Tres veces tú
Cinco
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CINCO
Cuando entro en la pista de pádel ya están formados los equipos y me toca jugar con un tal Alberto, a quien no conozco mucho. Los otros dos, en cambio, se miran enseguida riéndose, como si ya tuvieran la victoria en el bolsillo.
—¿Sacas tú?
—No, no, empieza tú mejor.
—¿Estáis listos?
Asienten los dos. De modo que saco y subo con rapidez a la red. Intentan defenderse tirando exactamente entre Alberto y yo, quizá también para que nuestras palas choquen, pero no me importa, como mucho se romperá, mientras que Alberto, sensible e intranquilo, ni siquiera trata de devolverla.
Respondo al vuelo y la golpeo tan fuerte que los rebasa a ambos, elevándose y haciendo que no puedan darle.
—¡Bien, 15 – 0!
Bueno, puede que el partido no vaya tan mal. Los dos intercambian una mirada, ya no parecen tan bravucones como antes de empezar. Solo se me plantea una duda: ¿no era excesiva esa sonrisa de Alberto? ¿Será gay? Pero, aunque lo sea, no me preocupo demasiado, vamos sumando puntos en una sintonía perfecta. Alberto y yo no nos solapamos, no nos estorbamos, vemos cómo cubrir los espacios, cómo no dejar huecos. Ellos sudan, insisten, corren de aquí para allá y de vez en cuando chocan y acaban en el suelo, como ahora… Y yo, con gran alegría, coloco la bola al otro lado de la pista.
—¡Punto!
Y seguimos así, sudando, corriendo, esforzándonos. Alberto se lanza sobre una bola y consigue devolverla cayendo al suelo y volviendo a levantarse. Es bueno y, sea cual sea su tendencia, es realmente rápido y atento, y también muy intuitivo. No está gordo: es delgado y esbelto.
—¡Punto!
Y esta vez Alberto me da la derecha, chocamos los cinco con fuerza, orgullosos de ese punto logrado después de un disputado intercambio. Ahora les toca a ellos. El tipo se prepara para el servicio, hace botar la bola y la golpea hacia delante. La bola sale flechada, a una velocidad increíble. De forma instintiva, pongo la pala delante de la cara, la devuelvo por el otro lado y le doy de lleno al otro contrincante, acertándole en las partes bajas. Allí donde las bolas son otras.
—Perdona, no quería…
La pelota acaba su recorrido en el suelo, seguida del tipo tocado y hundido.
—En serio, perdona…
Alberto se acerca fingiendo preocupación, pero luego, con la excusa de recoger la bola, se agacha y me susurra al oído:
—Buen golpe, joder.
Me entran ganas de reír y, mientras oigo sus palabras, susurradas de esa manera tan íntima, tan simple, con ese aire de fanfarrón, me parece estar oyendo a mi viejo amigo de siempre, Pollo. Y me vuelvo como para buscarlo, pero solo veo a Alberto, que sonríe y me guiña un ojo. Yo le correspondo, aunque un instante después, si supiera leer bien mi cara, vería toda mi tristeza.
Pollo y yo nunca jugamos a pádel, nos habría dado asco solo pensar en un deporte con un nombre así. Pero juntos dimos reveses y derechazos a la vida que nos venía de cara. Lo recuerdo con las uñas mordidas y su vieja Kawa 550 apodada Caja de muertos, un nombre de broma que luego se convirtió en el espectro de un presagio. Pollo, con su miseria y su alegría, que iba a tope sin mirar nunca hacia atrás.
Sigo jugando, con los ojos velados no solo por el sudor. Hacemos el punto y nos reímos, y Alberto me dice algo más antes de sacar; ahora le toca a él. Asiento, pero no he entendido bien lo que ha dicho, quizá «Están fundidos…».
Efectivamente, parecen extenuados. Pollo, en cambio, era incansable, siempre estaba en movimiento, como si nunca quisiera pararse, como si le diera miedo pensar, tener que lidiar con algo, como si huyese. En eterna huida. Un golpe más, una secuencia interminable, un intercambio infinito, como si ninguno de los dos quisiera abandonar. Un día tengo que ir a ver a sus padres, nunca he tenido el valor de hacerlo. El dolor te vuelve inmóvil. Nos asusta lo que podemos sentir y nos encerramos en nuestra coraza, que es todavía más dura que ese dolor que se clava en el corazón. Y, sin pensarlo más, me lanzo hacia la bola que se me acerca, la golpeo con fuerza, con tanta rabia que casi se desintegra en el suelo, pero enseguida vuelve a hincharse y rebota a lo lejos, inalcanzable para cualquier pala.
—¡Punto! ¡Partido!
Alberto grita feliz. Nos damos la mano y nos abrazamos, con verdadero entusiasmo, y hasta al cabo de un rato no saludamos a nuestros contrincantes.
—¡Tendréis que darnos la revancha!
—Sí, por supuesto.
Y sonrío. Pero ya estoy en otra parte. No sé si los padres de Pollo todavía viven allí. Y con ese último pensamiento salgo de la pista y, a pesar de haber ganado, me siento terriblemente derrotado.