Tres veces tú

Tres veces tú


Sesenta y nueve

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SESENTA Y NUEVE

Oigo sonar una sirena. Me despierto, abro los ojos, estoy en la penumbra de la gran cabina. La suite.

Descorro las cortinas, fuera es de día. Ha sido un barco, que ha pasado a lo lejos. Pero ¿qué hora es?

Miro el reloj de la mesilla. Las once. Menos mal, casi me da un ataque. Echo un vistazo alrededor de la habitación, voy al baño, no hay nadie. Tal vez lo he soñado. Entonces la veo, sobre la mesita al lado del espejo, apoyada en la cubitera donde flota cabeza abajo una botella de Cristal vacía. Su peluca negra y también una nota: «¿Pensarás en lo que te he dicho?». Cojo el papel y lo rompo en mil pedazos, me pongo el albornoz y salgo de la habitación. Recorro con rapidez el pasillo y al final encuentro al capitán.

—Buenos días, ¿ha dormido bien? El desayuno está listo. —Y me señala una mesa dispuesta de forma impecable, llena de cosas de comer.

Debajo de una campana de cristal hay huevos fritos todavía calientes, se intuye por el cristal empañado, unas tostadas escondidas en un paño de tela clara perfectamente conjuntado con el mantel, unos cruasanes, mantequilla, jamón curado, queso brie. Todo lo que me gusta. Todo lo que no ha olvidado.

El capitán me sonríe y quizá intuye mi próxima pregunta.

—No hay nadie en el barco. Cuando acabe de desayunar y usted quiera, una lancha lo llevará a tierra. Se tarda unos veinte minutos en llegar al puerto, allí hay un coche que lo espera, y dentro de dos horas como máximo estará en el Hilton. Al menos, es la dirección que me han dado.

—Sí, gracias.

—Ahora lo dejo tranquilo. Allí, en la esquina, también tiene los periódicos. —Y se va.

Cojo la jarra del café y me sirvo en la taza, después cojo una tostada y corto un poco de brie, al mismo tiempo que como un poco de huevo. El jamón, en cambio, no me apetece. Anoche bebí mucho.

Veo que también hay un zumo de naranja en un gran vaso protegido con una tapa de cartón. La retiro y me lo tomo. Está perfecto. Lo han filtrado, no tiene pepitas ni pulpa. Está recién exprimido y las naranjas deben de haber estado guardadas en fresco. Como despacio, también me tomo el café, un poco más de brie, y luego los cruasanes salados. Me limpio la boca con la servilleta y a continuación me levanto de la mesa.

Regreso a mi cabina, me doy una buena ducha y me visto con lo que llevaba la noche anterior.

Entonces agarro el móvil. Me queda poca batería, pero suficiente para poder leer los mensajes. El primero es de Guido:

¿Lo pasaste bien? Espero que sí. Yo, muchísimo. ¡Tú quizá más, teniendo en cuenta que estuviste con una chica de compañía!

¡Pero, joder, solo tú puedes encontrar a una chica de compañía tan rica! ¡Y que, en vez de que le paguen…, lo paga todo ella!

Como siempre, consigue hacerme reír. Pero enseguida leo otro mensaje:

¡Hola! ¿Y bien? ¿Cómo ha ido tu última noche de soltero? ¿Te has divertido? He intentado saber algo por Guido y los otros invitados de tu despedida, pero ¡ninguno dice nada! ¡Y tampoco sus mujeres! Sois tremendos. ¡Solidarios hasta la muerte! ¡Por otra parte, Non mollare mai, «No rendirse nunca», es vuestra canción y también vuestro lema! En cualquier caso, sigo pensando lo mismo: espero que te hayas divertido, ¡pero no demasiado! ¡Y, sobre todo, espero verte en la iglesia! Un beso… Y ¡te amo!

Miro el mensaje de Gin y cierro un instante los ojos. Me viene alguna imagen. Es solo un flash, pequeños fragmentos de un sueño. Sí, solo ha sido un sueño, un último polvo como dice Guido, con una chica de compañía muy rica. A continuación, me meto el móvil en el bolsillo y salgo a cubierta.

El capitán me está esperando en popa. Me saluda sonriéndome y me estrecha la mano.

—Ha sido un placer tenerlo a bordo, aunque ni yo ni mi tripulación lo hemos visto nunca.

Me echo a reír.

—Gracias por su reserva.

Entonces me tiende un paquete.

—Esto es para usted. Era lo último que debía entregarle. Que pase un buen día.

—Gracias.

Doy los últimos pasos por la escalerilla y subo a la lancha. El marinero espera a que esté sentado para partir a toda velocidad. Me vuelvo. El capitán está apoyado con las manos en la barandilla.

Levanta la derecha y me saluda. Yo hago lo mismo. Es un tipo atractivo. Tiene los ojos azul oscuro y la cara llena de arrugas del sol y del mar. Debe de conocer bien el arte de navegar. Ahora que estamos más lejos, entorno un poco los ojos; el sol que se refleja en el mar me molesta, pero el Lina III, desde esta distancia, me parece realmente enorme. Es tan alto como un edificio. Decido abrir el paquete. Lo desenvuelvo poco a poco teniendo cuidado de que el papel no salga volando y caiga al agua. Veo un estuche y, cuando lo abro, me quedo sin palabras. Hay unas Ray-Ban Balorama vintage, las que llevaba entonces, de las que ya no se fabrican desde hace años, pero están nuevísimas. Y también hay una nota: «Solo para ti». Miro en el interior de las gafas, en las patillas. Están numeradas: 001. Me las pongo. Ahora mis ojos se sienten mejor, pero mi corazón no. Me dejo acariciar por el viento, intento no pensar, no sentirme culpable. Ha sido solo una despedida de soltero, ni peor ni mejor, una despedida como tantas. Intento convencerme. Espero que mañana siga pensando lo mismo. La lancha va a la máxima velocidad y llegamos al muelle justo en el tiempo previsto por el capitán. El coche me espera, pero Guido no está al volante. Subo detrás, el chófer se vuelve hacia mí pidiéndome una confirmación.

—Buenos días; al Hotel Hilton de Roma, ¿verdad?

—Sí…

Y, dicho esto, arranca y, sin perseguir ningún pensamiento o alejar ninguna culpa más, me pierdo en el calor del sol que entra a través de las ventanillas y me quedo dormido. Duermo tranquilo y no sé cuánto tiempo después el coche frena y me despierto. En no sé qué emisora de radio suena Fast Love, de George Michael[33]. Estoy en la plaza del Hilton. Me incorporo un poco, me apoyo mejor en el respaldo, me toco el pelo, me rasco por detrás de la nuca, intento reordenar mis pensamientos, pero no localizo ningún sueño, ninguna imagen del rato que he pasado durmiendo. Supongo que algo habré soñado, algo habré pensado, pero no tengo manera de saberlo. Mi cerebro quizá ha analizado hipótesis, ha reflexionado, ha considerado lo que ha sucedido y lo que podría ocurrir. Tal vez incluso ha planeado una estrategia, la razón de hacer una cosa en vez de otra y, aunque hayan sido mi mente y mi corazón los que hayan tomado alguna decisión por mí, yo no sé nada. Puede que un día suceda algo fruto de este sueño de casi dos horas, solo espero que sea la decisión acertada.

—Hemos llegado —me dice el chófer pensando quizá que todavía estoy durmiendo.

—Gracias.

Me deslizo fuera del coche y entro en el hotel, pido la llave y poco después estoy en mi habitación. Me tiro en la cama con los zapatos y las gafas puestos. Abro los brazos y por fin me relajo. Me quedo así un rato, entonces miro la hora. Es la una y media. Voy al baño, abro el neceser y saco la maquinilla eléctrica Braun. Empiezo a afeitarme mientras camino. Me paro de vez en cuando delante de los espejos que encuentro y miro cómo me está quedando. Aparto la maquinilla, compruebo con la mano izquierda que las mejillas y el cuello estén quedando limpios; a continuación, sigo afeitándome conforme deslizo la maquinilla un poco más por mi piel. Más tarde, estoy en el ascensor en albornoz, salgo directamente a la piscina. Me quedo en bañador, me ducho, me quito las sandalias y me zambullo. Cruzo casi toda la piscina por debajo del agua y, cuando emerjo, ya estoy en el otro lado, cerca de dos chicos en unas hamacas.

—¿Qué haces más tarde?

—Pensaba ir al cine con Simona, ¿y tú?

—Esta noche, Paola y yo queríamos ir a cenar al Ghetto.

—¡Venga, venid con nosotros! Vamos al pase de las ocho y después a cenar.

—¿Qué vais a ver?

Y siguen charlando, parece un sábado italiano cualquiera, y lo peor parece haber pasado, como diría la canción. Pero, en realidad, si me preguntaran a mí: «Y tú, ¿qué haces después?». «¿Yo? No sé, nada, dentro de un rato me caso». «Ah, bueno…». Como diciendo que todavía todo tiene que ocurrir. Sin embargo, la canción, además, decía: «L’oroscopo pronostica sviluppi decisivi…». «El horóscopo también pronostica avances decisivos…»[34]. Me hago otra piscina. Aunque en este momento no puedo imaginarme cuáles.

Después salgo del agua, vuelvo a ponerme el albornoz y regreso a la habitación. Pido un té verde frío, espero a que lo traigan y, a continuación, voy a ducharme. Me seco y lo saboreo en la terraza.

Solo llevo puesto el bóxer, el sol es cálido, perfecto. Miro la hora. Son las tres y cuarto, dentro de poco pasará mi padre a recogerme. Eh, pero si es la hora doble. Como en aquella película. Cada vez que al mirar el reloj los números de la hora coinciden con los de los minutos, ocurre algo. Pero nadie llama a la puerta, no llega ninguna invitación para ninguna exposición, ni un paquete, no empiezan unos fuegos artificiales, a sonar una sirena. No, esta vez me parece que no pasará nada. Entonces comienzo a vestirme y de repente suena el teléfono. Contesto un poco tenso.

—¿Sí?…

—Buenos días, llamo de recepción; el señor Mancini lo está esperando.

—Ah, gracias, dígale que bajo enseguida.

La hora doble. Ha sucedido algo: mi padre no llega tarde como es habitual, ha venido antes de la hora a que habíamos quedado. Increíble.

Cuando bajo lo encuentro con su bonito Jaguar azul celeste metalizado perfectamente limpio.

Lleva una gorra azul con visera y me sonríe divertido.

—Aquí me tiene, soy su chófer, ¿lo ve? —Se toca la visera con el pulgar y el índice—. He hecho lavar el coche esta mañana para la ocasión.

—Está perfecto.

Me dispongo a subir delante.

—No, no, siéntese atrás. —Resoplo, pero él continúa—: Me divierte.

—Está bien.

Subo atrás mientras él se sienta delante y ladea un poco el retrovisor para encontrarse con mi mirada.

—¿Y bien? Lo llevo a Bracciano, ¿verdad? ¿Sigue teniendo las mismas intenciones?

—Es en San Liberato, para ser exactos. ¿Podrías parar al menos de hablarme de usted?

Mi padre se echa a reír.

—Está bien, es que me he metido en el papel.

Sale lentamente con el Jaguar del aparcamiento del Hilton. De vez en cuando, me mira por el espejo retrovisor como si quisiera decirme algo pero no se atreviera. Sin embargo, al final decide sacar el tema.

—¿Has visto? He conseguido mandar a Kyra con Paolo, Fabiola y los niños. He pensado que querrías un poco de tranquilidad.

Mira la carretera y algunas veces echa una ojeada al retrovisor.

—¿Qué tal fue anoche?

—Bien.

—¿Bien y nada más? ¿O muy bien?

—Muy bien y nada más.

Se echa a reír.

—Nunca cambiarás, ostras, ni siquiera te abres con tu padre.

Con mis Balorama negras sigo mirando por la ventanilla y sonrío para mis adentros. No quiero pensar si le contara lo de Babi, que se hizo pasar por una chica de compañía, lo del barco de cuarenta y dos metros, lo de las mujeres invitadas y los «productores» que asistieron.

—¡¿Sabes?, yo también hice una despedida de soltero como es debido cuando me casé con tu madre!

Al oírlo, me vuelvo hacia él.

—¿«Como es debido»? ¿Cómo es una despedida de soltero «como es debido»?

Y decide satisfacer mi curiosidad.

—Quiero decir que estaban mis amigos, los de entonces. Fuimos al Ambra Jovinelli y vimos un espectáculo de estriptis. —Quita las manos del volante un instante para que lo entienda mejor—. ¡Había una con unas tetas así! Luego fuimos a una villa en la Tiburtina donde había un bufet, pero recuerdo que la comida no era muy buena. —Yo me acuerdo del champán, el marisco y el pescado en el barco—. Después mis amigos me pagaron una chica de compañía, una morena, alta, con unas piernas largas pero el pecho nada, esta vez el pecho era pequeño. —Y lo dice con tono apenado, como si fuera motivo de alguna queja—. Recuerdo que se llamaba Tania. Fui con ella a una habitación de la villa. Tardé tan poco que alguno de mis amigos dijo que el tiempo no había «caducado», como si fuera un juego en el que metes monedas, ¡así que podía ir él también! ¡Y fue, ¿eh?! —Se ríe al contar la historia—. Pero a mamá nunca le dije nada. Tu madre era muy celosa.

Muchas cosas nunca se las pude contar, pero aun así creo que ella ya las sabía. Jamás te lo he dicho, pero una vez ella no quería, pero en cambio yo se lo pedí y al final lo hizo por mí…

—Papá, no me has explicado nada en todos estos años; ¿por qué justo ahora? No viene a cuento.

—Tienes razón. De todos modos, era un juego inocente, estuvimos en una habitación con otra pareja, pero sin intercambiarnos. Nos mirábamos, sí, solo eso…

Nada. No ha podido evitarlo. Es superior a él. Cuando tiene que hacer o decir algo, se comporta así, no lo resiste. Mi padre es un completo gilipollas.

—Hoy me gustaría mucho que estuviera tu madre, sería precioso que pudiera asistir a la ceremonia en la iglesia.

Me lo dice con total ligereza, sin ninguna consideración, sin miramientos por lo que acaba de contarme. Un momento suyo tan íntimo, tan privado, que evidentemente no es para compartir con un hijo. Bueno, este es mi padre. Lo miro mientras sigue conduciendo, con su traje oscuro, con la gorra de chófer. Ahora pone la radio y golpea el volante al ritmo de una canción que suena por casualidad, pero que a él le parece perfecta: Y. M. C. A., de los Village People[35]. Y canta a voz en cuello, adivinando una palabra sí y dos no, sin tener la menor idea de lo que significa la letra.

—Papá, ¿te gusta esta canción?

—¡Muchísimo!

—Y ¿sabes qué dice?

—Bueno, sí, hacen un extraño baile subiendo las manos juntas encima de la cabeza…

Y por un instante deja el volante y, desafinando al ritmo, imita ese movimiento, y seguidamente vuelve a coger el volante antes de que nos salgamos de la carretera.

Me echo a reír.

—Sí, eso es lo que se hace, pero la letra es una invitación a ir al gimnasio de los Y. M. C. A., para conocer a jóvenes homosexuales. Aquí dice: «Y es divertido estar en el Y. M. C. A., puedes lavarte, puedes comer bien, puedes salir con todos los chicos, puedes hacer todo lo que te atrevas a hacer…».

O sea, tú, en este momento, estás cantando la alegría de ser gay.

—Ah… —Me mira por el retrovisor y deja de cantar al instante—. ¿En serio?

—Sí.

Entonces cambia de emisora y busca otra música. Al menos, me ha devuelto el buen humor. Luego encuentra Sailing, un tema de Christopher Cross[36]. Qué raro, en la carretera que va a Bracciano solo suenan canciones de finales de los setenta, es como si las radios se hubieran quedado atrás.

—¿Esta está bien? —me pregunta mi padre mirándome por el retrovisor.

—Sí, si te gusta, está bien, no ensalza nada…

—Me gusta.

Ahora conduce más tranquilo, su equilibrio mental no se ha puesto en peligro. Y ¿qué tengo yo de mi padre? ¿Qué tengo que ver con él? ¿Qué he heredado? Y mi madre, ¿qué le vio entonces? ¿Qué la fascinó?, ¿qué palabras le dijo él?, ¿cómo la convenció de que se casaran? Sigo observándolo. Sus ojos reflejados en el retrovisor, su mano, que ahora da lentos golpecitos en el volante. Papá sonríe escuchando Sailing. En realidad, para él todo ha continuado como si nada, tampoco ha sufrido mucho la pérdida de mamá; tal vez ya no la quería, tal vez ya estaba con esa inútil.

—¿Papá?

—¿Sí?

—¿Qué crees que vio mamá en ti? ¿Qué fue lo que la hizo enamorarse?

Me mira y se queda sorprendido, no se esperaba una pregunta como esa. Permanece un rato callado. A continuación, me contesta casi de manera ingenua, como un niño descubierto comiendo Nutella de un tarro que no era el suyo.

—¿Quieres la verdad? No lo sé. —De todos modos, intenta buscarme una respuesta—. Éramos jóvenes… Nos gustábamos, estábamos bien juntos. —Después sigue conduciendo en silencio, tal vez todavía esté pensando en cuál podría ser el verdadero motivo, si se le ha olvidado, si mamá por casualidad una vez se lo dijo. Luego es como si se iluminara. Ya está, sí, parece haber encontrado algo. Se encuentra con mi mirada en el espejo, está contento de lo que va a contarme—: Me decía que la hacía reír mucho.

Asiento. Parece satisfecho de la respuesta que ha encontrado. Ahora dejamos la Braccianese y bordeamos el lago. Son las cinco menos veinte. Recorremos unos kilómetros hasta que vemos unas antorchas en el suelo y entramos en San Liberato. En cuanto bajamos del coche, papá lo rodea y me abraza, me estrecha con fuerza, y por unos segundos nos quedamos en silencio. Cuando se separa, tiene los ojos brillantes, me coge por los hombros, me sacude un poco, y luego dice: «Sí». Y asiente, pero no añade nada más. Inmediatamente después se acerca un montón de gente a nuestro alrededor.

Uno tras otro, me abrazan, me dan palmadas, me felicitan.

—¡Estás muy bien!

—¡Qué elegante vas!

Sonrío, aunque con algunos no sé ni qué relación tengo.

—¡Estás guapísimo!

—¡Madre mía, qué grande te has hecho!

Bueno, este es un familiar de un pueblo, aunque ni siquiera me acuerdo de si nos conocemos. A otros, en cambio, los reconozco, pero no tengo ni idea de cómo se llaman.

—¡Felicidades!

—Gracias.

Si bien creo que no hay que decirlo antes. Veo a gente vestida de las maneras más diversas, porque la elegancia, sobre todo en las bodas, es muy subjetiva. Luego veo a Bunny y a Pallina, a Hook, a Schello, al Siciliano, a Lucone y a todos los demás que participaron en la despedida de anoche. Me sonríen socarrones, pero no hay ninguna de las chicas del barco, al igual que ellos ya no son esos productores. Y más primos y tíos, y luego una pariente que me abraza y se emociona.

—Tu madre estaría muy contenta de verte hoy. Estás tan guapo…

Y yo sonrío con la esperanza de que no me diga nada más.

A continuación, entro en la iglesia y encuentro un poco de tranquilidad. Veo el altar. Está dispuesto en alto, se llega a él subiendo una escalera lateral. La ceremonia se desarrollará por encima de los invitados. Está bien la idea, al igual que son bonitos los lirios blancos que adornan todos los rincones de la pequeña iglesia y que llenan el aire de este delicado perfume.

—¿Estás listo?

Es el padre Andrea, que viene hacia mí. Se levanta la sotana blanca para no tropezar; a continuación, me estrecha con fuerza ambas manos, pero no dice nada. Me mira a los ojos y, sonriendo, asiente, como diciendo: «Muy bien, si estás aquí significa que has superado todas tus dudas». En efecto, a mí también me gustaría mucho que fuera así.

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