Tres veces tú

Tres veces tú


Veintiocho

Página 30 de 149

VEINTIOCHO

Y ahora veo a Gin moviéndose por casa, la misma casa por la que pedí una hipoteca pensando que estaba dando un gran paso, pero nunca me habría imaginado que iba a ser ese «paso». ¿Qué fue lo que de repente me hizo decidirme? Su bronca, sin duda, no. Y se me dibuja una sonrisa al recordarlo.

Gin es hermosa, risueña, está siempre alegre, sufre por las cosas que le importan y me ama. Es única, especial. ¿Fue tal vez el miedo a perderla? El miedo a no volver a encontrar a una persona así, tan perfecta. Pero ¿la perfección es un pretexto para el amor? Si ahora Pollo estuviera aquí conmigo, sentado en este sofá, ¿qué me diría?: «Ah, Step, pero ¿qué estás diciendo? ¿Tú crees que alguien como tú tiene que plantearse las cosas como si fuera un oficinista? Pues bien, lo primero: las mujeres pasan y los amigos se quedan. Vale, yo me he ido…». Sí, se estaría burlando de mí un buen rato.

«¡Joder, tú eres Step, recuérdalo!». Cómo me gustaría que estuviera aquí de verdad para escuchar bien sus palabras, porque, aunque ya no esté, todavía es el único que me conoce mejor que nadie.

«¿Qué más? Continúa…». «Y ¿qué quieres que te diga? Y pensar que un día pedirías una hipoteca, te comprarías una casa, y encima en la Camilluccia, que prepararías toda esa serie de sorpresas para pedirle a una chica que se case contigo… Bueno, si me lo hubieran dicho, nunca me lo habría creído, te lo juro. Pero las cosas han ido así, de modo que no puedo discutir, me has dejado descolocado. A ti, al que le gustaban las peleas, ¿ahora te gusta el matrimonio? ¡No sé!… Pero si tengo que entender por qué lo has hecho, mejor dicho, por qué lo estás haciendo…, porque todavía estás a tiempo; lo sabes, ¿verdad? Bueno, pues no tengo una explicación concreta. Solo sé que un paso como ese se da cuando amas a alguien, no creo que haya otros motivos. Así que la pregunta que te hago es: pero ¿tú amas a Gin?».

Y me quedo mirando ese sitio vacío en el sofá, como si la última pregunta de mi amigo todavía me retumbara en los oídos.

«¿Tú amas a Gin?».

—Eh, ¿qué pasa? —Me mira divertida, está ahí, quieta, con las manos en las caderas mientras sacude la cabeza intrigada—. ¡Parece que hayas visto un fantasma!

Y no sabe cuánto se ha acercado.

—No, no, estaba pensando.

—Y ¿en qué pensabas? Parecías muy absorto…

—Pensaba en el trabajo, en decisiones que hay que tomar…

—De acuerdo; voy a la cocina porque he preparado unas cosas riquísimas que espero que te gusten.

—¿Qué es?

—Es una sorpresa…, porque tengo una sorpresa.

Y desaparece así, sin añadir nada más.

—Está bien, yo voy a mi despacho.

Me levanto del sofá y me dirijo a la última habitación del fondo. Me gusta esta casa, la siento mía. Está llena de luz, rodeada de verde y de los colores de las buganvillas. Fue idea de Giorgio, fue él quien me convenció de que la comprara: «No la dejes escapar, es un buen negocio. Después, si quieres, te la vendes. La subasta un amigo que me debe un favor». Quería darle una sorpresa a Gin, así que no le dije nada, pero en cuanto la vio se fue a Omega, como dice ella cuando el placer no tiene nombre: «Es la casa que habría elegido para mí. Si la has escogido para nosotros, es todavía más bonita».

Luego estuvo dando vueltas por las habitaciones: primero el salón, con la gran chimenea, después la habitación de matrimonio, el vestidor, los cuartos de baño y el dormitorio de invitados. Y al final la terraza, que se abre en un porche. Entonces sonrió.

—Es preciosa. Es nueva, y aquí también lo somos nosotros…

La miré sin entender a qué se refería. Entonces me lo explicó.

—Aquí no tienes ningún recuerdo que pueda alejarte de mí. Empezamos de nuevo juntos. —Y me abrazó y me estrechó con fuerza.

Entonces lo entendí. Cuando haces sufrir mucho a alguien, ese dolor no se va nunca, esa cicatriz permanece en el corazón, colocada como una ligera hoja que, caída en octubre de un gran árbol, se queda allí para siempre. Y, tanto si lo quieres como si no, ningún viento, ningún meticuloso barrendero conseguirá limpiar ese corazón nunca jamás.

Como aquel día.

—¿Qué ocurre? ¿Qué tienes, cariño?

—Nada.

—Pero ¿cómo que nada? Has cambiado por completo…

—Lo sé, resígnate. Tenemos que convivir con ello.

Eso me contestó aquella vez en el sofá, al cabo de unos meses, cuando de repente cambió de expresión. Estábamos riendo hasta un minuto antes. ¿De qué nos reíamos?, ahora no me acuerdo. Sin embargo, la tristeza de esa mirada no la olvidaré nunca.

Y hoy, a quince días de nuestra boda, Babi ha aparecido de nuevo en mi vida. Es hermosa, es mujer y es madre. De mi hijo. ¿Gin debe saberlo? Y ¿qué he sentido por Babi? ¿Tengo ganas de volver a verla? Cuando nos hemos tocado, cuando he sentido su piel, su perfume, que sigue siendo el mismo, ese Caronne, que nunca ha cambiado, desde entonces, desde esos primeros días, desde cada uno de sus besos…

«¿Tú amas a Gin?». Pollo me provoca, resurge entre mis pensamientos. Sí, ahora es como si estuviera sentado delante de mi escritorio, jugando con mi abrecartas; lo sujeta con la derecha, lo hace rebotar en la palma de la mano izquierda, arriba y abajo, como un metrónomo. Me sonríe y marca mi tiempo. Después lo deja sobre la mesa y abre los brazos. «Solo tú puedes saberlo». Y, tal como ha venido, se va. Me deja solo, con mis dudas, mis miedos, mis incertidumbres. ¿Cómo voy a casarme precisamente ahora que acabo de saber que tengo un hijo con Babi? ¿Cómo voy a decírselo a Gin? Pero sé que no puedo dejar de compartir con ella una parte tan importante de mí. ¡¿Por qué mi vida se ha complicado hasta este extremo?! Lo más terrible es que ni siquiera veo una escapatoria.

Con estos pensamientos en fila como soldaditos inmóviles, me pongo a mover el ratón, la pantalla cobra vida y luego, de manera compulsiva, escribo su nombre en Google, empezando una búsqueda desenfrenada, hasta que la encuentro. Babi Gervasi, sus fotos de la página de Facebook. Es una página abierta, sin protección de la privacidad, con algo que me hiere y al mismo tiempo me causa un estúpido placer. La portada de la página es una foto. Nuestra foto, el puente de corso Francia con la frase «Tú y yo a tres metros sobre el cielo». Como si no esperara otra cosa más que yo la viera.

Compruebo cuándo abrió la página. Exactamente hace seis años. Y veo el álbum, las fotos cargadas desde el móvil, retrocedo en el tiempo y miro las imágenes de su boda, ella vestida de novia, su marido. Lo observo con atención. Es rubio, delgado, con los ojos oscuros, los labios finos, alto, elegante. No se me parece en nada, es lo más alejado de mí que puede ser, y a la vez tan cerca de ella. Aquí está la foto de Massimo. Nació el 18 de julio. Se ve a Babi con un camisón blanco, lo sostiene en brazos, aún está en la habitación del hospital. Babi pone cara de no creérselo todavía.

Debe de ser la emoción que se siente al ser madre por primera vez. Algo natural y al mismo tiempo extraordinario. Paso una foto tras otra, los cumpleaños de Massimo, en la playa jugando con la arena, vestido de Peter Pan por Carnaval y tirando confeti al aire. Cada foto es una espina en el corazón, y me entran unas repentinas ganas de volver a verlas.

—¡Cariño! ¡Te estaba llamando! ¿No me oías?

—No, perdona.

—Pero ¿qué estabas mirando?

Tengo el tiempo justo de cerrar la página mientras Gin rodea la mesa en busca de algo.

—No, he acabado una llamada por Skype para la reunión de mañana. Ya está todo arreglado.

—Pues vamos a la mesa, que se enfría.

—Sí, claro. Voy un momento a lavarme las manos.

Me dirijo al cuarto de baño y, en cuanto entro, cierro la puerta y me paro delante del espejo. Ya estoy mintiendo. Me apoyo con ambas manos sobre el lavabo y no me atrevo a mirarme. A continuación, abro el grifo del agua fría y la dejo correr un rato. Lleno las dos manos y me lavo la cara, varias veces. Cierro el grifo, pongo la toalla en su sitio y miro a mi alrededor. Detrás hay un jarrón, en la esquina, con unas flores secas japonesas; hay una báscula en el suelo, mi albornoz, el champú y el jabón en el hueco de la ducha. Todo está perfecto. Todo está en orden, no hay nada fuera de lugar, al revés de como está mi vida en este momento. Entonces salgo del baño y me dirijo hacia el comedor. Mientras camino, la veo encender las velas en el centro de la mesa, la ventana está abierta y las luces de la terraza encendidas. Fuera, la noche también es perfecta, el cielo es de un azul luminoso, está esperando la noche. Gin ha conectado su iPhone a los altavoces y empieza a sonar una pieza de jazz, John Coltrane, A Love Supreme[16].

—Te gusta, ¿verdad?

Muchísimo, y ella lo sabe. Ha cogido un vino blanco y lo ha dejado en el centro de la mesa. Me pasa el sacacorchos.

—¿Te ocupas tú, cariño?

—Sí, por supuesto.

Y cierro los ojos mientras sostengo la botella.

Cariño. «¿Te ocupas tú, cariño?».

No soy capaz de ocuparme de nada, Gin, pero precisamente tú no puedes imaginarlo. De manera que corto la cápsula que protege el tapón, luego abro el sacacorchos, saco el tirabuzón y lo clavo en el tapón, voy bajando, fijo la hendidura en el borde de la botella y empiezo a extraerlo, coloco la segunda hendidura y lo extraigo del todo. Huelo el corcho, lo hago de forma mecánica. Lo sirvo en las copas, cuando se ha aireado un poco, lo huelo con más atención y me doy cuenta de que es un excelente sauvignon, doce grados y medio. Lo pruebo, también la temperatura es perfecta. Gin vuelve a la mesa con una cubitera con agua y hielo.

—¡Oh! —Me sonríe—. Podemos empezar.

En el carrito que hay a su lado están todos los platos que ha preparado, así no tiene que volver a levantarse.

—Brindemos. —Coge la copa que acabo de llenarle y enseguida encuentra la frase que le parece más adecuada—: Por nuestra felicidad —dice mirándome a los ojos.

—Sí —contesto despacio, pero mi interior está alborotado por completo.

A continuación, Gin da un pequeño sorbo a la copa de vino blanco y la deja al lado de su plato.

—Rico, frío, perfecto.

—Sí.

—Aún no lo entiendo: ¿debería haber dejado la copa antes de beber? Hay quien dice que sí, pero no está muy claro.

—Así es. Son leyendas extrañas. Lo único cierto es que hay que mirarse a los ojos.

—Eso lo hemos hecho.

Sonríe alegre, seguidamente, con expresión divertida, decide describirme el menú de la cena.

—Bien, te he preparado unos mejillones a la pimienta, he comprado los grandes, esos españoles, con un chorro de vino blanco, limón y hierbas variadas. A continuación, gambas marinadas para ti, y algunas al vapor para mí, y, para terminar, una lubina a la sal con patatas fritas. ¿Te gusta?

—Eres genial, Gin.

Cojo una cuchara y me dispongo a servirle.

—No, para mí, no…

—¿Por qué?

—Solo he podido comprar unos pocos y sé cuánto te gustan.

—Está bien, gracias, pero uno sí probarás.

Me siento culpable y me gustaría tocar el tema ahora, pero ¿cómo se lo digo? «¿Sabes?, tengo un hijo, aunque podemos dejarlo para otro momento». Me como un mejillón, con voracidad, y ella se ríe. Siempre quiere que coma más despacio, pero esta noche no dice nada, parece que me lo permita todo. Entonces me limpio la boca y bebo un poco de vino, lleno de nuevo la copa y sigo bebiendo.

Pero debo decírselo, tengo que hacerlo.

—¿Te gustan?

—Muchísimo, en serio, gracias.

La miro a los ojos, cualquier cosa que dijera ahora lo arruinaría todo. Una colección de cristales que cae al suelo con toda la vitrina, ese sería el ruido de su corazón. Y, además, yo todavía tengo que aclarar algunas cosas. De modo que le sonrío.

—Has preparado una cena fantástica.

Gin es impecable, y en esta ocasión es ella quien sirve el sauvignon, y lo encuentro todavía más rico, ligeramente afrutado. En su copa, sin embargo, todavía queda un poco de vino. Las gambas marinadas son muy frescas y se me derriten en la boca. Cojo un pedazo de pan crujiente, lo parto y le doy un bocado, a continuación otro y otro más; ella se ríe y sacude la cabeza, sin embargo no dice nada, retira los platos y me pasa la lubina. Yo la limpio, separo la espina, quito las mejillas y le ofrezco una a ella.

Gin sigue mirándome y comiendo patatas fritas, mientras yo, que estoy terminando de limpiar la lubina, hago tiempo antes de decidirme a decirle algo.

—Eh, Step… —Pero no contesto, ni siquiera digo «¿Sí?»—. ¡Ya sabes que me pones un montón, que, si esta cena te gusta mucho, bueno, pues tú me gustas como cien de estas cenas!

—Pero no has probado la lubina…

—No, pero he comido patatas y todavía están calientes y de muerte como tú…

Y rodea la mesa y me da un beso largo, apasionado.

—Mmm, es verdad, está riquísima, y muy fresca… Pero sin duda tú estás mejor.

Y seguimos comiendo en silencio. Tengo que decírselo, por lo menos insinuar algo. Me limpio la boca, he bebido bastante y sé que ha llegado el momento, porque ya he acabado el último bocado y no hay nada que pueda retenerme.

—¡Espera!

Se levanta y regresa con dos tarrinas llenas de arándanos, frutas del bosque, fresitas y frambuesas.

—Mira, también hay esto; ¿quieres?

Yo asiento, ella rocía un poco de nata en mi copa y hace lo mismo con la suya.

Las frutas del bosque están a temperatura ambiente, mientras que la nata está ligeramente fría, la combinación es perfecta. Lamento muchísimo estropear todo esto. A continuación, Gin se levanta y desaparece de nuevo en la cocina y regresa todavía más sonriente con una botella de champán y dos copas altas.

—¿Qué ocurre?

—Toma, ábrela… Y ten cuidado de adónde envías el tapón… Si toca a uno de nosotros, buena señal, será que nos casamos. ¡Así que no lo dejes caer en medio, que ya hemos hecho las amonestaciones! —Y se echa a reír mientras que a mí, por un momento, creo que me ha cambiado el color de la cara.

Entonces el tapón sale despedido y rebota lejos, sobre el sofá, y me apresuro a llenar las copas.

—¿También champán? ¿A qué se debe?

—¡Ya te he dicho que era una sorpresa! —Entonces se me acerca, me sonríe y choca su copa contra la mía—. ¡Felicidades, papá!

Y pone mi mano libre encima de su tripa. No encuentro palabras, no consigo decir nada, no puedo creer que todo esto me esté pasando a mí. ¡Otro hijo!

—Amor, pero ¿no eres feliz? ¿No dices nada?

Miro a Gin y sonrío.

—Perdóname, tienes razón. Es la cosa más bonita del mundo, todavía no me lo puedo creer.

—Es cierto, es maravilloso, soy tan feliz. —Y me abraza y me aprieta fuerte y después me susurra al oído: «será nuestra cosa más bella». Después se separa de mí y sonríe. ¡Por suerte, ya habíamos decidido casarnos, si no parecería una boda de penalti!

Y, con los labios húmedos de champán, me besa y me coge de la mano.

—Tenemos que celebrarlo a lo grande…, vamos —susurra maliciosa.

Yo la sigo y, al final, incluso me entran ganas de reír. Qué absurda es la vida. En un solo día he descubierto que soy padre por partida doble.

Ir a la siguiente página

Report Page