de herencia predecibles.

Mendel convirtió los resultados en fórmulas matemáticas precisas. Dedicó ocho años en total a sus experimentos, luego confirmó los resultados obtenidos mediante otros experimentos similares con flores, trigo y otras plantas. En realidad, si hubiera que reprocharle algo, sería haber sido demasiado científico en su enfoque, pues, cuando presentó sus descubrimientos en 1865, en las reuniones de febrero y marzo de la Sociedad de Historia Natural de Brno, el público, compuesto por unas cuarenta personas, escuchó cortésmente pero no se conmovió lo más mínimo, a pesar de que el cultivo de plantas era un tema que tenía un gran interés práctico para muchos de los miembros de la asociación.

Cuando se publicó el informe, Mendel envió enseguida un ejemplar de él al gran botánico suizo Karl-Wilhelm von Nägeli, cuyo apoyo era casi vital para las perspectivas de la teoría. Desgraciadamente, Nägeli no fue capaz de darse cuenta de la importancia de lo que Mendel había descubierto. Le sugirió que intentase cruces con la vellosilla. Mendel obedeció servicialmente, pero no tardó en darse cuenta de que la vellosilla no tenía ninguno de los rasgos precisos para estudiar la herencia. Era evidente que Nägeli no había leído el artículo con atención o tal vez no lo había leído siquiera. Mendel, decepcionado, dejó de investigar la herencia y dedicó el resto de su vida a cultivar unas hortalizas excepcionales y a estudiar las abejas, los ratones y las manchas solares, entre otras muchas cosas. Acabaron nombrándole abad.

Los descubrimientos de Mendel no pasaron tan desapercibidos como se dice a veces. Su estudio mereció una elogiosa entrada en la Encyclopaedia Britannica (que era entonces un registro científico más sobresaliente de lo que es ahora) y apareció citado varias veces en un importante artículo del alemán Wilhelm Olbers Focke. De hecho, que las ideas de Mendel nunca llegasen a hundirse bajo la línea de flotación del pensamiento científico fue lo que permitió que se recuperasen tan rápido cuando el mundo estuvo preparado para ellas.

Darwin y Mendel establecieron los dos juntos sin saberlo los cimientos de todas las ciencias de la vida del siglo XX. Darwin percibió que todos los seres vivos están emparentados, que en última instancia «su ascendencia se remonta a un origen único común»; la obra de Mendel aportó el mecanismo que permitía explicar cómo podía suceder eso. Es muy posible que Darwin y Mendel se ayudasen mutuamente, Mendel tenía una edición alemana de El origen de las especies, que se sabe que había leído, así que debió de darse cuenta de que sus trabajos se complementaban con los de Darwin, pero parece que no hizo ningún intento de ponerse en contacto con él. Y Darwin, por su parte, se sabe que estudió el influyente artículo de Focke[28] con sus repetidas alusiones a la obra de Mendel, pero no las relacionó con sus propios estudios.

Curiosamente, hay algo que todo el mundo piensa que se expone en la teoría de Darwin (que los humanos descendemos de los monos), pero esta idea no aparece en su obra más que como una alusión sobre la marcha. Aun así, no hacía falta forzar mucho la imaginación para darse cuenta de lo que implicaban las teorías de Darwin en relación con el desarrollo humano, y el asunto se convirtió enseguida en tema de conversación.

El enfrentamiento se produjo el sábado 30 de junio de 1860 en una reunión de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia en Oxford. Robert Chambers[29], autor de Vestige of The Natural History of Creation, había instado a asistir a Huxley, que desconocía la relación de Chambers con ese libro polémico. Darwin no asistió, como siempre. La reunión se celebró en el Museo Zoológico de Oxford. Se apretujaron en el recinto más de mil personas; hubo que negar el acceso a centenares de personas más. La gente sabía que iba a suceder algo importante, aunque tuvieran que esperar antes a que un soporífero orador llamado John William Draper, de la Universidad de Nueva York, dedicase valerosamente dos horas a exponer con escasa habilidad unos comentarios introductorios[30] sobre «El desarrollo intelectual de Europa, considerado en relación con las ideas del señor Darwin».

Finalmente, pidió la palabra el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce. Había sido informado (o así suele suponerse) por el ardiente antidarwiniano Richard Owen, que había estado en su casa la noche anterior. Como casi siempre ocurre con acontecimientos que acaban en un alboroto, las versiones de qué fue exactamente lo que sucedió varían en extremo. Según la versión más popular, Wilberforce, cuando estaba en plena disertación, se volvió a Huxley con una tensa sonrisa y le preguntó si se consideraba vinculado a los monos a través de su abuelo o de su abuela. El comentario pretendía ser, sin duda, una ocurrencia graciosa, pero se interpretó como un gélido reto. Huxley, según su propia versión, se volvió a la persona que estaba a su lado y murmuró: «El Señor le ha puesto en mis manos», luego se levantó con visible alegría.

Otros, sin embargo, recordaban a Huxley temblando de cólera e indignación. Lo cierto es que proclamó que prefería declararse pariente de un mono antes que de alguien que utilizaba su posición eminente para decir insensateces, que revelaban una profunda falta de información en lo que se suponía que era un foro científico serio. Semejante respuesta era una impertinencia escandalosa, así como una falta de respeto al cargo que ostentaba Wilberforce, y el acto se convirtió inmediatamente en un tumulto. Una tal lady Brewster se desmayó. Robert FitzRoy, el compañero de Darwin en el Beagle de veinticinco años atrás, vagaba por el salón sosteniendo en alto una Biblia y gritando: «¡El Libro, el Libro!». (Estaba allí para presentar un artículo sobre las tormentas en su calidad de director de un Departamento Meteorológico recién creado). Curiosamente, cada uno de los dos bandos proclamaría después que había derrotado al otro.

Darwin haría por fin explícita su creencia en nuestro parentesco con los simios en La descendencia humana y la selección sexual en 1871. Se trataba de una conclusión audaz, porque no había nada en el registro fósil que apoyara semejante idea. Los únicos restos humanos antiguos conocidos por entonces eran los famosos huesos de Neandertal, de Alemania, y unos cuantos fragmentos dudosos de mandíbulas, y muchas autoridades en la materia se negaban incluso a creer en su antigüedad. La descendencia humana y la selección sexual era un libro mucho más polémico que El origen de las especies, pero en la época de su aparición el mundo se había hecho menos excitable y los argumentos que en él se exponían causaron mucho menos revuelo.

Darwin pasó, sin embargo, sus últimos años dedicado mayoritariamente a otros proyectos, casi ninguno de los cuales se relacionaba, salvo de forma tangencial, con el tema de la selección natural. Pasó periodos asombrosamente largos recogiendo excrementos de aves, examinando sus contenidos con el propósito de determinar cómo se difundían las semillas entre continentes, y dedicó varios años más a investigar la conducta de los gusanos. Uno de sus experimentos consistió en tocarles el piano[31], no para entretenerlos sino para estudiar qué efectos tenían en ellos el sonido y la vibración. Fue el primero en darse cuenta de la importancia vital que tienen los gusanos para la fertilidad del suelo. «Se puede considerar dudoso que haya habido muchos otros animales que hayan tenido un papel tan importante en la historia del mundo», escribió en su obra maestra sobre el tema, The Formation of Vegetable Mould Through the Action of Worms [Formación de la capa vegetal por la acción de los gusanos] (1881), que fue en realidad más popular de lo que lo había llegado a ser El origen de las especies. Otros libros suyos son Fecundación de las orquídeas por los insectos (publicada en inglés en 1862), Expresión de las emociones en el hombre y en los animales (en inglés, 1872), del que se vendieron casi 5.300 ejemplares el primer día de su publicación, Los efectos de la fecundación cruzada y de la autofecundación en el reino vegetal (en inglés, 1876) (un tema increíblemente próximo a los trabajos de Mendel, pero en el que no llegó a proponer en modo alguno ideas similares) y The Power of Movement in Plants [El poder del movimiento de las plantas]. Finalmente, aunque no sea por ello menos importante, dedicó mucho esfuerzo a estudiar las consecuencias de la endogamia, un tema por el que tenía un interés personal. Se había casado con una prima suya[32], así que sospechaba sombríamente que ciertos defectos físicos y mentales de sus hijos se debían a una falta de diversidad en su árbol genealógico.

A Darwin se le honró a menudo en vida, pero nunca por El origen de las especies[33] o La descendencia humana y la selección sexual. Cuando la Real Sociedad le otorgó la prestigiosa Copley Medal fue por sus trabajos en geología, zoología y botánica, no por sus teorías evolucionistas, y la Sociedad Linneana tuvo a bien, por su parte, honrar a Darwin sin abrazar por ello sus ideas revolucionarias. Nunca se le nombró caballero, aunque se le enterró en la abadía de Westminster, al lado de Newton. Murió en Down en abril de 1882. Mendel murió dos años después.

La teoría de Darwin no alcanzó, en realidad, una amplia aceptación hasta las décadas de los treinta y los cuarenta[34], con el desarrollo de una teoría perfeccionada denominada, con cierta altivez, la Síntesis Moderna, que complementaba las ideas de Darwin con las de Mendel y otros. También en el caso de Mendel fue póstumo el reconocimiento, aunque llegó un poco antes. En 1900, tres científicos que trabajaban independientemente en Europa redescubrieron la obra de Mendel más o menos a la vez. Como uno de ellos, un holandés llamado Hugo de Vries, parecía dispuesto a atribuirse las ideas de Mendel[35], surgió un rival que dejó ruidosamente claro que el honor correspondía al monje olvidado.

El mundo estaba (aunque no del todo) preparado para empezar a entender cómo llegamos aquí; cómo nos hicimos unos a otros. Resulta bastante asombroso pensar que, a principios del siglo XX y durante algunos años más, las mentes científicas más preclaras del mundo no podían decirte, de una forma verdaderamente significativa, de dónde vienen los niños.

Y hay que tener en cuenta que se trataba de hombres que creían que la ciencia había llegado casi al final.

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