Tres veces tú
Ochenta y dos
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OCHENTA Y DOS
Cuando aterrizamos estamos en New Plymouth, y casi enseguida cogemos otro vuelo hacia Fiyi. Al cabo de unas diecinueve horas en total, llegamos por fin al Aeropuerto Internacional de Nadi.
Cuando bajamos del último avión, después de recoger el equipaje y pasar por el control de aduanas, vemos un cómico hombre de color con una pequeña gorra de cuadros blancos y azul cielo en la cabeza sujetando un gran cartel en el que se lee: «MR. y MRS. MANCINI». Gin y yo nos miramos y, acto seguido, levantamos la mano.
—¡Somos nosotros!
El hombre se pone el cartel debajo del brazo y viene a nuestro encuentro.
—Son italianos, ¿verdad? Yo también hablo un poco de italiano. He vivido en Roma. Muy bonito el Coliseo, muy bonito San Pedro. Hasta vi a un papa.
A saber cuál de ellos…
—Bien, en cambio, nosotros nunca hemos estado en Fiyi.
Se ríe divertido.
—Muy bueno. Qué gracia. Lo contaré. —A continuación, coge la maleta de Gin y nos hace una señal para que lo sigamos.
Yo la miro y le digo en voz baja:
—La verdad es que no pretendía ser gracioso.
—¿Ah, no? Pues tenía gracia, me ha hecho reír incluso a mí.
—¡Vale, te has convertido en una verdadera esposa!
Subimos en una especie de taxi inglés por el tamaño, pero evidentemente no por el color, ya que es de un rojo fuego. El hombre conduce a toda velocidad por las carreteras de este país. A los lados se ve una vegetación exuberante y está lleno de animales, desde vacas de clásicos colores hasta papagayos de tonos más fantasiosos. Mucha gente va en bicicleta. A lo largo del camino se ve a muchos niños jugando al lado de pequeñas fuentes, se divierten con el agua, llenan globos de colores.
Visten pantalones caqui o azul oscuro, pero todos son o cortos o muy largos, y camisetas de tirantes casi siempre blancas. Son delgados, tienen las piernas largas y llevan unos calcetines cortos que hacen que los zapatos parezcan todavía más grandes. El taxi rojo fuego emboca un puente. Bajo sus ruedas, las traviesas de madera componen una ruidosa melodía natural.
—Bueno, ya hemos llegado.
Así que nos apeamos. Nos espera una gran lancha motora blanca, y un hombre de color sin gorra y mucho más grande, después de cargar nuestro equipaje, nos hace subir a bordo.
—Hasta la vista, Mr. Noodle —saludamos al taxista, que nos ha dicho su apodo durante el trayecto.
A continuación, la lancha se separa del muelle y, una vez fuera del pequeño puerto, parte a toda velocidad. Miro a Gin, que va sentada en el asiento; se la ve un poco apagada, la verdad es que llevamos muchas horas de viaje.
—¿Qué tal?
—Bien. —Me sonríe, pero noto que está cansada.
—Ponte más adentro, así no te mojarás y no te dará tanto el viento.
Para resguardarla un poco más, me coloco junto a ella y le pongo mi cazadora sobre los hombros.
—Sí. —Me sonríe—. Ahora me siento realmente casada.
Casi dos horas más tarde llegamos a Monuriki, y al final obtenemos la recompensa por el cansancio de un viaje tan largo: disponemos de un precioso bungaló a pocos metros del mar. Una parte está excavada en la roca, y la otra mitad, en cambio, se levanta sobre la arena. Alrededor todo es vegetación, un pequeño seto de flores azul cielo con el interior amarillo y una baja cancela blanca.
La arena llega hasta la gran cristalera, en el interior se está fresco y es todo supermoderno, con un gran televisor de plasma, altavoces supertecnológicos y una cama de tamaño extragrande. Una botella de champán nos espera junto a unas grandes fresas rojas, kiwis y uva de un color muy claro. Un elegante camarero de la isla nos muestra el funcionamiento de todo, incluida la opción de usar el jacuzzi situado en el interior del cuarto de baño. Está encajado en la roca y ofrece la posibilidad de mirar al mar, que está justo enfrente, a través de una ventana redonda.
—En cualquier caso —nos explica en inglés—, si quieren, también hay un jacuzzi más grande fuera; así pueden darse un baño bajo las estrellas. Pero deben tener cuidado porque está lleno de mosquitos que se acercan atraídos por el agua. Si acaso, usen esto… —Y nos enseña una especie de largas varillas de incienso que, a mi parecer, en vez de alejarlos, podrían incluso atraer a más.
Cuando nos quedamos solos, Gin se deja caer sobre la cama.
—¡Por fin! Creí que no llegábamos nunca. Pero ¿por qué tu madre eligió esta isla?
—No lo sé. —A continuación, le sonrío—. Y tampoco puedo saberlo. Tal vez sea la de la película Náufrago, adonde va a parar Tom Hanks. De hecho, estamos en las islas Mamanuca.
—Ah, vale, ahora está todo mucho más claro.
Los siguientes días nos divertimos un montón. Solemos dar la vuelta a la isla, que en total cuenta con pocos kilómetros, y comemos a menudo en la habitación, con un camarero siempre a nuestra disposición y un servicio impecable. Por la noche vamos al restaurante de la isla; las mesas están alejadas unas de otras y siempre se está muy tranquilo. Hay poca gente, teniendo en cuenta que solo hay diez bungalós, otras parejas de luna de miel, pero durante el día es como si cada una tuviera su playa. Solo una noche hubo un poco de música en el restaurante, y luego una competición de limbo en la que acabamos derrotando a la única pareja peligrosa: dos jovencísimos napolitanos de apenas veinte años. Ella iba cargada de joyas y, tal vez, cuando se dobló la última vez que pasó por debajo de la barra, perdió precisamente por lo mucho que pesaban.
—¡Muy bien de todos modos!
—¡Gracias!
—Pero sois jovencísimos.
—En Campania todo el mundo se casa muy pronto, tenemos ganas de huir.
No entendimos muy bien lo que querían decir en realidad, pero no dejaron de hablar ni un momento: ella, de las muchas joyas que tiene; él, de la fábrica de zapatos de su padre, de los nuevos mercados extranjeros, de la Rusia a la que se están abriendo, de la realidad china, tanto por su calidad de trabajadores como de compradores, y de muchas otras cosas más. En cambio, de nosotros no se enteraron de nada, solo de que habíamos ganado.
—¿Qué es esto? Está rico…
—Es kava, ¿no lo conocéis?
—No.
Gin y yo nos miramos.
—Es nuestra primera vez en las Mamanuca…
Y todos se ríen. Luego bebemos con ellos esa extraña bebida.
Un tipo con gafas que parece biólogo o representante farmacéutico y que intenta introducirla en el mercado da muestras de conocerla a la perfección.
—Es una raíz de Piper methysticum triturada entre dos piedras. Da una sensación de bienestar…
¿Lo notáis?
La napolitana, que prácticamente la ha ingerido de un trago, cierra los ojos, se deja ir sonriendo de una manera exagerada y casi parece que se va a desmayar.
—Yo sí, estoy de maravilla.
Gin me dice al oído:
—Para mí sabe un poco a regaliz y ya está.
Al rato nos despedimos y, cuando regresamos a nuestro bungaló, abrimos enseguida la botella de champán helado y celebramos así nuestra victoria.
—Nada que ver con la kava de regaliz.
En vez del jacuzzi con los mosquitos, elegimos el mar. Nos lo quitamos todo y nos sumergimos.
El agua está caliente, parece que estemos en una película, El lago azul. Hay plancton y, cuando nos movemos, unas estelas fosforescentes siguen nuestros movimientos. El momento es perfecto, y mi mente, por extraño que parezca, decide darme un poco de tregua. Pero en el fondo soy consciente de que estoy evitando el tema y que esto, por desgracia, es solo un paréntesis. Entonces nos abrazamos, Gin se pone encima de mí, me rodea la cintura con las piernas. La luna sobre nosotros se ve colorada, pero no se siente incómoda por lo que estamos haciendo.