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3. Ruta hacia la Casa Blanca » Perdón, ¿a quién?

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PERDÓN, ¿A QUIÉN?

Tiempo después, en agosto de 2016, Donald Trump había mostrado arrepentimiento (quizá). Dirigido, y aquí el matiz de Trump no es residual, no a la ciudad y al mundo como en las bendiciones Urbi et orbe del papa, sino «particularmente a aquellos a los que haya podido causar un dolor personal». A ellos. Solo a ellos y sin citar a nadie. Que cada cual se sienta aludido, si lo desea. Pero ¿a quién no ha podido causar dolor algo de lo mucho y ofensivo que había dicho Trump hasta ese día tan especial de agosto de 2016? Hispanos, negros, musulmanes, mujeres, refugiados, soldados, personas con discapacidad, rivales políticos, compañeros de partido, izquierdistas, centristas, derechistas templados, derechistas no templados, obamistas, clintonianos, extranjeros en general (salvo algunos rusos y norcoreanos)… Y todos los votantes que no tuvieran intención de votarle. Porque pocos días antes, esa vez sin teleprompter, se puso imaginativo durante un mitin en Connecticut, y la lengua se le dispersó: «Podéis imaginar lo mal que me sentiré si gasto todo este dinero, toda esta energía, todo este tiempo… ¡y pierdo! Nunca jamás perdonaría a la gente de Connecticut, de Florida, de Pennsylvania, de Ohio…». La lista de los no afectados por la verborrea de Trump sería más breve, pero igual de innecesaria.

Trump y su equipo sabían que aquel regret but not exactly sorry se apropiaría del siguiente ciclo de veinticuatro horas de noticias. No se hablaría de otra cosa en Estados Unidos que de las disculpas de quien nunca se disculpa. Fue de eso, y pudo ser también de otro hecho imposible que, por serlo, no ocurrió: la selección española de baloncesto (la ÑBA de Gasol, Calderón, Reyes, Llull, Rudy, Mirotic, Navarro…) pudo conseguirlo, pero no logró derrotar aquella noche al equipo de Estados Unidos, ni pudo arrebatar a los americanos la medalla de oro olímpica que tienen en propiedad sin discusión posible. Pero sí se habló entonces, y mucho, de la vergüenza internacional provocada por cuatro nadadores fabulosos, convertidos de pronto en cuatro gamberros embusteros, que pretendían engañar al mundo diciendo que les habían robado a punta de pistola, cuando en realidad habían provocado destrozos en una gasolinera de Río cuando volvían a la villa olímpica con demasiado alcohol en sangre. Las disculpas de Trump tuvieron que competir con otras noticias. El ciclo de la información suele ser plural.

But. En toda disculpa aparece un «pero» (but) para aguarla, desnaturalizarla, rebajarla y, como consecuencia, dar la impresión de que un arrepentimiento lo es solo parcial; que, desde luego, no es exactamente lo mismo que pedir perdón; y está muy lejos de ser una rendición. Regret, not surrender. «Pero os puedo hacer una promesa: siempre os diré la verdad». El matiz, de ser creíble, no sirvió para frenar el hecho cierto de que Donald Trump se había visto obligado a hacer algo parecido a disculparse por primera vez desde que anunció su candidatura más de un año atrás. ¿Se habría arrepentido alguna otra vez en su vida? Ni siquiera lo había hecho cuando pocas semanas antes, en una situación sin precedente alguno en un país tan respetuoso con sus militares como Estados Unidos, se había mostrado despreciativo con los padres de un joven capitán de familia afgana que había muerto en Irak, con la bandera americana cosida en su uniforme.

Trump se lanzó entonces a por Hillary Clinton y retó a su rival a pedir disculpas por mentir: «Mientras que yo a veces puedo ser demasiado honesto (en referencia a sus sinceras salidas de tono), ella nunca dice la verdad. Una mentira tras otra, y va a peor cada día que pasa. El pueblo americano está esperando a que Hillary Clinton se disculpe por las muchas mentiras que ha dicho y por las muchas veces que les ha traicionado». Y no era este un mensaje en vacío. Era y fue la principal estrategia de campaña de Trump: presentar a Hillary como una embustera, indigna del puesto al que aspiraba. Muchos americanos pensaban y piensan lo mismo. Muchos de ellos, demócratas. Otros, también muchos, demócratas y republicanos, pensaban y piensan lo mismo de Donald.

Pero ¿por qué Trump estaba ahora dispuesto a moderarse y a pedir disculpas por sus evidentes errores de campaña? Por eso. Porque incluso él había llegado a la conclusión de que su estrategia podría ser un error. No habían pasado ni veinticuatro horas de su arrepentimiento cuando un nuevo seísmo sacudía a su equipo: Paul Manafort, su jefe de campaña, abandonaba la nave. Y Manafort no era el primer jefe de campaña que había tenido Trump. Llegó al equipo de Trump pocos meses antes, en primavera, lo que provocó poco después la salida de Corey Lewandowski, el hasta entonces responsable de la estrategia, si es que alguien que no sea Trump era capaz de imponerle una estrategia. Manafort se puso como objetivo asegurar la victoria en las primarias del Partido Republicano y, por extensión, ganar la convención y convertirla en la plataforma de lanzamiento hacia la Casa Blanca. De paso, y no menos importante, su trabajo más difícil era engrasar la relación entre Trump y la cúpula del partido. Lo intentó. Sin éxito.

Los observadores pensaron que la llegada de Manafort podía dulcificar en parte el discurso de Trump. También en eso fracasó. Y, por añadidura, días antes de su salida se produjeron dos acontecimientos que reventaron de forma definitiva su manejo de la campaña. Primero se publicaron datos sobre la relación de Manafort con dirigentes rusos y con Víctor Yanukóvich, el expresidente prorruso de Ucrania. Habría cobrado de él más de doce millones de dólares, si es que el dato era cierto. Las informaciones se hicieron públicas poco después de que Trump hablara lindezas de Vladimir Putin y agradeciera a los servicios de inteligencia de Moscú que filtraran emails de la jefatura del Partido Demócrata que evidenciaban su apoyo expreso durante las primarias a Hillary Clinton, en detrimento de Bernie Sanders. Demasiada Rusia para un candidato a la presidencia de los Estados Unidos.

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